Alférez
Madrid, 31 de enero de 1948
Año II, número 12
[página 6]

El ayuno de Gandhi

Hay sucesos que resultan una magnífica piedra de toque para distinguir la calidad espiritual de las personas. Uno, excepcional, el de los ayunos de Gandhi. Todos los imbéciles se ríen. No falla.

Y, sin embargo, ¿qué alma noble no habrá entresacado esta noticia de entre el fárrago sucio de las otras para meditarla bien? El Mahatma se dispone a morir sin ofender ni herir a nadie, esperando que su sacrificio traiga la paz al corazón de su pueblo. Y –he aquí algo más maravilloso– de este pueblo se atreve a esperar que la consideración de su sacrificio, baste para desterrar al odio y al resentimiento y lograr una convivencia en justicia, tolerancia y amor.

Cuando en todas partes la Policía se encarga, cada vez más exclusivamente, de esta tarea, Gandhi decide sustituirla por una apelación a los sentimientos más altos que viven –o debían de vivir- en el corazón del hombre.

¿Qué resultado tendrá esta magnífica experiencia? ¿Acabará en un fracaso más del hombre para ser digno de sí mismo? No se sabe. Pero la experiencia está ahí, y todos debemos gratitud al viejo y magro Mahatma por habernos dignificado haciéndonos contemporáneos de tan estupenda proposición. Tal vez, dentro de muchos siglos, sólo ella quede de toda nuestra época y por ella sólo –¡oh venturosa injusticia!– se nos recuerde y juzgue.

Porque, la pura verdad, se trata de superarse o perecer. Desde el punto de vista técnico, convivir resulta cada día más difícil. El nivel de vida que hemos alcanzado y la enorme cantidad de hombres que hoy viven en contacto, que realmente conviven, exigen en cada uno de nosotros un grandísimo sentido de responsabilidad. Cada día estamos más cerca unos de otros, dependemos más unos de otros y la locura o estupidez de uno solo puede causar mayor mal a los demás. Cada día es más intolerable el egoísmo y más imprescindible una superación moral. O somos capaces de convivir como ángeles o nos aniquilaremos como monstruos. No hay más soluciones.

Pero este ser mejores es cada día más difícil de conseguir por la coacción policíaca, material. Vastísimas zonas –las más interesantes, además– quedan fatalmente fuera de su alcance. Pero, aun pensando en una organización policiaca perfectísima, capaz de aniquilar el menor brote de egoísmo insocial e irresponsable, ¿qué autoridad vigilará el sentido moral de los directores de esa organización? ¿Quién nos garantiza de que no se convierta en un invencible instrumento del mal y del egoísmo insocial de un grupo? Y no vale pensar en un organismo por encima de esa Policía con poder sobre ella, porque también éste puede ser traidor a su misión y transformarse en instrumento de egoísmos que hagan imposible la convivencia en justicia y con los corazones en paz. El sutil sistema liberal, sin duda el más inteligentemente concebido, de lograr un equilibrio contraponiendo a un egoísmo el egoísmo contrario –de oponer al egoísmo de un fabricante de cucharillas, dispuesto a venderlas lo más caro posible, el egoísmo de otro fabricante de cucharillas, dispuesto a hacer lo mismo– fracasó en cuanto estos dos fabricantes se pusieron de acuerdo y decidieron no vender ninguna cucharilla a un precio menor del que les dio la gana. La gente o se arruinaba comprando una cucharilla o se quedaba sin ella. Y, claro, hay muchas cosas sin las que no se puede vivir. La gente llamó a la Policía –el Estado totalitario– y volvimos a donde estábamos antes. A un poder absoluto en manos de unos pocos, tan incontrolable y tan insocial como los fabricantes de cucharillas.

La solución no está, pues, en combinar los males de tal manera que resulten un bien, ni en suponer gratuitamente a un grupo muy buena gente y entregarles el poder sin limitaciones. De lo malo no puede salir nada bueno. Lo que hace falta es crear lo bueno, y lo demás se nos dará por añadidura. Porque si es verdad que no hay ley ni autoridad en el mundo capaz de impedir que de una confabulación de sinvergüenzas salga algo malo, también lo es que no hay nada en el mundo que pueda impedir que de una reunión de gente buena salga un bien.

Urge, pues, que cada uno se retire a la insobornable soledad de su corazón a reencontrar allí lo que en el mundo falta voluntad de perfección, de justicia y de paz. Urge cada día más que nazca en los mejores espíritus la convicción de que es necesaria una huelga gigantesca, una decisión firmísirna –por costosa que sea– de no colaborar con la maldad, la injusticia y el odio, sin importarnos nada las banderas bajo las que se cobijan. Tengamos el valor de deshacer los sofismas, de resistir los halagos, de descubrir en nosotros mismos el error y de rechazar todo ese cínico ejército de mentiras que ya amenaza gravemente la esperanza de resurrección. No hay lealtad posible al mal cualquiera que sea el nombre en el que nos la exija. Olvidemos hasta los ideales que más nobles y puros nos parecían si creemos que están ya demasiado infectados por la maldad y pueden ser un pretexto casi respetable para sustraernos a esta superación moral. Olvidemos a los antiguos camaradas, los recuerdos, los libros, los periódicos, la historia, incluso, si es necesario. Olvidemos todo lo que nos impida renacer a la pureza y a la bondad. Sentémonos un momento a un lado del camino y meditemos sobre la vida y la muerte exactamente igual a como podría haberlo hecho un hombre bueno y sincero hace más de veinte siglos la piel del Calvario. Y que ningún imbécil nos hable de que somos prisioneros de la Historia y demás latas por el estilo. La Historia no es más que el tiempo trabajando para asemejar el mundo a Dios y no pasa ya por aquella parte del mundo que ha conseguido ser su más fiel eco.

La única fórmula política capaz de salvarnos, repito, es la renovación interior. Se dirá: «iOh, eso no es una fórmula política!» ¿No es? Bueno. Lo sentimos mucho. Entonces no queda ya ninguna fórmula política. ¿Es muy grave esto? A muchos les parecerá que sí. Pero a otros, a mí entre ellos, nos parece algo como el anuncio de un tiempo mejor.

En fin, Dios dirá.

Julián Ayesta


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