Alférez
Madrid, 30 de abril de 1948
Año II, números 14 y 15
[páginas 8-9]

Hace falta un ordenador

I. Nuestro trance

Época de tan mercurial inquietud de espíritu como la nuestra sólo en contados momentos de la Historia, y ellos de encrucijada, ha acontecido. ¿Crisis? La palabra, aun manoseada, encierra suficiente sugestión como para no desecharla, al menos provisionalmente, a fin de expresar un contenido de realidad cultural que se caracteriza por la fluidez, por la mudanza, por el titubeo. Todo son trastornos en el horizonte. En lo político, en lo estético, en lo moral, en lo puramente especulativo, en lo económico, diríase que se hubieran roto las líneas esquemáticas, el plan interior constitutivo de la sustancia y que ésta se desmorona en masas informes. Nada concierta con nada. Una suerte de incoherencia radical hace luchar los elementos entre sí. Trance de universal atomización de las estructuras históricas y de fermentación caótica de no sabemos todavía qué nuevos organismos. Se han roto todos los lazos y todo está suelto, desfajado, sin flejes, en deshacimiento. Un gusanero de dudas hierve en el montón de cosas a pudrir... La bomba atómica, con su formidable rabia eruptiva y devastadora, es un símbolo de nuestro tiempo. Nos desvivimos en ensayos, en conatos, en pesquisas. Lleva cada uno de nosotros, sacudiéndole el dentro, un Sísifo y un Tántalo que jadean, sudorosos, con una mueca de desesperación y de cansancio caricaturizándoles el semblante. Nada, por otra parte, más angustioso que el cariz que presenta nuestra circunstancia. Es un paisaje en seísmo, que de minuto en minuto se encrespa en nueva orografía o se tiende, fatigado, en páramos sin vegetación ni cánticos. La sensación de catástrofe domina en todos los espíritus, aun en los más frívolos, y casi no se oyen voces orientadoras en esta tempestad a todo desarrollo.

II Precisamos formas

¿Tomar los viejos moldes y verter en ellos la nueva materia en fusión? Pero si están rajados y por sus grietas se saldría la masa. El mundo requiere, precisamente, cuajar en nuevas formas. Pero no al estilo viejo –aquellas ánforas resultan frágiles– aún en la hipótesis de que las imagináramos intactas para contener la poderosa tensión que la Historia ha acumulado en sus entrañas. El conservatismo está momificado en su propia muerte y no habrá energía capaz de galvanizarlo. Aparte de que fue siempre el conservatismo, como sistema, la conducta de aquellos siglos que se sentían seguros sobre un suelo firme de valores y caminando tranquilamente a través de un espacio bien limitado por el juego armónico de las coordenadas. Si algo nos azora a nosotros –hombres de 1948– es, cabalmente, sentirnos zarandeados por un suelo que se mueve bajo nuestros pasos y en vagabundeo por un paisaje que a cada abrir y cerrar de ojos ofrece aspecto distinto. Hemos de avanzar inventándonos el rumbo, la vereda, el norte. Y hasta no sabemos nunca si de veras nuestra brújula apunta a su norte, pues éste también cambia. No deja de ser otro símbolo de nuestra coyuntura vital el acontecimiento, aun reciente, del hallazgo de dos polos magnéticos en el globo terráqueo. Como si dijéramos dos posibles verdades de igual valor. Total: pura contingencia, forzoso relativismo y, como consecuencia, una escéptica descreencia. El hombre de hoy flota, a la deriva del oleaje de los hechos, sin arraigo, sin anclaje, sin siquiera consignación a punto de destino. El tan cacareado existencialismo –sobre todo en su versión heideggeriana y sartreana– es eso: un naufragio de la cultura moderna en el aborrascado mar de la Nada, sin más asidero que agarrarse a sí mismo cada náufrago, en una especie de enroscamiento, a lo serpiente. Inmanentismo desesperado que se hermetiza a roerse a si propio. A la concepción circular, redonda, esférica –que aploma y da sentido al movimiento–, ha sucedido en el hombre moderno, al que con certero tino adjetivó de fáustico el imaginativo Spengler, la concepción helicoidal, que no sabe dónde va a desembocar en su loco dar vueltas.

III. Hay que esclarecer el contorno

Nos volvemos todo èlan vital, braceo de náufragos, zozobrante tanteo de murciélagos: y así nos descrismamos contra todos los muros. El que un hombre como Goethe –típica expresión del trance en que la cultura moderna, hace 118 años, entra a rizar el rizo– agonizase a gritos jadeantes de: «iluz, luz, luz!», es índice bien directo de cuál es la primordial exigencia que demanda este fin de época que estamos viviendo: esclarecimiento. La luz tiene como virtualidad suya la de poner orden en la circunstancia. Durante la noche, las cosas están barajadas en la oscuridad, sin perfiles, sin colores, sin jerarquía: en mezcolanza monstruosa. Una especie de tumoración deforma los volúmenes, como si los abultase desde dentro. La amanecida es, ante todo, un adelgazamiento de las cosas, un poner distancia entre ellas, un dibujarles el ser y situarlas en su puesto. Al amanecer, los montes, que casi nos oprimieron con su mole durante la noche, se retiran a su preciso punto en el horizonte. Muchos de los fenómenos; azogantes de nuestro tiempo –la congoja, la medrosidad, el pasmo congelador que mediatizan las conductas– se deben a esa nocturnidad sombría en que habitamos. Nadie sabe cuál es su puesto ni el puesto de los demás. Meros alcores se nos antojan Himalayas. Los dedos se nos hacen huéspedes. A veces, la duda inmoviliza al hombre moderno, echándose sobre él, no de otro modo que se acarraza –y este vocablo popular me parece de enorme poder expresivo de mi concepto– sobre su presa el águila. Hemos dejado de creer en tantas cosas que ya no sabemos a qué atenernos. «Como época, nuestra época es época de desligación y de desfundamentación», ha enjuiciado el vigoroso Zubiri. Y aun ha añadido: «Es también la época de la crisis de la intimidad.» ¿Cómo –dirá alguno– no es el subjetivismo la más significativa característica del hombre fáustico? Y Yo debo responderle: El hombre sólo es capaz de intimidad, capaz de ensimismarse, capaz de verse el dentro, cuando se sabe sostenido por un fuera, del que se distingue. Si el árbol tuviese conciencia, sólo intimaría consigo –se volcaría en sí– cuando se considerase otro que la tierra de donde le asciende el cogüelmo, y que el aire, de donde absorbe radiación y azoe. El hombre moderno se ha restringido a una utopía, a una abstracción, desrealizándose precisamente por desarraigarse del mundo. Al desobjetivarse, se ha desustanciado, pues el hombre existe desde toda la redonda, que lo incluye en su abrazo esférico. Al podar sus vitales relaciones con las cosas y con Dios –al ateizarse, sobre todo–, se ha vaciado, el hombre moderno de sí mismo y ha quedado sin secreto, esto es, sin intimidad. Pues para tenerla sería preciso que el hombre estuviese henchido de algo que no es él. Somos formas de vida –vasos, no se olvide esto– y no propiamente vida: ésta nos viene de fuera. La estructura óntica del hombre es el mundo, es Dios. A ellos está abierto constitutivamente. El satánico non serviam no es otra cosa que arrancarse de su fundamento. Nadie es substantivo absoluto, sino que se articula en frase armónica para tener sentido, para significar. La asfixia de vacío enrarecido que hoy experimentamos proviene de ese pecado original de querer cada cual saltarse del prójimo, de la realidad mundana y de la otra realidad trasmundana que está, con un acto creativo eterno, haciéndonos ser a todos los seres.

(Lo que define el paso de una cultura a otra es el nacimiento de nuevas formas. Tal aconteció con el tránsito del mundo bárbaro al mundo de la Cristiandad medieval. Alcuino fue, más que otra cosa, un delicado, un tierno alfarero. Tras él se fueron encadenando otros modeladores de figuras –Escoto Eriúgena, San Anselmo, San Alberto–, hasta que vino con Santo Tomás el arquitecto poderoso que organizó en unidad de edificio toda aquella desperdigada riqueza de cuatro siglos de esfuerzo y de tanteo. Y lo que en el orden especulativo el Aquinate, fue en el poético Dante.)

IV. Trascender para salvarse

Y henos ahora ante el muro; ¿por dónde salir a campo libre? Al encerrarse en el inmanentismo, la cultura moderna se está minando a sí misma, se está concomiendo. Reconcomio padecemos hoy todos dentro de nosotros. Y como estamos encerrados en la campana neumática del yo, nos sentimos ahogar de falta de aire, de falta de objetividad, de falta de Dios. La tortura de los existencialistas es esa: querer fundar una metafísica frente al idealismo, sin salir del hombre contingente hacia el mundo de las esencias, allende el cual –y sosteniéndolo– está la Realidad de realidades. Únicamente por el portillo de la trascendencia puede nuestra época buscar su salvación: saliendo de sí. La asepsia de gabinete del yo es la paulatina asfixia por autointoxicación. «Sólo el que aventura su alma la salvará.» Su alma, aquí, en su forma, su egoísmo. La Historia, que se ha vuelto clueca, nos está incubando, y, una de dos, o rompemos nuestra cáscara de prejuicios o nos cadaverizamos dentro de ella.

Fórmula de la expresión inmanentista ha sido el ensayo. He mentado al gran embaucador. El ensayista, el intelectual que a bordo de una metáfora o de un entimema –cogito, ergo sum– se aventuraba por sí mismo adentro a descubrir... Américas imaginadas. La filosofía de los últimos trescientos años es un lirismo intenso: el ensayo ha sido su encarnación. Otrora fue el tratado –construcción sistemática de lineamientos objetivos– el que definió un mundo cultural que se desplegaba, por la trascendencia, fuera. Acaso una sola excepción al ensayismo de nuestra cultura: el rigor matemático de la física de los últimos cincuenta años que, con Plank y Einstein –y tras ellos la serie de genios de la teoría cuántica y atómica que se llaman Eddington, Bohr, Heisemberg, Schrödinger, Dirac, De Broglie, Fermi– ha iniciado el retorno de la ciencia a la metafísica cosmológica. Con lo que la ciencia, que imbuida de mero experimentalismo se desentendía de todo misterio, creyéndose segura y justificada con sus resultados técnicos –inmanencia también–, ha entrado en azorante dramatismo y zozobra, en un oleaje de problemas. No; nadie se basta: ni la ciencia. Nadie se redime a sí mismo ni nada se explica por sí mismo. Todo ser está dirigido a otro ser, reverberando sobre el cuál se comprende y tiene sentido. Y al igual que el mundo del ser, el mundo de la Historia. Ni más ni menos que como las palabras adquieren significación cabal por la sintaxis. Al trascender de nosotros, al vernos en el –espejo de las cosas, es cuando nos conocemos, y no cuando nos sumergimos, como buzos, en nuestra conciencia fluvial y con tornasoles que quiebran las imágenes. El existencialismo, al sobrevalorar la existencia, comete un subrepticio endiosamiento que es una estafa. ¡Menguado dios para nuestras ansias de más vida! Resignarnos al radical fracaso, implícito en la existencia humana en cuanto expresión de una ultimidad en sí, que no apela a más allá, es el baladí consuelo que nos ofrece cierta filosofía actualísima. Heidegger, ateo y relativista, puede abrazarse con la Nada, concebida como lo absoluto de la Muerte. Pero ¿qué alma con un adarme de cristianismo, o siquiera de religión, se resigna a tan desilusionante desenlace? Lo nuestro es la propensión a la angelidad, a la alta vida, por la que Santa Teresa se sentía morir.

El hombre ha de verterse a persona –a socio en función del prójimo, que es la manera de saltar su cerrado egoísmo; los pueblos han de romper la muralla china de su nacionalismo para integrarse en esa solidaridad ecuménica o, al menos, continental, que la misma inexorable secuencia del progreso técnico ha hecho necesaria. Y ¿con qué bagaje de tradiciones, con qué herencias hemos de iniciar esta empresa de trascender de nuestra inmanencia cultural, política, religiosa, estética? Pues con todo el bagaje del pretérito que pesa en nosotros. La historia no es herencia que pueda aceptarse a beneficio de inventario.

V. El ordenador

Los tres últimos siglos han inventado muchas cosas, demasiadas cosas, tal vez, para poderlas abarcar de una ojeada panorámica. Lo que precisamos es ponerlas en orden, cribarlas, valorarlas con un sentido teleológico, no ya desde la egoísta conveniencia del hombre hermético, sino desde el punto de mira más objetivo del destino a que hombre y mundo están consignados, oyendo en nuestras obras y en el rodar de los orbes lo que oía el Santo Rey David: el relato de la gloria de Dios. Y así, en vez del transitivismo radical que descorazona a las generaciones del existencialismo –cualquiera que sea el campo de la actividad o del pensar en que aflore–, que todo lo ven desde la mónada de su individualidad, se adueñará de nosotros el sosiego de quienes, a guisa de los ángeles, contemplan las cosas desde la atalaya eterna. Vértice desde el cual toma la vida del hombre y la evolución cósmica un sentido de maravillosa concordancia. Lo que más está pidiendo la confusión presente es una mano que trace el esquema morfológico en que ha de perfilarse. Morfología, obvio es después de cuanto llevo dicho, que ha de nacer de las propias fuerzas íntimas que la caótica realidad comporta. Se trata de una interpretación, que sólo puede detectar el hombre bien metido en esta hora; nunca el que por asco o por cobardía o por inconsciencia se haya situado al margen. Ahora bien: así como para definir el bosque en toda su complicada estructura hay que salirse de él –pues los árboles nos lo borran de la imaginación– y otearlo desde cierta lejanía, y mejor desde lo alto; del mismo modo el ordenador que está haciendo falta ha de cernerse, con ojeada de águila, sobre la confusa fenomenología en que se atumultan nuestros tiempos, y nosotros con ellos. Para ordenar, lo primero es poner distancias, tirar coordenadas de situación. Tras eso vendrá como fruto el sistema.

Llevamos demasiados lustros inquietándonos. Los máximos pensadores de los últimos cien años han sido verdaderos agitadores de conciencias, demagogos de almas. Era tarea necesaria, como son necesarios los seismos. Pero ahora hemos llegado a tal paroxismo que o un ordenador genial centra y reposa la materia cultural en fusión y oleaje o, de lo contrario, la riada arrastrará el paisaje cultural de varios siglos. Ahora, como en el siglo XIII, tras un largo período de sacudidas espirituales, que han dado al traste con casi todos los sistemas, urge la llegada de los genios sistematizadores. Y antes que ningún otro, se necesita el ordenador de la metafísica. Necesitamos saber a qué atenernos, ganar la orilla –náufragos como acezamos en esta galerna de sucesos–, aportar a la serenidad de una sintaxis.

Bartolomé Mostaza.


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