Alférez
Madrid, mayo de 1948
Año II, número 16
[páginas 4-5]

Arquitectura de la liturgia

No tenemos un tratado cristiano de Arquitectura. Cuando nos proponemos definir la arquitectura cristiana nos encontramos sin un concepto fundamental. Pero no parece haberse echado de menos. En la Edad Media, la arquitectura se heredaba y se realizaba en continuidad gremial. El misterio y la medida –ecuación de estática y teología– eran legado de maestros. El primer sistema racional de arquitectura se produce con el asombro de la belleza clásica. En el quatrocento, por la Florencia ebria de humanismos, salen los primeros tratados y sumas, barruntos de matemática, mecánica y óptica clásicas. Bastardo origen de nuestra Academia.

El espíritu religioso pugna tenazmente por aflorar en la geometría objetiva y desaprensiva del Renacimiento, ya pagado de soberbia y con el gusano dentro. Por ahí triunfa, señora de sí misma, la humanista arquitectura, y cada una de las artes por su derrotero. Hasta que en la coyuntura crítica de la Contrarreforma hubo de rendirse a la gloria de Dios la grandiosa vanidad del Barroco. Después, un intento de resucitar los estilos de la mejor tradición cristiana llevó a la admiración romántica, que es apología apasionada del Medievo en Huysinans o un propósito de sistematización enciclopédica en el Diccionario del Violet-le-Duc. Arqueología impotente del XIX, que nos dio historia y catálogos. Hoy día, se hace historia, a pretexto de aséptica objetividad, con una interpretación más o menos arbitraria y parcial de las obras.

Esto es todo lo que sabemos de la arquitectura cristiana y no parece habernos importado mucho conocer más. Con un tanto de técnica y otro de historia se emprende la reconstrucción nacional de nuestras iglesias. ¿Son éstas las premisas para la concepción de un templo cristiano?

Después de la Guerra Europea, en el año 18 mismo, se produce un resurgimiento del espíritu religioso y una gran exaltación de la Liturgia. Es el «Quickborn» de los jóvenes católicos alemanes con Guardini al frente y la estrella de su teología para el movimiento. En España tiene tan sólo repercusión en el celo apostólico de algunos eclesiásticos: en todo caso, no tiene más manifestación artística que una inquietud sin trascendencia en los monasterios benedictinos. Así, se ha dado en decir estilo benedictino a todo lo que expresa una vinculación entusiasta a la Liturgia. Recientemente parece haberse demostrado un cierto interés por las rúbricas y el rigor canónico de los ritos. Algún libro ha salido al paso para cubrir deficiencias en la formación de los técnicos, con instrucciones, reglas y prudentes consejos. Es laudable tal intención de sujetarse a lo estipulado como sistema de organización y de medida. Pero, ¿es sólo esto la Liturgia? Un movimiento de renovación litúrgica no se inicia con cuatro normas para el rigor del culto y la organización de la planta del edificio. Ha de surgir de una teología fervorosa participada con una vocación redentora. «El celo por la Casa del Padre me devora.»

En España, desgraciadamente, no hemos comprendido nada de esto, ni nos hemos planteado como cuestión esencial la edificación del templo. La tremenda pereza y la enorme terquedad, típicamente nuestras, nos tienen asfixiados en una atmósfera enrarecida de tópicos. El arquitecto revuelve viejas estampas con avidez arqueológica, considerando al templo como una colección de curiosidades, realzadas por la tradición que encubre una estéril inercia. El proyecto de una iglesia no es un simple problema de adopción de formas o de leyes estéticas inexorables, acreditadas por un determinado estilo.

Ninguno de los errores actualísimos señalados por el Sumo Pontífice en varios escritos recientes sobre Liturgia se ha dado en España, pero tampoco ninguna de las grandes innovaciones que reconoce. Apenas hay más que la isla solitaria de la abadía de Montserrat y el tesón apostólico de aquel gran cardenal Gomá que quedó en sus libros. No hay peligro donde no se conocen las grandes osadías creadoras y se escudan en un pasado impotente, barajando unas formas de composición sin proponerse renovar el esquema desde la esencial constitución de la comunidad cristiana y su culto colectivo, que es la Vida de un Cuerpo Místico en eterna efusión de Sangre.

Podrían invocarse los principios de la disciplina clásica como fundamento cierto de belleza. No regatearé su valor absoluto y permanente, pero sí tengo que negar su categoría final. Por ahí, indudablemente, se ha de empezar, pero no para quedarse en ellos. Esa académica y enciclopédica formación oficial de la Escuela se estrella trágicamente al afrontar en toda su dramática realidad la construcción de un templo.

Preferiría argumentar con los mismos intransigentes postulados racionalistas que llevaron a la arquitectura al funcionalismo aséptico de Le Corboussier y a la pintura a la radiografía intelectual de Picasso. Cada tiempo justifica su estilo histórico; y hoy, indiscutiblemente, sólo debe plantearse la concepción de un templo católico con la más rigurosa doctrina funcional. Absolutamente nada debe traicionar el Fin último. Todo debe responder directamente al poderoso y complejo organismo de la comunidad cristiana congregada en Liturgia viva. La Liturgia tiene unos fines supremos, que constituyen su vida misma y, de los que la arquitectura tiene que ser la más fiel expresión y el más propio ámbito. Y una repercusión social de la que no puede frívolamente prescindir. Es conculcar la más alta consigna de la Iglesia Católica todo lo que no acuda en socorro del indigente de Dios. De la piedra hay que sacar Pan para el alma y olor de Cristo, como el Señor hizo brotar el maná en la aridez del desierto.

Pero no se quieren complicar las cosas; el proyecto de una iglesia es fácil: las frecuentamos desde chicos, la tradición ha consagrado una disposición de planta, tenemos unos órdenes clásicos a nuestra disposición, hasta ha llegado a nosotros algún ripio de Liturgia de la que actualmente se habla. Y basta. Se le ha de procurar un tanto de modernidad incorporando la higiene en el alicatado de los asientos y algún globo opal en las dependencias, quizás se estilicen los perfiles ornamentales. También se cuenta con algún repertorio de motivos «muy españoles» y hasta populares, si hace al caso. Por último, ya vendrá el decorador, y como el arquitecto dejó las paredes desnudas, habrá que proveerse con urgencia de retablos, pinturas, imágenes, lámparas y altares. Todo quedará resuelto con un cierto buen gusto y en la construcción y con la adquisición de unas cuantas obras artísticas.

Pero el mal, verdaderamente grave, está en la raíz. Es un problema de conceptos fundamentales que en esta patria de la ortodoxia católica ni siquiera se plantean. Desde los cimientos hasta la cruz señera de sus torres, el templo ha de ser concebido de un modo integral y orgánico. Han de alzarse los muros con un sentido de revelación que en sí sea expresivo de la función dramática de la Liturgia. Ha de llegarse a la ornamentación a fuerza de dialéctica fervorosa, como una viva teología. Una proyección del Dogma para la vivencia inteligente de la Liturgia por el pueblo fiel.

En la concepción del templo todo ha de ser arte, y en la ejecución, todo, labor de artesanía. La construcción es tan excepcional que deberían emplearse procedimientos privativos. De no ser por las condiciones actuales de la economía y organización social parecería aberración acudir al desaprensivo sistema de contratas. Como las catedrales medievales las hizo una teología fervorosa de canteros, todo templo habría de ser levantado por un taller de vocaciones religiosas. Ser obra de un arte colectivo, con sentido real del plural de la Liturgia: un arte en comunión, como los sillares bien trabados y cumpliendo cada uno, su función constituyen la fábrica del edificio a imagen del Cuerpo Místico. Una arquitectura que asuma en la concepción todas las artes como la Liturgia misma, hasta la música. El simbolismo tiene una plena realidad, que no puede traicionarse en la ejecución de la obra. El proyecto de un templo no puede deberse a un propósito personal ni profesional. No lo pueden hacer un arquitecto, ni una arquitectura particulares.

Del mismo modo, el arte del templo, su arquitectura, no admite localismos ni nacionalismos exacerbados, porque la Liturgia es ecuménica. Un buen tópico: nuestra arquitectura debe ser española, pretendidamente española: hágase una iglesia española. Nuestro glorioso siglo XVI; quizá mejor, el estilo del XVII. iAh, el Barroco español de la Contrarreforma! Pero el Neoclásico parece más en consonancia con el espíritu recio y castrense de nuestra época. A toda costa española. Iglesia y española ya es buena contradicción. En esta hora de nacionalismos, qué gran cosa sería que en la iglesia, precisamente en la iglesia, se depurasen en olor de universalidad, de catolicidad, nuestros sentimientos nacionalistas. Universales con la más ancha Caridad en la expresión, más auténtica: en la arquitectura de la Liturgia.

La disgregación hoy es aún mayor cuando se procura una adecuación ambiental y se desmenuza la arquitectura en elementos típicos hasta el más nimio localismo y la interpretación castiza más neta. Hay matices del sentimiento popular, calidades del espíritu, diversas para cada lugar, muy a tener en cuenta para los modos de expresión, para el lenguaje de la revelación. Pero la iglesia tiene que decir a todos la misma Verdad y prender la misma Caridad. Como uno es el Espíritu y uno mismo el Pan que se comulga. Y esto no es cuestión sólo de púlpito, sino de arquitectura.

En la poesía mística no cabe el cinismo. ¿Por qué el plano de un templo no ha de ser una página de mística?

El templo es Casa de Dios y Puerta del Cielo. Lo habéis visto escrito en los frisos de nuestras iglesias para que se advierta. Y esto ha de lograrse en el más estricto rigor funcional, no conformándose con los prejuicios arquitectónicos al uso. El hombre tiene que encontrar en el templo la Casa de Dios y al hombre ha de dársele en el templo la Puerta del Cielo.

Hacer un templo es redimir las cosas. Ha de ejecutarse con un espíritu de cooperación al sacrificio perdurable de Cristo. No basta con la sujeción formal a una serie normativa de reglas; hay que levantarle con una voluntad de redención. El hombre está llamado a completar la salvación con su ofrenda voluntaria, asumiendo en propia carne el sacrificio de todas las cosas y suscitar así la operación del Espíritu Santo para renovar la faz de la tierra. Este es el sentido profundo de la Liturgia. La virtud de religión como holocausto, súplica y alabanza en la manifestación del culto. Y arquitectura de la Liturgia es la inteligencia de las cosas en orden a este culto.

No se pongan la piedra, la madera o el hierro al servicio de un prurito de arquitectura académica; sino que se rindan a Dios con la medida y el misterio en geometría sobrenatural. «Brille tu rostro sobre tu santuario.» (Dan, 9, 18.)

José Luis Fernández del Amo


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