Alférez
Madrid, julio y agosto de 1948
Año II, números 18 y 19
[páginas 3-4]

Ocaso del doctrinarismo

Los manuales y los doctrinarios en boga han ido enseñando a nuestras generaciones, durante los últimos cien años, que a partir de 1789 –fecha calendarística de la Revolución francesa, marcada «revolucionariamente» por el ancho río de sangre vertida en aquella época–, el pensamiento político europeo se ha desarrollado bajo el signo incontestable del liberalismo. Consideradas de esta forma las cosas, toda la amplia época que entrecorre desde 1830 hasta 1917 en Europa (época que se caracteriza por el predominio de las instituciones liberales y la conquista gradual de los residuos institucionales heredados de las épocas anteriores), habría vivido bajo el dominio espiritual del liberalismo doctrinario. Pero basta un examen algo más detenido de esta realidad, un examen de las ideologías que han movido la mente europea durante este período, para identificar en esta creencia un error, típico en toda actitud dogmática, en toda postura académica. Pocas han sido, realmente, en la historia de las ideas y formas políticas europeas, las épocas que presentaran un fenómeno tan peculiar de interferencias históricas y doctrinales, como ésta, que acaba de concluir.

Los hombres que nacen y se mueven en épocas de transición, como la nuestra, es decir, en épocas designadas como «críticas», tienen el ánimo propenso –al enjuiciar el ciclo que termina en los umbrales de su existencia y en cuya estructura ven, naturalmente, las causas del tormentoso destino que les toca– al apasionamiento y a la aversión. A veces espíritus capaces de formular atisbos geniales, cometen por este motivo imperdonables errores. Uno de ellos consiste en la creencia de que, para frenar ciertos impulsos históricos o determinados fenómenos sociales negativos, habría que operar retrocesos totales. En este error incurrían, hace más de cien años, un De Maistre, Benald, Haller, Burke o Saint Simon –quienes, al analizar con una penetración exegética el proceso revolucionario del liberalismo, llegaban simplemente a la conclusión de que las soluciones habrían que buscarse en el restablecimiento de una jerarquía feudal y absolutista.

Nuestra época, esta época de transición, que apuntábamos, se caracteriza por un proceso típico de petrificación. Frente al fracaso de las ideologías como tales y frente al espectacular derrumbamiento de las instituciones, los espíritus siguen negándose a creer en un proceso revolucionario implacable que mueve el fondo íntimo de nuestra existencia, y se consagran a la tarea subalterna de los retrocesos ideológicos o de los reformismos institucionales.

Casi siempre, en la historia del espíritu europeo, a medida que una doctrina se consumía en su propio esfuerzo intelectual o se usaba bajo la acción del tiempo –que opera sobre las ideas con la misma virtud desintegradora como sobre las cosas–, brotaban los gérmenes de otra doctrina, nutriéndose casi siempre de la que iba desapareciendo. Había siempre una especie de cambio de guardia entre las ideas reinantes en nuestro mundo espiritual, y este proceso le garantizaba a este mundo su dinamismo, su fluidez fecunda y creadora. Se tenía entonces la ventaja de que los procesos –incluso los revolucionarios– eran mucho más lentos que ahora. La vida actual ha adquirido un cambio tan vertiginoso de ritmo –el ritmo alucinante del mundo externo, de la técnica– que nos resulta casi imposible de armonizar con un cambio antropológico paralelo. Existe, en nuestros días, un choque formidable y profundo entre el hombre y el mundo que le rodea. El hombre de hoy no puede correr al mismo paso que la vida y si intenta hacerlo pierde su «forma», su personalidad, e integrándose en el ritmo externo, se masifica, se gregariza.

Pero a diferencia de las demás épocas, se asiste en la nuestra, debido a este proceso de masificación, a una especie de indiferenciación de las doctrinas, especialmente si estas doctrinas tienen como objeto el fenómeno político y social. De aquí la interferencia histórica y doctrinal que caracteriza la época denominada, por una actitud metódica, arbitraria, liberal. Histórica y temporalmente, el liberalismo convive con otras dos actitudes fundamentales de tipo doctrinal: la marxista y la nacionalista.

Durante más de un siglo el liberalismo, el marxismo y el nacionalismo se han combatido, disputándose las instituciones políticas continentales, pero al mismo tiempo se han confundido, se han compenetrado, y se han consumado en el fuego de las mismas experiencias históricas. Es curioso constatar cómo estos dogmas irreconciliables se nutren, en realidad, de las mismas esencias, recorren una trayectoria parecida y al finalizar sus posibilidades de solución lanzan nuestro mundo de valores políticos en un caos ideológico e institucional, sin par en la Historia.

Así nos encontramos ahora –después de terribles experiencias en las cuales el hombre europeo parece haber perdido todo eje espiritual y con ello los datos esenciales de su forma de vida política– con un fenómeno de decadencia del pensamiento político que Europa no había registrado nunca desde Maquiavelo hasta hoy, es decir, en toda la época en que en el doctrinarismo político europeo domina la teoría de la razón de Estado. Múltiples son los aspectos de la crisis del pensamiento político europeo actual. Se acostumbra generalmente a ver en la actual decadencia de las formas del espíritu, un proceso de consecuencias que va siguiendo a una larga concatenación histórica y se remonta, en línea regresiva, hasta el Renacimiento. Nada más incongruente, en realidad, que esta tesis que concibe experiencias y dramas inútiles y juzga los fenómenos en virtud de épocas de oro, arquetipos ideales y formas de existencia eternas y absolutas. La actual decadencia de las formas e ideas políticas europeas responde sólo relativamente a aquella concatenación histórica a la cual aludíamos. No se olvide que a nuestro siglo le pertenece la más acabada teoría del Estado; que a medida que el derecho de propiedad, tal como nos había sido transmitido por el Derecho romano, estaba puesto en tela de juicio en virtud de incontrastables explosiones sociales, se formulaba la más espléndida teoría de la propiedad; y sobre todo que en una época que nos precede en forma inmediata, los doctrinarismos en materia política y social habían alcanzado las formas más acabadas, más sutiles y comprensivas.

Por ello los aspectos y las causas de la crisis de las ideas políticas, que se asoma de forma repentina al horizonte vital del continente, no pueden ser buscados, de un modo fecundo, en una sucesión histórica siguiendo el curso de las experiencias doctrinales al revés, sino más bien en una especie de análisis espectral de esta interferencia histórica de las tres formas de doctrinarismo político, con las confusiones consecuentes que de ella se derivaron.

Además los aspectos negativos de los fenómenos que produjeron la decadencia y la crisis, han de ser examinados sin prejuicios y sin arrebatos románticos. Frente a realidades que implican experiencias de siglos no se pueden adoptar impunemente actitudes idealistas o utópicas. No se puede afirmar como Belloc, al examinar con apreciable rigor todo el proceso histórico de la crisis de nuestra civilización occidental, que la solución está en un retorno a la mentalidad y a los modos de las corporaciones medievales, como solución al grave problema de la incontinencia social y política de las muchedumbres. Y tampoco se puede aplaudir la actitud de un Röpke que, al buscar remiendos al liberalismo, identifica las soluciones de las graves crisis de nuestra sociedad con un retorno a la economía campesina, a la restauración de la paz cristiana secularizada y a un sistema de cooperación internacional que haga frente a los errores del liberalismo y del colectivismo, a través de un tercer camino. «Romper la continuidad del pasado –escribe Ortega–, querer comenzar de nuevo, es aspirar a descender y plagiar al orangután.» (La rebelión de las masas. 46.)

La degradación de los principios doctrinales, de las formas políticas y sociales, de las instituciones que, a través de los cambios operados en el tiempo, habían conservado un sello inconfundible de europeidad, adquiere hoy al perder Europa en forma definitiva el mando político del mundo, una forma trágica que puede repercutir profundamente en la vida y las concepciones del hombre europeo. En efecto, cambios decisivos se han operado en las relaciones del hombre europeo y la política. Jamás había tenido el hombre un deseo tan profundo de evadirse de la política, es decir, de la responsabilidad íntima y fecunda en la vida de la ciudad (polis) y nunca, en cambio, como ahora, el hecho político había penetrado tan honda y totalmente en la vida del hombre. Otra relación inédita, característica de nuestro tiempo, es, indudablemente, la que intercede entre la política y la guerra. Vivimos en la fase cenital de los hechos «totales». Se habla de doctrinas políticas totalitarias, la guerra ha adquirido aspectos de guerra «total» y en el mundo de los fenómenos sociales un problema acuciante y cada vez menos soluble es el de la ocupación total. La política penetra en la vida y las guerras adquieren cada vez mayor cariz ideológico. La política domina los fenómenos económicos en su totalidad y la prueba está en el hecho cotidiano de que es imposible encontrar soluciones a los problemas económicos, sin satisfacer previamente las exigencias políticas de los problemas. También los hechos revolucionarios se han desplazado del terreno espiritual o social al terreno político. El problema del poder domina al problema de la vida. Las necesidades sociales son cada vez más relevantes en comparación con las aspiraciones políticas de las clases. lnnumerables son los ejemplos de los fracasos de aquellos regímenes que han creído resolver los problemas de las clases trabajadoras a través de una simple satisfacción de las necesidades económicas y sociales. Pero es impresionante constatar que a medida que la política penetra en todos los sectores de la vida, absorbiéndola, agotándola, las ideas políticas pierden su agilidad doctrinal, su diferenciación ideológica y se reducen a fórmulas primarias, a dogmatismos simples o a pragmatismos groseros. La masificación y la gregarización de la política, significa, de hecho, el ocaso del doctrinarismo político, la uniformidad y la decadencia de las ideas políticas.

Jorge Uscatescu.


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