Alférez
Madrid, julio y agosto de 1948
Año II, números 18 y 19
[páginas 10-11]

La ciudad del espíritu

Le Corbusier, el grande y discutido arquitecto suizo, ideó un sistema de construcción muy peculiar. El cuerpo de la casa, en hormigón armado, se eleva sobre unos pivotes entre los cuales circula la vida urbana. La ciudad ya no es una red de alineaciones rígidas, sino un vasto bosque sobre el que gravitan, casi como copas vegetales, altos y airosos bloques arquitectónicos. De este modo el problema, siempre mayúsculo, de la rapidez y facilidad de comunicaciones metropolitanas, queda en mucha parte resuelto.

Tal solución arrumba, desde luego, las ideas ambientes en materia de estética urbana, pero posiblemente sea fecunda y llegue a producir una armonía inédita. Imaginaos el paisaje de una ciudad traslúcida e inmensa, toda rumorosa como una llanura arbolada, entre cuyas esquinas más apartadas corran sin obstáculo hombres y vehículos. Y arriba, en las casas, rodeada de perfiles impecables y grandes vidrieras, la otra vida: la vida familiar, individual, estática. La quietud del sueño sobrellevada sobre la inquietud de la vigilia, sin que una entorpezca a la otra.

Es posible que, de todos modos, esta solución arquitectónica sea equivocada. Pero de ella fluye para otros órdenes de la vida –menos plásticos, aunque seguramente más importantes– una lección estupenda: la lección de una alianza profunda y amistosa entre el dogma y la historia, entre lo que, con términos de Ortega, llamaríamos razón pura y razón vital. Como en la ciudad de le Corbusier, en la ciudad del espíritu –humano trasunto, a fin de cuentas, de la agustiniana ciudad de Dios– debe de haber una guardia de dogmas y bajo ella una guerrilla viviente de historia, un circular continuo de criaturas perfectibles –actitudes sociales, artísticas, ideológicas– cada una entregada a su quehacer y con ese azacaneo nervioso del peatón por las calles. Esto, claro está, únicamente a condición de que la superestructura inmutable esté muy firme y de que en ella tenga, precisamente, su centro natural de gravitación y su reposo toda la infraestructura movediza. Para mayor seguridad, se encintaría todo el conjunto urbano dentro de una Muralla en cuyas puertas revisaran a los viajeros los ciudadanos más fieles e inteligentes.

La ciudad del espíritu, en suma, tendría una faz doble. Por dentro, como la ultramoderna creación de Le Corbusier. Por fuera, como las medievales Ávila o Carcasona. En lograr alzarla y en infundirle después personalidad y armonía está el secreto de la salvación.

R. C.

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La política de la Iglesia

Con el título «La Política de la Iglesia en la guerra y en la postguerra» el catedrático de Derecho Canónico de la Universidad de Roma A. C. Jemolo ha publicado en la revista argentina «Realidad» un interesante artículo en el que analiza, con justicia y verdad, cómo no puede propiamente hablarse de una «política internacional» de la Iglesia.

Al mismo tiempo que expone las actitudes de la Santa Sede durante la contienda mundial, trae a colación el tema del Ideal de la Iglesia respecto al Estado. Frente a la actitud manteniana que postula el arquetipo de un Estado agnóstico en el que las diversas confesiones tienen paridad de derechos, Jemolo escribe: «El ideal de la Iglesia es siempre el Estado católico, que considera simplemente toleradas y no provistas de ningún derecho de proselitismo a las otras confesiones... Allí donde se ha perdido la posibilidad de realizar este modelo se acepta otro tipo de Estado... Pero allí donde se ha conservado el tipo de Estado católico o donde la Iglesia ha podido realizarlo de nuevo, defiende la conservación de un tal tipo de Estado.»

Este es el ideal de la Iglesia, y si en Estados con los que mantiene relaciones normales, tolera las cosas malas, las tolera ob duritiem cordis. (sic). Por ello, «los católicos franceses han podido votar, con el tácito consentimiento de su episcopado, una constitución que proclama la República laica.»

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Hasta aquí nada tenemos que objetar al profesor Jemolo. Ahora bien; cuando pasa de la exposición de la doctrina de la Iglesia al análisis de las actitudes de la misma en relación con los Estados católicos de la actualidad –es decir, con España, principalmente– no son aceptables las apreciaciones del profesor romano.

Nos dice que, frente a estos Estados, «la posición de la Iglesia es de extrema prudencia». Estamos de acuerdo si se refiere a la prudencia del espíritu y no a la de la carne. Porque la Santa Sede, a pesar de su «extrema prudencia», dijo claramente dónde estaba la justicia y la razón en la guerra española cosa que ciertamente no realizó en la guerra mundial, sin duda, porque veía muy turbias las razones de Unos y otros. La prudencia de la Santa Sede nunca estuvo en oposición a la justicia, como ha ocurrido con algunos católicos que confunden los términos «prudencia» y «cobardía», porque su prudencia es carnal. Son aquellos que mientras tienden su mano al comunismo repudian a otros hermanos suyos –católicos– por la bonita razón de que son «totalitaristas clericales».

Y añade Jemolo aludiendo claramente a España: «En Roma no se Ignora cómo ciertos Gobiernos de tipo católico-autoritario, que permiten al clero gozar de los privilegios seculares; que han eliminado lo que desde hace un siglo largo más ofende a la Iglesia –propaganda anticlerical, escuela neutra–; que han abatido y retienen con mano de hierro sin ahorrar golpes a los adversarios antiguos y nuevos de la iglesia, masonería y comunismo, por ejemplo, representan casi el escándalo de católicos de otros países; que todo acto de simpatía, de adhesión de la autoridad eclesiástica a aquellos Gobiernos implica en otros Estados un alejamiento de la Iglesia de muchas almas que se adherirían a ella y provoca rebrotes de anticlericalismo.»

Pues bien, a pesar de todos esos negros pronósticos del profesor Jemolo, la Santa Sede no ha negado actos de simpatía hacia el Estado español, verbigracia: bendiciendo al jefe del mismo, al Gobierno y a las instituciones creadas por el régimen; otorgando al jefe del Estado el privilegio de la presentación en el nombramiento de obispos (privilegio del que actualmente no goza ningún otro jefe de Estado); aprobando tácitamente la actitud cordial y colaboradora de la jerarquía eclesiástica española para con el Estado.

Pero el paso más aventurado que da por su cuenta el profesor Jemolo es el de señalar cuáles son los caracteres del arquetipo de Estado deseado por la Iglesia. Dice que serán «aquellos Gobiernos (léase aquél Gobierno español), pero transformados de modo que los católicos franceses, belgas, norteamericanos, ingleses, no deban, hacer demasiado esfuerzo para considerarse ideológicamente vecinos suyos».

Muy bien podemos decir, por ejemplo, que si para que los católicos franceses se consideren ideológicamente vecinos nuestros, hemos de renunciar a ser un reino católico», para proclamarnos «República laica» renunciamos a que nos consideren vecinos ideológicos. Nosotros somos mas comprensivos para con ellos, y, a pesar de que decidan ser «República laica» nos consideramos en vecindad ideológica con ello porque somos miembros del mismo Cuerpo Místico. Muy poco tendrá de católico quien por motivos políticos no se sienta «vecino ideológicos de otros miembros de la Iglesia, mientras no queden amputados de ella.

Escribe Jemolo:

«El ideal de la Santa Sede no puede consistir en aquellos Gobiernos tal como son, sino, acaso, en el mañana posible de aquellos Gobiernos, en su evolución: los Gobiernos mismos, pero sin cárceles y penas de muerte, y sin ese excesivo tintineo de espadas y espuelas, que evoca recuerdos recientes y desagradables; aquellos Gobiernos, sí, pero dulcificados, con más política social, con mayores beneficios a las clases obreras que poder exhibir.»

¡Bonita evolución la que preconiza Jemolo, para el Estado español! Un Gobierno «sin cárceles ni penas de muerte», como si el mundo no hubiera perdido la gracia original.

Comprendemos que en el profesor italiano «el tintineo de espadas y espuelas evoque recuerdos recientes y desagradables» (somos desmemoriados, pero no tanto): pero le rogamos que comprenda que ese sonido significa en nuestra Patria la «liberación» de una tiranía totalitaria comunista y la conservación de un orden que va realizando progresivamente un ideal de justicia y asentando de este modo la paz.

Nos acusa de una falta de política social, de no poder exhibir grandes beneficios concedidos a faro, de las clases obreras, y muestra de este modo un desconocimiento total de nuestra legislación y realidad social.

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Es curiosa la denominación que emplea Jemolo para designar a aquellos católicos a quienes el comunismo tacha de «fascistas». Les llama «los amigos comprometedores». Sería interesante analizar quiénes son realmente los amigos comprometedores de la Iglesia: si los católicos integrales que combaten cara a cara –cuerpo a cuerpo– a los enemigos de la Iglesia, o aquellos otros «católicos prudentes» de la democracia cristiana que viven en flirteos y concesiones con el comunismo, creyendo que van a poder amansar a la fiera con caricias o aplacar su voracidad echándole algunos trozos de carne.

Lejos de nuestro propósito hacer de nuestra contestación al profesar Jemolo un panegírico de nuestro actual régimen, que no podemos considerar como algo estático ya perfecto. Esa será quizá la actitud optimista de algún sector de los absorbidos por la acción política, pero no la de la juventud universitaria española.

No nos llama la atención –¡se oyen tantas lindezas!– que el profesor Jemolo se fabrique una España ideal sin cárceles y sin Ejército, en posesión del «agrément» de los católicos franceses y belgas, norteamericanos e ingleses.

Lo que realmente nos llena de admiración es que el profesor italiano crea reflejar fielmente el pensamiento de la Santa Sede.

¡No será Jemolo con sus curiosas hipótesis Uno de los auténticos «amigos comprometedores» de la Iglesia?

José de Cuadra Echaide

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Arte de Exilio

Resulta expresivo constatar cómo muchos europeos de hoy, alejados de su país por la guerra y la postguerra, procuran disimular su desarraigo y sus extrañas posturas de árbol trasplantado a destiempo. Los progresivos zarpazos, de oriente a occidente, del ambicioso Kremlin han expatriado un considerable número de centroeuropeos, hoy día al socaire de ulteriores tormentas en menos inseguros puertos.

Primera consecuencia del obligado trasplante es un choque de psicologías de cuya colisión brotan, necesariamente curiosas chispas de humana experiencia. La coyuntura cobra mayor interés si el artista, el literato, el intelectual, en fin, se presenta como ejemplo, sin duda superior, de elocuente reacción espiritual.

Ocho pintores, genéricamente agrupados como centroeuropeos, han expuesto treinta y una obras en un salón de Santander. Cuatro húngaros, (los austríacos, un polaco y un lituano. Los lienzos pintados en su mayoría en España (hay dos marinas francesas), debieran reflejar –si el arte es arte– la sazón espiritual del artista en el nuevo clima. Pues bien; lo primero que sorprende al espectador es la abundancia de alusiones botánicas; el tema flor jalona casi cada paso del visitante; luego, unos pocos paisajes, y un par de bodegones frutales a modo, de colofón. Tulipanes, gladiolos, claveles y rosas; Granada, Lequeitio, Castilla y Cataluña: una vacada, la recolección, ribera de un río... Y el hombre, ¿qué se ha hecho del factor hombre en esta obligada pintura de exilio?

Cabrá suponer, sin temor a yerro, que los ocho artistas han sufrido hondamente la guerra. ¿Por qué, entonces, sus cuadros no reflejan el dolor, la tremenda angustia del hogar abandonado y quizá destruido, la desesperación del destierro y la presencia de la muerte...? En este alto en el camino de los peregrinantes aflora un común empeño de anclar el alma en las aguas amables, dulces y serenadas de la vida. Un olvidar a la fuerza, el empezar de nuevo por lo más sencillo y elemental de la existencia mueven los pinceles, más bien prestos al eco doloroso que a la turgencia sensual. España, para el caso, brinda suavemente su medicina, y al modo de un vino noble, va subiendo a la cabeza y al corazón atormentados de estos ocho artistas en exilio prestándole con largueza el bello y despreocupado aroma de las cosas intrascendentes.

Enrique Casamayor

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La gracia de la gracia

Hay, aparte de los valores graves y últimos que deciden la calidad de un objeto, otros más leves y próximos: todos los que pertenecen al reino de la gracia, entendida ésta, según trae el diccionario, como «garbo, donaire y despejo». Gracia tiene un objeto físico, un ademán, un modo de escribir e incluso de pensar. Se trata, naturalmente, de una virtud secundaria, pero en la que afloran jugos profundos. Por de pronto su ausencia sistemática y continuada es un síntoma de posible desarmonía y falta de vitalidad interior. Claro que su presencia demasiado explícita es también síntoma de superficialidad irresponsable. Entre uno y otro extremo –la sosería y el snobismo– hay un término medio, que es el que debemos desear.

En general, las manifestaciones de la cultura católica –sobre todo en España– suelen pecar hoy día más por defecto que por exceso de gracia. La habilidad tipográfica, el «savoir faire», el garbo en disponer la portada de una revista o en seleccionar unos grabados, la sal del estilo, brillan desgraciadamente por su ausencia muchas veces. Por contraste, suelen estar muy presentes en las manifestaciones culturales de signo indiferente o acatólico. No hay más que comparar, por ejemplo, la belleza tipográfica de la «Revista de Occidente» con algunas revistas españolas actuales de carácter cultural, o la pulcritud del mejicano «Fondo de Cultura Económica» con el desgarbo de cualquier editorial española a él homóloga.

Un ejemplo lo tenemos también en la «Biblioteca de Autores Cristianos», esta espléndida empresa reveladora de una energía y constancia admirables por parte del catolicismo español actual. Todo en ella es perfecto menos algunos detalles de presentación; concretamente, el empleo poco armónico de dos tintas, que a veces se hace en las portadas interiores de los libros, y el mal gusto general de los grabados que decoran las cubiertas exteriores. Otro ejemplo: los dibujos que adornan las letras capitulares en la revista «Arbor». En cambio, habría que salvar con mención favorable los dos volúmenes hasta ahora publicados de la «Biblioteca del Pensamiento Actual», muy sobrios y discretos.

Si de lo gráfico pasamos a lo literario, terreno más movedizo y difícil, vemos que ocurre algo semejante. En parte por traer una muestra y en parte por simple y pecadora curiosidad quisiera formular una pregunta: ¿por qué en una de las introducciones a las Obras de San Juan de la Cruz, en la B. A. C., se llama archipomposamente a Dámaso Alonso «señor don Dámaso Alonso»?

E. M.

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Doctrinal de secretarios

Este podría ser el título de un libro. Quien los escribiese debería dedicarlo a la memoria de don Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, que, más o menos hace cinco siglos, dirigió un violento doctrinal a don Álvaro de Luna para escarmiento de privados. Pero nuestro libro no sería del mismo corte de aquél, tan exclusivamente incisivo; antes bien, procuraríamos conjugar en sus páginas la crítica de los excesos en que los secretarios, como los privados, incurren y la firme alabanza de la alta estima que les corresponde por la razón misma de su oficio. Del cual habríamos de trazar las normas y aun la historia, todavía no intentada por nadie, lo que no deja de ser escandaloso cuando tantas se compusieron de quisicosas y quisipersonas mucho menos importantes. Por el momento limitémonos, si os place, al discurso y comentario de algunos rasgos salientes que configuran el secretaril servicio.

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Toda persona es, en cierto modo, secretaria. Axioma que se fundamenta en la raíz misma del vocablo: Secretario dícese del que guarda secretos, como bibliotecario del que guarda libros. Una imaginación levantisca podría, además, añadir argumentos con decir que lo más digno de ser guardado en reserva es lo sagrado y que es patente la analogía entre los términos sagrario y secretario, quizá como si el uno fuese el cultismo del otro. Mas nos basta por ahora la afirmación primera de que es secretario quien secretos cela para afirmar sobre ella que todos somos secretarios de nosotros mismos, porque no hay Salomé en este mundo que descorra ante nadie todos los siete velos con que solemos ocultar los recovecos de nuestra personalidad. Quien haga burla de este nuestro oficio, seca y considere, por tanto, que se mofa de una innegable faceta de su propio carácter, sin la cual toda intimidad se esfuma y, con ella, toda distinción de lo propio frente a lo ajeno, última razón del Yo.

A esta luz, descubierto en todo viador el secretario de sí mismo, preciso es añadir alguna diferencia específica que substantive a aquellos que vienen llamándose, con mayúscula, Secretarios. El matiz es muy claro y evidente: los secretarios guardan los secretos ajenos. En esto yace su mayor servidumbre y su mayor honra, pues han le poner su alma en la administración de la intimidad de otros, bien se trate de generales o de particulares intereses, y han de saber sacrificar los propios a aquéllos cuya cura tienen, pero sin confundirlos de tal modo que medren en lo personal a costa o bajo el amparo de lo que administran.

Proteico es el oficio, de otra parte. Bajo los más diversos nombres y actitudes encontramos, en los enclaves de la vida social, agazapado al secretario, con el encargo de que, día a día, funcionen las cosas. Dentro de la máquina estatal española es curioso observar que precisamente en el momento en que nuestro instintivo realismo político, gustoso de llamar al pan, pan, y al vino, vino, es substituido por el legalismo francés, los antiguos secretarios del despacho cambian su castellano nombre por el advenedizo de ministros, que simboliza la ficción jurídica de la responsabilidad; y, tal vez por pura coincidencia, a partir de este cambio empieza una época de sistemática inestabilidad política que llega casi hasta la actualidad. En síntesis, el fenómeno ocurrido puede, en mi opinión, significar que, con aquel cambio en sus funciones y obligaciones, los secretarios del despacho caían en el grave error que a tantos otros secretarios han malogrado para toda función pública: al salirse del tiesto, en expresión que el vulgo ha consagrado. En los marcos de su tiesto, sea lujoso como el cactus, sea humilde como el geranio, el secretario cubre con justeza el secundario lugar que le corresponde. Pues –hora es de decirlo– nosotros, los secretarios, somos hombres de segunda clase, hombres funciones, que no podemos ni debemos desplazar de las suyas a nuestros presidentes, a nuestros directores, si no queremos romper en alguna medida el maravilloso orden del cosmos. Muy grosso modo, podemos clasificar así a los presidentes, a los directores, corresponde la responsabilidad; a los secretarios corresponde el trabajo. (Entendiendo que ni aquélla va desprovista de éste en absoluto ni éste de aquélla, y que se trata aquí de unas situaciones muy generales.)

Esas largas horas de trabajo en la oficina, de las gestiones callejeras, postales o telefónicas, del pedir y estudiar presupuestos, esas sesiones de labor burocrática (la vapuleada burocracia merece capitulo aparte) cristalizan al fin en algunas realizaciones concretas cognoscibles por el profano y cuyo fulgor dura, como es de rigor en todo fuego de artificio, mucho menos de lo que se tardó en prepararlo. Pero mientras dura e ilumina a quienes lo circundan, el secretario que lo preparó tenazmente debe estar presto a rehuir toda tentación de vanagloria y debe correr en busca de su presidente o director, de aquel que ostenta la responsabilidad, la representación para que actúe ahora y reciba los plácemes y enhorabuenas, si a ellos hay lugar. Esta es la perfecta labor del secretario, la que por nuestra humana flaqueza y vanidad muy pocas veces cumplimos hasta el fin. Pero si en alguna ocasión las gentes buscan al secretario para darle parabienes por lo hecho y el secretario dispone de uno de esos pocos momentos lúcidos que se otorgan entre la embriaguez de la satisfacción, hará bien en escurrir el bulto, aun a trueque de que los ignaros tomen por timidez lo que no es sino elemental sentido del deber. No olvidar jamás que el secretario es un ente de segunda fila, y en serlo descansa el primer mandamiento de su profesión; al cumplirlo a rajatabla quedará demostrado que la apariencia funcionaria de aquel secretario alberga, en realidad, a un hombre de primera clase, por la mima razón por la cual los hombres más listos suelen ser los que advierten plenamente la fundamental tontería humana.

*

Muchas recomendaciones quedan por formular a los secretarios del universo mundo, tantas que, como dije, darían materia para un pintoresco libro. Mas es propio de secretarios estimar sobremanera lo concreto y considerar las palabras como la simple antesala de los hechos. Por lo cual no quiero terminar estas líneas sin expresar mi asombro ante la inexistencia de una Liga Secreta que agrupe y potencie esta diáspora actual de la fuerza de los secretarios, multiplicando por varios millones la influencia de cada uno. El Sindicato Horizontal de los Secretarios sería la verdadera fuerza del mundo de hoy día. Los presidentes y los directores tienen, en general, la clave de los pensamientos abstractos, y los pensamientos abstractos de hoy son los dueños de los hechos de mañana. Pero nosotros, los secretarios, guardamos el secreto de los hechos concretos de hoy; y hoy, afortunada o desdichadamente, las gentes gustan de vivir al día.

Carlos Robles Piquer

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Míticos y ultrarrealistas

A la inflación sigue la deflacción. Después de una generación de místicos –esto es, de hombres que comulgan con ruedas de molino y viven en un plano de utopías políticas y nacionales, o al menos en un plano de verdades demasiado simples y poco estructuradas intelectualmente–, siempre hay el peligro de que advenga una generación de ultrarrealistas, esto es, de hombres que por reacción no comulgan con nada ni con nadie, y perforen y falseen la realidad a fuerza de querer pleglarse rigurosamente a ella.

Los primeros, al menos, tienen la alegría y la belleza de los pájaros. Los segundos, la fealdad de los topos. No es, por consiguiente, dudosa la elección. Sin embargo, entre el topo y el pájaro está el hombre, con los pies vecinos de éste y la cabeza de aquél. Sólo esta doble vecindad puede asegurar a una generación la gallardía en sus gestos y la eficacia en sus obras.

C.

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Desmonte y edificación

El título de esta nota, aunque podría servir para una compañía inmobiliaria, se refiere a un hecho de orden intelectual. Hoy hay, entre los hombres que ejercitan el pensamiento –ensayistas, historiadores, filósofos–, dos claras familias: la familia de los que al pensar edifican –esto es, crean conceptos a partir de un suelo fundamental de presupuestos en el que para nada se entra–, y la familia de los que al pensar desmontan –esto es, profundizan y ahondan en el suelo de los presupuestos, reduciéndolos a formulaciones más claras y precisas. Para unos, pensar es trasponer una linde en la que no se sienten seguros y conquistar las parcelas de realidad que ante ella se extienden. Para otros, pensar es retroceder y ordenar la retaguardia. Como los antiguos arúspices, buscan la verdad en las entrañas; pero no en las entrañas del ave sagrada, sino en las de Perogrullo. Cuando un maestro de filosofía afiliado a esta segunda familia, nos explica con rigurosidad implacable las quince o veinte razones por las cuales se diferencia el hombre del perro, nos parece ver a la cátedra convertida en una mesa de disección y sobre ella el cadáver de un Perogrullo sangrante.

Los intelectuales edificantes suelen tener un riesgo: la ahistoricidad y el dogmatismo excesivos. Los intelectuales amigos de desmontar el suelo de los presupuestos, suelen tener otro riesgo, quedarse en una inteligente exploración del punto de partida sin intentar siquiera el avance. Mientras a estos segundos los dedos se les hacen huéspedes –léase problemas–, para los primeros la realidad es llana y clara, engañosamente llana y clara.

Determinar cuál de las dos familias lleva razón no es tarea de una nota, sino de una generación y de un siglo. Pero evitemos por de pronto, los rasgos caricaturales de ambas; los rasgos del tomistón satisfecho de vivir rodeado de ideas sólidas, y los rasgos del intelectual para quien se vuelve historia y fluidez cuanto toca. Tan sospechoso es el virtuoso de la edificación como el virtuoso del desmonte.

R.F.C.


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