Alférez
Madrid, noviembre-diciembre de 1948
Año II, número 22
[página 8]

Hombre, Mundo, Historia

Vivimos realmente un ritmo histórico acaso demasiado veloz. De ahí que un historismo radical haya interpuesto un modo o moda de introspección histórica angustiada, una conciencia de historia tan viva que viene siendo ya verdadera historia del refinado y cansado espíritu europeo.

El hombre tradicional también, naturalmente, pensaba y pesaba las cosas teniendo en cuenta su dimensión en el tiempo. Pero sólo concedía a éste una acción directa sobre lo mudable de los seres; entendía el tiempo como medida y explicitación del movimiento y del cambio de los seres, pero no como esencia de los seres. Se concedía al tiempo una gran beligerancia en cuanto a alterar la física de las cosas; incluso en cuanto a erosionar la psíquica de los hombres («Eheu, fugaces, Postume, labuntur anni...» horaciano); pero no en cuanto a constituir lo metafísico de los seres.

El historismo moderno ha creído cortar, con hacha de papel, la amarra de lo eterno y todo vaga a la deriva «sin Dios y sin sí mismo», para decirlo con frase de Zubiri.

El existencialismo quiere hacer filosofía de esa radical temporización del ser, de esa historización de la metafísica.

La Historia había nacido, como decía Laín Entralgo en su libro sobre «Las generaciones en la Historia», «de la tensión entre la temporalidad y la eternidad del hombre». Justamente por eso, Europa (y llamo Europa no al Occidente con su Atenas y su Roma, sino al Occidente cristiano con su Roma papal y su Aristóteles-Tomás y Platón-Agustín vino siendo la protagonista y campeona de la Historia, la conciencia histórica del mundo.

Mientras se vivía aquella tensión entre temporalidad y eternidad en el hombre (incluso en el mundo antiguo se vivía, puesto que se vivía religiosamente, fueran cuales fueran las religiones falsas) la Historia se iba haciendo con más o menos precisión, con más o menos justicia y armonía, con mayor o menor acentuación de la temporalidad o de la eternidad, de lo laico o de lo religioso; a punto, incluso de cuajar en la perfecta ecuación de una Cristiandad.

Sin conciencia y angustia de la temporalidad no habría, cierto, elaboración histórica, como en la monótona somnolencia de algunos pueblos panteístas del Oriente. Pero, por otra parte y por la misma razón, ¿qué historia con sentido podrá hacerse desde que el hombre moderno suprime o cree suprimir la dimensión eterna, la vivencia de una religación con el absoluto, de una religión? ¿Qué validez, qué sentido ni qué finalidad pueden tener las configuraciones históricas del vivir, desde el instante en que no pueden destacarse en su perpetua fuga sobre el plano fijo de algo inmutable y eterno?

En otras palabras: lo absoluta, pura y radicalmente histórico ¿no será imposible?

Esta historización supone, por otra parte, en buena medida, una despersonalización del hombre. Hombre-persona y hombre-individuo deben ser distinguidos en el hombre. El hombre-individuo cae en la vertiente de la biología, aun de la zoología; algunos hablan de razas bastante zoológicamente e incluso la noción de pueblo equivale a veces a la de grey o manada humana que tiene unos mismos pastos, un mismo suelo nativo, una misma «natio» en sentido puramente geográfico. A veces el «Patria, ubi nascitur» viene a ser un «Patria, ubi pascitur».

Pero el hombre-persona emerge de la mera biología y andando en el mundo, ocupándose en el mundo, va preocupado por el Absoluto que trasciende al mundo, de suerte que su preocupación le es norte en su ocupación.

El problema de si la Historia puede ser pura historia, no suponer ni necesitar una metahistoria, es, en realidad, el problema de si el hombre es pura y radicalmente mundano, de modo que sólo lo mundano le sea propio y todo los transmundano o supramundano, ajeno, impensable, imposible.

¿Quién, incluso historicista, podrá negar que en el hombre se da un impulso constante de valoración del mundo? No; el hombre no acepta al mundo así como así, le pone condiciones, le modifica, a veces hasta le desprecia, &c. ¿Podría hacer tales cosas quien no fuera superior al mundo, libre respecto del mundo?

El historismo no ve en el hombre más que una apertura: la existentiva al mundo, al contingente; pero se empeña en no reconocer otra apertura, aún más esencial y constitutiva, la apertura ontológica al Ser. El hombre está situado entre el ser y el Ser. El hombre-persona mira más bien al Ser; el hombre-individuo, al contingente. El hombre, en cuanto persona, está especialmente religado al Infinito. Por eso cada conciencia «personal» se encrespa ante una adscripción única y definitiva al mundo, a la mundanidad. Más que estar o ser-en-el-mundo, la conciencia personal me persuade un pasar-por-el-mundo. Creo que la conciencia de ser viador es uno de los «existenciales» más irrebatibles.

Como persona, el hombre trasciende a la mundanidad, la sobrepasa esencialmente, la atraviesa. El mundo es transido por el hombre que es eso: transeúnte, peregrino, viador como dicen los teólogos.

¿Cómo entonces es el hombre ser histórico? Precisamente por ser inadecuado con el mundo. Si el hombre fuese mera mundanidad, habría tan sólo un necesario, previsto y natural coincidir de cada hombre con cada circunstancia o mundanidad individual. Tal coincidencia y ordenación, repito, serían naturales, necesarias y más bien pasivas. La historia del hombre no sería biografía, sino biología. No sería el hombre sujeto histórico.

Nuestra época es singularmente afirmativa de la historicidad humana. Pero vengamos a cuentas y a precisión, porque un equívoco salta donde menos se piensa. A lo mejor quien exalta aparatosamente la historicidad del hombre realmente no exalta otra cosa que la contingencia, caducidad y fugacidad del hombre, de un hombre entendido como simple individuo de una especie natural, esto es, que nace, crece, obra y muere, siquiera le adornen o le reconozcan muchas cualidades bien raras para un simple animal. El hombre será radicalmente pura historicidad porque será puro discurrir existencial, puro devenir entre nada y nada, pura versatilidad ficticia, pura fugacidad. Acaso, pura fugitividad. El hombre no sería otra cosa que un correr, apresurarse, huir: el hombre sería un fugitivo, pero un fugitivo loco sin saber de qué, por qué o adónde huye.

Una concepción del hombre como ser histórico, y no como simple ser biológico, tiene que abarcar y coordinar no sentido del hombre y un sentido de la humanidad, una concepción entera del hombre en cuanto implica un destino tanto individual como colectivo. No se diga que el hombre es un ser sin destino, pues entonces no habrá siquiera que hacer cuestión sobre su historicidad. Lo que puede inquirirse es cuál es ese destino y qué alcance tiene. Pero ninguna teoría historicista, ni siquiera la marxista, negará que el hombre tenga un destino, siquiera éste sea puramente económico y no constituya otra cosa que un momento de una dialéctica materialista. Lo que sí hay que pedir a un historicismo es que comprenda al hombre y a la humanidad, esto es, que explique o suponga, en coordinación, un destino individual y un destino colectivo del hombre.

Así pues, dos teorías historicistas serán mancas: la genéricamente hegeliana que absorbe al hombre personal en el despliegue inmanente y único de la humanidad (entendido tal despliegue como sea por diferentes teorías marxistas, croceana, hegeliana pura); y la que niegue un sentido o destino colectivo humano, aceptando tan sólo la historicidad de cada hombre. Esto por una parte. Por otra, habrá que preguntarse si positivamente pueden existir una destinación de cada hombre y una destinación de la humanidad, si se niega que cada hombre y que la humanidad no trasciendan al mundo y se trasciendan a si propios. Y aun aceptado esto último, habrá que, preguntar otra vez hacia dónde pueden apuntar tales destinaciones profundas atravesantes, trascendentales. Es evidente que tales destinaciones, por cuanto atraviesan hombre y mundo, deben apuntar hacia una realización eviterna del mejor hombre y de la mejor humanidad o ciudad humana. Tales destinaciones deben, en efecto, aspirar a superhombre y a una sublime ciudad. Ahora bien, tales superhombre y superciudad, es claro que no podrán ser realizaciones fáciles y naturales del hombre» y la humanidad, puesto que la destinación transe y trasciende hombre individual y humanidad entera. Luego la meta de aquella destinación, para que no haya de ser una vaga, trágica y frustrada destinación, estará en algo que sea eterno, inmenso, infinito, supremo y perennemente actual: esto es, en Dios, en Quien se inician y terminan las religaciones trascendentes humanas.

La historicidad, en fin, es historicidad en cuanto el hombre es individualmente peregrino en el mundo y la ciudad humana provisional en el mundo, prefabricada tan sólo, sin muros eternos; pero es metahistoricidad el en cuanto se despliega hacia el superhombre (hacia el hombre endiosado en la beatitud personal) y hacia la Ciudad de Dios o comunión de los santos en la Gloria.

Bien; aquí ha entrado la Teología. Pero, es que la Filosofía siempre termina clamando por ella. En último término, quien no quiera teología, allá él. No dejará por eso, de hacerse evidente en él mismo su trascendencia; y, en cambio, su trascendencia no se cumplirá en superhombre ni en ciudad de Dios, sino que se frustrará en fracaso trascendental.

Faustino G. Sánchez-Marín.


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