Filosofía en español 
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Aventura del Pensamiento

Nueva salida de Ariel

Por Francisco Monterde

Cuando apareció Ariel en 1900, como tercer folleto de la serie crítica y filosófica Vida nueva, su vuelo produjo en Hispanoamérica una impresión que José Enrique Rodó había buscado y quizás previsto: una impresión en efecto nueva.

Tal vuelo, iniciado en el Uruguay, fue realmente un acontecimiento editorial de importancia –dentro del género al cual Ariel pertenece–, por su repercusión, continental primero y peninsular más tarde. La zona que abarcó fue más amplia que la lograda por el Facundo de Sarmiento. En su escala inicial, reproducen el texto de Ariel revistas de Caracas, Santiago de Cuba y Santo Domingo. Su brevedad facilita la difusión: leído con avidez, lo comentan Alberto Nin Frías, en la Argentina; Francisco García Calderón, en el Perú; Carlos Arturo Torres, en Colombia. En seguida, cruza el mar, y Clarín lo recibe con entusiasmo, en España; la Revista critica, de Madrid, lo reimprime íntegramente. Después, lo aplauden Miguel de Unamuno, Juan Valera, Rafael Altamira. En otros idiomas, lo comentan Le Senne, De Miomandre, Goldberg Los lectores de Europa y América, se dejan conquistar por la prosa de Rodó, trabajada en amplios períodos.

La crítica de México, orientada preferentemente hacia lo europeo, al principiar el siglo, no advirtió desde luego la presencia de Ariel: a nuestro país no llegó en vuelo directo, como el Tabaré de Zorrilla de San Martín, ni fue leído–que sepamos– en una velada de cualquier cenáculo. Se encargó de difundirlo, desde Monterrey, el gobernador del Estado de Nuevo León, general Bernardo Reyes, en edición de obsequio, de quinientos ejemplares, terminada en los “Talleres Modernos” de Lozano, el 14 de mayo de 1908. Una edición de forma alargada, en papel couché, que honra a quien ordenó que se hiciera.

Hay que trasladarse mentalmente a los años anteriores a 1910, para comprender el efecto que Ariel produjo en aquella generación pre-revolucionaria. Por entonces, Pedro Henríquez Ureña traducía los Estudios griegos de Walter Pater, que publicaba la Revista Moderna. La renovación modernista –frenadora de un realismo trasnochado– enmudecía ante los silencios de Maeterlinck. Se insinuaba la reacción post-modernista. Antes de que Rebolledo contribuyera a facilitar el conocimiento de Wilde, solamente leían a éste, en inglés, los mismos que descubrirían, más tarde, a Bernard Shaw.

Entre aquellos críticos europeizantes y los contados escritores nacionalistas que, con Luis G. Urbina y Nicolás Rangel, preparaban la Antología del Centenario, apareció repentinamente Ariel, de Rodó. Aquello fue como un deslumbramiento, para los jóvenes que escuchaban admirados las más sonoras páginas. Se repetía, de preferencia, la parábola de El rey hospitalario.

Fue ésta, probablemente, la que abrió una brecha por la que pasaron después los demás libros de Rodó: Motivos de Proteo, El mirador de Próspero, Nuevos motivos de Proteo, El camino de Paros... Pero, sobre todo, fueron Ariel y los Motivos, los que conquistaron, para Rodó, lectores incondicionales.

Los estudiantes de aquella época –que en su mayor audacia, sólo se atrevían a pasear a don Justo Sierra, tirando de su propio carruaje, por la calle de San Ildefonso, después de su profesión de fe espiritualista en el “Generalito”, ante don Porfirio Parra –acogieron el sermón laico de Ariel, como un manifiesto revelador de la Hélade, y hallaron en él un poderoso estímulo –Ariel, ariete–, para atacar al utilitarismo estadounidense, contra el cual Rodó prevenía a las juventudes de la América española, para que no siguieran aquel ejemplo, más nocivo –sugería– por venir de un poderoso.

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Ariel acaba de hacer una nueva salida, en México: la Universidad Nacional Autónoma lo ha incluido en sus ediciones, por voluntad del rector, licenciado Mario de la Cueva, que prologa esta nueva edición mexicana. Es, desde luego, la más generosa de las publicadas entre nosotros: doce mil ejemplares, ofrecidos gratuitamente a los estudiantes universitarios.

Este comentario no se propone examinar la nueva edición de Ariel como se haría en una nota bibliográfica, aunque no puede dejar pasar inadvertida la nitidez con que está impreso el breve libro –en el que la Imprenta Universitaria usó por primera vez sus caracteres Garamond y Caslon– y el hecho de haberse eliminado errores de importancia, que se repetían en ediciones hispanoamericanas y españolas; no sólo faltas de puntuación que hacían ininteligibles algunos pasajes, sino también cambios como el de cierta “cabeza asesina” –que no es precisamente la cabeza de Medusa, como podría suponerse, sino la cabeza de asno, asnina, que aparece en El sueño de una noche de verano, aludido por Rodó en forma que no comprendieron varios editores de Montevideo, de Barcelona, de Santiago de Chile.

Tampoco se va a insistir aquí en las excelencias y fallas del Ariel, de Rodó, enfocándolo desde otros puntos de vista. Ya la edición regiomontana advertía, prudentemente, en su tiempo, que “en el terreno filosófico, podrán muchos discutirle; en el campo de la psicología social, podrán pedirle una concepción más profunda de la vida griega y una visión más amplia del espíritu norte-americano; pero nadie podrá negar, ni la virtud esencial de sus doctrinas, que en lo fundamental se ciñen a las más excelsas de los espíritus superiores de la humanidad, ni la enérgica virtud de estímulo y persuasión (sic) de su prédica”. Tal examen no correspondería al propósito que dio origen a estas notas.

Como todo libro que se difunde ampliamente, Ariel ha sido, en cuarenta años, objeto de múltiples elogios y blanco de disparos, alguna vez certeramente dirigidos. La revisión de la obra de Rodó en general, y de Ariel en particular, se ha intentado –y aun realizado– varias veces. Luis Alberto Sánchez ha vuelto a hacerla, en años recientes. Su Balance y liquidación del novecientos demuestra la probidad del mismo, que tuvo el valor de rectificar conceptos anteriores, en aquello en que no se hallaban de acuerdo con su manera de observar la influencia de Rodó, en el momento presente.

A pesar de cuanto se haya escrito en contra del educador uruguayo, queda en pie el estudio de Gonzalo Zaldumbide que, cuando comentó dicha obra, no perdió el equilibrio, como otros, al fallar en favor o en contra de ella; al examinar aquellos aspectos, los más débiles, en que con fervor pone al servicio de una figura discutible, los mejores recursos literarios de su excelente prosa.

El prologuista de esta edición mexicana de Ariel, señala de nuevo aquello que merece mayor atención, en sus páginas; enseña a los lectores estudiantes, en su calidad de rector, en dónde radica el valor del libro que “anuncia una transformación en los sentimientos de los pueblos de América hacia España”. Las luchas de independencia, explica, hicieron creer que “había sido como uno de tantos pueblos forjadores de Imperios y al que únicamente la fuerza de las nacientes naciones pudo abatir. Han sido necesarios más de cien años de vida independiente para convencer a nuestros pueblos de que España vino a regar su sangre y su espíritu para formar un mundo.. de que lo verdaderamente grande en las tierras de América procede de España”.

Advierte que “Próspero es el maestro de la juventud de Hispanoamérica y en ella finca su esperanza para la redención del mundo”; que “Rodó, después de exaltar los valores de la juventud, le anuncia un nuevo humanismo... Es el espíritu de Grecia que da origen al nuevo humanismo integral”. Recuerda que Rodó se yergue “contra el propósito de la educación moderna, que olvidando que la cultura es una, pretende la especialización de los jóvenes; la especialización, dice el maestro, busca la utilidad, el interés personal, el mejor desarrollo de la mano para la producción de la riqueza, pero nunca los fines eternos de la cultura, ni los grandes ideales de la humanidad”.

Próspero “ama la democracia... como forma pura de organización política... Una democracia social que proporcione a los hombres idénticas oportunidades para desarrollar sus facultades; no la democracia que desconoce el derecho de cada hombre a realizar su destino, pero, tampoco la fuerza de la mediocridad impidiendo el desarrollo del genio personal Ya para concluir, defiende Próspero a los pueblos de la América hispánica, haciendo notar a sus alumnos los peligros que los rodean y la conducta que deben seguir para triunfar en la historia... La humanidad vive para realizar su espíritu y a éste es ajena la utilidad. Lo útil es un episodio en la vida del hombre, pero no su destino; es presente, al que nada importa el porvenir; los pueblos que viven para lo útil son pueblos fuertes en su época, pero nada significan en el desarrollo histórico de la humanidad... Que vivan en paz las Américas, ese es el pensamiento de Rodó; que se respeten mutuamente, pues la existencia de rutas diferentes será sin duda benéfica a los pueblos, como ocurrió en Grecia”.

Al terminar, dice el prologuista: “Que sigan su camino los dos mundos de América, y que cada cual construya su porvenir; nosotros, la América hispánica, levantemos nuestras universidades como los templos del espíritu, que habrán de impedir en el futuro el triunfo de los intereses materiales que hoy consumen, por desgracia, las grandes energías de la humanidad”.

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¿Cómo recibirán los estudiantes, para quienes fue hecha, esta nueva edición de un libro que probablemente pocos de ellos conocen? ¿Experimentarán, al leerlo, una impresión análoga a la que conmovió a sus padres, cuando eran también estudiantes? ¿Se sentirán movidos por lo que Rodó sugiere, y animados del deseo de apartarse de la atracción que sobre ellos pueda ejercer el utilitarismo, propagado eficazmente por medio de imágenes?

Para la mayoría de estas preguntas, y de otras que llegaran a hacerse, la respuesta no puede ser optimista: es ley humana que una generación no siga los pasos de aquella que la precedió. Gracias a esto, el mundo no copia los sucesos, por regla general, con demasiada frecuencia; y cuando la historia –enseñanzas del pasado– repite los hechos, esto acontece en episodios suficientemente espaciados, por fortuna, para que los hombres hayan olvidado ya las lecciones aprendidas por sus antepasados y desconfíen aun de los alarmantes pronósticos de estrategas del tipo de Casandra, que sólo vaticinan derrotas.

¿Qué misión importante realizaron aquellos mismos que tenían veinte años hace treinta o cuarenta y a quienes deslumbraron, en su juventud, las afirmaciones de Próspero? ¿En cuál obra puede advertirse la influencia de las sugerentes parábolas de otros libros del mismo autor –Mirando jugar a un niño, La pampa de granito–, fuera de la literatura, donde los imitadores de Rodó y de Wilde prolongaban, involuntariamente, la forma didáctica del Nuevo Testamento?

¿Intentó aquella generación llevar a la práctica algunas de las ideas defendidas por Rodó, en Ariel, para evitar, por lo menos, una de las crisis de la segunda y la cuarta décadas del presente siglo?

Esa transitoria esterilidad del espíritu, no da derecho, sin embargo, a desconfiar para el futuro. Bien puede una generación que duda, como la actual, encontrarse con terreno preparado, lenta e imperceptiblemente, por quienes la precedieron, para que las ideas fructifiquen. Esto respondería, quizás, al escéptico el mismo Rodó, con una de sus parábolas predilectas.

Es curioso observar, por otra parte, que el discurso de despedida del anciano Próspero ha tenido, según parece, consecuencias más palpables, entre algunos de los estudiosos de Norteamérica, que se han puesto de parte de Ariel, al apartarse de Calibán, y que han vuelto sus ojos a la Grecia de Píndaro, como si tal discurso hubiera sido pronunciado en la clausura de cursos de una Universidad norteamericana. Paradoja que asombraría al mismo Rodó –si esto fuera posible–, en nuestros días.

En tal sentido, la lectura de Ariel parece ahora más indicada que nunca, para los estudiantes de aquellos países que Rodó llamaba precisamente latinos, como los estadounidenses se empeñan en llamarnos desde hace tiempo; porque es hoy en día cuando el ensueño está más distante de los que se aferran a la realidad inmediata; cuando se quiere alcanzar con presteza la conquista de lo material, y se desdeñan más acentuadamente los valores perennes, la proyección del espíritu hacia el futuro.

Por eso, aunque se pongan en duda los resultados favorables y se tema que muchos estudiantes no sepan apreciar, por impreparados, la exaltación épico-lírica que se advierte en la prosa de Rodó, suavizada por la influencia de la prosa francesa en el modernismo –un purista se alarmaría con los galicismos que hay en Ariel– al pasar de la parte expositiva a la narrativa, de lo didáctico a lo poético; y no obstante que una voz íntima afirme que, al contrario, por hallarse mejor preparados, algunos de los jóvenes universitarios sonreirán levemente al encontrar, en Ariel, referencias a Bourget, Marden y otros escritores que ya no les interesa; a pesar de todo eso, hay que esperar el mejor fruto, de esta nueva salida de Ariel, en el momento oportuno en que Hispanoamérica necesita volver a oír voces de un guía, como Rodó, abierto a la esperanza.

Aun cuando varios de los estudiantes que han recibido este obsequio de la Universidad Nacional Autónoma de México se limiten a ser intermediarios para la difusión del libro útil, que siempre va a las manos que merecen conservarlo, bastará el hecho de que algunos lean Ariel, sepan lo que significa, y hablen de Rodó –entre el juvenil comentario de dos películas cinematográficas–, para que el esfuerzo se justifique.

Si, además, entre ellos surge uno solo que mañana se proponga realizar alguno de los nobles propósitos que animaron al autor de Ariel, aunque no lo realice, la fe que el maestro uruguayo había puesto en todos los jóvenes, presentes y futuros, de su América, no quedaría defraudada.

Francisco Monterde