Filosofía en español 
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Nuestro Tiempo

Hacia una definición de América
Dos cartas

Por José E. Iturriaga y Juan Larrea

I

Sr. don Juan Larrea,
Cuadernos Americanos.

Distinguido amigo:

Nunca como esta vez desearía poseer un lenguaje dócil a mis exigencias expresivas; y es que no quisiera decirle más, pero tampoco menos de lo que me propongo.

Antes de insinuar el motivo de mi carta debo hacerle una advertencia que seguramente me pondrá a salvo de cualquier imputación injusta. Sabida es, dentro del modesto círculo en que me muevo, la clase de ideario que sustento desde hace casi diez años, lo cual significa que no soy un advenedizo del antifascismo; y, puntualmente, gracias al grupo de ideas sobre las cuales gira mi vida, puedo permitirme el lujo de hacer, de cuando en vez, una que otra crítica sin aparecer sospechoso de falangismo. En este caso sobre el rumbo que puede tomar América si no permanecemos vigilantes sobre todo aquello que contribuya a frustrar su destino.

Hecha esta prevención, puedo ya decirle concretamente lo que deseo. Con gran insistencia he observado que a través de los artículos de los brillantes colaboradores de Cuadernos Americanos se encuentran afirmaciones imprecisas sobre la trayectoria futura de nuestro continente. En casi todas esas afirmaciones se da como un hecho sabido y averiguado el eclipse definitivo o total de la cultura europea; se habla de la incapacidad de Europa para recrear sus valores culturales una vez que salga de esta terrible prueba, que yo calificaría de aséptica. Porque todo el morbo que en los últimos ochenta años se ha estado acumulando no sólo dentro de la vida europea, sino bajo los senos profundos de la sociedad contemporánea está siendo expulsado por Europa, con todas las trágicas implicaciones que ello trae y que se resumen en una palabra: la Guerra. Yo no sé por qué nosotros los americanos no sentimos admiración ante el derroche de virtudes que supone el decidirse a curar ese latente mal, que durante casi un siglo, larvadamente, mantiene insano al mundo moderno; y en lugar de sentir reverencia y gratitud por tal decisión, proclamamos, con una suerte de vanidad provinciana, que somos, de ahora en adelante, los depositarios de la cultura universal.

El esfuerzo europeo es todavía una deuda que tenemos con Europa no sólo los americanos, sino todos los habitantes de los otros continentes. Porque lo que surja de allí, una vez que sean derrotadas las fuerzas que habían acentuado en los últimos años el malestar del mundo, será, por lo menos, una sociedad con una organización racionalizada, purificada, sana, ascendente. Y esa faena se la deberemos a Europa. América, como el resto del planeta, será decisivamente influida por el resultado de la contienda europea, a tal punto que ya se encarará América a la ingente necesidad de reformar sus instituciones, no de acuerdo con el “molde” europeo sino de acuerdo con esa racional –y por tanto válida universalmente– organización social descubierta dolorosamente por Europa.

Si la política es una dimensión de la cultura, Europa seguirá influyendo notablemente en el futuro inmediato de América. Pues la doctrina social y política hallada por Europa, primero en la Revolución de 1917 y depurada sin duda después de esta guerra, será instaurada en lo sustancial o con variaciones de detalle en todo el mundo, si el mundo quiere sobrevivir. Por fortuna, mi querido amigo Larrea, estas afirmaciones no constituyen dogmáticas posturas partidaristas sino algo que está ya claro en todo hombre que viva alerta a nuestro tiempo.

Conste que yo no he querido decir que América esté condenada inapelablemente a ser, por siempre, una colonia cultural de Europa. Si alguien desea con profundidad la expresión de la voz auténtica de América en el ámbito del mundo, soy yo; somos los que hemos recogido lo más acendrado de la tradición liberal y empleamos la táctica socialista para la realización del viejo ideal de la libertad. De la libertad del hombre de carne y hueso y de todas las naciones del orbe. Pero ello atendiendo al grado de descomposición a que ha llegado el sistema social y económico vigente, para luchar contra él.

Así, pues, digo que sólo en una dimensión cultural –en lo político– seguirá teniendo ascendencia Europa en América, por lo menos durante un tiempo cuyo término no se puede precisar exactamente. Por fortuna a América le quedará un gran margen de autonomía y originalidad cultural: puede hallar una ética muy suya que suavice al máximo la convivencia social; puede pensar por su cuenta, fiel a su perspectiva incanjeable, los viejos temas de la filosofía.

Pero para que este opimo panorama se realice, mi querido amigo Larrea, hace falta la presencia de un requisito previo: la independencia económica de toda América. Porque si sólo una porción de nuestro continente posee autonomía económica, quedará comprometida la libre expresión espiritual y cultural en el resto. Insisto que estas afirmaciones deben partir de nosotros para no hacerse sospechosas de intentar romper la necesaria unidad continental; de nosotros que de una manera u otra nos hemos significado como enemigos de credos hispanizantes trasnochados. El propio vicepresidente de la gran nación del Norte lo expresó así en su notable discurso de ocho de mayo último al hablar de que este continente renunciará a cualquier forma de imperialismo: al pacífico o al agresivo; al económico o al militar.

La envergadura de estos temas no permite el laconismo con que los he apuntado; pero espero me ofrezca una coyuntura para ampliarlos en aquello que sea pertinente.

Sobre el último punto de mi carta, a mi juicio, hace falta insistir y creo que con ello cuadernos americanos no perdería las excelentes calidades literarias que lo distinguen, ni se podrían suscitar suspicacias en torno a su credo libertario y americanista.

Su amigo que lo estima
José Iturriaga.

1-VI-1942.

II

Señor José E. Iturriaga,
Presente.

Mi estimado amigo:

No puedo compartir la admiración que en usted promueven los sucesos del Viejo Mundo. Cuando la barbarie se inviste de protagonismo es porque, roto el equilibrio orgánico, lo irreparable viene a consumar la decadencia de los imperios. En la complejísima convulsión actual puede haber otras muchas cosas; y entiendo que las hay. Pero también, sin duda, esta magna decadencia y este punto final del verdugo. ¿O existe acaso memoria de un vejamen tan extremoso, tan mortal, de los valores específicamente humanos como el que prevalece en la presente crisis transformativa de la faz del orbe?

No, Europa no ha tenido el valor de aplicarse la quirurgia salvadora, como usted pretende. Muy a la inversa, cuanto ocurre es consecuencia de esa falta de generosa razón. Frente a los principios morales de que se ufana su cultura, no conocen sus dominios mayor ley que la del egoísmo ciego, resultando imposible cualquier solución racional basada en la no-satisfacción de un instinto particular en aras del bien común. Otro es el orden allí imperante, el sombrío –se diría– de aquellos a quienes Júpiter se propone perder. Así se ha fomentado el crecimiento del monstruo, alimentando su voracidad con los pequeños y medianos países. Así, para ignominia de todos, fue sacrificada España –clave material y moral del edificio civil de Occidente– en quien se encarnaba no sólo la justicia de las naciones que en ella, al condenarla, se condenaron, sino la posibilidad de un tránsito evolutivo de Europa hacia el futuro. La frustración de tal posibilidad trajo el cataclismo, la ejecución de la sentencia. Cuanto está sobreviniendo no ha modificado todavía en nada fundamental –a qué engañarnos– el sentido del proceso. Persisten en funciones los egoísmos inmediatos y sólo los egoísmos. La diferencia es que esta vez, amenazados directamente, fluctuando entre el ser y el no-ser, se han visto envueltos en la refriega los instintos de conservación de los jayanes del bosque. Peripecias, en el mundo de los organismos colectivos, del tránsito de lo terciario a lo cuaternario, de la edad del reptil a la del homo sapiens.

Así, en virtud de las circunstancias, se ha producido el caso tragicómico de que se encuentren hoy combatiendo en una misma trinchera, por una misma causa, frente al mismo feroz enemigo, los dos términos que no ha mucho se proclamaban excluyentes: el capitalismo británico y el socialismo soviético; los dos elementos cuya enemistad y recíproca malevolencia han desempeñado papel tan insustituible en la incubación, en la modalidad y en el curso de la catástrofe. Con asombrosa justeza, el juego dialéctico de la historia ha polarizado el elemento antitético que los reduce a su verdadera condición de sub-términos de una dualidad más vasta y compleja dentro de una figura universal de síntesis. Porque ni sólo para la economía vive el hombre ni la monstruosa Alemania actual hubiera podido ser si no hubieran todos dado lugar para que fuese.

No se escandalice de mi lenguaje rudo y sin contemplaciones. Comprendo que ha de parecerle inconveniente, peligroso. Mas por mi parte pienso que, por muy clara que sea nuestra posición en la actual contienda, por muy compenetrados que estemos, como estamos, con los ejércitos de la libertad y en particular con los luchadores soviéticos, nuestros puntos de vista no pueden ya pecar de parcialismo, en el sentido estricto del vocablo, sin comprometer la verdadera causa del hombre; que sólo nuestro deseo de encararnos íntegramente con la Realidad, la cual no es parte sino todo, es decir, que sólo nuestra aptitud para identificarnos con lo verdadero puede generar la energía necesaria para salvar lo que debe ser salvado. Así como para perder a tiempo lo que debe perderse. Días son los actuales de poda y purga, de soltar lastre a fin de ganar elevación, más que de condescendencia con el equívoco. Días en que deja de ser humanamente admisible, sobre todo en el orden intelectual, cuanto no dimane de un heroísmo sin restricciones.

Sólo examinados con entera independencia, desde sus múltiples ángulos, pueden los acontecimientos rendir la virtualidad que atesoran. Y por lo que toca al panorama actual, entiendo que el aspecto monstruoso que contemplado desde esta orilla arroja Occidente, corresponde, en la dinámica del complejo creador, a la necesidad de diferenciarse, como del padre ha de diferenciarse el hijo, que hoy pesa sobre el destino americano. El horror que inspira aquel espectáculo se ordena, sin duda, al quebranto del mimetismo a que es tan sensible la plasticidad juvenil del Nuevo Mundo, de manera que, por fuerza de aquel horror, no pueda suceder aquí nada parecido a lo que está ocurriendo tras los mares. La oposición existente entre occidentalismo y universalidad debe hacerse ostensible, como realidad histórica, sobre todo en el tiempo y en el solar adecuados para fundar una sociedad sobre principios más justos, humanos y universales que los del Viejo Mundo donde no se da crisis de crecimiento sin conceder la palabra decisiva al bestiario. Panem et circenses; el romanismo sigue fiel a sus principios. De este modo sí puede servir de ejemplo el caso de Europa; ejemplaridad negativa, repelente –como la de las ejecuciones– mostrando al desnudo la verdadera sustancia de su cultura, hasta el punto de que sea preciso detenerse, en un crispado esfuerzo, al borde de la sima y bifurcar los rumbos. No se olvide que durante la pasada guerra europea se proclamaba último a aquel conflicto armado. ¿Y ahora? Diríase que son ya contados los que se atreven a poner en duda las tesis carniceras del fascismo, para cuya sanguinaria avidez la guerra es inherente a la naturaleza humana. A la naturaleza del hombre occidental que vive en el seno de una dualidad molturadora, puntualizaré por mi parte. Nunca a la del verdadero hombre americano, en vías de formación, quien por hallarse más cerca de una síntesis universal, se mueve ya en las inmediaciones del Hombre.

Tampoco me es dado compartir con usted otra tesis cuya evidencia le parece absoluta. No creo, ay, que, tal como se han ido colocando las fichas en el tablero, la actual contienda origine en Europa una generalización revolucionaria comparable a la bolchevique del año 17. La historia, a semejanza de los sueños, puede definirse, tal vez, como realización de deseos, teniendo sobre todo en cuenta que éstos son los principales motores del sistema. Pero no de deseos tan parciales, a mi juicio, como los que cristalizan su personal evidencia, los cuales me parecen correr a cargo más bien de la historia fallida. Más aún; estimo que uno de los gravísimos aspectos de la actual crisis es la limitación ya patente y sea cual fuere el resultado de la guerra, de lo que pudiera llamarse revolución positiva; su fracaso, si se atiende a la letra de sus ofrecimientos. Durante las últimas décadas, la Tercera Internacional, en su afán de acopiar energías para una prueba de fuerza que sentía ineluctable, se ha atribuido el monopolio revolucionario y con él el del porvenir del hombre. Por grande que sea nuestra simpatía hacia la U. R. S. S., repito, no podemos ocultarnos que al hacer causa común con los países llamados democráticos, verdaderos baluartes del capitalismo, se ha visto obligada a orillar sus postulados capitales y a hacer un llamamiento a virtudes más modestas y primitivas. No le es dado invocar en público la revolución, ni la lucha de clases, ni sacar a relucir la teoría del inevitable dominio universal del proletariado, dogma de sus dogmas. Las circunstancias vigentes la han obligado a hacer, por razones de táctica, aquello mismo que condenaba en los demás, cosa que no deja de tener significación, sobre todo para el pensamiento marxista. El desconcierto que tales circunstancias han sembrado entre las clases trabajadoras del mundo entero, parece difícilmente superable. Por otra parte, los partidos comunistas del exterior han patentizado su miopía acumulando errores sin cuento. Así, al tiempo que han contribuido copiosamente, a la confusión que nos envuelve, han puesto en evidencia los fallos de un sistema de propaganda cuyo prestigio procedía en buena parte de su pretendido conocimiento de la maquinaria histórica. Toda esta sarta de circunstancias adversas, con la desmoralización que implican, sería alarmante, como digo, para el inmediato porvenir de la especie, significaría la pérdida de la esperanza en el tan apetecido más allá, sobre todo en un plazo valedero para los vivientes de hoy y para sus inmediatos sucesores, si no existiera América, entidad que, a mi entender, ofrece una razón, de espacio y tiempo adecuados para la verificación de la decisiva etapa superadora. No ya una fase de violencia y ruptura, esencialmente inhumana, como es ésta de finales del mundo, en que forcejean el individualismo feroz y, enfurecida, la elefantiasis de las masas, sino la etapa correspondiente al fraguado de un libre y pacífico mundo nuevo cuyo centro de gravedad sólo puede afianzarse en la síntesis superadora de ambos extremos, en el punto cúspide que establece un equilibrio por elevación entre lo individual y lo colectivo según una fórmula dinámica susceptible de progresar indefinidamente, por su propia función, en horizonte abierto.

Bien sé, y me complazco en reconocerlo, que entre su posición de usted y la mía no existe diferencia alguna esencial en cuanto a la naturaleza y perfección de los fines perseguidos. Nuestro sano horror al nazismo, fascismo, falangismo y demás fauna reaccionaria, no se halla amordazado por ningún género de componendas. Nuestro desacuerdo se limita, pues, a los itinerarios conducentes a tales fines, es decir, proviene de nuestra diferente comprensión del fenómeno histórico. Creo, por tanto, que así que se aclaren las hoy turbias perspectivas, hemos de coincidir plenamente en el discernimiento del camino que conduce a las claras viviendas del hombre. En este sentido, la amable invitación de su carta, me anima a exponerle, siquiera a grandes rasgos, algunas de las razones que han contribuido a forjar las certezas que me mueven en lo tocante a la realidad americana y a su cometido histórico. Para evitar equívocos he de advertirle que las ideas que siguen, lo mismo que las anteriores, no comprometen más responsabilidad que la mía personal. Cuadernos Americanos tienen una posición claramente orientada, pero no postulan todavía doctrinas concretas.

El Viejo Mundo Occidental, término por definición de un dualismo no resuelto, es un complejo estructurado sobre una representación multiforme de su misma dualidad esencial. Su sistema motor que, por tomar cuerpo en uno de los aspectos de la referida dualidad, empieza por oponerse a un ideal estático, antihistórico, se logra mediante la contradicción y lucha entre los dos polos adversos. Entre ambas mandíbulas se sitúa la vida y la paciencia del ser humano. La guerra es natural a ese complejo en cuanto manifestación aguda de dicha oposición básica con su implícita voluntad de dominio. Aunque se logre en él concebir como posible la instauración de un pacífico ultramundo en el que el hombre deje de ser lobo para el hombre, su categoría esencial, su principio y fundamento, es la fuerza en sus diferentes estados y manifestaciones. En vano se pretende formular un sistema superior –civitas Dei– cuyo dinamismo se resuelva por medio de un elemento supremo que, al cerrar el círculo consciente y establecer una rotación equilibrada, haga innecesaria la contribución dolorosa. En términos teológicos –ciencia de especulación que permitió formular durante la Edad Media un cuerpo de intuiciones que hoy, maravillosamente, empieza a mostrar correspondencias materiales tan concretas como inesperadas– pudiera decirse que la oposición entre el Padre y el Hijo, entre la conciencia indiferenciada, cósmica, y la conciencia individual, pretende resolverse por medio del Espíritu, del Amor, término que, estableciendo una comunicación por lo excelso y con ella una corriente circulatoria, equilibra, perfecciona y sublima el conjunto.

El territorio europeo pertenece todavía al esquema belicoso y no podrá gozar de auténtica estabilidad –don de universo–, sino cuando el continente del Espíritu, América, ejerciendo una atracción dislocadora sobre cada uno de los bloques Occidente y Oriente, contribuya con su presencia a instaurar el equilibrio universal en todo el mundo. Porque la vida del hombre sobre la tierra no es, como a influjo de una ilusión creadora pareció durante largos siglos, un problema de salvaciones individuales, sino problema dependiente de la organización del planeta mismo con cuanto la humanidad tiene de colectivo y de unitario. Todo ello sugiere que, así como se ha conocido la época del Padre y la del Hijo, se avecina un período correspondiente a América, la ultramarina y equidistante.

En perfecto acuerdo con este esquema teórico, es evidente que la vida europea se desenvuelve en un campo de oposiciones múltiples, hallándose constituida por series de factores encontrados, con frecuencia hostiles. Todo en ese continente propende a la discordia. Los lenguajes nacionales son distintos e innumerables, de manera que una especie de confusión babélica, especialmente propicia para el cultivo de los malentendidos, impide, exaltando los particularismos, que se comprendan entre sí, no sólo los diferentes países, sino las regiones mismas y hasta los pueblos. Las tradiciones son diferentes, contradictorios los intereses materiales. Los recuerdos, originarios de épocas primitivas y gravados por siglos de disputas, acarrean infinitos gérmenes de resentimiento cuyos enconos, al menor soplo de pasión, pueden convertirse, en odios furibundos. Una unidad espontánea entre tantos agentes de disensión resulta en la práctica imposible. Cualquier prurito local, cualquier inflamación debida al roce entre dos intereses, apasionamientos o ambiciones encontradas, irritan periódicamente la virulencia del grupo convirtiéndolo en alborotado nido de áspides. Como es poco y frágil lo que une entre sí a los componentes de este complejo y mucho y fuerte lo que lo separa y como sufre además de intensa superpoblación, el todo se halla dotado de gran fuerza expansiva, diseminadora. Tal situación conviene como anillo al dedo a las necesidades históricas del planeta en aquel período de su evolución presidido por la urgencia de poblar y reanimar, para orquestarlas, sus cinco partes. A esto se debe que mientras en Asia, carentes de ese agudo dinamismo, los pueblos orientales constituían grandes embalses humanos, forma social de la típica adiposidad búdica, Europa haya desempeñado actividad protagonista, extendiendo sus tentáculos a todas las regiones de la tierra. En suma, su cuerpo histórico se halla formado por una diversidad de elementos cuya unidad orgánica sólo puede conseguirse como resultado de una coacción unitaria que compense la fuerza de expansión que los anima, englobándolos, metiéndolos en cintura. La falta de una efectiva razón espiritual –término ausente en ese mundo dualista– hace que esa razón sea la fuerza, esencia del ciclo a que corresponde su complejo. Por necesidad se define, pues, como un mundo de fuerza, secretor de fuerza, cuyo equilibrio interno sólo se consigue mediante la presión geográfica que mantiene a todos sus miembros unidos, al modo como el aro de acero mantiene entre sí unidas las duelas de una cuba. Claro está que si la historia es realización de los deseos profundos y la humanidad ha deseado siempre, así como sueña con manjares el hambriento, un mundo pacífico, éste antiguo, por ser mundo de violenta coacción, presupone la existencia de otro mundo, aquél prometido en que las espadas habrán de convertirse en arados. Mundo al mismo tiempo de la libertad soñada durante interminables siglos de contradicción debida a la falta de conciencia de la necesidad histórica.

Por lo pronto en América se encuentra el reverso de este avispero. Más efectivo que el concepto atómico de multiplicidad es en ella, sobre todo cuando agentes exteriores vienen a robustecerlo, el concepto orgánico de unidad correspondiente a la forma del territorio que fue descubierto y nuevamente poblado en una sola época por los distintos y complementarios factores de un solo ciclo cultural, el cristiano de Occidente. El Nuevo Mundo representa, en cierto modo, la proyección de lo sustantivo y trascendente del mundo antiguo a un territorio nuevo, rico en futuro, donde las unidades de análisis que su variedad contiene puedan vertebrar una más compleja unidad de síntesis. Así pues, sobre un fondo de autoctonía, originario del Asia, que presta a gran parte del ámbito americano una primordial cimentación pareja, viene a injertarse andando los siglos el otro polo, la Europa del Renacimiento –captemos el sincronismo–, del re-nacimiento, con su precioso bagaje de ideales humanistas, verificables. Con la universalidad es nacida América. Su vida dependiente, colonial –mejor fuera tal vez decir filial–, de minoría de edad, la confiere durante los siglos subsiguientes un semblante uniforme. En época posterior, la misma para todos los países americanos, se efectúa la independencia con la republicanización a la postre general. Este movimiento, si para Inglaterra significó la manumisión de los Estados Unidos, si para España la de los Virreinatos, Audiencias y Capitanías indianas, si para Portugal la del Brasil, constituía en realidad las distintas fases de una sola independencia: la del continente americano con respecto al continente europeo; la del Nuevo Mundo con respecto al antiguo. La emancipación de las colonias españolas se lleva a efecto, recuérdese, bajo la invocación de América con un sentimiento de su unidad y no como fenómeno fragmentario. Un mismo fondo de ideales se extiende de norte a sur por todo el territorio, prestando modalidad al pensamiento americano y trazando y realzando los rasgos de un solo destino: la paz, la libertad, la dignificación de la naturaleza humana, la esperanza en un mundo más avanzado, su mundo, nebuloso aún, indistinto, pero cierto; presente o, mejor dicho, futuro que dejaron los hados en su cuna. Todo examen lo bastante sutil para que no pase desapercibida la armonía significante de los acontecimientos, tiene que registrar el sincronismo que presentan estas realidades con los impulsos a que dan lugar las tendencias superadoras de Europa. Constituyen una red de resonancias equivalentes a las que unen a la madre con el hijo. Nace América cuando, como hemos dicho, se habla en Europa de renacimiento. Nace como un elemento universal cuando se descubre el universo. Se emancipa cuando en Occidente alborea la revolución en defensa de las libertades humanas. Abre los ojos a su propia conciencia cuando el romanticismo vuelve a plantear, en lo humano, los sumos problemas existenciales. Tiene conocimiento de su realidad colectiva, internacional, cuando en Europa se producen los grandes movimientos de masas. Cuando allí se habla de continentalismo aquí responde un continente. En suma, todo lo que es tendencia a la superación repercute directa y favorablemente, amplificándose, en la configuración espiritual del continente americano. Desde una cierta perspectiva hasta dijérase que no pocos de los enunciados europeos han sido determinados o por lo menos condicionados en su modalidad por las necesidades del Nuevo Mundo. No en balde todo es redondo, esencialmente solidario.

Por otra parte, frente a la babelización europea, América presenta inmensos territorios donde resuena un solo lenguaje, formando el todo una dualidad latino-sajona capaz de acoplarse, por el mutuo conocimiento, en unidad fecunda. Estando los territorios americanos insuficientemente poblados, los intereses de sus países nada tienen de esencialmente contradictorios pudiendo entre todos componer una economía organizada. Por lo mismo no es fácil que superada cierta etapa primitiva, conciban verdaderas ambiciones territoriales. De suerte que los conflictos interamericanos ocurridos hasta la fecha pueden cargarse a cuenta del influjo occidental. Desaparecerán de raíz tan pronto como la herencia del Viejo Mundo sea asimilada en sus principios vitales y eliminado el resto.

No se defiende aquí, entiéndase bien, el régimen económico que actualmente impera al norte ni al sur del río Bravo, ni mucho menos la absorción de América Latina por los Estados Unidos. La unidad orgánica a que se hace referencia exige que, en este aspecto, el continente evolucione a fondo. Ha de mudar la fisonomía que hoy ostenta como reflejo del Viejo Mundo. Es decir, para la aparición del Mundo Nuevo, América ha de perder lo que pudiera llamarse su última máscara.

En términos generales, sólo lo accesorio separa a unos de otros los diferentes países del continente mientras que lo esencial los aúna. Frente a la dualidad irreductible del Viejo Mundo, América presenta una contextura unitaria en la que figuran expresos, los dos términos de una soluble dualidad. El pragmatismo sajón con sus conquistas materiales es complementario del espiritualismo latino con sus promesas trascendentes. Sobre que había mucho de espiritualismo en el éxodo de los “padres peregrinos”, cuya realización es probable que venga por obra de Hispanoamérica, y mucho de ambición material en la sed de oro de los conquistadores, cuya evolucionada consecuencia afluirá por vías norteamericanas. Ambos términos representan los dos fueros, el exterior y el interior, el objetivo y el subjetivo. Entre sí se acoplan, necesitándose mutuamente para alcanzar su natural desarrollo y conjuntamente esa dimensión resultante de la multiplicación de lo material por lo espiritual que reclama el reino del hombre. ¿O no apeteceremos que se nos materialice el espíritu y se nos espiritualice la materia? En suma, el Nuevo Mundo posee en la práctica una verdadera estructura unitaria, libre y pacífica, apropiada para la elaboración de un orgánico mundo nuevo, libre y pacífico, así como posee aquellos dos polos, unidad y variedad –ésta a través de una dualidad resuelta por aquélla– que traslucen la presencia de un verdadero organismo sintético.

Resulta difícil hablar lícitamente de materialismo histórico sin contar con estas y otras realidades materiales y concretas. Y resulta utópico, fuera de lugar, todo sistema que ignorando el valor de las relatividades orgánicas así como el alcance exacto de la geografía, imagine que cualquier modalidad funcional es aplicable a cualquier territorio. Si la historia es, siquiera en parte, geografía en acción, como pretende cierto aforismo científico, y si la geografía es el cuerpo material del universo terráqueo, resulta evidente que para comprender en su justeza el fenómeno vital se requiere comprender a fondo el alcance de realidades tan básicas. ¿Será la vida humana independiente de la vida del planeta, poco más o menos como la mentalidad dual pretende que la vida del alma es independiente de la del cuerpo, o será, dentro de un cuadro monista, manifestación de la vida planetaria? La respuesta no parece dudosa. Mas permítame, amigo Iturriaga, que no me interne por estos parajes que nos llevarían muy lejos y que me limite a seguir examinando en sus grandes líneas la configuración americana.

La geografía del Nuevo Mundo es también, como lo era su realidad antropológica, unitaria, libre y pacífica. Unitaria en cuanto que se halla aislada de los otros bloques territoriales y en cuanto que –como el cerebro, asiento de la conciencia– se compone de dos lóbulos expresos. Libre y pacífica en cuanto que, defendida de la agresividad extracontinental por el foso oceánico, ni puede ser fácilmente atacada ni puede concebir fácilmente propósitos de conquista. Tan específica situación hacia el exterior unida a la orgánica constitución interna, antes bosquejada, crea un medio excepcionalmente favorable para la implantación de una cultura pacífica y dinámica –pacífica como el Asia, dinámica como Europa– fruto del desarrollo de los valores pacíficos liberales, que en Europa pueden apenas enunciarse en modo utópico, fuera de lugar. Mas no es utópico para quienes habitan tierras idóneas para el esplendor de lo humano; e idónea es América. En efecto, aquí todos los linajes se han fundido con tendencia a la síntesis. Además de la prole autóctona, se han reunido en esta arca de la alianza de las razas, mientras diluvia fuego sobre el haz de la tierra, los representantes de las estirpes y de los pueblos todos: europeos, asiáticos, africanos… Aquí se encuentra el crisol de la humanidad nueva donde alcanzarán realidad aquellos anhelos milenarios que prestan unidad a la variedad de culturas que fulguraron sobre el orbe terráqueo. El cual es uno también, y a causa de su misma naturaleza, se halla presidido por una razón visible o invisible de unidad.

No debe pasar desapercibido en este recuento de circunstancias determinantes, el hecho de que sobre América se proyecta una unidad de tiempo propia y diferente a la que rige en Europa. El Nuevo Mundo nace a la vida de relación en tiempos modernos, nace unigénitamente en cuanto territorio, de una sola vez. La vigencia inmediata del pasado americano queda abolida aunque su naturaleza siga trabajando muy en la sombra. No reinan aquí, como en el Viejo Mundo, regímenes encontrados de tiempos de diversas procedencias y opuestas direcciones, sino uno solo que, si bien se mira, es resultante de la suma de los tiempos del planeta. Nace, pues, este continente como nace un hijo dotado de su propio tiempo en el que se sintetiza la experiencia del pasado humano pero despojada de su peso muerto, de la escoria que la combustión de los días ha ido desprendiendo. Todo esto es más importante de lo que a primera vista parece. Porque así como el adulto, sobre todo al lindar con la ancianidad, considera la vida en función del pasado, apegándose a la memoria cuya sustancia plástica, luego de recibir las huellas de los sucesos históricos, llega a constituir por acumulación un agobio abrumante, el joven considera el panorama vital en función del porvenir a la libre luz imaginativa. Europa está superviviendo un ciclo cuyo centro radica en el pasado, un ciclo iniciado hace ya bastantes siglos, el cual, por su propia declinación, obliga a todos sus componentes a volver su vida hacia días pretéritos. Esta situación, con la consiguiente atrofia imaginativa, les impide vivir enteramente el presente, la dimensión vertical por excelencia. No existe prueba mejor que la que Europa misma nos suministra. Ni uno solo de sus famosos intelectuales se ha mostrado capaz de discernir el sentido de los hechos, su valor preciso en el encadenamiento de transformaciones. La inconsciencia general es pieza del mecanismo. Y a ello se debe que el presente se halle en manos de las fuerzas irracionales que, a semejanza del corazón, los riñones o las glándulas endocrinas, funcionen como si supieran, con una sabiduría que en vano pretenderá alcanzar el espíritu filosófico empeñado en el conocimiento de una abstracción histórica en mayor o menor grado. A usted amigo Iturriaga, antaño gran admirador de Ortega, menos que a nadie es necesario insistir sobre tan evidentes cuestiones.

Por muchos motivos América se nos aparece como el continente del futuro. A la inversa que en Europa y en íntimo acuerdo con su naturaleza de continente pacífico, no se requiere ninguna destrucción fundamental para erigir en su suelo una nueva cultura. Su síntesis de latitudes, altitudes y climas encierra todos los bienes naturales. Es el suyo un solar de abundancia, lo mismo en el reino mineral que en el vegetal y animal. Su potencialidad en esta era del petróleo y de la electricidad no conoce límites. Constituye, sin duda, un territorio que se basta a sí mismo, pletórico de vitalidad como lo es el adolescente. Por tanto, si la cultura tan apetecida por lo humano, si la situación a que han de desembocar las actuales perturbaciones es una cultura y una situación universal, sintética –y quizá no huelgue señalar de paso la diferencia que existe entre los conceptos internacional y universal– y si la historia, como insinuamos, es geografía en acción, obvio parece que tan pronto como la fluencia histórica, desplazándose una vez más, según la trayectoria solar, de este a oeste, muestre indicios de solidificarse en síntesis, América está llamada a articular su palabra, su evangelio o buena nueva. Puntualizando más aún: de los conceptos anteriores así como de los que siguen, se deduce claramente que sobre América gravitan circunstancias análogas a las universales. No resulta, entonces, temerario afirmar que es clave de universalidad, patria de un mundo esencialmente pacífico, más allá del instinto y de la voluntad de dominio, adecuado a la esencia del universo. Si una cultura nueva ha de nacer algún día, no parece dudoso que el Océano haya de mecer su cuna aquí.

Efectivamente, América es el único gran territorio que tiene figura de universo. Constituye una gran dualidad bilobular, norte-sur, entre los dos grandes bloques, Europa- África a su oriente, Asia-Oceanía a su occidente. En su seno se traza, pues, la cruz ideal de convergencia e intersección de todos los movimientos humanos, la clave de su firmamento. Por tanto, si el universalismo ha de ser, no la imposición de una cultura particular al universo entero, como desearían los satanismos totalitarios, sino una auténtica síntesis de las aportaciones humanas, el lugar donde ha de embrionarse esa síntesis cerrando el círculo entre Asia y Europa, al tiempo que establece una solución de continuidad por lo discontinuo, sólo puede ser el continente americano. La gran línea cultural judeo-cristiana de la Mesopotamia (entre-ríos), después de rebasar la cuenca mediterránea (entre-tierras) produciendo como ha producido la fortuna histórica de los imperios español y británico, ha de prolongarse a esta situación interoceánica, universal, propia de América. De otro modo: el equilibrio entre los polos oriente y occidente sólo puede establecerse de un modo armónico por medio de la esfera con su compensación dinámica de las masas continentales. Fácil es observar que en esta coyuntura de aguda crisis transformativa tienen lugar movimientos que, en cierto modo, podrían clasificarse como esfuerzos para resolver, en otro plano, el mismo problema. El más visible, sin duda, es el que ha dado vida política a la U. R. S. S. Esta inmensa entidad territorial trata en apariencia de conciliar entre Europa y Asia la misma síntesis, relegando a América a la condición de apéndice europeo o colonia satélite. Es claro, sin embargo, que tal cosa no conduce inmediatamente a solución pues no pasa de ser una operación intermedia en el curso del proceso general transformativo. ¿Cómo estructurar una verdadera síntesis sin recoger todos sus factores, sobre todo cuando el factor desdeñado posee la validez esencial del todo como sucede con el Nuevo Mundo? A este respecto sí considero necesario afirmar que la creencia en la U. R. S. S. como solución equilibrada del actual problema histórico no pasa de ser una idea plana, correspondiente a una mentalidad de dos dimensiones. Rima con el concepto de internacionalismo, noción continental, terrestre, y no universal, oceánica. Lo universal reclama la unanimidad orgánica de las entidades continentales. La U. R. S. S., inserta lo mismo que América entre Europa y Asia, es en cuanto realidad histórica –complejo político-social– fruto de la hibridación transaccional entre oriente y occidente en este siglo en que el desarrollo de la técnica está quebrantando los seculares aislamientos. Constituye un término intermedio logrado en el plano de lo continuo y según un equilibrio de superficie o bidimensional. Enclavada entre el actual materialismo europeo y el enquistado espiritualismo asiático que viene a redimir, la modalidad histórica de la U. R. S. S. responde a los determinantes presentes y futuros propios de dicho emplazamiento, traduciendo la carencia de una dimensión –la dimensión esférica– en el plano físico, por la carencia de una dimensión –la imaginativa– en el plano espiritual. Por ser todo en ella fiebre económica, nada más justo que su cultura aplace para otros tiempos la realización de un ser humano que allí resulta tan utópico todavía que el poeta representativo tiene que suicidarse. Bajo una primera apariencia de equilibrio la Unión Soviética es en realidad un factor de dislocación y ruptura, cuya extraordinaria actuación heroica forma parte del mecanismo transformativo de la época, a cuya necesidad responde, mas sin que pueda aspirar a resolver por sí el problema del equilibrio dinámico del mundo. Más aún; se diría que una de sus grandes funciones consiste en preparar el camino para la verdadera solución ocasionando el desquiciamiento previo que ha de producir, por una parte, el rescate del Asia y, por otra, el desplazamiento de los centros de equilibrio favoreciendo la fijación de aquellos que afianzarán por lo antípoda la nueva y más compleja arquitectura. Siendo el Nuevo Mundo un continente que, por serlo, envuelve una idea internacional, constituye por sí, por su sola presencia, el verdadero factor de universalismo de que apenas es trasunto superficial la U. R. S. S. Por tanto, la patria auténtica de lo humano.

No es difícil advertir que estas corrientes históricas, comparables en cierto modo a las marinas y semejantes a las descubiertas por Frobenius entre las tribus africanas, obedecen a ciertas constantes por más que actúen en tiempos y planos distintos. Cuando en las postrimerías de la Edad Media se pretendía establecer una comunicación que resolviera comercialmente el aislamiento de los mundos occidental y oriental, venecianos y portugueses se esforzaron por descubrir rutas directas en un plano continuo o de dos dimensiones. La atracción entre los extremos oriente y occidente se resolvía como si la Tierra fuese plana. Pero esta corriente fue de pronto superada por la conquista de la esfera. También entonces salió al paso de la Historia el Nuevo Mundo, realidad que cambió radicalmente nociones y proyectos. Lo mismo que hoy ocurre. La Historia, después de dar aquellos primeros pasos en busca de una solución euro-asiática y configurar la personalidad política de la U. R. S. S., es arrastrada, por fuerza de la realidad, a dar la vuelta, a cerrar el círculo, a descubrir a América en el tiempo como antaño la descubrió en el espacio; etapa necesaria en la evolución efectiva hacia la universalidad. La cual, siendo una razón esencial, requiere, para surgir pura como un ave surge del huevo –en este caso la representación terráquea– la ruptura de la cáscara o sistema cortical, formado de apariencias, que la protege, con las estructuras a que esa corteza aparencial ha dado ocasión. Y no hay ruptura sin cataclismo.

A título de ilustración metafórica vale la pena observar cómo esta misma operación transaccional se produce en el orden del espíritu con la moderna aparición de la teosofía, conocimiento de lo trascendente en un orden de dos dimensiones, que intenta resolver en modo anfibio la dualidad entre oriente y occidente. Otro tanto puede afirmarse en el orden de las esencias psicológicas con respecto a la figura de Krishnamurti correspondiente a la misma propensión mas sin que aporte solución universal valedera. La solución, no hay duda, ha de venir por lo antípoda.

Por si no fuera bastante, a todas estas consideraciones que muestran cómo en América concurren aquellos elementos técnicos que definen a este territorio como el solar predestinado para el logro de una situación superadora de lo hasta hoy llamado impropiamente humano, viene a sumarse el elemento que coordina, perfecciona y presta sentido a ese mosaico de particularidades: aquello que pudiera denominarse el subjetivo de Occidente. Algunas de las modalidades declaratorias de ese subjetivo dan testimonio de la presencia de una dimensión nueva, característica del objeto a que se aplica. Cuando Cristóbal Colón y los varios autores que siguieron su tesis hasta León Pinelo que en su Paraíso en el Nuevo Mundo pretendió racionalizarla, afirmaban que en América estuvo emplazado real y verdaderamente el proverbial Paraíso, definían indirectamente, por medio del elemento conocido, en su sentir más afín, al igual que sucedía en los demás órdenes de cosas, la presencia inefable de un lugar de perfección y humana bienaventuranza. La naturaleza del medio metafórico utilizado para esa definición de lo indefinible, naturaleza mnémica, con ancla en el pasado, refería ese jardín de delicias a tiempos pretéritos, siendo así que el verdadero sentido de su intuición sólo podía orientarse hacia el futuro. Definición en modo indirecto, mediante un espejismo psíquico con la natural inversión del sentido del tiempo.

Esta es la primera y, por tanto, la menos distinta y más velada identificación de la naturaleza del continente americano. Inmediatamente después viene el nombre de América que la historia, en uso de sus misterios y aparentemente contra justicia, concedió al nuevo territorio. Lo cierto es que, al exaltar aceptando su nombre a aquel modesto personaje que oficialmente tuvo por vez primera conciencia de la condición neomúndica de estas Indias llamándolas Nuevo Mundo, no sólo consagró esa su condición dando preferencia al descubrimiento ideal sobre el descubrimiento material sino que definió al nuevo continente como lugar sustantivo de la conciencia. No es preciso detenerse mucho en la contemplación de este escorzo histórico para gustar su admirable significado.

A continuación aparecen las Utopías, aquello que en Europa, donde era concebido, no tenía lugar, y que son como frutos suscitados en el árbol de Occidente por el clima americano y su vertiente oceánica. Todas ellas localizan en América o con ocasión de América la codiciable ciudad del Hombre.

Más tarde, en los preliminares del romanticismo, cuando fatiga y desaliento hacen soñar al europeo con una vuelta a la naturaleza y Juan Jacobo trata de cerrar esféricamente el ciclo psicológico oponiendo su inocencia subjetiva al fabuloso pecado original, América vuelve a hacer acto de presencia utópica. Además del Descubrimiento del Nuevo Mundo juanjacobino, de las fantasías de Marmontel y del interés que pronto despiertan las ruinas mayas, aparece un elemento nuevo, el paisaje americano que penetra en la novela europea inaugurando y caracterizando cierta trascendente modalidad literaria. Trascendente en cuanto que, dotando al paisaje de un alma subjetiva, tiende a una concepción monista –americana– de la existencia.

No es posible olvidar los testimonios particulares; desde Montaigne para quien el Nuevo Mundo debe ascender a la luz cuando el antiguo se suma en tinieblas, hasta Hegel que define a América como el porvenir del mundo. A tal actitud se llega siempre que por cualquier motivo se hace sensible lo insuficiente de la civilización occidental. Persona tan europea, de tan acendrado racionalismo como Paul Valéry afirmaba hace pocos años su esperanza en América para cuando Europa se viera sumida en el caos. El florilegio es extenso. Muy notable es a este propósito el libro de Pierre Mabille, Egrégores ou la vie des civilisations, el último de cuyos capítulos fue dado a conocer en esta misma revista.

Resulta pues, que aun prescindiendo, por lo que pudieran como elementos interesados tener de recusables, de toda suerte de testimonios americanos –algunos tan impresionantes como el de Rubén Darío–, jamás ha existido territorio que haya prestado cuerpo a tan sostenido caudal de profecías y dado lugar a una fijación tan concreta de la esperanza. Fácil es discernir en esos sentimientos la presencia de una conciencia colectiva, en busca de un paraíso humano presidido en lo material por un principio colectivo, más allá, pues, de la tesis individualista de Europa.

Existe, en suma, un hecho de orden general cuyo significado no puede desconocerse: la aparición de América y su desarrollo han coincidido históricamente con la transformación de la conciencia occidental. Desde el Renacimiento asistimos a la paulatina conversión hacia lo concreto de los sueños abstractos de la antigüedad y de la Edad Media. América ha desempeñado en esta evolución un oficio cardinal, materializando geográficamente el lugar de la bienaventuranza, es decir, sirviendo de objeto real al sujeto imaginante en un proceso de mutua identificación. Hasta pudiera resultar a la postre que el “cielo” tan apetecido no fuera, en cierto modo, sino el espejismo determinado en el divino reino de la esfera por una situación antípoda.

Por tanto, cuando Cuadernos Americanos estamparon al frente de su primer número los lemas tomados de Rubén Darío y Francisco Pi y Margall: “América es el porvenir del mundo” y “América, tú eres mi esperanza, tú estás llamada a salvar al mundo” lo mismo que cuando reiteraron la reproducción de los raptos de Europa, no hicieron, a mi ver, sino atenerse para prolongarla, a la más noble, constante y decantada tradición occidental, a la esperanza generadora de aquel continente que no se resignaba a encerrarse para siempre en su infernal valle de lágrimas y expresaba su deseo de superarse, de proyectarse, por medio de un vástago ordenado, hacia un esplendor futuro.

En este aspecto, pues, Cuadernos no han inventado nada. Apenas enunciaron, a mi juicio, un axioma que no requiere demostración. Al contrario, lo que exigiría demostración convincente es que Europa, infringiendo todas las leyes de nuestra experiencia histórica, estuviera llamada a ser por tiempo indefinido la señora del mundo. ¿Y Egipto y Mesopotamia y Grecia y Bizancio?… ¿Y, en América, los mayas y los sanagustinianos y los nazcas?. . . ¿Y el mismo imperio español?… Siempre que la civilización da un paso al frente cambia, como es natural, de centro gravitatorio. Las tierras se esquilman, perecen. Adviértase que sólo el pueblo judío, precisamente el único que carecía de vínculos territoriales, es aquel que en el trasiego de los tiempos ha conocido la supervivencia. El trasplante de la cultura mediterránea a la universalidad del océano puede presentar, pues, si bien se mira, carácter axiomático. Ni siguiera cabe atribuírsele condición de hipótesis. Para mí tengo que lo que pudiera llamarse hipótesis de trabajo de Cuadernos se refiere exclusivamente al tiempo en que el trasbordo habrá de realizarse, pudiendo corresponder sin dificultad a nuestro momento histórico. Mas ni aún esta afirmación es para mí hipotética. Dentro de un sistema dinámico basta que se conciban como posibles ciertas acciones para que esa misma posibilidad sea prueba de que el proceso de crecimiento y diferenciación está ya en marcha. El desarrollo del individuo se manifiesta no en sus conceptos previos acerca de su desarrollo sino por el crecimiento de su complexión en el orden físico, de su conciencia en el espiritual. Así pues, cuando en los días actuales podemos concebir y publicar ciertas ideas y propósitos coincidiendo con el orden que las circunstancias hacen reinar en este continente, con su tendencia cada vez más inequívoca hacia la unidad, con la transferencia acelerada que de Europa a América se realiza de elementos culturales de primer orden –sabios, filósofos, sociólogos, artistas–, hemos de aceptar que todo ello sucede no porque el crecimiento del Nuevo Mundo esté en vísperas de ocurrir sino porque está materialmente ocurriendo.

Basta, además, que la actividad se cerciore de la posibilidad de tal incumbencia para que se sienta incapacitada de distraerse en otras direcciones. Es tal el interés que para el ser humano ofrece tan maravillosa perspectiva de superación que, una vez vislumbrada, se convierte en función propia. Sobre todo cuando hacerlo equivale a participar en algún grado de la naturaleza de ese más allá y de la vida nueva y trascendental de la conciencia. Gravitan en esta misma dirección, animándola, favoreciéndola, todos los anhelos de las generaciones pasadas, todas las ansias de conocimiento, de perfección, de justificación, todo aquello cuya ausencia producía en cuantos nos precedieron, al asomarse al Ser, esa sensación aborrecible de vértigo, de malestar, que únicamente podía compensarse por la imaginación de otra vida “post mortem” que equilibrara la vacuidad de esta presente. Aquí está la justificación de la historia, de esa en apariencia sucesión de incongruencias lamentables. Este manojo de coordenadas se nos convierte en carne, hueso, espíritu. Todas esas antiguas aspiraciones nos abren alas jubilosas, nos arrastran hacia una salida –salida de alumbramiento– fuera de esta heredad de abrojos que ha sido siempre la tierra envuelta en su miseria aparencial con la consiguiente atrofia de la dimensión última. Hablo por experiencia. Cuanto hoy defiendo está lejos de ser la formulación a posteriori de un circunstancial oportunismo. Hace largos años que laboro el mismo surco, lejos de toda distracción, entregado a la resolución de un problema que las realidades históricas, con los cataclismos en curso, han venido estos últimos tiempos a hacer más visible y apremiante. Porque existe otro género de consideraciones complementarias a las aquí expuestas, para mí más convincentes por ser prendas de la presencia misma, que indican que esto es así y no de otro modo. Y que es ahora. El proceso mutativo inicia su fase exterior después de una callada germinación interna. No me detendré a exponer esas consideraciones de orden imaginativo, gran parte de las cuales se apoyan en el sentido que desprenden los sucesos de España. A ello me he referido en más de una ocasión y creo que no he de tardar en hacerlo de nuevo.

Volviendo al orbe de los sucesos inmediatos, de tal magnitud es la crisis que padece Europa, tales los gérmenes de disensión, de odio, de venganza, tan fuerte su declive hacia la violencia, tanta la postración moral que la espera tras el derrumbe de los valores humanos superiores, que aun en el mejor de los casos, incluso recobrando cierto convaleciente equilibrio, no es verosímil que su organismo sea capaz de sobreponerse a su degradación y trasponer el límite que separa a lo antiguo de lo nuevo. La razón es obvia. Los estímulos exteriores que allí actúan sobre los centros de la actividad creadora son de naturaleza inmediata, propios de una época de opresión. Las grandes preocupaciones cederán su puesto a la necesidad de solventar, para salir del paso, situaciones efímeras. Por consiguiente, las respuestas que aquellos estímulos susciten han de participar de ese carácter circunstancial, interino, característico de los procesos de torrencialismo histórico. Allí, si se quiere, está, estuvo, la matriz. Muy diferente es, sin embargo, la matriz de su fruto aun cuando le sirva de envoltura. El hijo, para alcanzar su desarrollo, requiere libre espacio, clima favorable. ¿Y cómo no creer que sobre aquel territorio ha de seguir reinando durante algún tiempo el invierno humano con sus aterimientos y estériles latencias? El día que se abrieran normalmente las fronteras, el éxodo cultural hacia el Nuevo Mundo alcanzaría proporciones nunca sospechadas.

Por el contrario, incluso en el orden de guerra, la clave salvadora se halla aquí. Hasta tal punto que, si se suprimieran las ayudas de América, se desplomarían ipso facto, a pesar del sobrehumano heroísmo soviético y del no menos excelente denuedo británico, las esperanzas del mundo. Claro es ya para todos que este continente de la libertad está desempeñando su papel liberador, como lo desempeñó antaño cuando sus tesoros permitieron dominar al turco. Cuanto llegue a salvarse, poco o mucho, se deberá, como se debió en el 14, al peso de América en la balanza.

Permítame, amigo Iturriaga, que antes de terminar disienta de usted del modo más amistoso en un punto que considero capital. Afirma usted que el acento político del mundo y de América debe seguir gravitando sobre el antiguo continente, tesis a mi parecer tan gravemente errónea que no me es posible dejarla pasar sin protesta. Suponer que cada unidad geográfica, y ninguna muestra perfiles más definidos ni caracteres más diferenciados que América, carece de libertad para regir según sus particulares determinantes sus propios destinos políticos es negar la autonomía vital del modo más peligroso. Se trata a mi entender de una idea imperialista, jerarquizada dentro de una figura de universo tentacular con cuanto implica de hegemonismo y marginalismo parasitario. E irrealizable en cuanto que desconoce las peculiaridades tópicas. ¿La independencia americana, su mística de la libertad, serán acaso mitos? ¿Será Bolívar una pompa de jabón en la historia de América? ¿Martí caprichosa flor de un día de su trópico exuberante? Su error en este punto me parece grave, insisto. Por su nivel se emparenta con el espíritu falangista o nazi. Unos y otros patrocinan una descoyuntación al sostener la dependencia de América bien ante una España imperial, bien a la superioridad racial de Alemania. Mas lo mismo puede ocurrir, adviértase, con una internacional obrera al servicio de determinada situación política. Siempre tendremos idéntico fenómeno: la parte que intenta erigirse en todo; la explotación de los pueblos sin verticalidad propia, sin presente, paralelos, como el animal, a la superficie terráquea. Me parece grave además porque niega el destino de América y con él la esperanza luminosa de Occidente, contradiciendo tanto como a los pensadores americanos a los europeos. Dice usted que aquí pueden cultivarse mientras tanto ciertas formas artísticas o filosóficas sin advertir que su afirmación coincide con las reflexiones de un leader falangista, José Ma. Pemán, quien sostenía, para una España tutelada por el imperio romanogermánico, la misma tesis. Sobre que no puede existir verdadero arte, ni moral, ni pensamiento filosófico trascendente si no existe un sistema integrado, cuya base es política, económica, social. Mi desacuerdo con usted en este punto es completo pues que, a mi entender, la más específica urgencia americana es precisamente de orden político en su alto sentido: la creación social de la ciudad. No es otra la clave de la nueva cultura apetecida por el hombre. Tanto más cuanto que las circunstancias determinantes son aquí, como hemos analizado, distintas a las europeas y esencialmente favorables para la creación del mundo humano que en aquellas latitudes carece de viabilidad efectiva. En punto a responsabilidad entiendo que ponemos aquí el dedo en la llaga.

He trazado a grandes rasgos la visión que considero objetiva, de la realidad. Podría condensarla en estas pocas palabras: el camino humano hacia la universalidad, el nosce te ipsum de la especie con sus implicaciones creadoras pasa por América. Palpita en ella un destino en el que es posible y necesario embarcarse para arribar a la orilla salvadora. No otra cosa es lo que hoy la Historia nos propone: embarcarnos a fondo en el destino de América fomentando el desarrollo de aquellos caracteres que constituyen su razón existencial. Porque en América se encarna el porvenir y ahondar en América es salir al encuentro del ser humano. ¿Mito? En todo caso, para despegarse de la superficie de la tierra para atravesar el mar o alzar el vuelo necesita el hombre tomar pasaje en un aparato que está fuera de él, barco o avión, en un objeto. Todo lo demás son sueños subjetivos, fantasías, cuando no pueriles verbalismos. Es más, todo aquel que siga hasta el fin su experiencia personal la verá verterse en la objetividad. Allí comienzan las jornadas decisivas.

Ahora bien, el destino de América no es aquel que conciben, abstraídos del resto, ciertos intereses económicos, sino el que reclaman los intereses profundos de la especie: la racionalidad en su nivel exaltado, la suma de los valores materiales y espirituales superiores de los que depende la integración orgánica del hombre en el cosmos. El ser humano, para serlo de verdad, debe no sólo dominar a las máquinas como antaño domesticó los animales, sino domar la Economía despojándola de cuanto hay en ella de feroz y antihumano. Porque si la Economía sólo sirviera para ampliar las formas y el alcance de la servidumbre y de los conflictos y no para la construcción de la divina ciudad del hombre, tendrían razón los que sueñan con un retorno a la naturaleza selvática. Conste, pues, que estoy de acuerdo con usted en lo que se refiere a la libertad económica que toda América necesita, y en que es imposible desconocer, por lo menos en muchos aspectos, la necesidad técnica del socialismo. A él se supedita en parte el esplendor de lo humano.

No se me diga que defiendo una tesis inhibitoria. Los ejércitos han de seguir cumpliendo hasta el fin su violento cometido. Con ellos, sin miedo a las palabras, nos encontramos plena, absolutamente. Pero los no militarizados pueden hacer algo más que servir de apasionados espectadores. La ocasión es compleja. Hay aquí trabajos esencialísimos que cumplir frente a los que de nada sirven por sí solos los ejércitos: echar los cimientos del mundo de mañana. Nadie podrá hacerlo si nosotros, a sabiendas de que es preciso combatir con una mano mientras se edifica con la otra, no lo hacemos. Y ni nosotros podríamos hacerlo si desaprovecháramos la presente coyuntura. El sentido de la responsabilidad distribuye entre los hombres cometidos cuya diversidad es preciso comprender para que el futuro no nos sorprenda una vez más desprevenidos, con las manos vacías, sin otro dar que muerte.

He de poner punto expresándole las gracias por su amable requerimiento y mis excusas por lo largo de mi contestación. El tema era demasiado importante y vasto para tratarlo todavía más a la ligera. Creo que por lo menos habrá servido para que sepa usted en adelante a qué atenerse sobre el modo de pensar que informa las actividades pasadas, presentes y futuras de su buen amigo

Juan Larrea.

VII-42.