Filosofía en español 
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Leopoldo Eulogio Palacios

Juan de Santo Tomás en la coyuntura de nuestro tiempo

Universitas

No sabemos cuál sería la suerte de la filosofía y de la especulación más alta si la guerra se prolongase tanto que le llegase a parecer al hombre una circunstancia normal de su vida. Pero para circunstancias tales, nuestro Juan de Santo Tomás serviría siempre de envidiable ejemplo. Dos meses antes de su muerte, entre el paso militar de las tropas de la expedición catalaúnica y el estrépito de los campamentos, Juan de Santo Tomás daba remate a la corrección de su tratado sobre los dones del Espíritu Santo, una de las obras clásicas de la Teología católica.

Pero el ejemplo más fecundo de Juan de Santo Tomás, para nuestra época; el que ha encendido acaso mayor admiración entre los filósofos y teólogos del día, es su entrega sin reservas ni compromisos a la depuración y ampliación de la doctrina de Santo Tomás de Aquino. Esta entrega no hizo sólo de nuestro autor uno de tantos profesores más, entre los ilustres que gozó su siglo. Juan de Poinsot renunciaba a su nombre; se llamaba a sí mismo Juan de Santo Tomás; rechazaba el incentivo de la originalidad y del aplauso, y alcanzaba de esta manera un nombre, y una originalidad, y un aplauso que reúne hoy a su alrededor a lo mejor de la intelectualidad católica.

Sintiéndose ya muy grave, pocos días antes de acaecer su muerte, en el campamento de Fraga, donde su cargo de confesor le había llevado junto a Felipe IV, los nobles y magnates del cortejo pudieron oír de labios del antiguo maestro complutense una confidencia que aseveraba la grandeza intelectual de su entrega: en el espacio de treinta años, nunca había escrito o enseñado absolutamente nada que no juzgase de acuerdo con la verdad y con el Doctor Angélico.

Reiser, que ha reeditado concienzudamente el magno Curso filosófico tomístico de nuestro autor, ha reproducido en el prólogo los párrafos donde, en otra obra, resaltaba el maestro Juan las condiciones que revelan el auténtico discipulado de Santo Tomás. Ramírez las había ya resumido en el gran diccionario de la Teología católica de Vacant. Dos condiciones se requieren para ser auténtico discípulo del Angélico: seguir su doctrina como verdadera y católica, y desarrollarla con todas sus fuerzas. De hecho se reconoce este discipulado gracias a unos signos que son como piedra de toque de su autenticidad. Aceptar y continuar la obra de los que en el curso de los tiempos han sido discípulos del Angélico; amar la doctrina del maestro y esforzarse por desarrollarla; no torturar los textos de Santo Tomás en favor de la propia opinión; aceptar no sólo sus conclusiones, sino los procedimientos de demostración; atenerse a la tradición común en la interpretación de los textos del Doctor Angélico.

Pero la entrega a esta labor no era fácil, ni nunca lo había sido, ni hoy tampoco lo es. Era menester unir a la tradición las exigencias de la crítica, y él puso de manifiesto en todas partes su sentido judicatorio y crítico, propio de sabio. Quienes, por ejemplo, plantean hoy los problemas críticos del conocimiento más sacudidos por la polémica moderna, se admiran de encontrar en Juan de Santo Tomás la visión exacta de soluciones que se echaban de menos desde la reforma cartesiana. El filósofo belga L. Noel, en su obra sobre El realismo inmediato, dice a este propósito, con ocasión de comentar un párrafo de nuestro autor: “El dominico español, como se sabe, era contemporáneo de Descartes. En ningún lugar de su obra menciona a los filósofos modernos, y parece haberles ignorado. Pero las exigencias críticas que manifiesta en estas líneas son de una severidad que nadie podría superar.”

Sin transigencia ni componenda, consciente de que el tomismo es una verdad viva, para cuyo desarrollo el error es ocasión y acicate, pero no compromiso, Juan de Santo Tomás puso al día a su maestro, en una época en que ya una mente preclara como la suya podía ver dibujarse los efectos de todas las tendencias disolventes que nos iban a conducir al abismo. No es raro que en nuestro tiempo, en la vuelta definitiva de tanto error, aparezca su figura con un vivísimo realce. Tampoco es raro que el pensamiento católico, único faro seguro de que dispone la ruinosa y humillada civilización contemporánea, haya revestido en nuestros días a Juan de Santo Tomás de una celebridad y una frecuentación que no sabemos si antes había gozado en tan alto grado quien fue siempre tan célebre. No hace mucho que Cornelio Fabro parificaba en una frase de la revista italiana Divus Thomas su influjo con el de Cayetano, y casi daba a entender que es hoy más estudiado que éste, “Cayetano –dice– tuvo notable ascendiente en la corriente más oficial del tomismo que se apiña en torno a Juan de Santo Tomás, de la que dependen también los nuevos escolásticos.”

Con mayor o menor claridad de conciencia, las gentes se van dando cuenta de que en el fondo de la civilización moderna yace un gran error, y que este error pudo ser evitado. Quienes lo evitaron en su propio círculo intelectual y moral, así como sus antecesores y seguidores, ofrecen hoy al mundo la coyuntura de regenerarse. Por eso no es extraño que en torno a Juan de Santo Tomás se den hoy cita las inteligencias más luminosas de la cristiandad.