Filosofía en español 
Filosofía en español


Aventura del Pensamiento

José Ferrater Mora en Princeton

Por Hugo Rodríguez-Alcalá

I

Una fría tarde de febrero José Ferrater Mora se ha detenido un instante frente a la inmensa biblioteca de Princeton. Los seminarios de filosofía funcionan, en aulas especiales, en uno de los pisos de esta biblioteca. El edificio, coronado de anchurosa torre, es todo de piedra clara y nueva. Su vasta y alta mole se yergue sólida y pesada como símbolo de una orgullosa voluntad de organizar la opulencia al servicio de la cultura. Las ventanas de las salas de lectura y las ventanas de las infinitas oficinas que se distribuyen en uno y otro piso, están brillantemente iluminadas. Por ellas se entrevén interiores en que, en un disciplinado sosiego, relumbran muebles flamantes –armarios, estanterías, largas mesas– donde pululan libros, libros, libros innumerables; libros a los que cuida y ordena, conforme a técnicas rigurosas, una multitud, ahora invisible, de manos solícitas.

Ferrater Mora abre la hoja izquierda de una de las puertas de cristal que dan acceso al edificio; cruza el vestíbulo cuyo pulido parquet suena sordamente bajo sus pasos y se detiene junto al ascensor que lo conducirá al piso donde lo esperan sus estudiantes. En la diestra lleva un portafolio casi sin uso, de cuero color leonado; bajo el brazo izquierdo un rimero de cartapacios de tapas de un amarillo o de un celeste lustrosos. Ya en el piso que le fuera indicado, el profesor deja el sombrero gris oscuro de copa plana y el abrigo de grueso paño negro en un despacho próximo al aula en que va a dar su primera clase.

Ferrater Mora es un hombre delgado, de estatura más alta que la mediana; es un hombre pulcro, atildado, de sobrios modales, que anda siempre derecho, erguido, pero sin estiramiento alguno. El rostro de Ferrater es afilado y moreno pálido; la nariz, aguileña, la frente despejada, los cabellos muy negros. Destaca en este rostro una mirada franca, alerta y penetrante.

Al que no ha visto nunca antes a Ferrater pero conoce su obra de fecundo escritor; al que ha leído más de diez de sus libros y ha podido apreciar cabalmente la insólita hazaña intelectual del Diccionario de filosofía, la primera impresión que el filósofo barcelonés le produce es la de una cuasi adolescencia. Porque se espera la figura de un hombre de aire fatigado, de un hombre viejo o ya envejecido; de un hombre ensimismado, inmerso en abstracción continua; y a quien se ve es a un hombre joven, ágil, lleno de energía y salud; a un hombre que podría ser confundido, aquí en Princeton, con un estudiante de los últimos cursos.

Hasta el aula del seminario llega ahora, claramente, en el silencio del edificio, un rumor de pasos y de voces: debe de ser el nuevo profesor español que se acerca conversando con algún colega… Entre los veinte estudiantes que le aguardan, hay entonces un rápido intercambio de miradas. ¿Cómo ha de ser este catedrático de apellido exótico; este scholar que, según se dice, ha hecho ya, él solo, la obra de varios scholars?

Y mientras en los ojos de todos ellos brilla esta pregunta muda, Ferrater Mora hace su entrada en la sala de clase; saluda sonriendo levemente, llega junto a la cabecera de la larga y ancha mesa de roble que ocupa el centro del aula, y coloca a diestra y siniestra de la cabecera el portafolio color leonado y los lustrosos cartapacios. Sentados en torno a la mesa sobre cuya superficie hay como diez ceniceros redondos de metal, los estudiantes le observan silenciosos. Algunos apagan el cigarrillo con rápido ademán. Ferrater toma asiento en un sillón de corvo respaldar y, sin más ceremonia, comienza a hablar en un inglés fluido y correcto.

II

El curso, como todos los que están allí lo saben, va a ser sobre Filosofía de la Historia. Hay otro curso, del mismo nombre, que simultáneamente se dará, este mismo semestre, en Princeton. Pero el de él, el de Ferrater, será diferente. El otro catedrático dictará el suyo desde el punto de vista formal. Él, Ferrater, adoptará el punto de vista material.

¿Qué significa esto de formal y de material? Significa que el primero, el punto de vista formal, sólo indirectamente, atiende a los hechos históricos, al paso que el segundo hace hincapié en ellos. El primero afirma que el estudio filosófico de lo histórico ha de verificarse en forma conceptual o relacional; el segundo sustenta la posibilidad y necesidad de un conocimiento inmediato; esto es, parte del supuesto de que el pretérito puede ser revivido por el teorizador.

De aquí que, el que emplea la primera vía, la vía formal, no necesite, en rigor, saber mucho de historia; de aquí que pueda especular, a veces con loables resultados, sin verse embarazado por la pululación infinita de los aconteceres pretéritos. Esta postura filosófica ante la historia es afín a la postura filosófica ante la ciencia. Porque la ciencia –la ciencia de la realidad física, se entiende; la Física con mayúscula, que ha sido la ciencia modelo–, versa sobre regularidades de carácter universal. Un físico, encerrado en esta aula, podría determinar las leyes del movimiento a espaldas de lo que pasa en otras aulas o en el resto del Universo. El filósofo formalista de la historia mira a la historia como el filósofo de la ciencia mira a la ciencia. Es decir, se circunscribe a un ámbito de especulación que supone regularidades parejas a las observadas en el orden físico y llega a conclusiones que sólo indirecta, sólo mediatamente, han contado con los hechos.

Otra cosa acontece con el filósofo de la historia que sigue la vía material. A éste le conciernen vivamente los hechos. En estos hechos, cree él, abolidos por el tiempo sido, debe operarse algo así como una reviviscencia. Y esta reviviscencia ha de ser el resultado del afán por lograr ese aludido conocimiento de carácter inmediato.

III

¿Es esto todo lo que ha dicho Ferrater en dos horas de clase, separadas, una de otra, por diez minutos de recreo? En síntesis, lo es. Pero, claro está, habría que abominar de todas las síntesis si ellas, como ésta, dieran una idea tan menguada, tan desvaída, de las cosas cuya realidad tratan de quintaesenciar.

En estas dos horas se ha hablado con lucidez y sutileza de cómo ha sido vista la historia en la Antigüedad y en los últimos siglos de la vida europea; se ha ubicado la filosofía de la historia en la estructura total del saber; se han establecido sus conexiones con disciplinas afines según éste y aquel criterio. Se ha discurrido ágilmente sobre ciencia y sobre arte; se ha teorizado sobre pintura, literatura y música; el nombre de Kant ha sonado no lejos del de Picasso; se ha contrastado a Galileo y Einstein, a Jean-Baptiste Greuze con Georges Rouault; se ha definido el concepto de imitación y de creación en estética; se ha contrapuesto la noción de experimentación a la de construcción en ciencia…

Y, sin embargo, a pesar de todo esto –y de bastante más a que ni se alude aquí–, toda la exposición ha sido clara, clarísima, ordenada, serena y rigurosa, aunque no carente de pasión contenida. La exposición ha requerido esfuerzo constante en los oyentes, pero no ha creado confusión alguna. Ni siquiera el estudiante más joven se ha perdido por un minuto en la marcha por esos laberintos ideales. La lámpara del guía ha ido esclareciendo oportunamente las oscuridades del camino. Y esto ha resultado así porque la preocupación de ser seguido, de ser cumplidamente comprendido, es, en el profesor, una tensión ininterrumpida. El más ligero gesto de duda o perplejidad en torno a la mesa de roble, ha suscitado en el acto, en el decurso de las dos horas, una serie oportunísima de ejemplos y distingos. La pizarra ha quedado llena de nombres y diagramas.

A las cuatro y diez en punto Ferrater da por terminada la clase. Ahora, entre los estudiantes de Princeton, ya está él como entre antiguos conocidos. Hay en el aula una como atmósfera de esas que un largo trato crea en los claustros universitarios. Y esto se debe a que Ferrater Mora es dueño de una modestia que, contradiciendo a Bergson, lejos de ser una virtud adquirida, se diría ser absolutamente natural, ingénita. Pero se advierte que esta virtud, que esta llaneza, está toda hecha de alturas.

IV

The Balt es un café sobre la calle mayor de Princeton –sobre la calle Nassáu–, frontero al gran solar donde se alzan los principales edificios de la Universidad. Aquí hay siempre profesores de Princeton discurriendo animadamente. Los españoles que residen en la ciudad se sienten en The Balt casi tan a gusto como en un café madrileño. En The Balt se reunía la tertulia de Américo Castro; ahora suele verse aquí a Francisco Ayala, a Vicente Llorens, a Claudio Guillén y algún otro escritor. Desde una de las anchas ventanas del café se columbra la fachada prócer de Nassau Hall, especie de santuario de la cultura norteamericana, edificio colonial cuyo segundo centenario se celebró no hace mucho con la impresión de un sello postal. En el Nassau Hall tiene su despacho el presidente de la Universidad, contiguo a salas que más parecen de museo que de otra cosa.

Esta tarde, sentado a una mesa de The Balt Ferrater bebe lentamente una taza de café mientras la conversación gira aún en torno a los temas de una clase reciente.

—¿Cree usted –le preguntamos tras de hacerse una pausa en el diálogo– que existe una filosofía norteamericana y que ya se puede hablar de una filosofía iberoamericana?

—Antes de contestar a esa pregunta sería menester averiguar qué debe entenderse por “filosofía nacional” (o “supranacional”). Examiné este problema en un artículo “¿Hay una filosofía española?”, que aparece en un librito mío{1}. Mi respuesta, con respecto al caso español, es ambigua. Hay, sí, filosofía española, en un sentido; en otro sentido, no. Yendo ahora a su pregunta, yo creo que se puede contestarla afirmativamente: hay una filosofía norteamericana y hay una filosofía iberoamericana. Claro que esto significa emplear el término filosofía en uno de sus sentidos. A saber: aquél según el cual la filosofía se supone que expresa racionalmente los modos de ser y de vivir de una comunidad. En este sentido cada una de estas filosofías está fundamentalmente acorde con la cultura general de estos pueblos. Pero filosofía no significa aquí “conjunto de proposiciones filosóficas” sino “modo de acercarse a los problemas filosóficos”. Lo que hay de específicamente norteamericano e iberoamericano en las respectivas filosofías son modos de filosofar, modos de expresarse filosóficamente. Dentro de estos modos, caben en las filosofías norteamericana e iberoamericana las corrientes generales de la filosofía occidental, a las que están muy íntimamente vinculadas. Por consiguiente, “filosofía norteamericana” y “filosofía iberoamericana” significan, respectivamente, dos maneras originales (quiero decir, con acento propio) de filosofar, más bien que dos tipos de filosofías.

—¿Cuál es, a su juicio, una de las diferencias entre los modos de aproximación a los problemas filosóficos en los americanos de una y otra América?

—Para evitar preámbulos y distingos, permítame simplificar la respuesta y reducirla a lo siguiente: como en este país la cultura está, digamos, institucionalizada en grado sumo, el filósofo norteamericano es, rigurosamente hablando, un especialista cuya expresión personal, cuyo lenguaje, asume un carácter que bien puede llamarse impersonal.

En Iberoamérica no acontece así. El papel del filósofo en la sociedad iberoamericana tiene mayor lucimiento, si por lucimiento entendemos un despliegue más cabal de la personalidad del filósofo en la proyección social de su labor. Por esto el lenguaje del filósofo iberoamericano es el lenguaje de un escritor, de un homme de lettres. Su actuación en la sociedad trasciende del ámbito restringido de los círculos especializados. El pronombre personal, el yo del filósofo, es una palabra que menudea en su lenguaje, esto es, en el discurso, en el ensayo, en el libro. Acontece en Iberoamérica, por tanto, lo que es también frecuente en los países latinos como Francia, Italia, España. Para encontrar, en los Estados Unidos, un pensador de actitud y lenguaje afines a los de los iberoamericanos, habría que buscarlo en el siglo pasado: Emerson.

Hablando de Emerson, el tema del diálogo ha recaído sobre los sucesores de este pensador, hasta detenerse unos minutos en John Dewey.

—Dewey es un caso ilustrativo de lo que he dicho antes, comenta Ferrater. De lo que he dicho con respecto a la cultura institucionalizada y a la adscripción del filósofo norteamericano a círculos de especialistas. Si Dewey ha ejercido su influencia directa fuera del ámbito de los especialistas, fue esto así porque recurrió a algo que en este país está y ha estado siempre bien institucionalizado: la educación. Su filosofía, para ir allende los Departamentos de filosofía y los congresos de filosofía, ha debido hacerse filosofía de la educación y, de este modo, su doctrina ha llegado a una gran masa de lectores no especializados. Su nombre, pues, si vale la expresión, ha tenido que institucionalizarse a fin de sonar, como aquí se dice, from coast to coast.

Ferrater discurre ahora sobre los positivistas lógicos.

—Hay quienes creen que el positivismo lógico prevalece en este país como filosofía de “costa a costa”. Yo creo que esto no es cierto. Es más: positivistas lógicos, verdaderos positivistas lógicos, los hay muy pocos. Lo que hay, sí, es lo que se puede llamar “el movimiento analítico”. Esto es: existen filósofos que de ningún modo consentirían en ser clasificados como positivistas lógicos, pero cuyo lenguaje es muy similar a los de esa filiación filosófica. Y esto se debe a que la escuela originada en Viena, al influir en este país a través de sus epígonos, ha suscitado algo así como un género literario, que es el paper. La expresión filosófica ha hallado cauce en escritos de breve extensión en que la dilucidación se restringe severamente a un tema. Dicho de otro modo, el movimiento analítico ha establecido una pauta de rigor lingüístico en que compiten la sequedad y la cautela. En suma, el paper al uso en revistas y conferencias es una exposición de estilo seco y árido que exhibe un horror por las generalizaciones. No digo que esto sea bueno o malo, sino que simplemente lo señalo como un hecho.

Demos un ejemplo. Supongamos que un filósofo, que no es positivista lógico pero que, como la gran mayoría, piensa y escribe bajo la influencia del movimiento analítico; supongamos, digo, que este filósofo se proponga tratar nada menos que el problema del Ser. Del Ser así, con mayúscula, para dar un caso extremo. ¿Cómo ha de resultar el paper de este filósofo? Pues su paper revelará un grande y temeroso esfuerzo por evitar toda “confusión de términos”, toda “generalización”…

—Es decir, ¿tratará de no irse por las ramas del Ser?

Oscurece en la calle Nassáu. Un caudaloso río de automóviles fluye, por la calzada cubierta de nieve, con los faros encendidos. La fachada de Nassau Hall destaca ahora alumbrada por altas lámparas, contra el cielo anochecido.

—¿Qué programa filosófico se propone usted desarrollar o está ya desarrollando?

—En un libro publicado hace más de diez años{2} he esbozado mi programa. Consiste en el desarrollo, en varios libros, de una doctrina cuya denominación provisional es integracionismo. El término no me satisface, pero lo he adoptado a falta de otro mejor.

Una de las ideas fundamentales del integracionismo es el rechazo de toda realidad absoluta. Quiero decir que, “realidades” absolutas tales como “pura materia”, “puro espíritu”, “ser en sí”, &c., no son tales realidades. Acontece que usamos conceptos para referirnos a ellas y caemos en la trampa de creer que existen las entidades denotadas por éstos. Pero las realidades en cuestión no son más que conceptos-límites, es decir, lo que resultaría en el caso de que lleváramos cada uno de nuestros conceptos fundamentales a sus últimas consecuencias.

Muchas doctrinas filosóficas predican la existencia de un absoluto y tratan de reducir a él lo que hay. Así, el naturalismo concibe la naturaleza como un absoluto al cual se reduce todo; el espiritualismo hace lo propio con el espíritu. Pues bien: yo creo que ninguna realidad puede ser definida y comprendida de modo tan unívoco. Creo, por ejemplo, que un organismo biológico puede ser comprendido en función de leyes físico-químicas y en función de descripciones “psicológicas”. Tales leyes y funciones “se integran” con el fin de explicar el ser de tal organismo. Y lo que ocurre con las realidades sucede asimismo en los modos de concebirlas. Un puro realista (”realismo” entendido en el sentido de la teoría de los universales) se ve obligado a negar lo particular o a explicarlo como apariencia. Un puro nominalista se ve obligado a reducir sus instrumentos conceptuales al mínimo y a no aceptar ni siquiera la idea de que “hay” clases. Cada una de estas posiciones choca con dificultades insuperables. Pero hay que adoptar ambas y llevarlas a sus últimas consecuencias para hablar en el sentido de la teoría de los universales. Este que le doy, es, por supuesto, sólo un ejemplo. Podrían darse otros en filosofía de la ciencia, en ética, en filosofía de la historia.

—¿Cuál sería el ejemplo más a la mano en filosofía de la historia?

—La oposición entre la interpretación colectivista y la individualista, de la historia. Ninguna de las dos puede ser aceptada por la posición integracionista.

—¿Cómo distingue usted la suya de la posición ecléctica?

—La mía postula una oscilación… Claro es que esto requiere tiempo para su cabal explicación.

—Su doctrina renuncia a la certidumbre…

—Sí.

—¿Va usted a exponer su doctrina en las conferencias que he visto anunciadas en Chicago, Princeton y Columbia University?

—Algo de eso haré. Y entre paréntesis, como estoy redactando esas conferencias, y una de ellas es mañana, debo volver ahora mismo a la máquina de escribir.

Ferrater se ha puesto de pie y ha descolgado de la percha próxima el sombrero gris y el abrigo negro.

En la biblioteca, en el tercer piso, en un despacho cuya ventana se abre a un panorama de árboles desnudos y de edificios de estilo anglo-medieval, le espera una máquina portátil junto a la cual hay un rimero de cuartillas.

––

{1} Ver Cuestiones disputadas (Madrid, Revista de Occidente, 1955), págs. 81-92. El trabajo se titula “Sobre la filosofía española”.

{2} Ver El sentido de la muerte (Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1947), págs. 31-98. Ferrater va a reescribir este libro y, en desarrollo de la doctrina en éste esbozada, componer dos libros más: Sentido de la creación y Ser y sentido.