Filosofía en español 
Filosofía en español


Vidal Peña

Un libro humorístico

Vidal Peña

Hemos hojeado un libro. Su asunto: el krausismo en relación con la “aportación ingente” de Menéndez y Pelayo. Su motivación: un “arbitrario texto orteguiano”, en decir del autor, en el cual se califica al krausismo de “único esfuerzo medular” de los últimos tiempos de España. Es evidente que el libro viene a llenar un gran vacío en la campaña contra esa corriente ideológica. Es de todos conocido el inminente peligro que para la seguridad del Occidente en general representan esos siniestros krausistas que pueden aparecer, embozada y aviesamente, tras cualquier esquina. Ya consigue así la obra un primer mérito: su candente actualidad. Pese a ello, como nosotros tenemos por desgracia otras ocupaciones, no hemos leído las setecientas y pico páginas de la obra todavía. Esperamos que la vida, en uno de sus trances imprevisibles, nos compela a arrojarnos sobre sus páginas como sobre un manantial salutífero. A primera vista, hay otro mérito en ella, y es que si la noble causa democrática expresada en el lema de “la mayor diversión posible para el mayor número posible” lleva una vida precaria, no será por falta de esfuerzos del autor para hacerla prosperar. Aparte de otros orgullos, tiene el autor metido hasta la médula el de ser asturiano (cualidad que, en justicia, ha de serle reconocida) y, como tal, posee un acusado sentido del humor al analizar las tesis de Ortega. Según su tesis propia, las incalificables desviaciones producidas en el pensamiento español de los últimos tiempos respecto de la sana tradición anterior, son fruto de deficiencias mentales, de simple falta de capacidad intelectual, más que de maldad “stricto sensu” (salvo ciertos casos en que los malos además de perversos, eran también muy burros). Con ello exalta el autor el principio de caridad fraterna hacia nuestros enemigos, ya que a un “cretino” –como pueda ser Ortega– huelga suponerle pérfidas miras.

Pero casi lo más admirable del libro que comentamos es el garbo dialéctico, la majeza retórica, la guapeza y desenfado de las invectivas, la donosura de los insultos y demás argumentos, que nos retrotraen a los mejores tiempos polémicos de nuestro siglo diecisiete.

Entendámonos: no es que el autor combata con argumentos –empleando esta palabra en su sentido dialéctico usual: “proposiciones razonadas”– las tesis “liberales”, “krausistas”, “masónicas”, “ateas”, “republicanas” o “comunistas” (términos que, como cualquier hombre medio sabe por la simple información diaria, sin necesidad de estudios, significan lo mismo). No. Los argumentos sólo se emplean contra doctrinas dignas de ellos. Por ejemplo, si se tratase de elucidar ese acuciante problema filosófico, que gravita sobre nuestras conciencias sin dejarnos descanso, de si un ángel agota o no la “especie” en sí. En este terreno, cabría enarbolar argumentos. Pero frente a los enemigos que nuestro autor combate, falta la base para esgrimirlos. Me explicaré: nuestro autor, en el ejercicio público de su función docente universitaria –quiero decir: dando clase– adelantó una división del pensamiento humano, poco extendida aún en los medios pedagógicos, pero que está llamada a alcanzar amplia difusión por su sencillez y facilidad de comprensión: según ella, los pensadores pueden dividirse en escolásticos, de un lado, y “cerdos” (mil perdones) de otro.

A causa de esta premisa metodológica, no cabe argumentar contra Ortega, ya que habría que ponerse a su nivel y gruñir; el silogismo es correcto y nos parece bien meditado. Al menos demuestra una audacia pedagógica poco común, y desde aquí queremos resaltarla para conocimiento del elemento docente y discente.

El autor ataca con medios diversos. En primer lugar, señalemos esas puntualizaciones gramaticales que le hace a Ortega, que serán bien recibidas por todos los que creemos que, desde que Cervantes introdujo sus funestos italianismos, no ha habido corruptor del castellano más nefasto que el tal Ortega que, si alguna virtud tuvo, no será, desde luego, la de escribir bien. Emplea asimismo el arma más directa de la interpelación personal (conocida erróneamente por el nombre de “insulto”), esgrimiendo frases de mucha plasticidad y vigor, del estilo “¡menguado filósofo estáis!”, o algo así de clásico, con ocasión de refutar alguna tesis. Emplea también el arte suasoria con ribetes casi de ternura afectuosa, como cuando dirige su cariñosa advertencia contra las asechanzas del siglo a Bousoño llamándolo “Carlitos” en nota de pie de página. En suma, su libro es una síntesis ideológica cuyo argumento definitivo y absolutamente contundente, como él dice reiteradamente es que él está en la Verdad y los otros en el error. Como los lectores apreciarán, su posición se hace así absolutamente inatacable. Con ello gana la literatura un estilista castizo; la Verdad, una laringe poderosa. Claro que su enseñanza no se agota en el libro: está en cátedra abierta en nuestros claustros universitarios, para confirmación de que la Verdad es una y nuestra “Alma Mater” está a su servicio.

Nuestra enhorabuena más efusiva, tanto al autor como a los hipotéticos lectores.

Vidal Peña