Filosofía en español 
Filosofía en español


Eugenio d'Ors

Glosas

Prospecto

Desde unas lecturas en el Museo del Prado y una conferencia en la Universidad de Poitiers –dadas hará año y medio–, hasta la publicación de una biografía en París –hace únicamente unas semanas–, pasando por lo dicho y escrito en cien glosas, en veinte alocuciones, en dos volúmenes, la flor de mi esfuerzo, para la revisión de la figura y del arte de Goya, se ha resumido –como en estos casos suele ocurrir– en una subversión en la tabla habitual de valores. Lo canónico, dentro de la aplicada a nuestro pintor, era atribuir el primer lugar a una calificación derivada de su particularidad en el espacio: «Goya, pintor español», se decía... Bien parece, empero, que, en adelante, habrá que preferir otra calificación en el orden del tiempo; y, como fórmula inicial: «Goya, pintor barroco.»

Pues bien; esta grave operación ideológica procede renovarla hoy, en condiciones que le atribuyen todavía mayor dificultad. Procede ensayarla –in anima nobili– sobre el excepcional conjunto formado por el tesoro de la escultura policromada española. No sin oculto designio –aquí, como en la anterior aventura– de lograr, con entera imparcialidad crítica, un efecto moral, por nosotros muy preciado: atenuación de las notas de singularidad que el lugar común atribuye a España; incremento de su sentido de europeidad.

Revisión

Nada, ciertamente, como aquella tradición de escultura –nada en todo el pasado artístico nacional–, que tan notoriamente se enlace con el cuadro convenido de particularidades pintorescas, que, en el extranjero, y aun por contagio entre nosotros, pasan por compendio, estilo y cifra de las esencias de hispanidad... ¡Las patéticas imágenes, de los altares! ¡Los teatrales «pasos» de procesión! ¡Los Cristos sangrantes; los mártires con sádica puntualización de los detalles de su tortura; los cuerpos ascéticos, San Bruno o San Francisco; la Dolorosa, con el corazón atravesado por los siete puñales de plata; las figuraciones repugnantes de las Postrimerías; y, soberana, la Muerte, la Muerte sin ojos y con los intestinos –como en Gaspar Becerra– pululantes de larvas y de gusanos! ¡Todos los iconos de la pasión bárbara, del misticismo sensual, entrevistos por los asombrados viajeros en la penumbra de las Catedrales o, en Toledo, a la luz de los cirios o en el aire indeciso del amanecer, cuando la Semana Santa de Sevilla...! ¿Habrá otro emblema de tanto relieve en el blasón literario de España, trazado, a ojos del mundo, por la superposición coincidente de los trasuntos de Barrés, de Unamuno, de Zuloaga?

Sí; mas, por de pronto, aquí, en el Museo de Valladolid, las dos piezas más fieles, siquiera en lo externo, al esquema de la difundida convención –«La Muerte», ya aludida, y la horrible cabeza de San Pablo, cortada por su bandeja de rocalla y vidrios; con la boca abierta y el interior de la boca, repugnantemente esculpido y coloreado–, tienen por autores, la una, un discípulo de Italia, directamente formado, según toda probabilidad, por Miguel Ángel, y difundidor, en España, del «gusto romano» más puro; la otra, un francés, de nombre Villabrille. Con repetición turbadora de la aventura, que en la historia del arte ha hecho, de un griego, el más típicamente español de los pintores. Y el más francés, de un hijo de Flandes.

Dionisos contra Apolo

Preguntémonos ahora: ¿Será el del patetismo un carácter tan radicalmente español como parece deducirse de aquella composición retórica? La disposición cultural, que señaló una de las dualidades nuestro siglo XVIII, la lucha entre la «vocación de dicha» europea y la «voluntad de ruina» castiza –ya sabemos que los signos son «la Flor» y «el Ave», el Lis contra el Águila bicéfala–, ¿no habrá presentado, siglos atrás, una disposición contraria, en que el «sentido sereno e irónico» de las cosas se manifestara como español –y hasta, específicamente, como castellano–, y en que, recíprocamente, el «sentido trágico» fuese europeo, propagado por los pueblos del Norte?

A fines de la Edad Media se encuentran en contraposición, en los pueblos de Occidente, dos maneras de escultura: una, hierática, más o menos continuadora del bizantinismo –o precursora del Renacimiento, lo mismo da–, donde (cualquiera que sea la emoción que hoy la ingenuidad de sus representaciones nos produzca) la geometría domina y sacrifica al sentimiento. Otra, dramática, en que, al contrario, el sentimiento rompe la geometría y el pathos desborda, enferma flor de la exaltación medieval. La misma oposición hemos podido encontrar en otros dominios del arte: es la que separa, en pintura, las dos corrientes del primer Renacimiento italiano y opone la Siena mística a la Florencia precozmente pagana. Aquí, en la escultura, la metrópoli de lo patético está en la Borgoña. Tierra de vino, el siglo XIV ha apercibido en ella nuevo escenario al mito de Dionisio, con su conjugación entre el tumulto y las lágrimas. Los ayes de esta funeraria bacanal retumban de piedra en piedra por los caminos de Occidente. De piedra en piedra; pronto, de leño en leño. A escuela de Borgoña, los templos de Francia, de España, y aun de Italia, se pueblan de una iconografía doliente. Sepulcros, túmulos, retablos, sillerías de coro, imágenes de altar, Piedades, Crucifixiones, Descendimientos se adelantaron a desafiar a la otra hueste figurativa meridional –epigonía o restauración–, que, bárbara o clásica, era, de todas maneras, la hueste de Apolo.

Como el espíritu de las horas militaba a favor de ésta, aquélla fue vencida. No, empero, completamente ni en todas partes. Ni por mucho tiempo tampoco. El barroquismo amanecía mientras tanto por Occidente, en confines, por ejemplo, de Portugal. Pronto la tendencia patética iba a encontrar en el barroquismo un apoyo. Y en su exacerbación del sentido de la naturaleza, un alimento... Así la escultura española, entre el XVI y el XVIII, es –primero en Castilla, luego en Andalucía, más tarde en el Levante– una continuación del medievalismo europeo, quebrada por el antagonismo de elementos renacentistas y vigorizada por la aportación del sentido naturalista y oceánico, propio de lo barroco.

Unas cuantas observaciones –aunque se presenten aquí dispersas– nos lo confirmarán.

Eugenio d'Ors