Filosofía en español 
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Al habla con Jorge Mañach, la mejor prosa de América

Jorge Mañach, hoy entre nosotros, de regreso de Milán, donde ha tomado parte en el Congreso por la Libertad de la Cultura, convalece de una fuerte y repentina afección gripal. En el cuarto del hotel donde se aloja sólo hay periódicos, algunos frascos de medicina y, sobre una silla, con la plegadera a media lectura, un volumen de Los cipreses creen en Dios, de Gironella. Mañach, delgado, enjuto más bien, pensamos que tiene, al verlo ya recuperado, lo que Cocteau decía poseer: salud de alambre. Estamos frente al hombre múltiple, famoso y docto, la mejor prosa, sin duda, de América. Mañach comparte sus actividades entre la cultura y la política, que también es cultura o debía serlo. Cubano, profesor de Historia de la Filosofía en la Universidad de La Habana, antiguo profesor de Literatura española e hispanoamericana en las Universidades de Harvard y Columbia (Estados Unidos), ha sido ministro de Educación, senador y ministro de Estado en su país. Pero...

Pero su obra es eminentemente intelectual, si bien en política ha realizado una obra intensa y extensa. Como en el periodismo. En la actualidad, uno de los más cotizados colaboradores de ese gran rotativo cubano, que es Diario de la Marina, forma parte del Comité de redacción de la revista Cuadernos, que se edita en París, y frecuenta con asiduidad las columnas de otras publicaciones de Europa y América. Es autor, asimismo, de la importante biografía Martí, el apóstol, dada a conocer en Madrid por primera vez, y que ha logrado cinco ediciones. También ha sido publicada en inglés, con prólogo de Gabriela Mistral. Aparte de esta biografía animada, que mostró la gran figura de Martí, en dimensión popular, al mundo hispánico, Jorge Mañach ha escrito Tiempo muerto, teatro, Pasado vigente, Historia y estilo, Examen del quijotismo, Para una filosofía de la vida, &c., además de varios volúmenes de ensayos, principalmente sobre temas filosóficos, estéticos y sociológicos.

—¿Qué tal ese Congreso por la Libertad de la Cultura? –le preguntamos, de buenas a primeras.

—Espléndido –nos responde–, si bien quisiera hacer constar que no hay que confundir este Congreso con esos otros de la Paz, de abierta inspiración comunista. Se instauró en Berlín, hace cinco años, bajo la presidencia de honor de Benedetto Croce, John Dewey, Karl Jaspers, Salvador de Madariaga, Jacques Maritain, Reinhold Niebuhr y Beltrán Russell. Este Congreso tiene, pues, una actividad anticomunista. Es, desde luego, democrático. Importa esta diferencia para evitar lamentables y pueriles confusionismos.

—¿Finalidad del Congreso?

—Su mismo nombre lo indica; la defensa de los valores occidentales, muy señaladamente el de la libertad como condición indispensable para las labores de creación intelectual.

—¿Es patente el magisterio cultural de Europa en estas tareas?

—No puede dudarse que en cuanto a rigor de pensamiento y finura de sensibilidad, asistidos por la tradición cultural, Europa prosigue y mantiene ese magisterio. Creo advertir, no obstante, un tono de fatiga, como de agotamiento de la cultura europea en contraste con el tono de esperanzada alegría, de salud artística, por decirlo así, que hay en la literatura americana. Existe, ciertamente, un pensamiento más riguroso en Alemania, por ejemplo, acaso más profundo, pero en lo hondo más desorientado y angustioso. En cambio, el pensamiento de América puede ser más superficial, pero siempre tiene un sentido de confianza en el destino del hombre. Es, en consecuencia, un pensamiento más estimulador y fascinante.

—¿Y España?

—España está dando una sensación de altiva independencia y capacidad para resolver sus problemas desde su propia entraña. Esto es admirable. Con todo y sus dificultades, parece que España da la impresión de ser un pueblo seguro de sí mismo.

—¿Esta independencia es, asimismo, literaria?

—Puedo decirlo, al menos, respecto de la generación del 98, con Ortega y Gasset, Miró, “Azorín”, Marañón, Pérez de Ayala, Baroja, &c. De la literatura actual confieso que no estoy suficientemente informado para emitir un juicio exacto. Ahora comienzo a penetrar en ella. Tengo entre manos Los cipreses creen en Dios, de Gironella.

—¿Conoce bien la generación del 98?

—He escrito innumerables artículos sobre las principales figuras de esa época. Mi libro Examen del quijotismo, es una palmaria demostración. Por si fuera poco, Ortega y Gasset es el maestro de mi generación.

—¿Sabía usted que Ortega se halla enfermo actualmente?

—Lo sabía desde Milán. Mi propia enfermedad me ha impedido visitarle, pero hago votos por su total restablecimiento, ya que no en balde están con él, desde siempre, mi admiración y mi entusiasmo por su obra.

—¿En qué aspecto es mayor ahora su trabajo?

—Intelectualmente, pero para que la labor no sólo mía, sino la ajena fuera más eficaz en ese sentido, habría que luchar denodadamente por una más amplia inteligencia entre los hombres del mundo. Con este fin, yo considero de viva utilidad la creación de “puentes”, de orden privado, aparte de la actuación de los organismos oficiales. En tiempo hicimos esto desde Cuba con rico provecho. Hoy no existen esos “puentes”. La prueba está en que, por ejemplo, la moderna escuela de pintura cubana permanece poco menos que ignorada. Otro tanto podría alegarse de la poesía. De ésta no se ha divulgado más que un nombre: Dulce María de Loynaz, pese a otras figuras igualmente representativas y valiosas, como Emilio Ballagas, Nicolás Guillén, Lezama Lima, etcétera, y ensayistas como Ichaso, Baquero, Marinello…

—¿Y el teatro?

—Mucho teatro extranjero y una actividad productora cubana incipiente, pero sin todavía la debida densidad.

—Lástima que su pasajera dolencia le haya impedido dedicar más tiempo a sus devociones.

—Y lo peor es que no tengo más remedio que ausentarme dentro de unos días. Vine exclusivamente a visitar el Museo del Prado y Tembleque.

—¿Qué razón afectiva o anecdótica le hace unir esos dos nombres?

—Pasé allí, en Tembleque, cuatro veranos de mi infancia. En invierno iba a Getafe, interno, a proseguir mis estudios. Mi padre fue allí, en Tembleque, notario. En Cuba fue abogado. Abogado y orador de renombre. Militaba en el integrismo, y como era integrista a carta cabal, cuando llegó la República, tuvo que rehacer su vida y, ni corto ni perezoso, se trasladó a España. A los cuatro años retornó a Cuba, donde murió. Era por aquel entonces presidente del Centro Gallego de La Habana.

—¿Nació en Galicia?

—Mi padre era coruñés; mi madre, cubana, donde nací yo también. Soy un español más, y hablo y siento como un español, con las mismas alegrías, los mismos dolores, las mismas esperanzas y ambiciones que ustedes.

—Por eso ha sido usted también político.

—Pero ya no me siento con bríos. Sin ser un hombre de vocación política, me he visto obligado a intervenir en la de mi país. Ahora, como le decía, me reintegro a mis actividades intelectuales: ensayos, cátedra, libros, &c.

—¿Algo más, maestro, para finalizar esta charla?

—Diga usted que encuentro a Madrid muy transformado progresivamente en los últimos años, sin perder su solera castiza. Se ha hecho una gran ciudad de vibración y estilo modernos.

A. Rodríguez de León