Citius Altius Fortius
Madrid, 1959
 
tomo I, fascículo 1
páginas 64-70

Walter Umminger

La Idea olímpica y Alemania

En Alemania se han acogido siempre las ideas con interés. Se ha dicho que, la mayoría de las grandes ideas de la Humanidad han sido primeramente enunciadas en Francia, pero meditadas y llevadas hasta el final en Alemania. Muchos ejemplos apoyan esa tesis, y la Idea Olímpica es uno de ellos.

La Idea Olímpica fue una intuición del francés Pierre de Coubertin, un hombre entusiasta, lleno de fantasía, que hizo lo que se debe hacer por las grandes ideas: consagrar su vida a ella. Hay muchos hombres que han hecho los mismo por ideas que quedaron «fijas» y que, la mayoría de las veces, murieron con sus propugnadores. Coubertin alcanzó un éxito mundial y uno se pregunta cómo pudo ser.

En primer lugar, hay que atribuir el éxito a su personalidad. Su pureza y virtudes caballerescas, su entusiasmo, que no fue superficial, sino que enardeció a los demás hombres, la consciencia de su misión, su acción conciliadora y meditada, su humilde amplitud de miras, todo ello le convirtió en paradigma. Además, a todos estos factores se sumó también la condición decisiva de que su noble, aunque tierna, idea, fue injertada en un árbol nuevo que, en años sucesivos, se desarrolló dando un fruto puro y libre. El deporte se propagó por todos los países y ciudades con tal velocidad, que su ritmo de desarrollo sólo puede compararse hoy con otra secuencia del progreso: la técnica moderna.

Es obvio que esta irrupción del deporte en la reciente historia de la Humanidad no pudo haber sido causada solamente [66] por una finalidad racional cualquiera. Tuvo que surtir efecto algún afán intuitivo, una fuerte corriente de sensibilidad. Dirigir esa corriente y llevarla a un cauce preparado según consideraciones pedagógicas fue la idea fundamental de Coubertin, que ganó para su causa a muchos colaboradores conscientes y responsables. En Alemania, el más afín a su pensamiento fue Carl Diem. Ellos no querían, de ninguna manera, racionalizar el deporte. Querían cultivarlo. Por eso recurrieron al ejemplo de la Antigüedad, que es y seguirá siendo el pilar de la cultura occidental. De esta forma apoyaron la nueva idea en una tradición antigua que, además, ya era bagaje del hombre occidental. Coubertin, que nada pasaba por alto, reconoció que había aún un motivo más para basar la nueva idea en los encuentros cultuales griegos. Con la creciente desorientación espiritual de Europa, donde la fuerza de la fe cristiana se relajaba, y el nuevo fetiche, el positivismo, el dominio de la razón y la fe en el progreso se encontraban en alarmante punto muerto tan sólo un siglo después, «armonizando» con una imagen del mundo oscura e incomprensible, pues nadie podía concebirla, los hombres, despojados de la firmeza de su fe y de la confianza absoluta en la razón de ser, se dedicaban a experimentos ideológicos y cambiaban ideas por ideologías. Fue entonces cuando Coubertin quiso dar a la juventud una «Religión del Músculo».

El pensamiento era genial; retornaba los hombres a lo sencillo: conocer y cultivar su cuerpo, conocerse a sí mismo, conocer a los demás, aspirar en común, enfrentarse y ser amigos. Era ésta una solución tras la que podían agruparse todos los hombres de la Tierra.

Cuando, después de seis decenios de impetuoso desarrollo deportivo, técnico e histórico, echamos una mirada retrospectiva sobre la Idea y el Movimiento olímpicos e intentamos aclarar hoy la situación, haríamos bien no perdiendo de vista el principio esbozado más arriba. Ante la cuestión de cómo deben continuar los Juegos Olímpicos es preciso, en primer, lugar, retroceder a lo más sencillo, al meollo de la Idea. El ornamento de la organización es cuestión aparte. [67]

La fidelidad a la Idea Olímpica, por cuya perduración y desarrollo futuro no hay que temer, no es una fidelidad al pie de la letra. Todo lo contrario: debe afirmarse en un brioso desarrollo espiritual. He aquí un ejemplo.

En una emisión mundial de Radio Berlín, dijo Coubertin en 1939:

«El primero y esencial distintivo del antiguo y del nuevo olimpismo es: ser una religión. Por los ejercicios corporales el atleta de la antigüedad formaba su cuerpo, como el escultor a la estatua, honrando así a sus dioses. Por tanto, creo haber tenido razón cuando, con la renovación del olimpismo, traté de despertar nuevamente un sentimiento religioso que, a través de la universalidad y la democracia –signos de nuestro tiempo–, ha cambiado y se ha agrandado, pero es el mismo que llevaba a los jóvenes griegos al pie del altar de Zeus para implorar el triunfo de sus músculos.»

Consciente o inconscientemente, Coubertin acertó al asociar el anhelado sentimiento religioso del deportista olímpico con los sentimientos patrióticos. El propósito de que los Juegos Olímpicos sean vividos como una Fiesta auténtica, como un sublime Festival, encuentra su apoyo natural en estas emociones preexistentes, que sólo necesitaban encontrar nueva confirmación en el deporte. Quizá Coubertin abrigaba la ilusión de que, algún día, las naciones resolverían sus disputas en los campos deportivos, o que, por lo menos –y esto es menos utópico–, los repetidos encuentros deportivos contribuirían a evitar las discordias bélicas.

La realidad es distinta y demuestra que los antiguos juegos olímpicos sólo son, para los modernos, un fondo decorativo, un bastidor ante el cual actúan los deportistas de hoy y que mañana puede desaparecer sin perjuicio esencial para el espectáculo. Por querido que nos sea el recuerdo de Grecia –y por valioso que fuera, en cierto modo, el conocimiento de la Antigüedad como punto de partida del olimpismo moderno– para los deportistas de Rusia oriental, del Cercano y Lejano Oriente, de Nigeria y de Méjico, el recuerdo de Grecia es sólo una historia cualquiera. [68] El nacionalismo –máximo rendimiento deportivo por la Patria, por la Raza, por la Bandera– ha llevado al olimpismo al borde del naufragio. Y nada más necesario hoy que extirpar el nacionalismo del movimiento olímpico; cosa que a nosotros, los europeos, que ya somos bastante maduros para dominarlo, nos cuesta menos que a los demás pueblos, especialmente los de color, que sólo ahora han descubierto el nacionalismo como un nuevo contenido de la existencia.

Aquí se dibuja claramente el primer deber de los juegos olímpicos del futuro; deber que va más allá de la herencia ideológica de Coubertin: Ser punto de atracción para la voluntad de expresión del orgullo nacional, pero transformando ese sentimiento en la más elevada noción de una conciencia humana colectiva.

Pero, ¿dónde están, en las filas del Comité Olímpico Internacional, los hombres imaginativos capaces de resolver esta cuestión? Porque con la organización rutinaria de unos festivales deportivos, por mucho lujo técnico que se agregara, se conseguirán en el futuro unos campeonatos mundiales, pero no unos juegos olímpicos.

Ningún deportista de la actualidad acude a los juegos olímpicos inspirado por ese ardor religioso para dedicar sus fuerzas a la Divinidad, como el que animaba a los griegos ante el altar de Zeus. Aparte de un nebuloso romanticismo, los mejores sentimientos que se pueden atribuir a los participantes olímpicos de nuestros días son un natural y legítimo amor patrio y una profunda emoción momentánea ante el encuentro entre los pueblos. Aquí está el punto de partida, no para una nueva «religión del músculo», sino para una nueva Humanitas mundial.

También el lema olímpico Citius-Altius-Fortius ha sufrido una interpretación excesivamente literal. Coubertin quiso consagrar los juegos olímpicos como la «primavera del hombre». ¿Qué hay más ligado a esa época de la vida que la alegría de aspirar a ser más rápido, más alto, más fuerte? Pero de esta ambición, cuya meta señaló el deporte, resultó la manía de los records, de los máximos rendimientos deportivos, [69] científicamente proyectados y preparados con exactitud militar. Está obsesión cumple bien la letra del lema, con todas las consecuencias imaginables, pero ¿dónde ha quedado la alegría, la libertad y el regocijo? ¿Dónde la Fiesta? Los métodos del aumento de producción irrumpen en el terreno deportivo, que, en primer lugar, debiera ser un refugio contra el mundo de la técnica. La Ciencia de hoy dejará morir a los cobayas por los records de mañana y el espíritu olímpico se evapora en los tubos de ensayo. Si los dirigentes olímpicos no consiguen despertar la conciencia de que citius significa antes que nada «hacer algo bueno lo más rápidamente»; que altius entraña «subir más alto en el modo de pensar»; y que fortius equivale a «más fuerte contra las tentaciones del materialismo»; entonces harían mejor arrojando el viejo lema como si fuera una prenda desgastada.

Estos son los verdaderos temas que deben figurar en el orden del día del Comité Olímpico Internacional, en vez de poner sobre la mesa, año tras año, el quemante plato de los párrafos sobre el amateurismo, para pasar luego de largo como los gatos. Con una fuerza policíaca de la que nunca dispondrá el Comité Olímpico Internacional sería quizá posible, aunque también es dudoso, conseguir que, pese al recordismo actual, sólo participaran aficionados puros en los juegos olímpicos. Pero una religión, aunque lo fuera solamente del músculo, no necesita policías. Aquí es donde vemos que son falsos en su misma base todos los esfuerzos por la llamada salvación y conservación de los modernos juegos olímpicos. Cuando el Dr. Willi Meisl declaró en Londres que el juramento olímpico era la mayor mentira del mundo, habría podido uno felicitarse si, verdaderamente, no hubiera mentiras mayores. Pero dentro de esa cínica observación late la tendencia a desposeer de todo motivo ético a los modernos juegos olímpicos y a sus participantes. Un Ethos vivo no necesita, en el fondo, el «apunte» de los párrafos. Tal es el caso, en la llamada Madre de los deportes, donde existe el concepto fair o it isn't cricket, que dice más que una especie de ley moral y tiene más eficacia que todas las definiciones [70] que pretendieran aclararlo. Si se niega que en el deporte moderno hay, o debe haber en lo sucesivo, algo más que las reglas de juego y estatutos, cabría entonces concentrar todos los esfuerzos venideros en la gerencia de unos campeonatos mundiales, consiguiendo felizmente despojar de un sentido más noble a otro sector de la vida humana. La culpa del imaginario vacío que se originaría la tendrían tanto los negadores absolutos como los inconscientes afirmadores del movimiento olímpico. Aquellos que, en todo momento, lucen en sus labios la palabra «Juventud».

Quizá pudiera decirse que, en Alemania, existe cierta disposición para creer en la Idea Olímpica tal y como ésta podría ser. Eso es importante, porque este país se ha vuelto muy escéptico en cuanto a ideas, ya que, por dolorosa experiencia, sabe cuán difícil es a veces discernir entre imaginación e ideología. En Alemania hay fe en los cinco anillos –¡todavía!–, y de buena gana se quisiera consagrarles sus fuerzas, y se está dispuesto, en cuanto surgieran colaboradores en el mundo, a servirles hasta la última consecuencia, que es una virtud propia del carácter alemán.

Walter Umminger

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