El Católico
Madrid, sábado 21 marzo 1840
 
número 21
páginas 163-166

Noticias del Reino

Academia de Ciencias Eclesiásticas de San Isidoro

Sesión del miércoles 18 de marzo.

Dijimos en nuestro número del viernes que había quedado pendiente la discusión y aplazada para este día sobre el primado de honor y jurisdicción que tiene el Romano Pontífice en toda la Iglesia.

Como no fuera entonces atacada la proposición, y sí las prerrogativas del mismo primado, especialmente la infalibilidad: el disertante trató de probar esta, como lo hizo, a nuestro ver.

Después de decir el estado en que quedó la la discusión, e insinuar los pasos que siguió, entró de lleno en el asunto, y sentó que aun cuando nada ha definido la Iglesia respecto a la infalibilidad Pontificia, los fieles deben ser lógicos, aproximándose cuanto puedan a la verdad y al dogma. Establecido el dogma del primado, la potestad de regir, apacentar y gobernar la Iglesia de Dios, ser padre y maestro de todos los cristianos, era tan lógico deducir la infalibilidad; como lo hubieran sido los semipelagianos, si definido por la Iglesia que los méritos del justo vienen de la gracia, dedujeran que el mismo origen tenía el principio de la fe, y la perseverancia en ella. No puede entenderse el uso de las prerrogativas que el concilio Florentino declara en el Papa, sin concederle el don de infalibilidad. ¡Ay de la Iglesia el día, que no puede llegar, en que fuese capaz de error! ¿Qué pasto daría a ovejas y corderos? El venenoso, el nocivo, el que no podría menos de perder a las unas y los otros. ¿Qué aprenderían nuestros discípulos del universal maestro? El error y la mentira. ¿Qué consejo el del padre común? El de la perdición. ¿Qué sanidad gozaría el cuerpo herida de [164] muerte la cabeza? Todo se resentiría, todo era preciso estuviese dolorido por aquello de que dum caput dolet, caetera membra dolent. Atengámonos, dijo, estrictamente a la definición del concilio, y será preciso sentir así.

Dolióse del cuerpo episcopal si el error pudiera invadir la silla de S. Pedro, y continuó: ni se me diga que la infalibilidad ha sido concedida por J. C. únicamente a la universalidad de los pastores. ¡A la universalidad! a todos no: pues muchos ha habido herejes. ¿Será a la mayoría? Pero en la Iglesia no hay mayorías ni minorías. Concedámoslas sin embargo: demos una ojeada por los anales eclesiásticos; en solo el siglo IV podemos notar el estado de la mayoría, sin hablar de los muchos y numerosos concilios que se celebraron en Oriente y Occidente, en especial los de Simio y Rimini, de los que en África y otras partes. Tantos eran los pastores y fieles infestados del arrianismo que S. Gerónimo al contemplarlo no pudo menos de decir: “Lloró el mundo todo, y se pasmó al verse arriano.”

Los más santos prelados, la minoría, tiene que comer el pan de lágrimas en el destierro; sufrir la persecución y aun la muerte por la consubstancialidad del Verbo y por otros dogmas. ¿Con qué se hallaba el catolicismo, la infalibilidad en los menos? ¿Y con qué título y por qué? Yo, señores, no hallo otro que tener de su parte a Roma, contrapeso inmenso que hacía caer la balanza a su lado: allí miraban como a un fanal en tan deshecha borrasca.

Amplió después su prueba con las palabras del Salvador. “Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificare mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.” Verdad que no dice contra tí, Pedro, sino contra ella, la Iglesia; pero el edificio y el fundamento son uno, y por lo tanto a uno y a otra se promete la estabilidad: estabilidad, que cuanto es mayor en el cimiento, tanto lo es en el resto. Ambos son inseparables, y tanto que no puede comprenderse uno sin otro, toda vez que se concibe edificio. El mismo Tamburini conviene sin querer en que la promesa tiene mucho de particular para Pedro, que es gloriosa, y no lo sería por cierto si no se le confiriese una cosa real y verdadera, si se hablaba con la universalidad. Se le hacía una parte esencial e inseparable del edificio místico. Así que, aun cuando la estabilidad y la infalibilidad se prometiesen al cuerpo de la Iglesia, a Pedro se prometían. Si se separase, decía Gerson, idealmente el papado de las demás potestades inferiores, lo que resta no se llamaría Iglesia. Síguese por lo tanto que si el concilio general ha de representar la universal Iglesia suficiente e íntegramente, es necesario que incluya la autoridad papal. Reasumiendo cuanto en la anterior sesión y en la presente dijera; concluyó la certeza del divino primado del Romano Pontífice, y que una de sus esencialísimas prerrogativas era la infalibilidad.

Tenían pedida la palabra desde el pasado miércoles varios de los académicos, y el primero que la usó fue el señor Infante Vallecillo.

Sin atacar la proposición en ninguno de sus puntos, antes bien conviniendo en todos ellos y repitiendo algunas ideas emitidas por el sustentante, dijo: que notaba dos faltas en las disertaciones: 1.ª que nada se había dicho contra los protestantes y su reforma, siendo así que fueron los primeros en alzar banderas contra Roma, valiéndose de los defectos del hombre contra las prerrogativas del sucesor de S. Pedro: 2.ª que tampoco se hablaba de una encíclica de S. S. publicada en la Gaceta de Madrid, por la que se prohíbe el tráfico de negros; que bueno hubiera sido se dijese a quién deberían acudir los fieles, si al Romano Pontífice o a sus respectivos diocesanos, caso de ocurrírseles alguna duda sobre el particular.

Le fue contestado, primero: que no atacando en nada a la proposición serían solo dos dudas que ocurrieran al académico. Que toda vez que se probase el primado apostólico era impugnar al protestantismo por ser este el principal punto que combatían; sostenido éste y defendido no era necesario descender a mas particulares. A lo segundo que nada impedía que los fieles consultasen a sus obispos y aun a S. S. en sus dudas, cuanto mas que generalmente viene cometida la ejecución a los diocesanos, y en las bulas se marca a quien deban recurrir los que duden. Son sin embargo árbitros de consultar al padre común sin que que por esto sea visto que recusen a sus obispos ni desconozcan su autoridad.

Habló después el Sr. Rico y Amat (D. Pedro) despreciando la opinión que sostiene la infalibilidad pontificia. [165] Antes se defendía en las escuelas, dijo, y yo la he defendido, pero en el día no me atrevería a hacerlo porque se halla desacreditada: extrañaba por tanto como cabía en las buenas luces del sustentante el sostenerla. Tantas son las cortapisas y las condiciones con que se la conceden los teólogos al Romano Pontífice, que puestas todas no tendría dificultad en convenir con ellos, pero no lo hacía por ser opinión anticuada y desacreditada. El Billuart la llama más común, más probable; pero no tiene razón para ello. Hay hechos que demuestran lo contrario. El Papa Marcelino hincó la rodilla ante los ídolos y ofreció incienso: Honorio fue condenado en el concilio VI de Constantinopla como hereje y monothelita. Finalizó negando la infalibilidad y aconsejando al sustentante que atendidas sus luces mudase de opinión.

Agradecido este al favor que le dispensaba el señor Rico, contestó que no solo no mudaría de opinión, sino que creía no deber hacerlo por las mismas razones alegadas. Si es más común y más probable, y si aun el mismo argumentante la sostendría, previas las cortapisas, restricciones, diligencias y demás que los teólogos señalan; defendiendo la infalibilidad en esta forma se hacía preciso que variasen sus impugnadores. No es antigua, dijo, sino moderna y de todos tiempos, pues la verdad jamás envejece. No son estos los escolásticos, sino aquellos que mirando al dogma se acercan mas a él; y por cierto que podía ver obras de entonces y de ahora en las que vería defendida la prerrogativa en cuestión: por ejemplo: El triunfo de la Santa Sede; el Marqueti, Muzareli, Selvagio, y otros mil, modernos todos y nada de escolásticos. Se negó que Honorio fuese condenado como hereje formal, sino como indirecto, por cuanto con su silencio se extendiera el monothelismo; no porque propusiese un dogma a la iglesia, sino porque no desplegó la energía que debiera para cortar el error. Lo primero no se probará jamás; lo segundo sí, teniendo a la vista la acción décimatercia del citado concilio y las cartas de León II al mismo sínodo y al emperador Constantino Pogonato. Que extrañaba en el Sr. Amat, citase el hecho de S. Marcelino, cuando sabría que cabalmente en el día se tiene por una invención.

El argumentante dio una segunda edición de sus observaciones, añadiendo solo que había teólogos que concedían la infalibilidad al Romano Pontífice en la canonización de los santos, que se inclinaba a esto en vista de las copiosísimas pruebas que se hacían y de los voluminosos expedientes que se formaban, pero de ningún modo podía conceder la infalibilidad en materias de de.

¡Qué contradicción! Los mismos teólogos que están discordes en cuanto a la canonización de los santos no lo están en materias de fe. Unánimes conceden al Papa, tomistas y escotistas, la infalibilidad en puntos dogmáticos, y en lo que no lo están ni es de tanta monta hace más fuerza al Sr. Rico, dijo el disertante; pues si en tal punto hay infalibilidad más deberá haberla en el primero. Es más necesaria para el sostén de la iglesia, y no solo más necesaria sino tan indispensable, como que no dándose, los errores nacerían y crecerían impunemente. Así hubiera sucedido con la herejía de Jansenio si el Romano Pontífice no estuviera investido del precioso carácter de infalible. Las bulas dogmáticas Vineam Domini Sabaot, Unigenitus y Auctorem fidei, son otras tantas pruebas, y la sumisión con que han sido recibidas por los verdaderamente católicos manifiestan cómo piensa la iglesia respecto a infalibilidad.

Replicó el señor Rico, que esto tocaba a los concilios, y contestado que no era cosa tan hacedera, atendidos los tiempos, los intereses diversos de las naciones, y otras cosas, repuso no era tan difícil, y si lo fuera podía muy bien saber el señor Ruiz que el asentimiento de los obispos dispersos equivalía a un concilio: a mas de que S. S. puede expedir su encíclica, y toda vez que no se reuniesen la parte mayor, bastaba que lo hiciesen aun los solos italianos. El señor García Ruiz contestó ofrecerle menos temores su opinión: negó que la Iglesia dispersa autorizase el dogma con su aquiescencia, siendo así que esta no hace mas que oír respetuosa el oráculo pronunciado por el sumo sacerdote. Si tanto se habla contra este y la Italia, ¿cuánto mas no se diría en el caso de reunirse solos los italianos? Los concilios por razón del número de sus componentes han sido recusados por los herejes ¿y no se haría en nuestros días, y por enemigos que son la quinta esencia de todas las herejías? [166] Seríamos demasiado prolijos, aunque ya lo somos bastante, si continuáramos en las contestaciones que mediaron entre estos dos señores.

Otros dos hablaron además. Uno el señor Aguirre, el cual dijo, que no eran necesarios los concilios, dada la infalibilidad pontificia: que los obispos no tendrían voto decisivo; y por último que faltaría la asistencia del divino Espíritu. Otro señor, no académico, impugnó diciendo que la promesa del Salvador, metafóricamente hecha, no podía explanarse, ni entenderse en la forma que el disertante hiciera, viendo en la Iglesia el edificio, y en Pedro su fundamento. Respondidos fueron ambos; el primero que los concilios daban una sanción más lata a las definiciones; que los obispos no eran privados de su voto, porque le daban; y que el divino Espíritu los asistía; no pudiendo ser de otro modo, cuando se hallaban reunidos en su nombre y presididos por Pedro. El segundo que no se quería decir que Pedro fuese la piedra material, ni la Iglesia un edificio; pero que usando Jesús de la metáfora, lícito era, y los padres así lo han hecho, explanarla, sin salir de lo místico, y sin olvidar la realidad. La confesión de Pedro era real, debía merecer una promesa real, como fue la que se le hizo.

Los señores Aguirre y Rico preguntaron a el disertante, que en qué concepto tendría a los que no obedeciesen una bula dogmática; y contestó que el mismo que en ella se marcase o notase: si la nota era herejía, por hereje; si de cisma, cismático &c., &c.… Repuso el primero no veía así las cosas; que si Roma diese una decisión, se conformaría con ella; pero que en su interior podría pensar de otro modo, y mas si en su concepto era herejía. Un ligero debate se suscitó entre los mismos, y el disertante sosteniendo este con calor lo funesto de semejante máxima, lo anti-católico de ella, la puerta que se abriría al cisma, si así fuese lícito obrar; negando siempre que se pudiera enseñar error en tales decisiones. Y sin otra cosa particular se levantó la sesión.

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