La Censura. Revista mensual
Madrid, julio de 1844
año I, número 1
páginas 1-3

Teología

1

Jesucristo en presencia del siglo,

o nuevos argumentos tomados de las ciencias en favor del catolicismo por Mr. Roselly de Lorgues, traducido al castellano por un doctor en sagrada teología: 2 tomos en un volumen.

Los pedantes del siglo XVIII, que presumieron en su impío orgullo ser los primeros hombres del universo y aun iguales a la divinidad, habían concebido el loco proyecto de desmoronar el edificio de la religión cristiana sujetando los principios fundamentales de esta a un examen científico, como si la obra de Dios, que es autor y origen de toda sabiduría, pudiera correr riesgo con las investigaciones limitadas del entendimiento humano. Sofismas y argucias discurridas por la mala fe, citas falsas o truncadas, raciocinios apoyados en interpretaciones erróneas dimanadas de la ignorancia de las lenguas sabias y de la arqueología, geología, astronomía &c., sátiras impías y sacrílegas: he ahí las armas que Voltaire primero y luego sus discípulos y apasionados de reata esgrimieron con arrogancia contra la autoridad de los libros santos, la divinidad de Jesucristo, su religión, dogmas y moral. Creíanse ya triunfantes, y en su ciego desvarío gritaban que el progreso de las luces y los adelantamientos de las ciencias arruinarían las creencias religiosas y sobre todo el catolicismo, que equiparaban a los cultos falsos. ¡Qué delirio! La palabra de Dios no puede faltar, y por más que conspiren estrechamente unidos una vana filosofía, la incredulidad audaz y absurda y el materialismo de un siglo que se llama positivo, nunca prevalecerán las puertas del infierno contra la iglesia edificada sobre la piedra fundamental.

Mr. Roselly de Lorgues se propone en su obra probar la certeza de los principales dogmas y creencias del catolicismo con argumentos tomados de las ciencias, rechazando así los tiros que los eruditos superficiales o los taimados incrédulos del siglo anterior y del actual habían asestado contra la verdad y divinidad de nuestra religión santa.

El autor divide el primer tomo en seis capítulos; a saber, 1.º Filiación religiosa del siglo, 2.º Síntomas de una próxima regeneración, 3.º Pruebas científicas de la verdad cristiana (Pentateuco, creación, diluvio), 4.º Astronomía, cronología, 5.º Los libros santos, 6.º Los profetas.

En el primero se pintan los esfuerzos desesperados, aunque impotentes, de la impiedad mancomunada con la política durante la horrenda revolución francesa para destruir hasta la noción de la divinidad. En el segundo se indican los síntomas observados en Francia a poco de la segunda revolución (1830), que hacían presentir una regeneración religiosa en todos los estados, clases y edades. Con la historia, la cronología, la geología, la astronomía, la historia natural y la filología se prueban en los restantes las verdades fundamentales del cristianismo, la autenticidad de nuestros libros canónicos y la certeza de los vaticinios de los profetas, reduciendo a la nada los ponderados argumentos de los impíos, tan ignorantes como malvados.

En el tomo 2.º que se divide en diez capítulos, se trata de las materias siguientes: Testimonios de los sabios: Pruebas históricas de la verdad cristiana, Dios y Trinidad: El hombre, su caida: El diluvio: La primitiva enseñanza, los ángeles: La idolatría: Universalidad de la tradición, la Virgen madre, el Reparador, expectación general: Siglo de Augusto, Jesucristo: Racionalidad del cristianismo: Jesucristo en presencia del siglo. [2] Confirmanse en estos capítulos con una erudición copiosa y sólidas razones los fundamentos de nuestra religión, apoyándose el autor como en un argumento de mucha fuerza en la universalidad de la creencia de nuestros primeros dogmas en todas las regiones descubiertas, si bien desfigurados y adulterados por la ignorancia o ceguedad del hombre.

El autor no se separa de los principios puros y ortodoxos en la ejecución del plan que se ha propuesto; sin embargo nos atrevemos a disentir de su opinión en dos puntos. Hablando de la idolatría dice que no fue tan grande ni tan insensata como se ha sostenido, y casi se inclina a tachar de errónea esta proposición de Bossuet: Todo era dios excepto el mismo Dios. Para opinar así se funda Mr. Roselly en que el estado conocido de civilización de los sacerdotes de la India o del Egipto no hace creíble que enseñaran la divinidad de un animal o de una legumbre. No negaremos nosotros que tal vez los sacerdotes de la gentilidad se burlasen en su interior de la estúpida credulidad de los pueblos, y estuviesen distantes de adorar un Dios en un bruto, un leño o una planta; pero de esto a suponer que las naciones idólatras no creían en sus falsos dioses hay mucha distancia. Parécenos en efecto hoy incomprensible que la ceguedad del hombre llegase a un extremo tan degradante; pero acaso ¿ignora nadie, por poca que sea su instrucción, que Dios permitió que el género humano por sus enormes crímenes y por su perversidad siempre creciente se humillase y abatiese hasta el punto de adorar no ya a sus semejantes, que al fin eran imagen de la divinidad, sino a los cuadrúpedos, a los reptiles, a los insectos, a las mismas plantas? Así con mucha razón decía el sabio Bossuet, acorde con la opinión de los santos padres y de los filósofos eminentes del cristianismo: «Todo era dios excepto el mismo Dios.»

En el mismo capítulo de la idolatría dice Mr. Roselly para reforzar su anterior argumento contra la realidad del culto idolátrico, tal cual se entiende generalmente: … «Se debe convenir que en España, Italia y aun en Francia se halla en nuestras iglesias una idolatría semejante, porque no es a Dios, criador del universo, no a Cristo, no a su madre la Virgen de los Dolores, a quien muchas gentes imploran: es al santo vestido de tal modo, con tal atavío, con tal collar y oropeles. En Chartres es a la Virgen negra del nicho, y no la Virgen blanca del altar, a quien el habitante de la Beauce hace su oración. En Marsella nuestra señora de la Guarda y no la de la catedral es la invocada por el marinero cuando se halla en peligro.»

Sentimos en el alma ver estampadas en una obra tan recomendable semejantes proposiciones, que contra la intención del autor pudieran generalizarse hasta el punto de acusar indirectamente a la iglesia nuestra madre de fautora de idolatría. En efecto ¿no autoriza la cabeza visible de aquella el culto de la Virgen madre de Dios en todos sus misterios y bajo una multitud de advocaciones que han discurrido la piedad y la devoción excitadas por su patrocinio eficaz y por la multiplicidad de sus prodigios? Pues en el mero hecho de querer comparar el culto de nuestras sagradas imágenes con el que los idólatras daban a las estatuas de sus falsos dioses, parece no solo que se nos tacha de idólatras a los cristianos, sino que se endereza la acusación contra nuestro padre común, que autoriza semejante culto. Aunque se diga que el autor habla hipotéticamente, responderemos que hay hipótesis muy arriesgadas, y la de que tratamos no estriba a nuestro ver en ningún fundamento. Los paganos eran verdaderamente idólatras, porque aun dado caso que la adoración de sus estatuas e ídolos fuera puramente simbólica y representativa, los seres u objetos representados o simbolizados eran o unos entes ficticios, o indignos de adoración. Por el contrario la veneración o culto que damos a la Virgen santísima y a los santos, es por Dios a quien se endereza como último fin nuestra adoración, y se funda en que las virtudes y merecimientos de una y otros los han llevado a la mansión de la bienaventuranza junto al trono del Eterno, con quien los rogamos sean nuestros intercesores.

La circunstancia de que tales personas se dirigen a la Virgen bajo esta advocación mas bien que bajo la otra, nada tiene de reprensible, porque proviene o de haberse manifestado más claramente la protección de María santísima con un título que con otro, o de que la devoción de los fieles se excita mas fácilmente venerándola de una manera que de otra. Así los marineros que saben por tradición que sus compañeros han sido socorridos en los peligros por la Virgen de la Guarda, la implorarán siempre con este título mejor que con otro cualquiera. No pensamos que persona alguna, por ignorante que sea, crea [3] que hay muchas vírgenes porque a María santísima se la venera bajo muchas advocaciones, ni menos que los adornos o vestiduras de las imágenes atraigan de preferencia el culto de los fieles; pero suponiendo que la simpleza de alguno llegase a tal extremo, y que no hubiera una alma caritativa que le desengañase, ¿podría probar esto la certeza de la proposición de Mr. Roselly? Lo repetimos, nos parece aventurada su aserción, y desearíamos que la hubiese borrado de una obra bajo otros conceptos estimable.

 


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