El Clamor Público
Periódico del partido liberal
 
Madrid, jueves 6 de noviembre de 1856
número 3.772, página 1

[ Fernando Corradi ]

[ Para Espartero el olvido: para O'Donnell la expiación ]

Sección política
Madrid 6 de noviembre

En nuestro artículo de ayer juzgamos al Gobierno de Espartero: en el de hoy dejaremos sucintamente consignada nuestra opinión sobre el que presidió el general O'Donnell.

Seremos breves, porque la conciencia pública ha pronunciado ya la sentencia que condena al conde de Lucena y le señala a todos los partidos como uno de aquellos espíritus a quienes en el infierno del Dante rechazaban de consuno los ángeles fieles y rebeldes a Dios.

La vida ministerial del héroe de Vicálvaro y del apóstol de Manzanares después de la insurrección militar, a cuya cabeza se puso en 1854, comprende dos partes, una que empieza en el célebre y fraternal abrazó que dio a su entrada en Madrid; al duque de la Victoria, como prenda de alianza ofensiva y defensiva, y otra desde que se quedó dueño y señor de vidas y haciendas, al modo de aquellos Emperadores que en la decadencia del Imperio romano sacrificaban sin piedad a sus émulos, siquiera fuesen de su misma sangre, para apoderarse de sus ensangrentados despojos.

En la primera de estas épocas, el general O'Donnell fue constantemente una rémora para toda clase de reformas y un agente de la reacción tanto mas culpable, cuanto que debía la vida al partido progresista, sin cuyo apoyo hubiera tenido que fugarse a Portugal después de la batalla de Vicálvaro. Para salvarse necesitó publicar el famoso programa de Manzanares, cuyas palabras, dictadas por el instinto de la propia conservación, borró al cabo con la sangre generosa de esa misma Milicia nacional que invocaba artificiosamente en los momentos de apuro y de peligro.

Oculto detrás de Espartero durante dos años y cubierto con el manto de la inmerecida popularidad de su colega, preparaba con sus hechuras y parciales el cambio de 1856. Fantasma que se interponía entre Espartero y los verdaderos progresistas, elemento de resistencia a toda mejora, martillo que iba demoliendo sordamente el edificio de nuestros derechos, esperanza de todos los descontentos, centro de todas las maquinaciones contra el orden de cosas, fundado en Julio, hacía inútiles los laudables esfuerzos del partido liberal, comunicaba al Gobierno, de que formaba parte, una debilidad crónica que lo reducía a la impotencia, era una garantía para los conspiradores y daba ocasión a esas crisis continuas, a esas peripecias vergonzosas, a esos escándalos frecuentes que hemos presenciado.

Quería gobernar solo, y repetir en la Península, como presidente del Consejo de ministros, la dominación opresora que había ejercicio en la isla de Cuba como capitán general. Tenía una ambición de gigante con la capacidad política de un pigmeo. Le faltaban la suficiencia, la elevación de miras y todas las demás cualidades que distinguen a un hombre de Estado. Podía dar un golpe de mano; podía vencer en las calles con el hierro y el fuego a milicianos, desprovistos de municiones, vendidos por sus hermanos y abandonados de sus jefes; pero jamás constituirse en un poder regular y estable, a cuyo alrededor se agruparan todos los amantes del orden, unido a la libertad.

La segunda época de su mando demostró su inferioridad, y dio pronto a conocer al mundo que durante su mentida unión y alianza con Espartero había estado representando, sin sospecharlo siquiera, el drama titulado Conspirar para morir. Al verle renegar de sus propias obras; al verle dándose a sí mismo votos amargos de censura, que recaían sobre su cabeza como una maldición, cada cual indeliberadamente exclamaba: Ecce homo, ¡ahí tenéis al hombre que se creía el redentor de España! ¡ahí tenéis al apóstol de la consecuencia! ¡ahí tenéis al campeón de la moralidad! ¡ahí tenéis al héroe de Vicálvaro y de Manzanares!

La conducta de O'Donnell después de su triunfo, preparado muy de antemano, no tiene ejemplo en los anales de las revoluciones. Es cierto que en el año de 1823, el Rey Fernando VII declaró nulos y de ningún valor todos los actos del Gobierno constitucional, durante ese período, intentando hacer que retrocediese el tiempo en su marcha; pero al menos podía alegar el pretexto de que nunca habían obtenido su verdadero asentimiento. Pero ¿qué concepto merecerá un hombre que declara ilegítimos los acuerdos a que espontáneamente asoció su voto; que destruye con el fuego y la metralla las obras en que tuvo una parte principal; que hace pedazos las actas que había firmado; que protesta contra sus propias palabras; que devuelve convertidos en plomo mortífero a los incautos que habían dado crédito a sus juramentos, uno por uno todos los artículos de su famoso programa?

Semejante acto de demencia política y de infidelidad solo se concibe en un hombre, a quien ciega y trastorna el furor del mando. Era imposible que recogiese el fruto de su victoria. El edificio que en su loca soberbia trataba de levantar fue la torre de Babel y las murallas de Jericó. Un sopló le derribó; un soplo sepultó también en el polvo al artífice con aplauso de todos los partidos, a quienes había escarnecido e inmolado en las aras de su injustificable ambición.

Armado de la piqueta y del martillo demolió con frenética complacencia todas las obras que se habían construido durante dos años. Anuló la Constitución de 1856, disolvió las Cortes constituyentes, extinguió la Milicia, atacó la desamortización, suspendió la venta de bienes del clero, atropello todos los derechos y todas las garantías. Presidiendo a esta obra de destrucción, apostrofaba en los preámbulos de sus edictos a sus víctimas, a quienes antes llamaba hermanos; insultaba a la Milicia nacional, que resucitó en Manzanares, y aplicaba la ley del vencedor a los caídos, a cuya generosidad era deudor de su existencia.

Ya se encuentra en posesión del mando, en compañía de unas cuantas individualidades, que reclutó en las filas de los diferentes partidos. Ahora se le presenta una ocasión oportuna y decisiva para colocarse a la altura donde merecía figurar según decían sus hechuras, parciales y favoritos. Acabó la resistencia, la Milicia ha quedado desarmada, las juntas revolucionarias han sido disueltas, el partido popular cede y sucumbe. El caos cesa, y solo se espera el fiat luz que ha de salir de las tinieblas: el diluvio político ha terminado, y todos se muestran impacientes por ver la nueva creación de los héroes de Vicálvaro. Silencio: el oráculo habla.

¿Y qué dice? que los principios de derecho público son una mentira; que la potestad de hacer las leyes reside exclusivamente en los ministros, dueños del mando; que los actos de la Nación, representada por las Cortes, son ilegítimos; que el derecho de la fuerza es la ley suprema de los Estados.

Tales son las teorías, consignadas por hechos prácticos, del Gobierno fugaz que presidió el conde de Lucena.

Pero ni las mismas instituciones que salían de su cabeza calenturienta llegaban a ponerse en ejecución. Quedaban solo escritas sobre el papel como notas de música: eran una letra muerta que no podían vivificar, aunque hubieran querido, O'Donnell y sus parciales; los desertores procedentes del partido moderado y los prófugos que habían abandonado al partido progresista. Declarada en estado de sitio toda la Nación, solo dominaba el capricho ministerial; solo el sic volo era la regla que servía de pauta al Gobierno. Todo el orden político y administrativo se veía subvertido y trastornado. Aquí desaparecían los Ayuntamientos, que eran disueltos a viva fuerza; allí quedaban trasformadas las Diputaciones provinciales; acullá caían bajo la segur destructora las oficinas y las ruedas administrativas que tenían una existencia legal.

En medio de esta confusión babilónica en que se mezclaban, confundían y trituraban los hombres y los principios, solían excitar una sonrisa de compasión los preámbulos enigmáticos y gongorescos, que acompañaban los decretos del ministerio O'Donnell, preámbulos que parecían el parto laborioso de un alquimista político, preámbulos que hubieran divertido a la Nación entera por su extravagante originalidad, si no estuvieran escritos con una pluma mojada en sangre y empapada en la hiel del despecho y de la venganza.

¿Y todo para qué? Para restablecer el orden político de 1845, obra de los moderados y de que era fundador el general Narváez, jefe legítimo de este partido. De modo que lo natural, lo lógico parecería que si semejante sistema había de prevalecer correspondiese de derecho el mando al duque de Valencia, no al conde de Lucena; al autor, no al plagiario; al maestro, no al discípulo. El sentimiento público no podía consentir que se hubiera hecho una revolución sangrienta en 1854 y una contrarrevolución aún más sangrienta en 1856, únicamente para darnos por amo y señor al general O'Donnell.

Su caída fue la consecuencia natural de su conducta. Desde entonces empezó su castigo que ha de ser terrible, porque tiene contra sí a todos los partidos, que le miran como el causante de sus desgracias; porque no puede inspirar nunca confianza al Trono, a quien impuso su voluntad en 1854, ni al Pueblo, a quien metralló en 1856.

¿Y qué diremos de esos ex-progresistas que dieron decidido y declarado apoyo al poder dictatorial del conde de Lucena, que se levantaba sobre las ruinas de las instituciones fundadas por su partido; que hollaba nuestros principios; que restablecía la oligarquía opresiva de 1845, contra la cual habíamos constantemente protestado; que nos arrojaba al rostro hecho pedazos con la punta de su espada el Código donde habíamos consignado los derechos y las garantías de la Nación? Esos progresistas, si aun insisten en el nombre, no serán nunca nuestros amigos políticos. Entre ellos y nosotros hay un abismo.

Para Espartero el olvido: para O'Donnell la expiación

Imprima esta pagina Informa de esta pagina por correo

www.filosofia.org
Proyecto Filosofía en español
© 2010 www.filosofia.org
 
1850-1859
Hemeroteca