Filosofía en español 
Filosofía en español


Mañana, tribuna democrática española

Un obligado ¡hasta pronto!

Que el año y medio de publicación de esta revista ha constituido un éxito poco menos que sorprendente, eso lo saben perfectamente nuestros lectores y lo prueba el simple hecho de haberse agotado todos sus números, al punto de no poder servir una sola de las colecciones que se nos piden. Sin embargo nos vemos en la necesidad de suspender su edición en París. Se trata de una suspensión provisional mientras se hacen los trámites y las arreglos para su edición donde corresponde y donde puede y debe llenar su verdadero papel.

El lanzamiento de «Mañana» fue una empresa casi temeraria. Contábamos con muy escasos medios y con ayudas harto inseguras, desproporcionados unos y otras con las dificultades que ha habido que afrontar y que referimos –concisa y francamente– más adelante. Pero la revista respondía a una necesidad y no vacilamos en lanzarla. Una necesidad ante todo informativa cuando la información libre –e incluso relativamente libre– resultaba imposible en España misma. Una necesidad asimismo de confrontación y de análisis respecto de la evolución española y del contraste entre sus estructuras políticas y las del mundo occidental, entre la sociedad que éste –y en primer lugar la Europa comunitaria– ha contribuido poderosamente a modelar y el régimen que sólo se aplica a perdurar y a sucederse –contra toda razón y toda lógica– a sí mismo. Una necesidad de superar, finalmente, el tremendo abismo histórico y de promover el diálogo creador capaz de reconciliar a España consigo misma, de preparar su indispensable transición democrática y su consiguiente incorporación al mundo contemporáneo. Estos sanos y legítimos propósitos, plasmados en el cartel del primer número y resumidos en el emblema de todos los otros, ha encontrado un eco profundo en el interior e internacionalmente; todos los que se interesan por los asuntos de España –organizaciones y organismos diversos, embajadas, periódicos– han seguido, en efecto, nuestra labor como una de sus fuentes informativas. Estamos altamente satisfechos de este resultado. Mas es lo cierto que el mismo ha ido añadiendo, como contrapartida por parte de los servicios franquistas, nuevas dificultades a las originales.

Previmos que una de éstas vendría de las presiones diplomáticas de Madrid y, teniendo en cuenta que no podíamos ni queríamos aparecer como órgano de ninguna organización reconocida, para obviar en lo posible estas presiones hubimos de constituir notarialmente un centro de ediciones, con los debidos registros y con los consiguientes costos y unas cargas fiscales y sociales desproporcionadas con la modestia de nuestra publicación. Añádase el costo de la impresión en París, uno de los más elevados y en constante aumento, y el hecho de que una publicación como la nuestra no admite publicidad pagada. Nos hemos encontrado además ante esta situación al parecer paradójica: de todos los países hispanoamericanos importantes y de relativa importancia –no sólo de los de fuerte emigración española– nos han sido solicitados, por los diversos distribuidores, paquetes que hubieran llegado a sumar varios millares de ejemplares; teniendo en cuenta los costos de la imprenta y de la expedición, comparados con los precios normales de composición y de venta de las publicaciones en dichos países, hemos tenido que negarnos ante la imposibilidad de afrontar el consiguiente déficit.

Mas las principalísimas dificultades nos han venido del interior. La edición de «Mañana» se emprendió, fundamentalmente, con destino a España. A ella hemos destinado el ochenta por ciento de los ejemplares. Ya puede suponerse la lucha que ha habido que mantener con las autoridades del régimen. Le declararon éstas la guerra desde el primer número y la han ido intensificando después. La difusión de la revista en España se ha hecho así cada día más difícil y costosa. A pesar de los medios imaginados y pacientemente puestos en práctica, el hecho es que muy pocos suscriptores han logrado recibir más de dos o tres números. Y, no obstante las artimañas a que hemos tenido que recurrir, una buena proporción de nuestros envíos ha sido confiscada y destruída. El régimen franquista se desmorona progresiva e irreversiblemente; hemos de reconocer, sin embargo, que sus servicios de vigilancia, consolidados y perfeccionados durante treinta años y siguiendo como es sabido los modelos nazifascistas, funcionan bien.

Forzoso es decir, por otra parte, que desde la entrada en vigor de la nueva Ley de Prensa e Imprenta, impuesta realmente por las perseverantes presiones de la opinión y por la necesidad de impresionar a los medios internacionales, se ha producido un interesante fenómeno en el ámbito nacional: obedeciendo a las mismas exigencias, los diarios y las publicaciones periódicas se han venido haciendo eco de las vivas inquietudes de la sociedad española por medio de informaciones, comentarios y debates completamente inconcebibles antes. Recuérdese que lo previmos en estas columnas: las restricciones, los frenazos, las amenazas y las medidas arbitrarias –y nada de esto ha faltado– no serían capaces de impedir la manifestación de esas inquietudes y sólo servirían para profundizar las contradicciones y el divorcio entre las fuerzas vivas de esa sociedad y la evidente caducidad del régimen dictatorial. En cierta parte al menos, una de las razones que justificaban la edición de la revista en París ha desaparecido o se ha amortiguado.

Creemos sinceramente que, durante este año y medio de existencia, «Mañana» ha cumplido su papel y asentado sus títulos de nobleza. Su obra no puede ni debe perderse y no se perderá. Y ni los suscriptores ni los lectores en general, que han hecho de esta tribuna democrática su tribuna, perderán el que consideramos un derecho adquirido. El equipo inicial, formado por elementos ampliamente abiertos al diálogo constructivo, representativos de las tendencias democráticas tanto de dentro como de fuera, no sólo se ha ido compenetrando y consolidando, sino que se ha ampliado en cada número y parece llamado a convertirse en el eje interpretativo y cohesionador de la nueva realidad española. Agradecemos sinceramente las ayudas y los concursos recibidos, el calor y el aliento que nos han rodeado, la solidaridad internacional –ante todo moral y política– que nos ha asistido. A nadie le decimos adiós, sino hasta luego o hasta pronto. [2]


La situación política

Hacia una nueva, viejísima situación

Confusa, incierta, vacilante, la situación política parece concebida para disuadir a los españoles de toda posibilidad de cálculo sobre su propio futuro: la estrategia apropiada de una situación de hecho que aspira a prorrogarse indefinidamente ha de consistir en oponer a las previsiones racionales del porvenir una densa nube de incertidumbre y temor. Es inútil subrayar la ausencia de patriotismo, responsabilidad y hasta cordura que tal comportamiento supone. Esto es cosa clara para todo el mundo, sin excluir los que practican la confusión. Pero éstos no pretenden fundar su crédito en las virtudes que practican sino solamente en las fuerzas con que cuentan: en sus fuerzas de corrupción y represión. En tanto no se modifique la relación existente entre esas fuerzas de que disponen los cínicos de la continuidad y las que pudieran asistirnos a los que deseamos una proyección razonable del futuro de España, toda plática moral resultará inútil. Nos limitaremos, pues, a tratar de precisar los rasgos y valorar los factores de la situación a que estamos abocados.

La cuestión monárquica

Nadie pone en duda que el grupo de la fidelidad –Carrero, Alonso– y el grupo gubernamental del Opus Dei trabajaran hasta fechas recientes por la instauración «de facto» del Príncipe Juan Carlos en el trono, bajo la protección del Dictador y previo compromiso estricto de perfecta continuidad. El argumento, no exento de realismo, frente a las pretensiones discrepantes del Conde de Barcelona es conocido: a falta de una corriente de opinión popular monárquica en el país, sólo Franco puede imponer la restauración de la Monarquía y, por lo tanto, es lógico que lo haga a su modo y a su gusto. Pero la verdad es que Franco no ha simpatizado nunca con la tesis de la restauración «vida durante», pues para él el Poder es concreto e indivisible. Ahora bien, un don Juan Carlos considerado como simple heredero no tendría el mismo valor que un don Juan Carlos coronado como Rey. La oposición de su padre, la escasa satisfacción del Ejército –ejecutor forzoso del testamento– y la misma turbiedad de opinión entre las fuerzas que le quedan al Régimen, harían sumamente frágil esa previsión. La oposición de Franco y del núcleo fuerte del franquismo a don Juan era, por otra parte, invencible. ¿Qué hacer entonces? Oportunamente –¿consigna o espontaneidad?– se lanzó desde el campo carlista y desde el campo falangista la idea de la regencia o presidencialismo coronado. Tal idea ha caído bien, pero sería arriesgado concluir que el Régimen ha excluido la monarquía con Rey como perspectiva de su desenlace.

Para la causa monárquica comienza, pues, una nueva etapa, quizás una nueva oportunidad, si alguien es capaz de elevar esa causa a la altura de las circunstancias.

El acto político más reciente de don Juan parece orientado por esa evidencia aunque, como de costumbre, haya sido un acto rebajado o mitigado por las vacilaciones y cautelas que aun constituyen el sello de su estilo operativo. Don Juan ha marginado de hecho el nebuloso Consejo privado y ha designado un gestor político, suficientemente próximo al franquismo por sus recientes vinculaciones con él, pero resuelta y hasta desenfadadamente partidario de una monarquía en ruptura con ese franquismo y negociada con las fuerzas que representan o pueden representar a la opinión pública de los diversos sectores nacionales. Una monarquía decididamente orientada hacia los modelos democráticos de Europa. El gestor en cuestión es el Conde de Motrico. Para atenuar su decisión, don Juan ha rodeado a este gestor de un reducido Consejo de colaboradores evidentemente inadecuados para la tarea. Sólo el señor Ansón y el señor González (amigo de Gil Robles) parecen identificados con los principios del conde. Los otros son ambiguos: el Conde de los Andes, teórico antiliberal, Pérez Embid, miembro del Opus Dei, el profesor Sánchez Agesta, franquista de ley. Todo parece indicar, sin embargo, que el consejillo no será un grave obstáculo y que el conde de Motrico avanzará en su gestión sin excesivas contemplaciones. Los trabajos que le esperan son, por supuesto, los de Hércules: sólo si consigue la aquiescencia de los altos grados militares puede llegar su gestión a buen puerto, pero sólo si consigue la aquiescencia de las fuerzas democráticas conjeturables ese puerto será el puerto de paz que se busca.

Las fuerzas

Hemos escrito en estas páginas que el Ejército no tiene reconstituido un centro de decisión independiente de Franco. Por otra parte las fuerzas armadas han sufrido, no menos que los otros sectores españoles, la falta de información y el desentrenamiento de la conciencia política, que el franquismo convirtió en pieza maestra de seguridad. No es probable, por lo tanto, que en los medios militares pueda improvisarse fácilmente una clara doctrina de acción. El Ejército es, ante todo, una pieza del orden y ello limita enormemente sus perspectivas. Todos estos factores juegan, en principio, a favor de la Monarquía pero juegan también contra su libertad de movimientos. De otra parte los grupos a quienes la solución monárquica no satisface –dentro o fuera del sistema– se esforzarán por presentar al Ejército una imagen de su responsabilidad más ambiciosa y menos elegante. Para muchos españoles el directorio militar constituyente sería una solución más satisfactoria que la restauración monárquica, aunque contenga los riesgos de una nueva dictadura. Esta preferencia es halagadora para el brazo armado y no dejará de influir sobre él.

También hemos hablado aquí de la otra dificultad. Las fuerzas que presuntivamente representan la opinión de los diversos sectores sociales, las fuerzas democráticas, distan mucho de haber llegado al estado de autodefinición, verificación de su base y coordinación entre ellas, que serían indispensables para definir un proyecto de sistema con toda claridad. Estas fuerzas no sólo discrepan respecto a la «salida» que se prefiere, sino respecto a los objetivos que quedan más allá de la salida. La exigencia de una formalización democrática genuina, opuesta a cualquier situación de hecho, debería bastar como programa común de esas fuerzas, pero sin duda tal idea no parece suficientemente concreta y evidente puesto que hasta la fecha no ha bastado para lograr la deseable unificación.

El pluralismo real del país –que es muy complejo– alimenta las pretensiones de los diversos grupos y familias y choca vivamente con los hábitos de simplificación que el peso de la dictadura ha impuesto a los españoles. La dispersión de aquellos grupos representa ante esos españoles un principio de insolvencia. Habrá que plegarse a los hábitos de simplificación, buscando principios comunes si se quiere adquirir el valor de alternativa, que nadie concede ya a las fuerzas continuistas del sistema, y si se quiere pasar a una praxis política efectiva, capaz de imponer soluciones y de contraer compromisos.

El repliegue del Régimen en su propio fortín no dejará de engendrar consecuencias si llega a cumplirse. No nos haremos ilusiones indebidas. Por de pronto, ese repliegue puede constituir un éxito circunstancial. La táctica de implicar intereses por una parte e imponer respeto represivamente por otra, le ha dado al sistema 27 años de vida y puede darle alguno más. La presión social es débil aunque tiende a ensancharse y sus centros estimulantes, reducidos a la clandestinidad, no pueden prometerse unos resultados fulgurantes. No obstante algunos hechos son irreversibles. A estas horas es impensable ya que los principios de reagrupación y de acción que se observan en la base de la sociedad española puedan reprimirse por completo. Muy al contrario, todo eso tenderá a aumentar, justamente en la medida en que el Régimen se concrete al arte de darse una prórroga, abandonando a sus adversarios el campo del porvenir.

Los obreros

La oposición de la clase obrera al Régimen es, por decirlo así, connatural, pero la presión sobre ella fue durante años y años demasiado grande para que pudiera hablarse de movimiento obrero manifiesto. Hoy puede hacerse. Las viejas sindicales conservan aún un vasto crédito sobre la clase trabajadora y, pese a las dificultades propias de la acción clandestina, no se puede dudar del valor de sus estímulos y apoyos en las acciones reivindicativas que hemos conocido desde 1961. Sus alianzas han adquirido algún vigor especialmente en las regiones de mayor tradición industrial. En aquellas otras de constitución más reciente, el movimiento obrero ha descubierto un modelo de organización y de acción que parece perfectamente adecuado a las condiciones reales en que la [3] clase obrera se desenvuelve en España. Este modelo comenzó a insinuarse informalmente desde el punto y hora en que el régimen de los convenios colectivos vino a exigir un diálogo veraz entre los dos sectores contrapuestos de la producción. En los dos últimos años el modelo se ha concretado en las llamadas Comisiones Obreras, núcleos asociativos que se guían por estos principios: A) Partir de la conciencia de clase, agrupando obreros como tales con abstracción de sus preferencias sindicales e ideológicas. B) Concretar la unidad organizativa al espacio donde la convivencia obrera se produce de hecho: la empresa. C) Partir de las aspiraciones y reivindicaciones actuales de los trabajadores para crear una dinámica que permitirá a éstos enfrentarse, organizadamente, con el sector patronal a efectos de la lucha profesional y con los sindicatos oficiales buscando la autonomización de las propias organizaciones, y D) Aprovechar los elementos que en el sindicalismo oficial deben sus puestos a la directa elección obrera –enlaces sindicales y jurados de empresa– y que, por lo tanto, disponen al mismo tiempo de la confianza de los obreros y de un «status» oficial protector; pero rechazar, al mismo tiempo, al sindicato único como instrumento representativo.

Estudiantes e intelectuales

En los lugares donde ha funcionado bien el movimiento estudiantil, ha seguido el modelo de la asociación profesional sin discriminación ideológica como varias veces hemos señalado. Este año ha sido evidente el desnivel de eficacia entre las tácticas empleadas en el distrito de Barcelona, perfectamente fieles al modelo, y las practicadas en Madrid, viciadas aún por el predominio de la acción minoritaria y fuertemente ideológica.

Ahora se pretende revisar la Ley de asociaciones escolares para adaptarla a las exigencias manifiestas en este curso y que han hecho imposible la vida asociativa legal. Pero en asociaciones legalizadas o clandestinas, la discrepancia universitaria –en la que se expresa de un modo completamente puro la renovación de la sociedad española– es con seguridad irreversible.

Lo es también el divorcio entre los grupos intelectuales y el Régimen, aunque no existe la fórmula corporativa u organizativa capaz de dar a ese conflicto una expresión de movimiento. La lucha de los intelectuales contra el sistema es siempre una lucha de individuos más o menos relacionados. La táctica del Régimen frente a estas guerrillas, cuya arma es el prestigio personal, empieza a consistir en la tentativa de negar o minar ese prestigio. Desde el famoso manifiesto de 1966 ha sido el Ministerio de Información y Turismo el encargado de servir esa táctica. Recientemente ese Ministerio ha editado «clandestinamente» un folleto titulado «Los Nuevos Liberales», en el que se intenta dar de baja en el escalafón de la autoridad a un grupo bastante homogéneo de profesores y escritores que en otros tiempos mantuvieron relación con el sistema y actualmente militan en la oposición. La operación parece bastante inútil y sólo sirve para denunciar el cínico propósito destructivo que se integra en lo que reiteradamente hemos llamado «estrategia del diluvio».

La Iglesia, por su parte, está atravesada por profundas corrientes contradictorias, desde la Jerarquía a la base, cuyos últimos destellos se reflejan en la llamada «operación Moisés» y en las significativas dimisiones de los directores de Ecclesia y Signo.

Los burgueses

Queda en este cuadro de la críptica pero evidente movilización de la sociedad española, un interrogante en cierto modo angustioso: ¿Y las clases económicas? ¿Y la burguesía? En Cataluña y en el País Vasco la respuesta viene dada, a medias, por la implicación de un gran número de industriales, propietarios, gerentes, técnicos y profesionales libres en los cuadros de la oposición bajo la bandera de las aspiraciones autonómicas. En esas regiones la tensión clasista, que subyace bajo el problema político de España, se ve aliviada por virtud del interés común, o síntesis provisional de intereses, que representa el movimiento nacionalista con la definición de un enemigo común. En el resto de España la cosa es más dudosa y no se comprende bien cómo las clases más responsables del país –perjudicadas por el aislamiento internacional relativo y amenazadas por la tremenda incertidumbre del futuro–, no acaban de comprender, o de traducir esa comprensión, que su pasividad egoísta y protegida del presente compromete del modo más grave su seguridad y sus posibilidades futuras, puesto que impide, desde ahora, el fraguado de un clima de convivencia y cooperación que, sin anular la profunda tensión de las clases, permita construir sobre ella unos principios de comunidad indispensables.

La inhibición burguesa no sólo hace difícil la plena nacionalización actual de la oposición, sino que, de persistir, acentuará en ésta los rasgos clasistas y radicalizantes que, en la particular coyuntura española, no son los que más convienen.

Queda por saber si el retroceso del Régimen a unas posiciones cerradas e imprevisoras, va a tener la virtud de abrir los ojos al estrato satisfecho de la sociedad española que hasta ahora ha soñado, porque le convenía, que las cosas irían por sí mismas y que la dictadura acabaría por permitir que su régimen político se homogeneizase con los modelos europeos sin que para ello hiciese falta ninguna presión especial. Dejamos planteada la incógnita.

Conclusión

Terminaremos nuestra reflexión con otros interrogantes. El carlismo y el falangismo, que son los grupos oficializados dentro del sistema, se han mostrado en los últimos meses particularmente inquietos. El falangismo mantiene su núcleo principal identificado con el Régimen y a la defensiva. Los fragmentos inasimilables del falangismo se ven, en cambio, sometidos a una cierta persecución. El carlismo –el carlismo popular navarro– parece haber optado por el despegue en masa y la hostilidad explícita. Los actos de Montejurra y de Montserrat han conocido nuevas y casi insólitas expresiones. Ha destacado, sobre todo, la oferta de solidaridad foralista a los movimientos del nacionalismo periférico. Se ha reivindicado la «voluntad del pueblo». Se ha dicho que la libertad era la esencia del programa carlista.

Parece evidente, pues, que cuando el Régimen desea encerrarse en sí mismo para explotar hasta sus últimas posibilidades el hecho consumado que se llama Franco, se encierra con muy pocos efectivos. Casi toda la sociedad española queda fuera de la muralla. El sistema cuenta –y no es despreciable– con el formidable potencial de un Estado policíaco moderno, pero no sabemos hasta que punto la soledad hará también mella en la energía de esas fuerzas pasivas y disciplinadas. Las fuerzas vivas del país –vivas en el sentido literal de la palabra– no están representadas exclusivamente por los financieros dóciles e interesados, a los que por otra parte presionan sus intereses del futuro; ni por los Obispos cautos y asustadizos, a los que presiona el clero joven y el laicado de la Acción Católica; ni por los generales con mando territorial, a los que no deja de presionar el sentido de la responsabilidad difuso en toda la masa del Ejército. Va a ser grave cosa ese retorno al fortín de origen aunque quizás la cosa no resulte tan negativa como a primera vista parece. Porque después de consumada la operación, el país, en su conjunto, va a saber que el porvenir no es ya cosa de Franco –que renuncia a él–, sino cosa suya, exclusivamente suya. Y acaso todos podamos sacar las consecuencias de ese planteamiento que es harto más claro que el de la seudo-evolución que durante unos cuantos años ha enervado tantas energías.


El país del anti-habeas corpus

El habeas corpus, que es ley en Inglaterra desde 1679 y que en una u otra forma se ha ido incorporando en todas las jurisprudencias democráticas, constituye un derecho y una protección del cuerpo –de la persona– frente a la injusticia y al abuso. Al final de la segunda guerra, el escritor y humanista italiano Ignazio Silone propuso, en una memorable manifestación de intelectuales europeístas, que se completara con la aplicación del habeas animan: el derecho de cada ser humano a su alma. En general, los dos derechos complementarios han quedado incursos en la conciencia colectiva –y en las costumbres– de los pueblos libres y civilizados.

En 1966 y en la Europa occidental sigue habiendo un país –dos con Portugal– completamente al margen de ambos derechos: es la España franquista. Esa España, que exteriormente multiplica las presiones para que se le abran las puertas de la Europa comunitaria, interiormente multiplica las injusticias y los abusos contra la persona física y moral de los españoles, con lo que mantiene cerradas esas puertas en detrimento de los auténticos intereses del país. ¿Cómo aplica el habeas corpus y el habeas animam? Imponiéndoles escandalosas multas a los ciudadanos que se permiten opinar o reclamar unos derechos considerados como elementales en cualquier otro país occidental. Y si esos mismos ciudadanos, en una reacción de dignidad y de resistencia, se niegan a pagar la vil y envilecedora multa monetariamente, el pago es entonces con sus cuerpos mediante el encarcelamiento. Así se ha convertido la España franquista en el país –el único en el Occidente– del anti-habeas corpus y del anti-habeas animam.

El escritor y poeta Dionisio Ridruejo, el dramaturgo Alfonso Sastre, el novelista Armando López Salinas junto con el crítico de arte José María Moreno Galván y el escritor y ensayista José Manuel Caballero Bonald han pasado un mes en la prisión de Carabanchel. Ellos abanderan la causa de la dignidad española. Y ponen de relieve la abyección del régimen ante la conciencia universal legítimamente escandalizada. [4]


Ante la grave crisis del Régimen

Una alternativa ampliamente democrática

En el espectáculo que nos ofrece el régimen franquista en su agonía, no se sabe ya dónde acaba el drama y dónde empieza el sainete. ¿A menos que lo justo sea reducir el conjunto a un arnichesco montaje tragicómico? Tras un suspense de varios días, lo cierto es que el tan cacareado parto de los montee, consistente en la llamada institucionalización sucesoria o continuísta, no se ha producido. Y van… Por consiguiente, el anciano valetudinario que lo personaliza no ha podido presentarse ante la televisión anunciando su siempre omnímoda voluntad al respecto. Y se ha limitado a celebrar sus seis lustros de ejercicio del poder totalitario por medio de un prefúnebre Te Deum seguido de una recepción casi íntima y como vergonzante. Ausente y desinteresado se ha mantenido el pueblo español. ¿Acaso tiene algo que ver con ese tejemaneje poco menos que clandestino? Y ausente y desinteresada se ha mantenido la opinión internacional, que mira ya al franquismo como a una zarza seca al borde de los caminos del mundo moderno.

¿Qué ha sucedido? Se sabe que el viejo dictador ha ido acumulando en una maleta de cuero, que se agranda periódicamente en contraste con la famosa piel de zapa, hasta cinco proyectos de institucionalización de diverso origen y que ni tan sólo ha leído. Se sabe incluso que un ministro le ha hecho redactar a un embajador, autor de uno de los mamotretos, un reducido proyecto de conclusiones o eventuales leyes, enterrado igualmente en la maleta e igualmente sin leer. Y se sabe, en fin, que los ministros andan muy divididos en torno a los artículos que, fuera de la maleta y en muy escasas hojas, les ha hecho distribuir el valetudinario número uno poco antes del consejo del 28 de septiembre. Hasta aquí el jocoso anecdotario para la historia; a su margen –y al margen de los ministros y de su régimen–, lo que todo el mundo sabe, peninsular y universalmente, es que no hay solución continuísta posible y que cada día o cada mes que pasa en este descabellado tira y afloja no hace sino agravar la situación del país.

Que esta agravación se ha hecho de todo punto innegable, el propio consejo de ministros del 28 lo ha demostrado por medio de una serie de medidas financieras, económicas y fiscales tendentes a contener la inflación que viene conociendo el país y que coloca al borde del fracaso el famoso Plan de Desarrollo en el que tantas esperanzas había puesto el sistema. El déficit de la balanza comercial alcanzó, en el ejercicio anterior, la cifra de 250 millones de dólares; según unas previsiones que se consideran harto ajustadas, alcanzará este año la enorme cifra de 2.550 millones de dólares. Teniendo en cuenta los ingresos debidos al fuerte turismo y los procedentes de la mano de obra emigrada a los países prósperos y siempre necesitados de brazos, el déficit real girará alrededor de los mil millones de dólares. ¡Cuatro veces más que el año anterior! Que la situación es altamente alarmante, como lo indicó a fines de agosto el informe de la C.E.C.D., lo prueba el hecho de que el indicado consejo de ministros haya tenido que disminuir los gastos públicos por una suma de seis mil millones de pesetas en el año en curso y otra igual en previsión del año de 1967. Añádase a esto que si bien el aumento del salario mínimo decidido el mes pasado resulta más que insuficiente teniendo en cuenta el constante e incontenible aumento del costo de la vida, lo que provoca un descontento social creciente, ese aumento agravará todavía más el ya gravísimo déficit de la balanza comercial. Es un círculo vicioso llamado a convertirse en lo que se llama un círculo infernal.

La situación se agravará mucho más aún, durante los dos próximos años, debido a las contingencias internacionales. En efecto, a mediados de 1968 y como consecuencia de los acuerdos de Bruselas, desaparecerán las aduanas entre los seis países del Mercado Común y, como consecuencia natural, les serán aplicadas medidas restrictivas o de retorsión a los otros países. Tanto Inglaterra como los países escandinavos –en realidad todos los componentes de la zona de librecambio– inician ya un acercamiento con miras al ingreso en la C.E.E. ¿Y España? Sabido es que el 90% de sus agros (y el 70% de sus naranjas) encuentran tradicionalmente su mercado en los países de la Comunidad. Y es no menos sabido que las negociaciones para su eventual asociación –e incluso para un acuerdo mínimo de compensaciones– están en la vía muerta desde hace años no obstante las activas presiones que ejerce la diplomacia franquista en Bruselas y a través de dos de los gobiernos comunitarios. Mas hoy como ayer –y eso ningún español puede ya ignorarlo–, las dificultades vienen exclusivamente del carácter autoritario del régimen imperante aún en España.

Es evidente que la situación de España, tanto en sus implicaciones nacionales como internacionales –complemento las unas de las otras–, interesa a todos los españoles. Y es no menos evidente que la solución –la verdadera solución creadora– no puede venir de ese régimen, anacrónico en todos los órdenes y plagado de contradicciones; por el contrario, su obstinación en la pervivencia constituye un obstáculo a toda solución. Esta doble evidencia acrecienta la responsabilidad de todas las fuerzas vivas del país y, en primer lugar, de todas y cada una de las oposiciones democráticas. Un día u otro –posiblemente en lo que queda de año–, saldrá de la clandestinidad a la superficie el famoso proyecto de institucionalización continuísta. ¿Se someterá a refrendo como se anuncia? Ya sabemos lo que este refrendo, organizado y controlado por el régimen dictatorial, sin libertades ciudadanas y sin otras posibilidades de propaganda que las oficiales, puede dar de sí. Aun cuando la situación del país ha evolucionado considerablemente desde 1947, será sin duda una repetición del refrendo realizado en dicho año. Las oposiciones, comprendiendo en éstas a todas las fuerzas y todas las tendencias partidarias de una solución democrática, deben ponerse de acuerdo ya desde ahora para la elaboración de una plataforma lo más clara y concreta posible –comprendiendo unos cuantos puntos fundamentales–, capaz de convertirse en un eje de polarización y de ofrecerle al país una alternativa realista y creadora. En suma, una salida auténticamente nacional. Y debe ponerse asimismo de acuerdo sobre las condiciones –y los condicionamientos– de una política en torno al problema España-Europa. Esta política –estamos más que convencidos de ello– la harán suya las fuerzas auténticamente europeístas deseosas de encontrarle una solución al grave problema español.


Cardos al sol

¡Viva la vida!

Hace brevísimas semanas, nostálgico de la tierra –y del sol– de España, emprendí viaje hasta el límite fronterizo del país vasco francés. Empecé la peregrinación dialogando en el recuerdo con algunas sombras amigas. En Hendaya, ante el modesto Hotel Brocca, con la de Miguel de Unamuno, cuyos pasos le llevaban, cada tarde a las cinco, hasta el final –que es el comienzo– del puente con Irún. En Biarritz, por una calleja sombreada y solitaria, con la de José Sánchez Guerra, cuando preparaba la que se llamó sanjuanada. Y en San Juan de Luz, frente al encantador puertecito, con la de Indalecio Prieto, enfermo ya entonces del corazón. Las tres sombras me enternecieron y robustecieron el ánimo.

De San Sebastián me llegaron los ecos de la última semana veraniega y caudillal. Última en su acepción relativa y asimismo en la absoluta. Me trajeron las buenas lenguas que dos ayudantes tenían que tomarle por los sobacos al levantarse del sillón. Y que por vez primera en su luengo caudillaje había abandonado la ciudad a la chita callando sin la tradicional recepción de despedida para que no se viera su avanzada decrepitud. ¡Cómo queda el pretendido secreto de Estado! Un aparato televisor, que miraba distraídamente, me trajo la confirmación. Lo tuve de repente ante los ojos inaugurando no recuerdo qué. Podía apenas levantar y mover el brazo y articular distintamente. Perdónenme todos: me resultó penoso. Recordé el «¡Viva la Muerte!» de hace ya cerca de treinta años. Y, pensando en una España rejuvenecida y reconciliada, me grité interiormente un «¡Viva la Vida!». Pues los hombres pasan, los regímenes mueren; pero los pueblos, eternos y eternamente revirilizados, siguen viviendo y realizándose.

SANCHO.


Le directeur de la publication: M. Collinet.
Imp. «E. P.», 232, rue de Charenton, París-12e.