Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Gonzalo Puente Ojea ]

Las bases teóricas del “Opus Dei”

por X. X. X.

De contradicción en contradicción, de fracaso en fracaso, el régimen franquista desemboca hoy en una crisis de disolución, cuya fisonomía no puede ocultarse al pueblo por más tiempo. Los plazos se han cumplido. En la perplejidad y urgencia de la crisis –que el régimen viene arrastrando con acelerada gravedad desde el primer trimestre de 1956–, el general dudó un momento: ¿Falange?, ¿monárquicos?, ¿qué monárquicos? Falange es, desde hace tiempo, un barquichuelo desmantelado: y el general comprende que en esa embarcación no iba a navegar muy lejos. La otra alternativa es la carta monárquica. Pero monárquico, en España, es un término multívoco. Monárquicos liberales –los más–, monárquicos tradicionales. La mentalidad del dictador, la inspiración de su régimen político totalitario, el carácter reaccionario de los grupos que gozan de mayor audiencia en el Gobierno, todo le lleva a echar mano de ese equipo de monárquicos de ultraderecha que gravitan en la órbita humana del Opus Dei o en sus aledaños, como el más apto para proseguir el juego de la restauración monárquica. Nada hace pensar que el deseo de Franco sea restaurar a corto plazo; todo parece indicar que su nueva táctica es calmar y aplacar con gestos restauradores que, en definitiva, no tienen efectos prácticos. El general desea prolongar hasta el límite de lo posible –probablemente hasta el límite de su propia existencia física– su dictadura. Entonces, llama a su lado a monárquicos que hagan su juego, impacientes por ejercer el mando; monárquicos que propugnan una monarquía absoluta saturada de esencias reaccionarias. Estos monárquicos tradicionales ofrecen al dictador el utillaje doctrinal de la futura instauración de la monarquía tradicional, especie de adorno regio de los grupos en el Poder, cuidadosos de sus solas prerrogativas.

Esta incidencia final del llamado por las gentes «grupo Opus» en la política franquista no es casualidad. El régimen nunca ha contado con la menor posibilidad de liberalización y abertura sin un cambio fundamental de estructuras políticas y el consiguiente desalojo de Franco del poder. Cualquiera de los ingredientes de una política liberalizadora –mayor libertad de prensa, cierto grado de representación popular auténtica, libertad sindical, &c.– subvertiría a cortísimo plazo todo el sistema y obligaría a replantear en su verdadero sentido los problemas políticos en que se debate el país. La presunta evolución del régimen era imposible sin la negación de su esencia totalitaria. Su antiliberalismo y antidemocratismo radicales –único adhesivo del complejo de intereses de los grupos reaccionarios– encierran al régimen en un callejón sin salida: la única sería la devolución al país del ejercicio de sus responsabilidades políticas, secuestradas desde hace veinte años. En ese horizonte, Franco juega la carta de los monárquicos, tradicionales, cuya esencia es franquista, [16] pero con los rigores del que se cree en posesión de un sistema ideológico completo. El «grupo Opus» persigue la instauración de una monarquía dictatorial –de una dictadura coronada– que formalice una rigurosa política totalitaria de reacción. Tal es la significación concreta de su pensamiento contrarrevolucionario. La sedicente monarquía tradicional sería superadora de los podridos esquemas constitucionalistas nacidos en el temprano siglo XIX; es decir, algo muy diverso del modelo inglés, con afinidades con las monarquías continentales del ancien régime, pero –según sus confusas expresiones– mucho más clásica y arquetípica que éstas, pues sus orígenes doctrinales estarían históricamente situados en las Cortes de los reinos hispánicos del Medievo, cuando España aún no era España sino Castilla, Aragón, Cataluña, &c. Delirante utopía, como veremos enseguida. Utopía en doble sentido: porque ese arquetipo no ha existido nunca tal como lo piensan, ni es posible encontrar esa presunta filiación histórica patria; y porque es inaplicable al contexto social de nuestro tiempo en cualquier país de Occidente.

La base teórica

Veamos con algún detenimiento el qué y el cómo de tanto dislate. Parécenos que el fondo que sostiene el fragilísimo edificio teórico del «grupo Opus» en su vertiente política, el sustrato último de la utopía, es justamente la incapacidad temperamental que caracteriza a estos hombres de comprender y vivir el sentido del tiempo, de la sucesión temporal como médula del acontecer histórico, de la inestablidad temporal como modo de existir de las realidades humanas y, por ahí, su incapacidad para captar lo original de cada momento de ese acontecer, el valor creador del instante, la concatenación de esos instantes en un proceso irreversible.

En sus declaraciones públicas y privadas esos hombres manifiestan una insensibilidad para el dato quizás más configurador de nuestro tiempo: la velocidad del tiempo histórico y la interacción social de los diversos esquemas que se combinan en ese acelerado dinamismo. Para ellos, el estudio de la historia tiene solamente un valor pragmático, en cuanto que es un proceso repetible, un movimiento curvo en el que no se produce nada radicalmente nuevo sino la externa modalidad de su aparición. La historia magistra vitae, la historia para aprender a comportarse. El pasado nos enseña a conducirnos. y su aplicación experiencial a la política nos permitirá recomenzar procesos pretéritos evitando errores que nos han arrojado a la crisis presente. Los datos de la circunstancia pueden ser diferentes, pero el drama humano y su protagonista son siempre los mismos, y existe una política natural válida para todo tiempo, porque el tiempo es lo adjetivo, receptáculo; una política perenne, porque la problemática del Poder está enraizada en disposiciones naturales constantes del ser humano, del que manda y del que obedece. Los hechos históricos se repiten significativamente, aunque las situaciones y los individuos sean otros. Para esta mirada no existe progreso, ni siquiera, a la verdad, transformación progresiva, pues al instante se le ha hurtado la dimensión original y creadora: esta vida es siempre igual. Tal posición es la antítesis del historicismo como forma extrema de la vivencia del tiempo.

A esta menguada intelección y arcaica vivencia del acontecer suele ir curiosamente asociada, en estos monárquicos tradicionales, una visión catastrofista de la historia. Para ellos, el vivir histórico no fluye apretadamente de la tupida trama de los mil hilos que tejen las realidades humanas en procesos de conexiones múltiples e inextricables, en condicionamientos recíprocos de individuos y estructuras sociales que acotan rígidamente el campo de lo posible, de lo realizable en determinado momento. El acontecer histórico no es visto según la perspectiva de una continuidad fundamental en cuya virtud bajo las revoluciones laten las evoluciones; una continuidad que utiliza las revoluciones como instancias de aceleración y de condensación de factores evolutivos llegados a un punto suficiente de madurez. Para esas gentes, las llamadas crisis históricas, revoluciones históricas, son cataclismos que irrumpen sin que nos apercibamos, coyunturas catastróficas que imprimen un brusco viraje al rumbo del acontecer, [17] coyunturas evitables que el sujeto humano padece por no haber sabido controlar sus bajas inclinaciones. Se inicia, entonces, una nueva trayectoria en la que el hombre puede corregir sus yerros o hundirse aún más en un caos vergonzante. En esta visión se lleva al máximo una interpretación de la criatura humana como ente libérrimo, se llega a un semipelagianismo histórico. Desde este ángulo, hay un interés en estudiar prolijamente las incidencias y acaecimientos –despojados del hado y de la novedad– de ese rondar pretérito del que somos más que herederos, testigos. Si la historia muestra al hombre sus yerros, también permite dibujar, espigando en sus aciertos, una política que difiera hasta el límite de lo posible la irrupción de esa especie de catástrofe final, la apocalíptica. Esta es la manera superficial con que los monárquicos tradicionales que nos ocupan interpretan y sazonan ciertos ingredientes, legítimos, de la visión cristiana de la historia.

Incongruencia y contradicciones

Sobre este trasfondo de insensibilidad para las exigencias de la historia, se alza una interpretación simplista de la historia política de España y una doctrina política incongruente y contradictoria.

Porque la contradicción surge a cada momento de la pluma y de la palabra de estos monárquicos tradicionales, incluso en los de mayor empaque teórico. Los escritos de Rafael Calvo Serer, máximo inspirador del grupo, abundan en expresiones de puro verbalismo «revolución restauradora», «contrarrevolución restauradora», «restauración integral», en que se delata ya la falta de un mínimo rigor intelectual. La utopía les lleva constantemente a evadirse de la trama de datos reales y a hablar confusamente de la «tercera posición». Con una cierta ilustración, el libro de Calvo Teoría de la Restauración está saturado de las esencias de esa breve fenomenología que hemos bosquejado relativa a la manera de sentir la historia del burgués reaccionario y, especialmente, de esta especie de monárquicos tradicionales. Todo el libro de Calvo gravita sobre un «esquema curvo de la eterna e ideal historia», como gusta el autor de repetir con cita de Peter Wust: el esquema revolución-reacción-restauración, como fórmula matemática del acontecer histórico.

La filiación intelectual que aducen estos hombres, muy especialmente Calvo, es un amasijo de pensadores heterogéneos, falsamente interpretados las más de las veces. Se baraja a Kirk con Eucken, a Rüstow con Burke, a Hayek, Belloc y Chesterton con Lippman, Roepke, Dawson y Acton. Se desnaturaliza el pensamiento clásico del conservadurismo de progenie liberal, si bien antidemocrática (Burke), al enraizarlo en corrientes contrarrevolucionarias de carácter tradicional y medievalista, escindiéndolo de la tradición humanista occidental en la que debe situársele. El pensamiento conservador se asocia, sin el menor escrúpulo científico, con los Bonald, De Maistre, Donoso, y también con los Spann, Spengler, Maurras. Este amasijo sólo es explicable sobre la base de un mal entendimiento de la dispar significación de esas líneas de pensamiento.

De otra parte, la pretensión de enraizar su pensamiento en la tradición histórica española es completamente vana. El tradicionalismo español decimonónico ha sido insensible a nuestra tradición medieval en cuanto a nuestro pensamiento clásico de los Siglos de Oro, no captó su verdadero significado democrático e ignoró, prácticamente, la filosofía política de la línea suareciana. La reivindicación de la sabiduría política del Medievo español fue obra de los doceañistas: los Martínez Marina, Toreno, Argüelles, &c., cuya sensibilidad histórica era infinitamente superior a la de los católicos tradicionalistas, presos en dilemas rígidos y falseadores. Esta línea liberal de estudios históricos tiene brillante continuación en el grupo de colectivistas, desde Flórez Estrada hasta Costa, y en la escuela de Menéndez Pelayo, Bonilla San Martín, Ureña, Asín, Menéndez Pidal, hasta llegar a Américo Castro y Sánchez Albornoz. El descubrimiento de Castilla, de los castillos, del paisaje castellano, es obra de la intelectualidad progresista y liberal, de los hombres del 98. [18]

Estas escasas referencias bastan para desacreditar las pretensiones del tradicionalismo de haber reivindicado la historia patria y captado la esencia nacional. Por el contrario –¡qué paradoja!–, el pensamiento del «grupo Opus» está profundamente influido por las corrientes reaccionarias decimonónicas de la primera mitad del siglo pasado, específicamente por la línea doctrinal del tradicionalismo francés y español –condenado por la Iglesia, lo mismo que la obra de Maurras– y por ciertos segmentos –los más reaccionarios– del romanticismo político germano. Se trata, por consiguiente, de una tradición reciente, foránea, muy poco española. Donoso es, en nuestra patria, un fenómeno excepcional y muestra un talante de escasas resonancias hispánicas.

Los monárquicos tradicionales manifiestan, por lo general, una ignorancia increíble de la historia de España, que les conduce a otorgar estatuto de esencia a lo que son solamente excrecencias de nuestro acontecer histórico. Una crítica seria de los escritos de nuestros tradicionalistas decimonónicos y de los escritores del «grupo Opus» llegaría a resultados de escándalo. El carácter oportunista de este grupo queda de manifiesto, repetimos, al considerar la incoherente mixtura de inspiradores doctrinales. Los pensadores conservadores mencionados anteriormente aparecen en compañía de los Vázquez de Mella, los Pradera, los Maeztu; y éstos, del brazo de los existencialistas cristianos como Häcker, Wust, Guardini.

El temperamento liberal del conservadurismo occidental –Montesquieu, Burke– no puede ofrecer dudas a un observador serio de las ideas. El antimedievalismo y el poco apego a la escolástica son caracteres dominantes del existencialismo cristiano de hoy y de la moderna teología de la historia. El «grupo Opus» resulta burlado en sus propósitos, a pesar del especial cuidado que pone en ofrecer al lector el pensamiento más reaccionario dentro de la vasta topografía intelectual del pensamiento católico de nuestro tiempo. Parecen ignorar sistemáticamente la obra de los católicos progresistas, cuya producción intelectual es del más alto valor y ha conquistado el respeto y la admiración incluso de los medios más alejados de nuestra fe católica. La mayor parte de los lectores españoles lo han comprendido, agotando rápidamente la primera edición, en versión española, del importante libro del dominico Yves Congar, Vraie et fausse réforme dans l'Eglise (cuya segunda edición ya vió la luz), y acogiendo con calor las versiones españolas de [19] libros como el breve y enjundioso Penser chrétiennement notre temps, del canónigo Jacques Leclerc, el muy importante de Heinrich Rommen –eminente intérprete de Suárez–, titulado en la versión española El Estado en el pensamiento católico.

El carácter multiforme y reaccionario del «grupo Opus» resulta patente al repasar el catálogo de publicaciones de la Biblioteca del Pensamiento Actual, dirigida por Calvo Serer. En la política cultural del régimen franquista este grupo tuvo, desde sus primeros tiempos, una honda influencia, exteriorizada en la revista general del Consejo de Investigaciones Científicas –antigua Junta para Ampliación de Estudios–, denominada Arbor, dirigida y monopolizada durante mucho tiempo por Calvo y sus correligionarios, y que sigue gravitando en la órbita menos liberal de nuestros medios culturales. En el lado opuesto a Arbor, la Revista de Estudios Políticos ha seguido, de la mano de su antiguo director Javier Conde –de filiación extremista y último mentor intelectual del caudillismo falangista–, una línea mucho más actual, de resonancias neomarxistas y nacionalsocialistas, pero con nivel científico innegablemente muy superior al equipo de Arbor. Ultimamente, en el año 1956, se publicó una nueva revista mensual, Punta Europa, dirigida y financiada por los grupos monárquicos tradicionales de intereses, e inspirada en la doctrina del «grupo Opus». Las exageraciones a que ha llegado esta revista en la polémica intelectual mejoran cualquier record pasado. La polémica del P. Pacios –un Fonseca con peores modales literarios– con Aranguren da la medida del espíritu sectario de estas gentes.

Reaccionarismo político

El aristocratismo, en política y en economía, de la doctrina del «grupo Opus» es reflejo de su tinte reaccionario y de su enemiga a cualquier modalidad del igualitarismo. El mito de la minoría, de prosapia fascista, se tiñe de un mesianismo sui generis y de un internacionalismo con añoranzas de Santa Alianza. La unión internacional de las minorías, escribe Calvo, «ha de ser el primer esfuerzo de los hombres empeñados en evitar que la Revolución destruya a la Humanidad» (Teoría de la Restauración, Madrid, 1950). El Manifeste des Inégaux, del ciudadano Fabricius Dupont (París, 1948), señala el camino de esa «Internacional de la Restauración».

La sabiduría de estos tranquilizadores de conciencias, bien acomodados e instalados en la vida, cobra acentos de gran sinceridad en frases como estas: «Es contrario... –escribe Calvo– a la esencia humana y a la sociedad, el anteponer cualquier derecho al deber del hombre de conformarse con su propia condición vital». A un temperamento e idiosincrasia reaccionarios, se une en ellos una radical incomprensión de la condición y estructura de nuestra sociedad, en su estadio de las técnicas industriales y de la automación. El núcleo de su política se cifra en la «superación, por la Restauración integral, de la antítesis revolución-reacción, que lleva, en la lucha por el poder, hasta el absolutismo democrático, verdadero totalitarismo» y en la «superación de la masificación, mediante el establecimiento de una más justa jerarquía social». El simplismo de estas afirmaciones es sobrecogedor; parece como si la masificación de nuestra sociedad fuese una cabezonería lamentable de nuestra época. Parecen ignorar totalmente la obra de análisis de la psicología social y de la sociología industrial de hoy.

La panacea para tanta superación vendría dada por una monarquía personalista y absoluta, como último e imponente remate de una sociedad estamental cuyo funcionamiento estaría garantizado por un sistema de pseudo-representación corporativa. En su argot, una democracia orgánica..., sin sufragio universal y sin gabinete responsable ante las cámaras. Los partidos políticos estarían proscritos, en cuanto formaciones aberrantes de la vida política. Como se ve, estos hombres, en el delirio de la utopía, quieren resucitar la sociedad del ancien régime, con sus estamentos y sus cuerpos naturales, pero sin las fuerzas inmanentes que iban trabajando en su seno para su radical transformación.

Lo que hemos dicho de su visión discontinua, repetible y catastrófica de la historia [20] está elocuentemente ejemplificado en su interpretación de la Revolución francesa. Ignoran que el perecimiento de la sociedad del antiguo régimen no puede fecharse arbitrariamente en 1789, pues esta fecha no representa más que la culminación ruidosa de un largo proceso de desintegración del orden prerrenacentista y, a la vez, de un proceso de configuración de las estructuras de la sociedad burguesa que alcanzó su vértice en el siglo XIX. No ven la Revolución como remate del trabajo sordo y prolongado de las fuerzas de transformación que alberga la historia, sino como acontecimiento inesperado que nos llueve del cielo para purgar nuestras culpas.

La utopía es notoria en el orden teórico. En el orden práctico, la realización del sistema conduciría a la dictadura regia y a un régimen de monopolio del poder económico-político, en favor de los grupos minoritarios de la alta burguesía encaramada en la cúspide de la decantada «jerarquía social»; las viejas y nuevas aristocracias enriquecidas, los grupos financieros de presión gobernando; las jerarquías eclesiásticas, bien seleccionadas a través del patronato regio, refrendando el nuevo orden. El catolicismo de Estado se reforzaría por las atribuciones políticas de consejo, otorgadas a los obispos, siguiendo, corregido y aumentado, el modelo franquista.

La libertad de conciencia quedaría constreñida a los estrechos límites de lo privado, y una organización drástica de la censura impondría una doble restricción de la libertad de expresión y de crítica: la derivada de la salvaguardia del dogma católico en cuanto religión de Estado y consustancial al orden monárquico-tradicional, y la exigida por la defensa de los principios doctrinales de la Restauración y de su específica concepción del mundo. La política restauradora sólo es posible sobre «una gran unidad de pensamiento y la perfecta comunidad de vocabulario», dice Calvo transcribiendo a Maurras. Planeación ideológica totalitaria llevada al límite, apoyada en la fuerza coactiva. Cultura y coerción aparecen elocuentemente asociadas en este texto: «De esta forma deslindada la cuestión, una política restauradora requiere una política cultural y una concentración extraordinaria del poder, porque cualquier sistema de ideas –revolucionarias o restauradoras– necesita de la política para configurar a la sociedad». Y prosigue: «Estalla aquí el interrogante: ¿ha servido alguna política el sistema de ideas de la Restauración? La vieja cuestión de la colaboración entre el político y el filósofo –el intelectual, diríamos hoy– adquiere una agudizada actualidad. El político revolucionario, el político marxista, son en el presente ejemplos vivos de esta concepción instrumental de la política y de esta fidelidad a un sistema de ideas, que tiene actualmente una ejemplarización en Stalin, teórico del materialismo dialéctico.» Consecuencia: «El político, al mismo tiempo que rehace la conciencia nacional, ha de lograr la unidad, mediante una reforma intelectual y moral, planeada y dirigida por una minoría, para dar forma a la comunidad aprovechando los medios de la publicística.» Para que los medios publicitarios cumplan su función, «la censura tiene que ser empleada como medio de facilitar la obra creadora, y por ello ha de adquirir un sentido jurídico preciso y no puede ser arbitraria ni reducirse a mera restricción»; o sea: no sólo censura, sino que impone ideas e incluso un vocabulario. No sé de ningún teórico que haya llegado más lejos en esta Stimmung de la violencia.

La apología de la fuerza, su fe en la violencia como valor político, queda reflejada en este texto: «El triunfo guerrero –escribe Calvo refiriéndose a 1939– ha hecho posible, de una parte, la eliminación de principios destructores; de otra, la creación de un ambiente cultural aislado de la atmósfera europea desintegradora, lo que ha permitido el desarrollo del pensamiento tradicional.» Y añade, con nostalgia de otros tiempos: «Pero hoy, cuando se pueden infiltrar otra vez las doctrinas destructoras a través de las concesiones a que obliga el diálogo, debemos tener conciencia clara de esta situación nuestra, y aplicar a la lucha intelectual el heroísmo de que hemos sido capaces con las armas.»

La doctrina económica

La doctrina económica que propugnan estos grupos de monárquicos tradicionales [21] es de una vaguedad considerable y está en flagrante contradicción con su doctrina política y con sus interpretaciones históricas. En este sector queda bien patente su incomprensión, y hasta ignorancia, de los datos socioeconómicos de nuestra sociedad. Estos teóricos que hablan de corporaciones, de estructura jerárquica de la sociedad, de gobierno personal y absoluto del monarca; que son antiliberales en el campo de las ideas y de las soluciones políticas, que son antidemócratas y desprecian las sociedades «discutidoras», estos teóricos propugnan un sistema liberal de la organización económica, un régimen competitivo capitalista sin trabas, la estructuración de las relaciones socioeconómicas a través del libre juego del mercado. Aparte del anacronismo de estas recetas de laissez-faire, parecen no haberse enterado de que un liberalismo económico produce, en virtud de una conexión sociológica insalvable, unas clases ideológicamente liberales y temperamentalmente «discutidoras», como ellos dicen despectivamente. El sabor intensamente decimonónico de esta doctrina pseudotradicional se delata en este tratamiento inconsistente, antiguo y apresurado de los problemas económicos. En su Biblioteca del Pensamiento Actual, nos ofrecen a Eucken y a Perpiñá como doctrina económica a la altura de los tiempos. Los análisis de Walter Eucken, todos los economistas saben que resultan ya superados por el análisis económico posterior; en cuanto a Perpiñá, se mueve en esquemas liberales de la economía anticuados, que le llevan a rechazar la planificación.

Estos monárquicos tradicionales, promotores de una planificación ideológica extrema, servida por un aparato de censura a la medida de su intolerancia, se entregan a fórmulas económicas del más desusado laissez faire, que conducirían, en un país como España, al incremento de la desigualdad económica entre las clases –hoy ya muy agudizada– y al aún mayor robustecimiento de las presiones monopolísticas y de la concentración de capital en manos de los grupos privilegiados, con la consiguiente pauperización de las clases asalariadas y el mayor quebranto de las clases medias inferiores, al borde del agotamiento. Con estas doctrinas se defiende, con el mayor descaro, el conjunto de intereses de los grupos financieros y de la alta burocracia enriquecida al amparo de la política franquista.

La incongruencia salta una vez más al enterarnos de que estos hombres se proponen realizar una revolución desde arriba, no sólo ideológica, sino también socioeconómica. Escribe Calvo: «Esta revolución restauradora, que viene de arriba a abajo y no de abajo a arriba, es un fenómeno social enteramente nuevo, al cual, siguiendo a Hans Freyer, podemos llamar revolución de la derecha. La palabra revolución está así empleada accidentalmente, subordinada a la restauración en la que se halla el fin al que instrumentalmente sirve el ímpetu revolucionario.» ¿Qué sentido tiene hablar de «revolución desde arriba»? Porque la imprecisión de la expresión no da, sin embargo, lugar a dudas: arriba está la burguesía acomodada, los grupos de poder beneficiados por la dictadura franquista. Ahora bien, de la clase poseyente, la burguesía de derechas, jamás se ha sabido de su voluntario desposeimiento, en ningún tiempo ni meridiano. La revolución desde arriba sólo puede consistir en un verbalismo ingenuo o en el engaño deliberado y de mala fe.

La despreocupación por los problemas económicos y la falta de verdadera conciencia social es patente en los hombres del «grupo Opus» y sus clientelas monárquicas. Como saben que no pueden descuidar ese flanco, sus escritos y discursos están bien aderezados de protestas en pro de la justicia social. A su monarquía la subtitulan «social y representativa». [22] ¿Social, dónde está su programa y su espíritu? ¿Representativa, a qué mayorías representan?... Todos los verbalismos se esfuman cuando se los trata personalmente; entonces se revelan como hombres devorados por la sed de mando, intolerantes e insensibles a los problemas sociales, sin la menor idea de los problemas estructurales del país, los cuales son de infraestructura y jamás serán resueltos en el plano de la pugna ideológica, única que parece interesarles a estos hombres, y que sólo conduce a la guerra fratricida.

El talante fascista

El talante fascista de estos grupos se manifiesta, por ejemplo, en su apego a los esquemas irracionales. En el vértigo del simplismo, hacen del español un animal raro, marginal al proceso occidental de racionalización. «El español –escribe Calvo– es el hombre menos racionalizado, tanto considerado antropológicamente como si lo estudiamos a través de la historia del espíritu y de la civilización. Faltan en España los ideólogos, los extremistas doctrinarios; España no tiene comprensión para un orden exclusivamente racional.» España, naturalmente, son ellos. Su vocación oscurantista y su antropología pesimista apenas están disimuladas en dicho texto. De ahí que no toleren las líneas de pensamiento católico que no repudien a radice al mundo moderno, post-renacentista. De ahí su negación global de todo lo que la humanidad ha producido en los cuatro últimos siglos y su negativa a espigar en los numerosos valores descubiertos por el hombre moderno para integrarlos en una visión cristiana de la historia en constante enriquecimiento.

La ligera afirmación de que en nuestro país no han existido ni ideólogos ni extremistas doctrinarios es algo más que una falta de probidad científica: es el olvido deliberado de lo que ofrece nuestro mundo cotidiano. ¿Olvida el señor Calvo la existencia de nuestros pensadores liberales, esos que tanta irritación le causan a lo largo de sus escritos; los liberales viejos, los que acuñaron la palabra liberalismo, y los nuevos, a los que tanta tinta y tanto denuedo emplea en combatir? ¿Olvida que España ha tenido sus anarquistas teóricos y prácticos, sus epígonos de Bakunin y de Kropotkin? ¿Olvida que nuestro inventario de doctrinarios, ideólogos y arbitristas es interminable? ¿Y los ilustrados y los afrancesados?

Intolerancia absoluta

Hay dos puntos en que el pensamiento de los monárquicos tradicionales manifiesta a placer su intolerancia: el tema de las dos Españas y el de los católicos progresistas.

Lo que les interesa de la historia de España es la pugna ortodoxia-heterodoxia. Esta disyunción es el máximo criterio de pertinencia política, ahí está la clave de toda nuestra historia. Todo lo que ofrece la historia española es contabilizable por partida doble, en el que el Debe y el Haber reza Ortodoxia y Heterodoxia. Profundizar en este aspecto alargaría innecesariamente estas páginas. Citemos sólo un texto expresivo de este deslinde riguroso de bien y mal, bien sin mezcla de mal, y mal sin mezcla de bien: «Hundido semejante Instituto –escribe Calvo refiriéndose al Instituto-Escuela– en los escombros de una Ciudad Universitaria, con la desesperada violencia de quienes vieron en la guerra el último medio de reconstruir la vida española del espíritu, la interpretación nacional de Menéndez Pelayo se reinstala con la victoria, en su propia Facultad. Bajo el signo de la nueva vigencia de esta interpretación, se comienza a hacer filosofía tradicional, partiendo de la posición cero, pues la asepsia anterior respecto del pensamiento cristiano no había dejado nada, lo cual explica los balbuceos. debilidades y deficiencias de los primeros años.

En España, todo lo que no está en la línea de esa Restauración imaginada propende a la heterodoxia. Con un cinismo impresionante se llega a tergiversar períodos completos de nuestra historia. «En España, la Restauración o pensamiento de la Contrarrevolución tuvo a su favor el llamado carácter medievalista de la cultura española: el Renacimiento español, el Barroco, el sentido cristiano en el siglo XVIII. Con la restauración alfonsina comienza la lucha de las ideas revolucionarias y las [23] restauradoras, que entre nosotros se expresan como pensamiento tradicional en Menéndez Pelayo, Vázquez de Mella y últimamente en Acción Española, en el movimiento intelectual y político impulsado por Eugenio Vegas.» Detalle significativo: el Menéndez Pelayo que maneja Calvo reiteradamente es sólo el de la polémica con los krausistas. Su polémica igualmente significativa –o quizás más– con el P. Fonseca y los medievalistas, es cuidadosamente silenciada. Menéndez Pelayo era temperamental e ideológicamente lo más opuesto a la mentalidad del «Opus Dei».

Pero la verdadera bête noire para estos monárquicos tradicionales es el católico de espíritu amplio, abierto a su tiempo, progresista, lo que llaman «católico de izquierda». Este es el personaje más incómodo, el más peligroso para ellos. Resulta inconfortable porque quiebra el monopolio interesado de un credo religioso común, porque destruye con su testimonio y con su fe los esquemas falseadores y los fáciles dilemas del monárquico tradicional. La inquina es evidente cuando al hablar de la «boba admiración por lo revolucionario» del católico de espíritu liberal, escribe: «Su gran preocupación es estar a toda costa a la altura del tiempo, lo cual lleva a las mayores aberraciones: catolicismo liberal, socialistas católicos, demócratas cristianos, católicos rojos, católicos progresistas, católicos comunistas.» En esa mezcolanza la prosa inquisitorial de Calvo alcanza su punto culminante.

Pero estos hombres ocultan a toda costa la existencia de amplios y vigorosos sectores de católicos de espíritu liberal, que con su actitud son hoy los únicos garantes de un catolicismo que, desgraciadamente, no ha estado, en muchas ocasiones, a la altura de las circunstancias durante estos últimos veinte años de predominio incontestado.

Volviendo al punto de partida de este artículo, insistamos en el superfranquismo del «Opus Dei», cuyo ideal político es un sistema totalitario coronado, con todos los atributos de la fuerza. Su novedad es la sustitución del partido único por una minoría de gente privilegiada ocupada en preservar por todos los medios sus intereses de grupo, con absoluta exclusión del pueblo, al que ni siquiera teóricamente sería imputada la soberanía.

No hay, pues, la menor casualidad en el acceso del «grupo Opus» y de sus clientelas al Poder, en virtud de la parcela de su confianza que Franco les ha entregado. En el conjunto de los actos contradictorios y oportunistas del general-dictador, esta limitada entrega de confianza es el más congruente con el contenido político del franquismo. Es el franquismo a la enésima potencia. Cuando el régimen hace agua por todos los costados, cuando la oposición liberal es creciente y exige una liberalización de las estructuras del poder y una abertura del sistema, éste se cierra aún más, alcanza un nuevo paroxismo de dureza e intransigencia y acude al estrato más reaccionario.

Una consideración final. Los grupos más inteligentes y políticamente honestos que apoyan la restauración monárquica saben cuál es el mayor enemigo de la monarquía: la colaboración con Franco para instaurar, cuando llegue a estar incapacitado para el ejercicio del Poder, una monarquía reaccionaria, tradicional y absoluta como la diseñada por los teóricos de que acabamos de ocuparnos. Esos grupos saben que en estos momentos se juega, quizás para siempre, el destino de la monarquía española, y que la solución del tradicionalismo es la tumba definitiva de la institución regia.

X. X. X.

«Supongamos un gobierno... que reconoce a la Iglesia, concede a sus pontífices una categoría oficial, hace obligatoria la enseñanza religiosa en las escuelas, paga un sueldo al clero y ayuda a la Iglesia a emprender aquellas obras, que estima necesarias. Todo esto constituye los valores religiosos inmediatos... Pero este gobierno puede ser, en otros aspectos que llamaremos lejanamente religiosos, violento e injusto. Puede que descuide el bien del pueblo, que sea cruel con sus adversarios, que humille las libertades más legítimas. Los católicos se inclinarán, llevados por su fervor, a juzgar todo esto secundario, confiados en que si se desarrolla sin obstáculos la vida cristiana, esos pequeños defectos se resolverán por sí mismos... En suma, los católicos razonan como los comunistas cuando se les arguyen las crueldades e injusticias de la Rusia soviética... Cuando un régimen político sostiene la Iglesia, entiende recibir el pago de su actitud, exige que a su vez la Iglesia lo sostenga. Entre otras cosas, sostenerlo estriba en defenderlo y en justificar todas sus iniciativas; las ventajas que concede a la Iglesia son, pues, un toma y daca... Así, la Iglesia arrastra consigo una clientela impura que especula con la religión para conseguir fines temporales, y la situación es inextricable porque entre esas dos formas de clericalismo (la que radica en subordinar lo temporal a lo espiritual y la que trata de colocar lo espiritual al servicio de lo temporal) existen formas intermedias que se mezclan entre ellas con dosis variables de modo infinito.» (Canonigo Jacques Leclerc, Le cléricalisme existe-t-il?, 1950.)