Filosofía en español 
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La conciencia histórica: el tiempo

por María Zambrano

El tener lo que se ha nombrado “conciencia histórica” es la característica del hombre de nuestros días. El hombre ha sido siempre un ser histórico. Mas hasta ahora la historia la hacían solamente unos cuantos, y los demás sólo la padecían. Hoy, por diversas causas, la historia la hacemos entre todos; la sufrimos todos también y todos hemos venido a ser sus protagonistas.

No es la primera vez que en la vida de los pueblos occidentales la multitud entra en la historia. Ha irrumpido en todos los períodos de imperialismo, que lo han sido también de incorporación, no solamente de diferentes pueblos a un poder unitario, sino de masas de hombres a la condición de ciudadanos. Las guerras gigantescas, las condenaciones en masa, vergüenza de nuestra época, han traído, o han intensificado este proceso de participación en la historia de multitudes enteras que permanecían como al margen, pasivamente.

Pues el hombre puede estar en la historia de varias maneras: pasivamente o en activo. Lo cual sólo se realiza por entero cuando se acepta la responsabilidad o cuando se la vive moralmente.

En modo pasivo, todos los hombres han sido traídos y llevados y aun arrastrados por fuerzas extrañas, a las cuales se ha llamado, a veces “sino” y a veces “dioses” –lo cual no roza siquiera la cuestión de la existencia de Dios–. Y nada hay que degrade y humille más al ser humano que el ser movido sin saber por qué, sin saber por quién, el ser movido desde fuera de sí mismo. Tal le ha sucedido con la historia.

Pues la primera forma de encontrarse en una realidad humanamente es soportarla, padecerla simplemente. Y en esta situación se es, muchas veces, juguete de ella. Mas cuando el padecer una realidad, cualquiera que ésta sea, llega al extremo de lo soportable, entonces se manifiesta, cobra la plenitud de su realidad. Se diría que para el hombre sólo son visibles ciertas realidades, más aún, sólo es visible la realidad en tanto que tal, después de haberla padecido largamente y como en sueños, en una especie de pesadilla. Ver la realidad como realidad, es siempre un despertar a ella. Y sucede en un instante.

La realidad que es la historia ha sido larga, pesadamente padecida por la mayoría de los hombres y especialmente por esos que integran la multitud, “la masa”, pues les ha sido inasequible el único consuelo: decidir, pensar, actuar responsablemente, o al menos asistir con cierto grado de conciencia al proceso que los devoraba. De esta pesadilla que dura desde la noche de los tiempos, se ha querido sacudir rebelándose. Mas rebelarse, tanto en la vida personal como en la histórica, puede ser aniquilarse, hundirse en forma irremediable, para que la historia vuelva a recomenzar en un punto más bajo aún de aquel en que se produjo la rebelión. Tal ha sido el riesgo corrido en estos años que están al pasar en nuestra “Cultura de Occidente”. [26] El único modo de que tal hundimiento no se produzca es hacer extensiva la conciencia histórica, al par que se abre cauce a una sociedad digna de esta conciencia y de la persona humana de donde brota. Es decir, traspasar un umbral jamás traspasado en la vida colectiva; disponerse a crear una sociedad humanizada.

Sólo a través de la conciencia histórica se podrá lograr, ir logrando, lentamente, lo que la esperanza pide y lo que la necesidad reclama.

Pues que se trata de todo lo contrario de una “Revolución”, proceso instantáneo con el cual el hombre occidental ha soñado y querido librarse de la pesadilla histórica. Porque ha confundido el instante del despertar con la realización. Y despertar de una pesadilla sucede en un instante, como todos sabemos por experiencia. Aparece entonces la realidad, la verdadera, encubierta por la pesadilla de un monstruo, máscara de la realidad desatendida, agredida. Monstruo, pesadilla, ha llegado a ser la historia para nosotros en estos últimos tiempos; y más, porque unos cuantos habían ya despertado. Y hay dentro del instante un átomo, o sub-instante en que el monstruo se convierte en Esfinge. La Esfinge milenaria que se alza en el desierto, porque todavía el tiempo aquel en que somos conscientes y pensamos, el tiempo sucesivo en que ejercemos la libertad, no ha comenzado a transcurrir. No transcurrirá mientras no lleguemos a entrever la realidad que acecha y gime dentro de la Esfinge. Y es siempre la misma: el hombre.

Este instante, el primero del despertar, es el más cargado de peligro, pues se pasa de sentir el peso del monstruo de la pesadilla al vacío. Es el instante de la perplejidad que antecede a la conciencia y la obliga a nacer. Y el de la confusión. Ya que nada azora tanto como encontrarse consigo mismo. ¿Qué hacer ante esa imagen que de pronto me arroja el espejo y que tan mal se aviene con aquella que yo me he creado? Aunque sólo fuese por su precisión, espanta. Y espanta, porque está fuera: porque me mira, y la que yo tengo va dentro de mí y la miro yo.

¿Y qué hacer con mi propio ser, cuando me sale al encuentro? Por el solo hecho de que me salga al encuentro, me reclama como un mendigo, como un condenado, al menos como un olvidado. Y también como un desconocido. Y lo primero que surge en mi ánimo es una queja dirigida a mí mismo: ¿qué he hecho de mí mismo que ando por “ahí”, fuera, y que me he quedado “aquí”, fijo y paralizado? Si creo que se trata sólo del pasado, entonces el sentimiento de culpa es inevitable y puede ser aplastante. Mas sucede que en la figura del hombre escondida en la Esfinge, hay, sí, un condenado; hay también un desconocido. El condenado es el que padeció tan largo trecho; el desconocido es el que clama por ser, lo porvenir. Pasado y porvenir se unen en este enigma. No podría suceder de otro modo, dado que el hombre se encuentra siempre así: viniendo de un pasado hacia un porvenir. Y a las condenaciones y errores del pasado, sólo da remedio el porvenir, si se hace que ese porvenir no sea una repetición, reiteración del pasado, si se hace que sea de verdad, porvenir. Algo un tanto inédito, mas necesario; algo nuevo, mas que se desprende de todo lo habido. Historia verdadera, que sólo desde la conciencia –a través de la perplejidad y de la confusión– puede nacer. Se llegará a ella apurando todos los componentes desde ese instante del “despertar de la pesadilla”: confusión, perplejidad, vacío ante el desierto transitorio por la conciencia de un pensamiento en el tiempo y que lo tiene en cuenta. Es decir, lo contrario de una Revolución.

Mas, según parece, podemos esperar que los terribles acontecimientos de que apenas hemos salido los occidentales, no hayan hecho sino intensificar la conciencia histórica que desde lejos se venía anunciando. Eso hace que la perplejidad llegue al extremo. Conciencia es ya de por sí perplejidad, hacerse cuestión, dudar. Si se acepta algo como una fatalidad del destino o de los dioses; más aún, si ni siquiera se ha sentido la necesidad de pensar en ellos como explicación de lo que nos sucede, lo soportamos simplemente, sin rebelarnos; se vive entonces resbalando sobre los acontecimientos que más nos atañen, que ni siquiera se nos presentan dibujados, ni llegan a tener un rostro, una figura ante nuestros ojos. No da lugar entonces a la perplejidad. [27]

Vemos que lo que sucede de original en los días de ahora es que estamos asistiendo a la historia, a su proceso con mayor lucidez que otras veces; que tenemos mayor y más clara conciencia de los conflictos que así se han convertido en problemas. Que nunca en verdad el hombre había sido problema ante sí mismo; nunca se había constituido en problema. Vivía sus conflictos, que es cosa distinta. Hoy los conflictos se presentan como problemas; esta es la novedad.

No es decir que cada época de la historia no haya tenido su moral vigente. Ni que en los llamados acontecimientos históricos no rigiera una cierta moral, o que hayan faltado alguna vez los ojos de un censor de las públicas costumbres, ni un juicio más o menos crítico ante las desdichas. Todo eso lo ha habido; mas el hombre no pretendía “dirigir su historia”; no se hacía cuestión de ella sintiendo que en la misma se jugaba algo decisivo de su ser. Aceptar la historia no era una cuestión moral; no era una cuestión siquiera el aceptarla. Y no se escrutaba su sentido, como si se tratase de un drama del cual la condición humana es la protagonista. Y esto es, justamente, lo que sucede hoy en todos los que cada día en mayor número se van sintiendo penetrados de conciencia histórica.

Otra característica de la conciencia histórica es el tener en cuenta y aun el pretender abarcar los acontecimientos todos que se registran en cualquier parte del planeta. El que el hombre de hoy viva la historia universal en sentido horizontal también, diríamos; el que sintamos ligados entre sí, como partes de un mismo drama, los sucesos ocurridos en los lugares más alejados del país en que vivimos. En cada época, además, un país daba la nota dominante. Europa ha tenido siempre una cierta unidad, que se ha ido acentuando en forma creciente hasta justificar la definición que Ortega y Gasset dará de ella al decir: “Europa es un equilibrio”.

El continente americano, por su parte, nació históricamente bajo el signo de la unidad; de la unidad indiferenciada primero; de la unidad constituida más tarde, en lo que hace a Norteamérica. De una unidad de concepción y de analogía que se desmembra en países diferentes en Hispanoamérica. Pues Hispanoamérica es más bien –en su situación actual– la desmembración de una o algunas grandes unidades. Un fondo común sobre el cual se dió la unidad de cada país al lograr su independencia. Hoy día estas dos mitades de ese continente forman parte del llamado mundo occidental. De su parte, la Unión Soviética y algunos de los países asiáticos forman el mundo oriental{1}. Independientemente de la suerte que corra la relación entre ambos, y en consecuencia la suerte del mundo entero, nos toca observar que jamás se ha dado una situación histórica tan complicada y a la par tan simple. Es decir, tan sistemática. El mundo hoy, todo, o es un sistema, cualquiera que sea la estructura de este sistema, o un género de unidad tal que necesita contar con la totalidad para resolver los problemas que en cada país se presenten. En el supuesto de que haya sucedido así en la realidad alguna vez, no se sabía. Como en la vida de una persona, puede acaecer que algo que está sucediendo en un país jamás habitado por ella, entre dos personas que ella no conoce, sea un suceso que integre su destino personal; más tarde lo sabrá. Por el momento, el enterarse de ello le deja indiferente, no se siente afectado por tal acontecimiento lejano habido entre dos vidas desconocidas.

Cuando así sucede, llamamos destino al conjunto de estas manifestaciones y al guía invisible que las preside. Mas, si lo sabemos de antemano o si tenemos en la mente que no importa qué acontecimiento habido en no importa qué lugar del planeta, y aun en no importa qué momento del pasado, tiene influencia en nuestras vidas, entonces el destino deja lugar a la conciencia y al afán de comprensión. La conciencia se ensancha y no vivimos ya bajo el peso del destino, bajo su manto, sintiendo que lo desconocido nos acecha. Vivimos en estado de alerta, sintiéndonos parte de todo lo que acontece, aunque sea como minúsculos actores en la trama de la historia, y aun en la trama de la vida de todos los hombres. No es el destino, sino simplemente la [28] comunidad –la convivencia– lo que sentimos nos envuelve: sabemos que convivimos con todos los que aquí viven y aun con los que vivieron. El planeta entero es nuestra casa.

Convivir quiere decir sentir y saber que nuestra vida, aun en su trayectoria personal, está abierta a la de los demás, no importa sean nuestros próximos o no: quiere decir saber vivir en un medio donde todo acontecer tiene su repercusión, no por imprevisible menos cierta; saber que la vida es también, en todos sus estratos, sistema. Que formamos parte de un sistema llamado género humano, por lo pronto.

Es la condición esencial de la persona humana, que sentimos tan cerrada. Solemos tener la imagen inmediata de nuestra persona como de una fortaleza en cuyo interior estamos encerrados; nos sentimos ser un “sí mismo” incomunicable, hermético, del que a veces querríamos escapar o abrir a alguien: al amigo, a la persona a quien se ama, o a la comunidad. La persona vive en soledad, y por lo mismo a mayor intensidad de vida personal mayor anhelo de abrirse y aun de vaciarse en algo; es lo que se llama amor, sea a una persona, sea a la patria, al arte, al pensamiento. Esencial es la soledad personal, el ansia de comunicación y aun algo más a lo que no sabríamos dar nombre. Pues este recinto cerrado que parece constituir la persona lo podemos pensar como lo más viviente; allá en el fondo último de nuestra soledad reside como un punto, algo simple, más solidario de todo el resto, y desde ese mismo lugar, nunca nos sentimos enteramente solos. Sabemos que existen otros “alguien” como nosotros, otros “uno” como nosotros. La pérdida de esta conciencia de ser análogamente, de ser una unidad en un medio donde existen otras, acarrea la locura.

Pues ese punto al que referimos nuestro ser, allí donde nos refugiamos, nuestro “yo” invulnerable, está en un medio donde se mueve, rodeado del alma y envuelto en el cuerpo –instrumento y muralla. Está en un medio que es el tiempo. El tiempo medio ambiente de toda la vida.

El tiempo nos envuelve, nos pone en comunicación con todo medio y a la vez nos separa. A través del tiempo, y en él, nos comunicamos. Es propio del hombre viajar a través del tiempo.

Cada hombre habita una zona del tiempo, en el que convive propiamente con los demás que en él viven. Convivimos en el tiempo, dentro de él. Y así sucede que convivimos más estrechamente con quienes aunque alejados de nosotros en el espacio, viven en el mismo tiempo, que con otros próximos que viven en realidad en otro tiempo; con aquellos podemos entendernos, y aun sin entrar en relación directa, actuar de acuerdo, coincidir en ciertos pensamientos.

Pero el tiempo es continuidad, herencia, consecuencia. Pasa sin pasar enteramente, pasar transformándose. El tiempo no tiene una estructura simple, de una sola dimensión diríamos. Pasa y queda. Al pasar se hace pasado, no desaparece. Si desapareciese totalmente, no tendríamos historia.

Mas si el futuro no estuviese actuando, si el futuro fuese simple no-estar todavía, tampoco tendríamos historia. El futuro se nos presenta primariamente como “lo que está al llegar”. Si del pasado nos sentimos venir, más exactamente “estar viniendo”, lo futuro lo sentimos llegar, sobrevenimos, en forma inevitable. Aunque no estemos ciertos de conocer el día de mañana, lo sentimos avanzar sobre nosotros. Y sólo en la certeza o en el temor de la muerte dejaremos de sentirlo así. Mas, entonces sentimos la muerte llegar ocupando todo este hueco del futuro. No nos sentimos, pues, nunca ante el vacío del tiempo. Quizá sólo en ciertas formas extremas de desesperación o de enajenación total.

El que así sintamos el futuro, nos permite vivir, estar vivos; no podríamos vivir sin esta presión del futuro que viene a nuestro encuentro.

Y sentimos no poder vivir tampoco cuando la presión del futuro es excesiva, por la inminencia de acontecimientos que nos sobrepasan. Entonces caemos en el estupor o nos sentimos aplastados o aterrorizados o simplemente inertes. Puede llegar una especie de parálisis causada por un futuro demasiado lleno o imprevisible en grado sumo. Porque el vivir humanamente es ante todo una cierta medida en este nuestro tiempo concreto.

María Zambrano

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{1} No en el sentido que hasta ahora ha tenido la expresión.