Filosofía en español 
Filosofía en español


Dionisio Ridruejo

La vida cultural española y la problemática europeísta

Este trabajo no es sino la parte final de la ponencia enviada por su autor al Coloquio de Lourmarin (Francia), celebrado en el pasado mes de julio. En la primera parte se analizaban algunos aspectos del tema propuesto: la situación actual de la vida intelectual en Europa.

¿Qué le pasa, hablando en términos europeos y actuales, a esta silenciosa y sofocada provincia española de Europa? ¿Qué Europa, qué mundo, qué actividad son las suyas? Para responder habrá que acudir a la no revocada distinción, que Ortega y Gasset formuló hacia el año 1914, entre la España oficial y la España real.

Usando de una metáfora un poco extravagante podríamos decir que la España oficial es como una incubadora absolutamente ignorante de las especies de huevos que se empollan en su interior. También y más concretamente podríamos decir que la vida intelectual española, y con ella su vida social se viene conformando bajo la presión de una cúpula credencial autoritaria edificada con los dogmas del catolicismo en su versión más escolástica, integrista y nacionalista. Nada se parece esa cúpula a otras cúpulas totalitarias, provistas de mecanismo interior capaz de provocar una efectiva homogeneización del pensamiento y, a su vez, de consumar una renovación total de la infraestructura material y de la estructura convivencial. Nuestra cúpula es perfectamente hueca: oprime, sin duda, pero no transforma. Funciona como una auténtica superestructura de conservación o congelación bajo la cual, como mucho, podrían conservarse en estado de fiambre algunos trozos de un organismo secular. Pero ni siquiera puede decirse esto de verdad porque su presión y su temperatura no son suficientes para frenar el curso de la vida, del proceso histórico espontáneo, ni su pared es suficientemente densa para impedir que el aire universal circule, con más o menos rareza, por el recinto interior. La homogeneidad mental, la ortodoxia monolítica del pensamiento español, de la vida intelectual española, es un mero supuesto táctico, una ficción tranquilizadora, cuyas apariencias quedan aseguradas, hasta cierto punto, por toda suerte de coacciones, vigilancias, exigencias de hipocresía y simulaciones ostentosas. No hay que desdeñar la importancia de aquellas presiones coactivas: la publicación de libros y revistas, la producción teatral y cinematográfica, el ejercicio de la enseñanza y de la investigación, están sometidos a diversas condiciones de discriminación y censura. Acabada la guerra civil, fueron separados de los cuerpos o institutos oficiales cuantos profesores o científicos parecían [72] adscritos a ideologías discrepantes. Muchos escritores fueron condenados al ostracismo cuando no tomaron por sí mismos el camino del destierro. Las bibliotecas fueron expurgadas y se impidió, y se impide aún, la reedición de textos no conformes con el dogmatismo oficial. Cosas como la Crítica de la Razón Pura o el Discurso del Método, el Emilio o el Discurso sobre el Espíritu Positivo y no digamos El Capital o El Ser y la Nada –la totalidad del pensamiento moderno no ortodoxo, así como una buena parte de la literatura universal contemporánea– son cosas excluidas de la circulación. Los autores españoles no han salido mejor librados: no hace aún mucho tiempo que las intrigas de algunos círculos del integrismo católico consiguieron la inclusión en el Índice de Roma –y la consecuente retirada de las librerías españolas– de las obras doctrinales más importantes de Unamuno. Las de Ortega son objeto de constantes ataques. De una porción de autores no se cita ni el nombre: ¿habrá que decir que un escritor como Manuel Azaña no ha existido? Los mismos escritores católicos de tendencia liberal son vigilados, y de uno de los más grandes del pasado próximo, de Menéndez Pelayo, se dan versiones deformadas y tendenciosas. Los escritores no católicos o políticamente desafectos, escriben entre líneas o han de dedicarse a géneros neutros o de evasión, donde las ideas fundamentales no tengan cabida. No es preciso insistir sobre ello. La única tolerancia relativa se da para con la literatura de creación, y ello –es curioso consignarlo– más bien para con aquellos textos de acusación social que para con los textos liberales.

Esta política represiva no se ejerce, sin embargo, por razones exclusivas de enemistad política. Más aún que las razones políticas pesan, a la hora de la discriminación y la censura, las razones filosófico-religiosas. Se trata, ante todo, de defender las creencias del pueblo español que, apriorísticamente, se dan por supuestas. Nada de ello se explicaría sin tener en cuenta la alucinante «hipótesis de trabajo» de nuestra vida cultural dirigida. Es una hipótesis, transformada en tesis y de tesis en dogma y que puede encontrarse expuesta en los libros y revistas que escriben los pensadores «contrarrevolucionarios» e incluso, a veces, los que no pasan por tales. Aun a riesgo de que se me crea inspirado por un propósito caricaturesco trataré de resumirla con la mayor fidelidad posible. Quien quiera comprobaciones acuda, sin ir más lejos, a los libros del Sr. Calvo Serer o de algunos de sus correligionarios de la vieja «Acción Española» o de la moderna «Opus Dei». España, se nos dirá, tuvo el privilegio de quedar exceptuada de las corrientes del pensamiento moderno: sólo unos pocos escritores o pensadores fueron contaminados por él y se trata de nombres fácilmente prescindibles. Igualmente, España quedó al margen de la Revolución –de la grande, por supuesto– y aunque no dejó de sufrir sus turbulencias, siempre acabó por rechazar su espíritu. En 1939 lo rechazó por última vez y de modo definitivo. Esto quiere decir que, fundamentalmente, España es aún pensamiento tradicional ortodoxo y orden social y mentalidad política tradicional y jerárquica. Ahora bien, estamos asistiendo en todo el mundo al fracaso, a la disolución de la cultura moderna –naturalista, racionalista, idealista o relativista–, así como estamos asistiendo al fracaso del falso orden revolucionario-liberal, democrático o marxista. Este doble fracaso, cuando se consume, será nuestro triunfo, porque nosotros, resistentes en los buenos principios, podremos convertirnos en el modelo al que el mundo, escarmentado y dolorido, podrá volver a dirigir los ojos. Lo que procede, pues, es arrancar de España toda sombra, residuo o recuerdo de pensamiento o institución que haya estado contaminado de modernidad. De esa modernidad sólo la ciencia físico-matemática y las ciencias naturales –al margen de los principios desde los que fueron catapultadas– nos son asimilables.

La cosa parece inverosímil, pero es completamente real. Desde ese espíritu se mueve la vida cultural española, en cuanto vida oficial o aceptada. Salvo cortos lapsos de tiempo –y muy precariamente– el control y dirección de la vida cultural –enseñanza, investigación, censura, prensa, intercambios, &c.– ha estado en manos de «contrarrevolucionarios» confesos. [73] Mas no toda la vida oficial española se expresa del mismo modo, y ahí comienza el resquebrajamiento de la cúpula, el primer principio de heterogeneidad o contradicción. Los «totalitarios modernos», especie distinta de los contrarrevolucionarios puros, han solido ser, culturalmente hablando, más liberales y abiertos en el orden doctrinal, aunque hayan sido duros en el orden de la rivalidad política. Con frecuencia, incluso, han polemizado con los «contrarrevolucionarios» dominantes en el campo cultural. A través de instituciones falangistas como, por ejemplo, el Instituto de Estudios Políticos o de ciertas publicaciones juveniles, se han filtrado muchas corrientes de pensamiento moderno y «heterodoxo» y especialmente de pensamiento social avanzado. Su estética ha solido ser menos ñoña y pudibunda. Pero el nacionalismo y el espíritu discriminatorio de enemistad «objetiva» han hecho, también ahí, grandes estragos. El mismo distingo cabe hacer respecto a ciertos equipos católicos, más abiertos y reformistas, que en los últimos diez años han alcanzado posiciones de influencia. Pero aparte estos distingos, está claro que, en orden a la política cultural –cuyo control pertenece en buena parte a la Iglesia y se ejerce en nombre de ella por los católicos más integristas– el último criterio oficial se identifica con la hipótesis-tesis-dogma que antes hemos sintetizado. Si nos complaciesen las palabras tremendas diríamos que en España hay una teocracia cultural. Más llanamente diremos que España es hoy, culturalmente hablando, el país de pretensiones más reaccionarias del mundo.

Lo que sucede es que a la política negativa, de represión, discriminación y censura, no le ha acompañado un movimiento de creación valioso. Del llamado «pensamiento tradicional» no han surgido en estos años más que escuálidos rebrotes de una hierba secularmente agostada, cuya insuficiencia se compensa con trasplantes del pensamiento reaccionario universal. Y entonces la hipótesis ha comenzado a fallar. Porque la posesión de los instrumentos de la cultura –cátedras, laboratorios, bibliotecas, publicaciones, intercambios– no puede suplir nunca a una vida intelectual ausente. Esa vida está en otro sitio, en la sombra, aunque mitigada y convaleciente.

La tentativa de sustituir al mundo desfundamentado –pero creyendo en su propia marcha, en su irrestañable vitalidad creadora– por una convención impuesta, ha fracasado en España porque ni el artilugio sustituyente tenía fuerza imperativa suficiente, ni su espíritu ha sido capaz de mover o transformar a la sociedad española, la que, por el contrario, se ve sumida en una penosa atonía, en un inmovilismo que, explorado hasta su entraña, es pura dispersión. Aunque siga siendo cierta la religiosidad hereditaria de una gran parte de los españoles, su suelo credencial está hoy frío y desustanciado, mientras la terrible tensión de los grupos, determinada por una estructura social absurda, amenaza con producir, por emergencia, más bien proyectores ideológicos que fuentes auténticas de vida cultural.

Sin embargo, algo hay dentro de la incubadora ignorante, debajo de la cúpula agrietada, fuera de la hipótesis presuntuosa, enfrente del gran avestruz con la cabeza bajo la arena que es la España oficial. Ese algo –la vida intelectual verdadera– ha vivido durante los años pasados más bien en actitudes de inhibición, retirada o hermetismo. Marginada, casi secreta, dispensada de función social, ajena al mundo político o tenuemente comprometida con él para poder vivir, pero sin poder real ni adhesión sincera, la vida intelectual española ha sido, casi toda ella, pureza y especialidad.

Nunca la clase intelectual constituyó en el clima hispánico un centro de gran influencia dirigente. Para el romántico Larra, escribir en España era morir. Y se suicidó. La vigencia social de la generación del 98 –uno de los grupos de escritores más originales y creadores de la Europa de fin de siglo– fue tardía y nunca muy larga. Con la Institución Libre de Enseñanza de Giner de los Ríos, con Ortega y Gasset, y con la relativa modernización del catolicismo intelectual –el recelo de los clérigos frente a la iniciativa de los laicos hizo que ésta no fuera muy importante–, se cumplió una restauración universitaria y se despertó un vivo movimiento hacia la investigación científica y hacia el pensamiento social. La clase intelectual alcanzó [74] fuerza social allá por los años veinte. A la llegada de la República el predicamento social y político de los intelectuales fue importante aunque fugaz. Pero precisamente por ello, con la consumación de la guerra civil, el término «intelectual» se convirtió en un dictado peyorativo. El resentimiento de nuestra sociedad nobiliaria y burguesa contra aquella forma de distinción, que no se heredaba ni se adquiría con dinero –ni se avenía ya a ser cortesana y divertiente–, alcanzó entonces su clima. Convertido en servidor más o menos esteticista del Estado, o replegado a su condición de persona particular, el intelectual no ha vuelto a ocupar espacio apreciable entre las jerarquías sociales de la vida española. La Universidad, discriminada y sometida a filtrajes muy escrupulosos para asegurar su ortodoxia, bajó su nivel. Si el Estado recela de ella, la sociedad la desampara. La investigación ha crecido en medios de trabajo, pero no tanto en vocaciones. Bastaría contar el caso reciente del profesor Duperier, que vuelto de Londres voluntariamente para recuperar su cátedra en Madrid, murió sin haber conseguido que se le diesen facilidades para instalar los aparatos de investigación de la energía cósmica que los ingleses –amable y delicadamente– le habían regalado. El ensayismo filosófico –trabaja hoy en Madrid, en su gabinete, fuera de la Universidad, una de las cabezas filosóficas más poderosas de nuestro tiempo: Xavier Zubiri–, como el ensayismo histórico y literario, se producen con amplia brillantez, pero frecuentemente desactualizados por razones de autocensura. Aunque sofocada por pueriles criterios de censura, la creación literaria –narrativa y poética– se desenvuelve con alguna amplitud. La crítica intelectual queda, por su parte, cerrada entre el Escila y Caribdis de la apología o la denuncia ¿Quién, por ejemplo, discreparía críticamente de Ortega, incluso para partir de él, a sabiendas de que tal actitud equivaldría a alimentar la pira de sus inquisidores?

De la inhibición o retirada, del purismo o circunspección forzosa, que ha dejado sin proyección social, o con muy poca, a nuestros intelectuales, se está pasando ahora a la cripto-politización. Acaso con ello se prepara la formación de un segundo «tipo» intelectual de nuestra anterior dicotomía. Es el resultado de la emergencia exigente de los jóvenes. Para éstos, en general, no hay empresa más urgente que la de la reforma de la sociedad española y, naturalmente, el cambio de sus condiciones políticas. Hay, sin duda, jóvenes que estudian, se preparan, inician su vida intelectual seriamente, con una dominante inclinación a las especializaciones más prácticas, a los saberes más empíricos, lo cual, en un clima como el nuestro –siempre evasivo y milagrero– es una gran esperanza. Pero actualmente, en saliendo a la luz, estos jóvenes no pueden interesarse apasionadamente por nada que no sea su protesta. Hace sólo ocho años Zubiri –como poco antes Ortega– dio en Madrid unos cursos de filosofía, cursos de extraordinario valor. Un público muy abierto –en el que no faltaban los jóvenes– siguió con apasionada devoción aquellas lecciones de ciencia intemporal. ¿Sería esto posible hoy? He asistido a otros cursos de maestros más jóvenes sobre temas intelectuales o culturales de carácter teórico. Era visible la impaciencia y la insatisfacción de los espectadores. Se esperaba otra cosa: orientaciones, denuncias, perspectivas de carácter social o político. En el momento en que la vida oficial niega autoridad pública a la vida intelectual es cuando más vivamente se empieza a exigir de ésta que se transforme en centro director.

Esta urgencia de la denuncia es más visible aún en la producción puramente literaria. El arte puro vive una crisis de descrédito. El intimismo, la literatura psicológica, la literatura de estilo, no interesan. Interesa sólo el testimonio o el manifiesto. Testimonios de crítica social y manifiestos ideológicos son casi todas las novelas y poemas que se escriben hoy en España. En el teatro mismo, en el cine, se aseguran los buenos éxitos por el grado mayor o menor de materia social que en ellos se presente. Los buenos éxitos ante la minoría, quiero decir, ya que la masa grande sigue embargada en sus urgencias vitales en una inmensa atonía civil.

Son varias las direcciones en que se manifiesta y se va concretando la vida intelectual discrepante, politizada y socialmente [75] preocupada en estos últimos años. La más visible y ostensible la constituye un movimiento de liberalización y actualización de los supuestos espirituales del propio catolicismo, en franca ruptura con el integrismo colaboracionista y con honrada exigencia de vida intelectual auténtica v de crítica social. Figuran en esta corriente –y de ahí su importancia– los más de entre los pocos hombres que han conseguido función de magisterio en una situación sumamente adversa a la consagración de autoridades conquistadas, por hipertrofia de autoridades impuestas. Junto a ella, en estrecho contacto con ella porque el vínculo de las dificultades comunes une siempre con gran fuerza, se mantiene la tradición liberal pura, que lentamente va superando sus condiciones de inhibición o marginación forzosa y a la que algunos maestros de épocas pasadas prestan aún su autoridad en ejercicio. No muy alejado de ambas –siempre por las razones negativas de solidaridad que la situación exige– alumbra una nueva corriente de mentalidad neopositivista, antideológica, de gran fuerza crítica, con el replanteo, a la luz de las ciencias económicas y sociológicas, que parecen ser las más atendidas por los jóvenes, de diversas tendencias socialistas. Completa este cuadro la creciente penetración del marxismo ortodoxo –comunista– en la pequeña burguesía intelectual. (Sin sombra de malignidad anotaré que esta última dirección es la mejor tolerada por el sistema político imperante, aunque cualquier tentativa de pasar de la expresión al activismo se pague con durísimos escarmientos.)

Todas las tendencias señaladas, a excepción de la última, miran hacia Europa, especulan sobre problemas europeos aún más que sobre problemas españoles. En parte porque es más fácil así exponer las propias ideas, en parte porque han dejado de considerarse como particulares y específicos de cualquier nación todos los problemas de calado que presenta la vida y la cultura contemporáneas. La era del casticismo y la interiorización han concluido en España, según todas las apariencias. Se busca el intercambio, no por difícil menos vivo, con el pensamiento europeo contemporáneo. La norteamericanización es, en cambio, insignificante, pese a que los jóvenes sociólogos neopositivistas buscan su inspiración intelectual preferentemente en el ámbito del pensamiento anglosajón, insular o transatlántico. Un hecho es claro: las tendencias nacionalistas chocan en este momento en España contra el clima más adverso que acaso exista en toda Europa. Precisamente porque el sueño de autarquía espiritual proyectado desde el poder ha venido actuando como losa, como opresión, como veto, sin alcanzar jamás una virtualidad creadora y estimulante. El universalismo más radical parece querer hacer explosión en la recogida provincia española. «La voluntad de ser provincia», postulada por Ortega, se ha actualizado del todo. Pero sería temerario, por mi parte, apuntar el signo definitivo de aquella explosión.

Lo que de cierto resultaría inimaginable ya entre nosotros, sería la participación intelectual en una actitud europea de inhibición y despecho. Para España eso es ya vieja historia: fantasma de su propio pasado. En tal actitud hemos vivido, con algunas intermitencias, desde el siglo de la derrota, en el albor del racionalismo europeo, hasta ayer mismo, en el ocaso de la ciega voluntad de potencia de la Europa multipolar. Acaso al hacer crisis definitiva esa voluntad de potencia, la humillada, dolorida, irresignada alma española, ha perdido todas sus razones de resentimiento. La nueva moral de los pueblos de Europa –universalista y entregada– será la medicina que España –antiguo imperio disuelto– necesita para renacer. Encontrarse con una Europa a la defensiva, cerrada en sí misma o en un resentimiento de reina destronada, constituiría para estos españoles –habitantes del sueño común de un mundo transformado para la libertad– la más cruel de las decepciones.

Dionisio Ridruejo