Filosofía en español 
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Jorge Luis Borges

La muerte de Leopoldo Lugones

Leopoldo Lugones
Leopoldo Lugones

En junio de 1938, es decir, hace veinticinco años, Leopoldo Lugones, esa figura capital de las letras argentinas y latinoamericanas, se suicidó en un hotel de una isla del delta del Tigre, próximo a Buenos Aires. El siguiente texto de Jorge Luis Borges constituye un homenaje que Cuadernos rinde en tal aniversario.

Como Kipling (con el que tiene tantas afinidades, pero de quien los años hicieron un hombre más complejo y más desdichado), Lugones es de los primeros autores que me fue dado leer; juzgarlo es juzgar a mi generación y acaso a toda la literatura argentina.

Lugones es un hecho histórico; antes de investigarlo tenemos que investigar sus causas. Mi punto de partida será Flaubert, cuya doctrina y cuyo destino, más que en su obra, son ejemplares en la literatura de nuestro tiempo. Flaubert pensaba que hay un modo de decir cada cosa y que es deber del escritor descubrir este modo único. Postuló, además, una armonía preestablecida de lo eufónico y de lo exacto y se maravilló de que la palabra justa fuera, invariablemente, la musical.

Al exponer esta doctrina, escribió: Se parle en platonicien, y el hecho es que tal imaginación tiene mucho de mística. Podemos oponerle este párrafo de Alfred Nordth Whitehead:

«Hay una suposición persistente que esteriliza la naturalísima certidumbre de que la Humanidad posee todas las ideas fundamentales que son aplicables a su experiencia. Se pretende asimismo que esas ideas han encontrado explícita expresión en el lenguaje humano, en palabras sueltas o en frases. A esa postulación yo la nombro: Falacia del Diccionario Perfecto.» Ya Chesterton, en 1904, había escrito: «El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal… Cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un corredor de bolsa salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo.»

La imprecisión que Chesterton denuncia y que la precisión y la belleza de su alegato parecen contradecir tiene una confirmación en el hecho, fácilmente observable, de que ciertas cosas pueden decirse en determinados idiomas, y en otros, no. Así, en inglés o en alemán o en francés actual no hay manera de decir estaba solita, y en español no cabe decir to laugh it off o to explain away… Pero volvamos a Flaubert:

El mot juste de Flaubert, «la palabra justa», no es necesariamente la palabra anómala o asombrosa; el lenguaje de Madame Bovary o de Bouvard et Pécuchet es normal y no excluye (la comprobación es fácil) los lugares comunes y las metáforas imprecisas, [18] aunque nunca enigmáticas o violentas. Suele definir lo mental o sentimental con imágenes físicas; esta mala costumbre no corresponde a lo más perdurable de su labor. Así en L'Education sentimentale, compara el recuerdo de una palabra con el tañer de una campana que trae el viento…

En otro escritor, el culto de la palabra, la ansiedad de la palabra, hubiera parado fatalmente en la formación de un pequeño dialecto; tendríamos, en el peor de los casos, a René Ghil; en el mejor, a Stefan George, Swinburne o Mallarmé. Un persa o un polaco, digamos, que estudiara francés en la prosa y el verso de Mallarmé, correría el albur de descubrir, al cabo de arduos años de aprendizaje, que Boileau y Voltaire manejaron un dialecto nocturno.

Bajo la pluma de Leopoldo Lugones, el mot juste degeneró en el mot surprenant, y la página proba en la mera página de antología hecha de triunfos técnicos, menos aptos para conmover o para persuadir que para deslumbrar. Su literatura, por exceso de aplicación o por una aplicación perversa, quedó así maculada de vanidad; detrás de los epítetos inauditos y de la metáforas alarmantes, el lector percibe o cree percibir, ese grave defecto moral.

Escéptico en tantas cosas, Lugones no lo fue jamás en el lenguaje y, a juzgar por su práctica, creyó con valerosa simplicidad en cada una de las palabras que lo componen. Para el diccionario las voces azulado, azuloso, azulino y azulenco son estrictamente sinónimas; asimismo lo fueron para Lugones, que, sólo, atento a la significación, no advirtió, no quiso advertir, que su connotación es distinta. Azulado y tal vez azuloso son palabras que pueden entrar en un párrafo sin destacarse demasiado; azulino y azulenco pecan de énfasis.

Moore observó que, desde Shakespeare, sólo Kipling escribió con todo el idioma; también Lugones abrigó alguna vez este desaforado propósito. El bien educado siglo XVIII buscó la máxima economía de vocabulario y la máxima precisión, el siglo XIX, especialmente el siglo XIX español, quiso aplicar a los idiomas un criterio estadístico y multiplicó las palabras. Lugones, que en Las montañas del oro usó un lenguaje austero, se propuso en La guerra gaucha superar en su propio campo a los españoles, y prodigó todas las palabras posibles.

Wordsworth juzgó que a las composiciones de Goethe les faltaba inevitabilidad; el dictamen es aplicable a buena parte de la literatura de Lugones y aun de la literatura argentina. Muchos libros argentinos adolecen del pecado original de no ser necesarios. Los leemos con respeto o admiración, pero sentimos que el autor pudo haber redactado con pareja felicidad libros del todo opuestos.

Leopoldo Lugones fue y sigue siendo el máximo escritor argentino. Recabar este título para Sarmiento es olvidar que su obra escrita debe ser juzgada a la luz de su obra total, quiero decir de su vida; recabarlo para Groussac es olvidar que éste fue un crítico europeo que se produjo en español accidentalmente, si bien con maestría singular. El Facundo y el Martín Fierro significan más para los argentinos que cualquier libro de Lugones o que su heterogéneo conjunto, pero Lugones por su Historia de Sarmiento y El payador comprende de algún modo y supera aquellos libros fundamentales. Además, una cosa es el máximo escritor y otra el libro máximo; no hay libro de Quevedo que pueda equipararse al Quijote, [19] pero Cervantes, juzgado como hombre de letras, es inferior a Quevedo, sin menoscabo de su gloria… Inversamente, hay composiciones poéticas de Ezequiel Martínez Estrada que igualan o sobrepasan a las mejores de Leopoldo Lugones, pero Martínez Estrada, poeta, no es más que una extensión de Lugones, y lo mismo podría acaso decirse del memorable y dulce López Velarde.

Lugones encarnó en grado heroico las cualidades de nuestra literatura, buenas y malas. Por un lado, el goce verbal, la música instintiva, la facultad de comprender y reproducir cualquier artificio; por otro, cierta indiferencia esencial, la posibilidad de encarar un tema desde diversos ángulos, de usarlo para la exaltación o para la burla. Así Góngora pudo sonoramente saludar la Armada Invencible y denunciar en un soneto burlesco la cobardía de los defensores de Cádiz… Lugones está, por decirlo así, un poco lejos de su obra; ésta no es casi nunca la inmediata voz de su intimidad, sino un objeto elaborado por él. En lugar de la inocente expresión tenemos un sistema de habilidades, un juego de destrezas retóricas. Raras veces un sentimiento fue el punto de partida de su labor; tenía la costumbre de imponerse temas ocasionales y resolverlos mediante recursos técnicos. Un poema suyo famoso enumera y celebra todas las variedades de la ganadería, de la agricultura y de la industria; cuatro sonetos describen los paisajes del sur, del norte, del este y del oeste. Cíclicamente surgen poetas que parecen agotar la literatura, ya que se cifra en ellos toda la ciencia retórica de su tiempo; tales artífices, cuyo fin es el estupor («chi non sa far stupire, vada alla striglia», decretó uno de ellos, Marino), acaban por cansar.

Ya Samuel Johnson observó que el asombro es un placer trabajoso. La obra que maravilla a una generación suele parecer fría, inexplicable y hasta poco ingeniosa a las venideras, interesadas en otras novedades o novelerías.

Acaso es lícito ir más lejos. Acaso cabe adivinar o entrever o simplemente imaginar la historia, la historia de un hombre que, sin saberlo, se negó a la pasión y laboriosamente erigió altos e ilustres edificios verbales hasta que el frío y la soledad lo alcanzaron. Entonces, aquel hombre, señor de todas las palabras y de todas las pompas de la palabra, sintió en la entraña que la realidad no es verbal y puede ser incomunicable y atroz, y fue, callado y solo, a buscar, en el crepúsculo de una isla, la muerte.