Cristiandad
Revista quincenal
año III, nº 49, páginas 157-158
Barcelona-Madrid, 1 de abril de 1946

A guisa de tertulia

Jaime Bofill Bofill

¿Filosofía escolástica
o filosofía tomista?

A Fr. José Pijoan, O. F. M.

A mediados del pasado octubre; desconocido y reverendo amigo, tuvo V. R. la amabilidad de invitarme al banquete de la disputa filosófica en la nota publicada en esta misma sección de Cristiandad con el título «A propósito de una publicación».

La publicación en cuestión era el primer tomo de las obras de San Buenaventura, uno de los constantes aciertos de la ya benemérita Biblioteca de Autores Cristianos. V. R. tomó pie de ello para analizar el título que encabeza estas líneas y que había de haber sido el de una serie de artículos míos en Cristiandad.

Sé y me consta que no ha tomado V. R. a descortesía mi tardanza en responder a su invitación; espero, con todo, que si es preciso aún presentar alguna excusa a su benevolencia lo será completa la que no lo fue en otra ocasión para el «pater familias» de la parábola evangélica: «uxorem duxi» y no me había sido posible tomar la pluma para un trabajo de esta clase.

Más, habiendo ya roto mi apartamiento con el artículo publicado en un número anterior sobre la personalidad filosófica de Enrique Ramière, no quiero dejar pasar más tiempo sin contestar a V. R. aprovechando esta oportunidad para mandarle mi saludo más cordial.

* * *

El título «¿Filosofía escolástica o Filosofía tomista?» no tendía, ciertamente, a identificar una y otra en sentido histórico: dice muy bien V. R. que esta identificación es de todo punto inaceptable. Tampoco quería insinuar que «para a Iglesia la única filosofía sea la tomista» como usted reverendo amigo, me atribuye, al contrario: si alguien formulare este interrogante dándole este sentido, yo me adheriré a la conclusión negativa de V. R.

El problema era el siguiente: Preocupados los Pontífices de nuestros días en sanar los males intelectuales de nuestra Sociedad, le proponen como remedio adecuado el retorno a nuestra tradición, en mala hora abandonada por espíritu de novedad, por el mal ejemplo de los autores heterodoxos, &c.

Ahora bien; al definir esta tradición utilizan unas veces la expresión de filosofía escolástica y otras la de filosofía tomista; mi intento era departir con los lectores de Cristiandad sobre el alcance respectivo de estas locuciones en la intención de los Sumos Pontífices.

* * *

No creo, reverendo amigo, que, si no se procede por espíritu de disputa, sino por amor a la verdad, resulte «completamente inútil y hasta perjudicial resucitar cuestiones» como la que nos ocupa: hay problemas perennes, cuya consideración es perennemente fecunda.

Por esta fecundidad, precisamente, proponen los Papas su estudio a una sociedad que está corriendo el riesgo de la esterilidad intelectual: pues no acierta a librar ni a las ciencias morales, ni a las especulativas, incluso las llamadas «ciencias exactas», del escepticismo y que está sufriendo, como ninguna, el tormento del «vacío espiritual»; ojalá comprendiese que, al invitarla Ellos a retornar a las fuentes de la tradición humana y cristiana, no quieren reprimir, sino al contrario, satisfacer sus deseos más profundos:

«ad perennis vitae fontem mens sitivit árida...»

Ahora bien: para la mente que, según sigue diciendo el mismo poeta, «gliscit, ambit, eluctatur», ¿qué más ha de darle que sea uno u otro el ministro que llene su copa, mientras le sirva el agua de la verdad igualmente pura y abundante?

Ocurre con frecuencia que, cuando un autor ve impugnadas sus propias opiniones, adopta el recurso de culpar a su adversario de no haberle comprendido bien, de haberle leído demasiado aprisa, &c.; y como tal actitud suele tener visos de argucia, me contraría sobremanera recibir yo ahora una impresión parecida de la amable crítica de V. R.; tanto más cuanto que sentiría en el alma haber cedido real o aparentemente a unos prejuicios de escuela que no tengo por qué tener y de los que sería en absoluto inconsciente; más: que se opondrían «per diametrum» a la intención que me hizo coger la pluma.

No pretendo con esto combatir el legítimo orgullo que cada uno de nosotros puede sentir de modo especial por aquellos Santos que están ligados con él por vínculos de religión o tan solo de mayor simpatía natural o sobrenatural; Sixto V decía en cierta ocasión al General de los franciscanos:

«Así como los Padres Dominicos vindican para sí al Angélico Doctor Santo Tomás, así, Franciscanos, vindicáis para vosotros, con el mejor derecho, al Doctor Seráfico San Buenaventura», y los textos de esta clase, como es natural, son muy abundantes.

Mas no se trata de eso; no se trata de contraponer entre sí la autoridad de los doctores de la Iglesia, y si en algún momento hubiese dado yo la impresión de llevar un intento ciertamente digno de la impiedad de Abelardo, pido sinceramente perdón por tan mal ejemplo y me propongo repararlo. No; de ninguna manera interpretaría el espíritu de la Iglesia quien, al elogiar a uno de sus hijos, pretendiera indirectamente desprestigiar a los demás; «creando prejuicios que quitaran en la lectura de los Escolásticos la libertad de espíritu», haciendo estimar como menos bueno lo que la Iglesia ha calificado de óptimo.

* * *

Esto sentado, y reflexionando sinceramente sobre los documentos en que los Pontífices, ejerciendo su universal magisterio, tratan de la restauración de la filosofía en nuestra sociedad, no me parece desviada la interpretación que di de los mismos; la cual, si hace falta precisarla de nuevo, puede resumirse en esta forma:

a) Los Papas proponen la filosofía de Santo Tomás, «que conviene que amen todos los hijos de la Iglesia que estudian las disciplinas superiores», explícita y determinadamente, como el remedio buscado para nuestras necesidades intelectuales: «exhortando a los Maestros a que tengan fijamente presente que el apartarse del Doctor de Aquino, en especial en las cuestiones metafísicas, nunca dejará de ser de gran perjuicio».

En esta recomendación de la Obra del Doctor Communis el Pontificado compromete su autoridad hasta el punto de escribir Pío XI:

«Honrando a Santo Tomás lo que ante todo se ensalza es la autoridad de la Iglesia docente».

b) En la síntesis tomista pueden distinguirse:

1) Sentencias comunes a todo escritor católico: como [158] mínimo los imprescindibles para asentar la fe. Llamemos, si parece bien, a este mínimo con el nombre de «Filosofía perenne» ya que constituyen una como «herencia del linaje humano».

2) Un modo personal de exponer estas sentencias, junto con principios también propios del tomismo. Así, no es suficiente, vgr., para negar el carácter tomista que el señor Montoliu atribuye a Dante el mero hecho de que las doctrinas que profesa formen parte todas ellas de este patrimonio común: cabría (lo que ignoro) que las incorporara a su obra en la forma particular como las propone Santo Tomás.

c) Las recomendaciones de la Iglesia se refieren especialmente «a los principios del Santo, sobre los que descansa toda su metafísica»; no a los comunes (que no son «recomendados», sino obligatorios) sino a los propios y particulares suyos.

d) V. R. recordará aquel fragmento de Pío X que reproduje en el primero de mis artículos:

«Habiendo Nos dicho en el lugar citado (Encíclica Pascendi) que la filosofía de Santo Tomás se ha de seguir «principalmente», y no habiendo escrito la palabra «únicamente», algunos han creído que se conformaban con nuestra voluntad o al menos que no se oponían a ella, si en las materias enseñadas en Filosofía por cualquiera de los Doctores Escolásticos, aunque estas enseñanzas se contrapusieran a los principios de Santo Tomás, optaban indistintamente por ellas. Mas su parecer les ha engañado en gran manera

Y aquel otro de Pío XI, también reproducido allí:

«Entre los amadores de Santo Tomás, como conviene que sean todos los hijos de la Iglesia que estudian disciplinas superiores, deseamos aquella honesta emulación en justa libertad en la que progresan los estudios (...) Que todos procedan de acuerdo con esa norma, de manera que todos puedan llamarlo en verdad su Maestro.
Pero no exijan unos de otros más de lo que exige de todos la Iglesia, Maestra y Madre de todos; en estas cuestiones de que suelen disputar en las Escuelas en contrarias partes los autores de más renombre, a nadie ha de prohibirse seguir la sentencia que considere más verosímil.»

e) Esta libertad de espíritu se deja, por consiguiente, con respecto a los puntos que discuten los autores de más renombre, en tanto que no se oponen explícitamente a los principios fundamentales del Maestro común; por esto me sorprende un poco la declaración que V. R. atribuye a la Sagrada Congregación de Estudios, al afirmar en su nota:

«No menos elocuente es la declaración de la Sagrada Congregación acerca de las 24 tesis tomistas. Contra los que pretendían haber encontrado el punto de apoyo seguro para derribar a los contrarios, declaró la Congregación que si las 24 tesis tomistas eran doctrina segura, no menos seguras podían ser las 24 contrarias»; agradeceré a V. R. que me facilite el texto en que se contiene la frase subrayada. Por mi parte, reconozco desde ahora que la declaración de la Congregación de Estudios no implica censura para otras doctrinas por el mero hecho de que se funden en tesis diversas, ya que no contrarias; mas, querido amigo, ¿no opina V. R. que sería muy afortunado «haber encontrado un punto de apoyo seguro para derribar a los contrarios» aunque este punto de apoyo fueran las 24 tesis tomistas?

f) Mi interpretación me parece ecuánime: por una parte, reconocer la especial e innegable recomendación que hace la Iglesia de la filosofía de Santo Tomás; por otra, que esta recomendación no es «exclusiva», sino «inclusiva» de los sistemas de los otros Doctores que por cualquier razón completen o refuercen al tomismo, o simplemente coincidan con él.

No temo dejarme conducir por V. R. al terreno (para mi menos conocido que otros) de la historia, porque tengo bien presente lo que escribe León XIII en su Aeterni Patris, para fundamentar su afirmación de que «entre los Doctores Escolásticos descuella sobremanera ('longue emitet') como príncipe y maestro que fue de todos ellos el Angélico Tomás de Aquino». Si pensamos en los que le precedieron, nota muy bien Cayetano que «por la suma veneración con que honró a los doctores sagrados, recibió en cierto modo la inteligencia de todos ellos». Puesto que «las doctrinas de éstos, dispersas a modo de miembros separados de un mismo cuerpo, Tomás las unió y ligó en un haz, las fundió en un orden admirable y con tales aumentos las enriqueció que con justa razón es tenido el santo Doctor por singular auxilio y honor de la Iglesia».

Si pensamos, en cambio, en los que le siguieron, todos son tributarios suyos: «El Angélico Doctor abarcó las conclusiones filosóficas en razones y principios de las cosas de tan considerable latitud que contienen dentro de sí la semilla de innumerables verdades, desarrolladas oportunamente con fruto muy abundante por los maestros que vinieron después. (...) Por todas estas razones, los hombres más doctos y que merecieron más alabanza de la Filosofía y Teología por la extensión y profundidad de su saber, después de haber explorado con estudio increíble los inmortales volúmenes de Tomás entregáronse sin reserva a su angélica sabiduría, más todavía que para ilustrar sus ánimos, para sustentarse y nutrirse con ella».

* * *

¿Quién pretende negar la importancia de la Summa sententiarum de Pedro Lombardo? ¿O quitar relieve a la extraordinaria figura del Abad de Claraval, que bastaría llenar su siglo? ¿Quién la regateará a San Buenaventura, «príncipe de la Mística Teología», de quien ha escrito un Pontífice que «en San Buenaventura se da en grado notable y singular el hecho de que, no sólo descuella por su sutileza en argumentar, por su facilidad en enseñar, por su acierto en definir, sino que posee en alto grado una como fuerza divina para mover a los ánimos, llenando de compunción sus corazones e inundándolos con la dulzura de una devoción admirable»? Mas ¿quién negará que lo más sólido de sus doctrinas está virtualmente incorporado en la síntesis tomista?

No me atribuya V. R. este «espíritu de regateo», se lo ruego en caridad; no me haga culpable de un «escándalo intelectual» que me proponía, al contrario, contribuir a disipar.

Tal vez reemprenda, en otro momento, la serie truncada de mis artículos anteriores; me gustaría tratar con los lectores de Cristiandad, por ejemplo, el célebre problema de la «distinción real de esencia y existencia en las criaturas y su identidad en Dios», precisando lo mejor posible si su importancia y necesidad para toda filosofía cristiana es tanta como en algún momento se ha pretendido; cuál es el lugar que le corresponde dentro del sistema tomista, &c.

Sea lo que fuere, espero desde ahora que, ni que en algún momento nos separen diferencias particulares de opinión, no dudará V. R. de la sinceridad y afecto de su s. s. en Xsto. q. b. s. m.

Jaime Bofill


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Jaime Bofill Bofill
1940-1949
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