Cuadernos para el Diálogo
Madrid, noviembre 1963
 
número 2
páginas 14-17

Francisco Gracia

Filosofía y diálogo

He de pedir al lector que me disculpe si el contenido de este artículo defrauda sus expectativas iniciales. Tengo que reconocer que el título no está elegido con mucha fortuna, pues las palabras que encabezan estas líneas, «Filosofía y diálogo», traen probablemente a la imaginación las obras filosóficas escritas en forma dialogada, los diálogos filosóficos, y casi con seguridad, los diálogos de Platón. Sin embargo, de lo que yo querría hablar es de otra cosa. Casi precisamente de lo contrario.

Desde el momento en que lo conocí, «Cuadernos para el diálogo» fue un título que me gustó mucho. El título de una revista no es como el de una obra determinada, informador o ambientador, sino que suele tener un carácter programático. Expresa en principio lo que la revista va a ser o quiere ser. Y claro es que si la revista responde a una necesidad real, su objetivo primario ha de ser el constituir un medio para satisfacer y solucionar tal necesidad. Pues bien, probablemente no habrá en nuestro mundo una cuestión más urgente y universal que la del diálogo. Todo parece indicar que los hombres que actualmente viven sobre la tierra se esfuerzan por dialogar y multiplican sus encuentros, conferencias, reuniones y congresos. Y constantemente se oye hablar de «discusiones positivas», de «apertura ideológica», de «intercambio de opiniones». Yo me he preguntado, como creo que debe preguntarse todo hombre respecto de su campo de actividad y dedicación, qué es lo que puede aportar la filosofía al diálogo, a este esfuerzo tan importante para la comprensión recíproca. Por esto es casi lo contrario de lo que puede pensarse en el primer momento. En vez de ser el diálogo al servicio de la filosofía, de lo que se trata es de considerar qué es lo que puede hacer la filosofía al servicio del diálogo.

Lo extraño que resulta este planteamiento es ya un síntoma de importancia. Parece un ultraje o un anacronismo el intentar poner la filosofía al servicio de algo, después de todos los esfuerzos realizados para librarla de toda servidumbre. No deja de ser asombroso hasta qué punto tiene vigencia la convicción profunda y literal de que la filosofía «no sirve para nada», no ya entre el «público en general», sino entre los mismos profesionales de la filosofía, lo que, evidentemente, tiene mucha mayor transcendencia. La justificación de esto no puede ser más que una: que la filosofía no sirve, de hecho, para nada. A nadie le resultaría difícil contestar a quien dijese que la Economía o la Medicina no sirven para nada, pero se vería probablemente en grandes aprietos para hacer lo mismo con quien afirmase tal cosa de la filosofía.

Otro hecho curioso es que, a poco ilustrado que fuese este último, no se le trataría de convencer mostrando la utilidad de disciplinas como la psicología o la ética, pues su carácter filosófico podría ser puesto en cuestión muy fácilmente. Parece como si en cuanto un conocimiento tradicionalmente filosófico empieza a tener un cierto contacto con la realidad, dejase por ello de ser propiamente filosófico. El expediente más elaborado que hasta la fecha existe para solucionar este estado de cosas consiste en duplicar la disciplina. Así se ha hecho, por ejemplo, distinguiendo junto a la psicología «empírica» o «experimental» –que constituye un hecho imposible de negar o desconocer– una supuesta psicología «racional», que, por su estéril pureza frente al mundo de la experiencia, se asegura un puesto en la enciclopedia filosófica. De este modo, «filosofía» se va haciendo cada vez más sinónimo de «metafísica».

La metafísica es lo único de cuyo estatuto filosófico no puede dudarse. Y todo conocimiento será filosófico en la medida en que participe de la «ciencia primera». Es claro que quien ignore el carácter puramente «especulativo» de ésta, su separación radical de lo práctico, se halla a cien leguas de haber penetrado en su entraña. Se le puede acusar incluso de no conocer la historia de la filosofía, pues la retórica, justificativa de esta peculiaridad, surgió con la filosofía misma, su origen exotérico, y místico hizo que desde el principio se contrapusiera esta «sabiduría» al mero conocimiento y que esta «ciencia» se elevase sobre todas las demás. También desde muy pronto se formularon las condiciones personales que exigía el filosofar: hay que estar liberado de las necesidades y preocupaciones más inmediatas; la filosofía es una cierta actividad lujosa, &c. Y, como colofón, la anécdota que de Pitágoras nos cuenta Diógenes Laercio, en la que se compara al filósofo con el espectador desinteresado de los juegos olímpicos. No hay problema: «la filosofía es contemplación desinteresada e inútil, aunque, en un cierto sentido, tenga la utilidad de responder a las preguntas más radicales que se plantea el hombre y satisfacer sus anhelos últimos de saber y sus aspiraciones más propias e íntimas».

Desde luego, podemos darnos por satisfechos con estas explicaciones. Es lo que se hace generalmente. Pero es igualmente lícito intentar poner a prueba su consistencia. En primer lugar, volvemos a hallarnos ante un hecho significativo: el que los filósofos no muestren normalmente su disconformidad ante esta acentuación del componente de la «contemplación desinteresada» obliga a poner en relación la actividad filosófica con la actividad contemplativa y desinteresada por excelencia, o sea, con la actividad estética. En segundo lugar, la insuficiencia del puro concepto de contemplación puede ponerse de manifiesto con toda sencillez: si hay algo que no hayan hecho los filósofos a lo largo de toda la historia, es limitarse a contemplar las cosas y a tomarlas tal como vienen. Los filósofos han interpretado y han creado, es decir, han «poetizado». Por supuesto que esto no es ningún demérito ni nada deshonroso. Esta actividad creadora, «poética», no sólo es propia de la actividad artística, sino que constituye también la base de la actividad científica, y este componente creador de la ciencia en sentido riguroso, se vió con bastante claridad desde la aparición de ésta, allá por la mitad de este segundo milenio. No puede usarse, pues, en contra de la filosofía lo que tiene de común con actividades tan valiosas del espíritu humano como el arte o la ciencia. Pero si no queremos que arte, ciencia y filosofía queden confundidos e indiscernibles bajo el calificativo común de formas poéticas, hemos de tratar de precisar más el concepto de cada una de ellas. En nuestro caso concreto, lo que nos interesa es deslindar los campos respectivos de la ciencia y de la filosofía. Y creo que el mejor modo de hacerlo en este contexto es decir que en filosofía no es posible el diálogo, mientras que esta posibilidad es la exigencia básica de la ciencia. Si esta tesis fuese cierta, el diálogo no podría esperar de la filosofía más que el contraejemplo de la historia misma de los sistemas filosóficos. Nos importa, pues, comprobar en qué grado es válida.

No creo necesario insistir en que diálogo no significa aquí la forma dialogada de hablar. Es obvio que puede hablarse de filosofía, pero esto no garantiza sin más que en filosofía sea posible el auténtico diálogo, el hablar comprensivo y fecundo. Analicemos un poco estas dos características.

El diálogo no es primariamente un intercambio de palabras, sino una comunicación, un intercambio de vivencias o pensamientos, la puesta de algo en común entre los dialogantes. El diálogo supone, pues, un esfuerzo realizado por los que intervienen en él por «poner en claro». No veo razones de peso para dudar de que en la mayoría de los filósofos exista este propósito y se realicen esfuerzos para cumplirlo, aunque tampoco convenga desconocer que no es este siempre el caso y que en muchos filósofos hay una voluntad consciente de dificultar el intercambio informativo. Pero, en todo caso, esta disposición subjetiva no es suficiente. El hecho de que yo me esfuerce todo lo posible por que los demás me comprendan no basta para poder afirmar que éstos lo hagan. Es preciso que se cumplan otros requisitos. Aunque no se sabe demasiado sobre el tema, voy a intentar decir algo sobre ellos, sobre las bases objetivas y la mecánica de la comprensión.

Un requisito necesario, aunque no suficiente, de la comprensión es la recepción previa de una información, tomando esta palabra en el sentido de la teoría de la información. Y no es un requisito suficiente porque es preciso tener en cuenta que tanto el emisor como el receptor de la información pueden ser personas, pero también pueden ser máquinas. Las máquinas son capaces de recibir, almacenar, transmitir y elaborar información y de actuar de acuerdo con ella. En una conversación telefónica normal, el aparato traduce la información del que habla a un código nuevo (el de oscilaciones eléctricas), la transmite y la vuelve a traducir en sentido inverso, ofreciéndosela al que escucha. Conviene que nos fijemos en que por el cable telefónico no se transmite más que una oscilación eléctrica estructurada, porque esto nos indica un hecho básico que no conviene desconocer y en cuya importancia nunca se insistirá bastante: lo único que podemos transmitir es información, elementos diacríticos que permitan eliminar el mayor número de posibilidades entre un conjunto dado de ellas. En otro lenguaje más familiar: lo único que podemos comunicar son estructuras, nunca «contenidos». Es esta una afirmación antipática, pues parece destruir multitud de ideales y anhelos de «comuniones personales», «uniones íntimas» y «comprensiones profundas», que muchos considerarán como lo más «humano» y valioso de nuestra vida. En el fondo, lo único que tiene que destruir son concepciones erróneas acerca del proceso de la comunicación, muy satisfactorias, sin duda, sentimentalmente, pero no por ello menos erróneas. Si queremos esforzarnos verdaderamente por lograr la mayor comunión posible entre los hombres, lo primero que tenemos que hacer es conocer lo mejor que podamos cuáles son los límites que se oponen a ella, pues sólo así podremos hacerles frente con eficacia. Aunque, como es lógico, si preferimos seguir creyendo ingenuamente en comuniones personales, plenas y vínculos de simpatía profunda, nadie podrá obligarnos a no hacerlo.

Es fácil comprender que la opinión que sustentemos sobre el proceso de la comunicación y sus posibilidades no aumenta ni disminuye las posibilidades efectivas de entendimiento recíproco alcanzable en nuestras relaciones interpersonales. Lo que podrá hacer, si es acertada, será permitirnos utilizar al máximo estas posibilidades de que, de hecho, disponemos. Por eso, el pensar que lo que únicamente nos transmitimos unos a otros son estructuras, no impide que sigamos entendiéndonos como hasta ahora, aunque tal vez logre que nos entendamos un poco mejor. En realidad, no es muy acertado hablar de «transmisión de estructuras», pero de momento hay que conservar esta expresión para evitar prolijidades excesivas e innecesarias, siempre que se entienda que lo que nos transmitimos físicamente –que es el único modo de transmisión que conocemos, si excluimos la discutida transmisión telepática, y en todo caso es el que normalmente usamos– son estructuras (series de vibraciones eléctricas, acústicas, ópticas, &c.). Sin embargo, con estas estructuras nos comprendemos. Esta es nuestra diferencia con las máquinas, por lo menos con las que existen hasta ahora. Descrita a grandes rasgos, la mecánica de la comprensión podría ser ésta: para el hombre, las estructuras físicas transmitidas se convierten en signos, es decir, se coordinan de modo más o menos unívoco con determinadas vivencias propias. De este modo las estructuras se llenan de «contenido», el signo adquiere un significado. Las máquinas pueden actuar de acuerdo con la información recibida, pueden realizar incluso la tarea, en cierto modo «lógica», de clasificar y reconocer las señales que reciben, pero no pueden comprenderlas porque no pueden coordinar con ellas nada propio, ninguna experiencia ni vivencia peculiar. En cuanto a nosotros, baste con decir que sólo comprendemos los mensajes que podemos coordinar con determinadas vivencias propias, bien sean pasadas o provocadas por el mensaje mismo. Y esto, que es muchísimo, es suficiente para que podamos alcanzar los más altos grados de comunicación y comprensión recíproca.

De aquí pueden deducirse ya algunos requisitos que la comunicación debe procurar satisfacer al máximo: máxima diferenciación de las estructuras con el fin de obtener un máximo de información, observancia de las reglas sintácticas, &c. Pero a nosotros nos interesan, más que las condiciones óptimas de transmisión física, las condiciones óptimas de comprensión, pues hemos caracterizado el diálogo como un hablar comprensivo, es decir, como una transmisión coronada por una comprensión. En este plano las exigencias han de conducir a lograr que la codificación realizada por el emisor pueda ser repetida en sentido inverso por el receptor del modo más exacto posible. Es decir, la comprensión será óptima cuando el receptor logre coordinar con el mensaje estructural recibido aquéllas de sus vivencias propias que más se asemejan a las que el emisor coordinó con él, o sea, trató de expresar mediante él. Todos los esfuerzos hechos por el que habla o escribe en favor de la claridad, es decir, de la utilización precisa y unívoca de los signos que emplea, usándolos para expresar tipos determinados de vivencias y utilizando el mismo signo para expresar el mismo tipo de vivencia siempre que sea posible, nunca serán demasiados: mostraciones, definiciones, explicaciones detalladas, etcétera. Pero la exigencia fundamental a la que todos estos medios tratan de satisfacer, es la siguiente: que la experiencia, las vivencias de los que intervienen en el diálogo, se asemejen en el mayor grado posible. Con otras palabras: la comprensión sólo es radicalmente imposible cuando el emisor trata de expresar unas vivencias que el receptor no ha tenido ni puede tener nunca. En esta situación, los signos no pueden tener para él ningún significado y, por tanto, no puede comprenderlos.

Es preciso entender rectamente lo que acabo de decir. Por supuesto, igual que cada uno puede creer lo que quiera, puede hablar también de lo que quiera, sea divino o humano, sensible o suprasensible, real o imaginario, y puede hacerlo de la forma que quiera, de modo claro u oscuro, directo o metafórico, comprensible o incomprensible. Pero si tiene la pretensión de participar en un diálogo, de que lo que dice sea considerado por los demás como expresión de un conocimiento riguroso, se requiere al menos: 1), que lo que dice pueda ser comprendido, en principio, por cualquier hombre que posea una capacidad intelectual y un nivel cultural determinados, sin necesidad de recurrir a facultades extraordinarias (intuiciones supraempíricas, sentidos íntimos, &c.); 2), que en un principio pueda ser comprobado por cualquiera de estas personas. Ambas características pueden considerarse unidas en la exigencia de que el conocimiento expresado sea «objetivo», es decir, accesible a todos los hombres normales y repetible y comprobable por ellos.

Es aquí donde puede verse la característica esencial de la ciencia. No tanto en que en ella se utilicen signos muy precisos, introducidos mediante definición, y se manejen matemáticamente, sino en que siempre es posible que, en determinadas condiciones, cualquiera pueda experimentar las vivencias que constituyan el significado de esos conceptos. De aquí deriva su valor general. Yo puedo no saber lo que es la contracción de Lorentz, pero podré saberlo en cualquier momento si domino las ideas matemáticas y físicas que le sirven de base, y en caso contrario, después de haberlas aprendido. Y, además, estaré en condiciones de saber si lo que expresa es verdadero o falso, si responde o no a la «realidad». Sólo en estas condiciones se puede hablar de verdadera comprensión.

Pero si esto es así, se me dirá, la afirmación de que en filosofía no es posible el diálogo resulta gratuita. Por ejemplo, cualquiera puede comprender y comprobar por sí las afirmaciones de la filosofía contemporánea sobre cómo el hombre se va haciendo lo que es en un intercambio constante con las cosas y con los demás hombres, sobre su profunda relación y dependencia respecto de lo que no es él. Parece evidente, pues, que sobre este tema y otros semejantes es posible un verdadero diálogo que podría desarrollarse en los mismos términos que uno sobre la corriente eléctrica, ya que éste parece ser el ideal. He de reconocer que esta objeción es acertada. Pero antes de presentar la formulación que considero adecuada de lo que yo quería decir, tengo que hacer notar dos cosas:

La primera es que esta misma filosofía contemporánea nos dice también, por ejemplo, que la nada se nos patentiza en la angustia. Ahora bien, es posible que haya muchos hombres que no sientan «angustia» o que la sientan y no se les patentice en ella «la nada», salvo que recurramos al cómodo expediente de definir la angustia como aquel temple de ánimo en el que se patentiza la nada. Pero resulta entonces que puede haber muchos hombres que no habrán experimentado ni podrán experimentar nunca esta angustia y para los que resultará ininteligible todo lo que sobre ella se diga, cualquiera que sean sus esfuerzos por comprender. No creo que sea exagerado considerar esto como algo sobre lo que no puede haber diálogo, salvo entre los que hayan sido favorecidos con la iluminación correspondiente. La posibilidad de comprensión general es al menos muy cuestionable. Y todo el que haya estudiado algo de filosofía sabe que pueden aducirse a millares ejemplos como éste y analizarlos con mucho más detalle y justificación.

La segunda observación es que no hay ninguna razón para considerar las afirmaciones relativas a la relación del hombre, con su medio, como especialmente filosóficas. De hecho se las encuentra en Biología, Medicina, Sociología, &c., y elaboradas más detalladamente. Aun suponiendo que su primera formulación hubiese aparecido en un libro de filosofía, sería este un dato completamente irrelevante. La hipótesis de la constitución atómica de la materia forma hoy parte del conocimiento científico y, sin embargo, la primera vez que se formuló no pasaba de ser una hipótesis metafísica, carente casi por completo de fundamento. Lo que distingue a la ciencia de la metafísica no es el ser elaboradas por el científico o por el filósofo, respectivamente, ni el estar contenidas en un libro «de ciencia» o «de filosofía». Una afirmación es científica cuando se la puede justificar. Y el modo de justificación más seguro que poseemos hasta ahora es la apelación a la experiencia propia de cada uno. Sobre una afirmación científica se puede discutir, aducir razones en pro y en contra, realizar experimentos y observaciones si son necesarios y adoptar una posición propia, en vista de los resultados obtenidos, de la comprensión lograda en el diálogo. Pero si, para poner un ejemplo paralelo al de la contracción de Lorentz, lo que no entiendo es el concepto de materia prima, o el del espíritu hegeliano o el de valor objetivo, será muy difícil que alguien pueda indicarme lo que tengo que hacer para comprenderlos y mucho más el lograr alguna claridad sobre si responden a algún tipo de realidad existente. De lo que sí puedo estar seguro es de que seré acusado de no haber penetrado toda la propiedad del concepto o del problema y de no tener «condiciones» para la filosofía.

De todos modos, es necesario matizar la tesis en el sentido antes indicado de reducir la filosofía a la metafísica. Habría que decir, pues –y esta creo que es la formulación precisa–, que en ciencia es posible el diálogo y en metafísica, no. Esta nueva formulación tiene, además, la ventaja de que nos permite hacer justicia a todos los que se han considerado filósofos sin considerarse por ello metafísicos. Pero, como no me atrevo a utilizar la palabra «filosofía» en un sentido distinto al que ha tenido a lo largo de toda su historia, utilizaré la expresión «filosofía metafísica» para referirme a lo que antes he llamado sólo «metafísica». Ahora bien, ¿es que hay algún tipo distinto de filosofía? Y, en caso de que lo haya, ¿será de alguna utilidad a la hora de cooperar en el perfeccionamiento del diálogo?

Por lo pronto, tenemos que la palabra «filosofía» se usa en expresiones tales como «filosofía del derecho», «filosofía de las matemáticas», &c. En estos contextos designa consideración teórica especial de ciencias particulares, en la que se estudia y analiza a éstas de un modo semejante a como ellas estudian sus objetos. No creo que se pueda dudar de la realidad y legitimidad de estas consideraciones, por muy viciadas que estén, como suelen estarlo, de filosofía metafísica. Ahora bien, hay quienes piensan que es posible concebir la filosofía en un sentido semejante, como un tipo de actividad y consideración «de segundo grado», por así decirlo, cuya misión principal sería el estudio y la crítica de los conocimientos ya adquiridos y, especialmente, de la ciencia. Cabría, pues, que llamásemos «filosofía científica» o «crítica» o «analítica» a aquel tipo de actividad filosófica que consiste en reflexionar sobre los caracteres, procedimientos, validez, &c., de los diversos tipos de conocimiento humano. Podría decirse también que es un intento de elaborar una teoría científica del conocimiento. Y como la única forma que tenemos de acceder al conocimiento, es el lenguaje, el estudio de éste constituye la tarea principal de este tipo de filosofía. La división de la lógica en sintaxis, semántica y pragmática y los progresos realizados en cada una de estas partes, constituyen ya resultados de importancia para una teoría del diálogo, algunos de los cuales he utilizado en estas líneas.

Probablemente no hay ninguna escuela filosófica determinada que responda por completo a esta descripción general. Pero podría constituir el enunciado de los puntos de máxima coincidencia entre muchos pensadores y corrientes doctrinales del siglo XX que se han visto estimulados por los nuevos progresos realizados en las ciencias naturales, en lógica y en matemáticas, y han tratado de incorporarlos a su pensamiento. Russell, Wittgenstein y el Círculo de Viena, con sus profundas diferencias podrían elegirse como nombres significativos. Sus seguidores, en los que la multiplicidad y la variedad se han acentuado, cultivan intensamente en la actualidad este tipo de reflexión, sobre todo en el área cultural anglosajona. Naturalmente no son perfectos y muchas veces incurren en errores iguales o semejantes a los que critican. Pero muchas otras veces estudian temas antes ignorados o enfocan los conocidos con un nuevo espíritu y con nuevos medios (por ejemplo, los problemas ontológicos que se plantean en semántica).

Creo que de momento nos basta con señalar uno de los resultados del análisis de la ciencia: la valoración adecuada de la importancia que la actitud crítica tiene en el desarrollo de nuestro conocimiento y de la ciencia. Su posible aplicación a una teoría del diálogo nos lleva a examinar, aunque sea brevemente, la segunda de las notas atribuidas más atrás al diálogo: la fecundidad.

En realidad, debería haber dicho la crítica, pues la fecundidad es la consecuencia más directa de la crítica. El diálogo es fundamentalmente un hablar comprensivo y crítico. Y, sin duda, uno de los mayores valores de la comprensión es que permite la crítica. Al diálogo le acecha un malentendido radical: el de creer que implica coincidencia y acuerdo, ya sean iniciales o finales. La realidad es completamente distinta. Siendo como es un esfuerzo realizado por seres humanos para expresarse unos a otros, para manifestarse y poner en común las experiencias individuales, lo que normalmente pondrá de relieve el diálogo será la discrepancia y la diversidad existentes entre ellas. Y la función de la crítica es perfeccionar el proceso de expresión individual y reducir las discrepancias al mínimo posible, o sea, lograr que el hablar cumpla al máximo su meta de comunicación, de puesta en común. Por eso yo me atrevería a decir que sin crítica no hay diálogo. Y es de sobra conocido el valor de la crítica inteligente que se basa en la comprensión. Esforzarse por poner continuamente de manifiesto los defectos del conocimiento existente es el primer paso ineludible para lograr un conocimiento más completo, más general, más verdadero. El diálogo habrá cumplido plenamente su misión si ha servido para que los dialogantes se hayan comprendido mutuamente y hayan comprendido que no están de acuerdo y por qué no lo están; si cada uno de ellos formula su posición con la claridad necesaria para que el otro pueda ponerle de manifiesto lo que en ella no está justificado y no puede aceptarse por los demás. Parece paradójico, pero es precisamente en una época como la nuestra, que tan profundamente siente la necesidad de comprensión, cuando hay que hacer una llamada más viva al sentido crítico. Comprender implica muchas veces oponerse y criticar, cosa que, evidentemente, no constituye el más mínimo obstáculo para la tolerancia. Porque la crítica a los demás será una parte mínima de la crítica que tendremos que hacernos a nosotros mismos y representará un esfuerzo ínfimo comparado con el que exigirá de nosotros la comprensión y la utilización de las críticas que los demás nos hagan. Actualmente no puedo imaginar una base mejor ni más fecunda para el ejercicio, posterior y necesario, de la tolerancia.

Voluntad de comprensión que utiliza todos los recursos a su alcance para hacerse efectiva, y espíritu de crítica continua e implacable. Creo que estas son las bases de un diálogo fecundo. La crítica se ha de ejercer sobre todo lo que sea injustificado o tenga unos fundamentos insuficientes o caducos, sobre todo lo que impida el acuerdo entre los hombres por su incapacidad para ser discutido libre y racionalmente, sobre todo lo dogmático. Es en esta labor crítica y en este esfuerzo por la comprensión donde creo que la filosofía, un determinado tipo de filosofía, puede aportar algo. Una filosofía que, es cierto, no influirá en nuestros sentimientos con el enunciado de verdades transcendentes, pero cuya actividad y resultados tal vez colaboren, aunque sea mínimamente, a algo tan importante como es que nos entendamos mejor unos a otros.

Francisco Gracia

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