Filosofía en español 
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Notas. Libros

Jorge Semprún

“Las ruinas de la muralla” o los escombros del naturalismo

1. Lo malo con las novelas en clave –cuando se conoce la clave– es que resulta imposible olvidarse de los hombres, o mujeres, reales, en que se inspiran los personajes. Entonces, al resurgir el hombre tras el personaje, la complejidad de aquél, su riqueza y su polivalencia psicológicas, contrastan crudamente con el esquematismo, la cortedad caricatural de éste: del personaje novelesco. Se me dirá, con razón, que un personaje puede ser mucho más rico, más vitalmente complejo que el hombre real que le dio ser. Pero es que estoy hablando de la última novela de Jesús Izcaray, Las ruinas de la muralla {(1) Jesús Izcaray, Las ruinas de la muralla. Colección Ebro, París, 1965.}, en la que no ocurre así, en la que ocurre todo lo contrario. Cuando se piensa que Higinio –personaje de la novela– se inspira en el hombre de verdad que fue Benigno Rodríguez, dan ganas de llorar. O de tirarle a Izcaray los trastos a la cabeza, con alguna palabra fuerte de añadidura. El retrato de Higinio-Benigno tiene, en cuanto a la superficie física, palpable, precisión fotográfica. Yo diría que hasta resulta malévola una tal precisión fotográfica, un semejante ahínco naturalista en el detalle de la descripción física. Pero lo esencial no es esto: lo esencial es que la personalidad real, compleja, contradictoria, de Higinio-Benigno escapa, por completo, al retrato naturalista que Izcaray propone. Poner en boca de Higinio-Benigno (p. 271), una frase como esa que dice al joven comunista Esteban Valdés: “Ya conoces mi escaso gusto por la grandilocuencia, pero no encuentro otras palabras para decirlo: vosotros veréis la España [89] prometida”, es hacerle hablar por boca de ganso. Tal vez, el ganso, en este caso, sea sencillamente el propio Izcaray.

Pero se me dirá, con razón, que el noventa y nueve por ciento de los lectores de la novela, ni saben que Higinio pretende ser la personificación novelesca del hombre de verdad que fue Benigno Rodríguez, ni han conocido a éste, y que no harán, por tanto, esa comparación que estoy haciendo. Así es, en efecto. Y esta crítica mía es perfectamente subjetiva: total y conscientemente subjetiva. Es un a modo de desahogo personal, la expresión de una cólera privada, ante esta lamentable caricatura de un hombre conocido a lo largo de quince años: conocido, querido y admirado.

Pero, dejemos los humores personales. Vayamos a un problema más fundamental: ¿cuáles son las raíces del naturalismo idealista de Izcaray, que en Las ruinas de la muralla, anula todos los valores éticos y estéticos de una novela trabajosamente concebida y escrita?

2. Nos encontramos aquí con un tema ya trillado, teóricamente: el tema del realismo. Desde que Marx y Engels escribieron sobre literatura –no mucho, y casi nunca rectamente entendido– ya se sabe que una obra puede estar compuesta de elementos ciertos y no ser verídica; de trozos o retazos de realidad y no ser realista. Se sabe que el realismo hay que lograrlo al nivel de la estructura interna, dinámica, de la obra de arte, y no al nivel del detalle, aunque la exactitud de éste sea fotográfica. Se sabe que el realismo hay que lograrlo al nivel de las relaciones dialécticas entre la obra de arte y el universo (mundo, sociedad, intimidad) real, y no al nivel de un universo idealizado –barnizado–, no conflictivo, automáticamente en desarrollo hacia un utópico progreso indefinido. Se sabe todo esto, y podía suponerse que Izcaray también lo sabía, al menos teóricamente. Pero en su labor práctica de creación, se ha estrellado, una vez más, contra los escollos ya tradicionales, y ya fastidiosos, del naturalismo. ¿Por qué?

Podría decirse, sencillamente, que por falta de talante, talento y temple de escritor. Escribir es una empresa soberbia y humilde, desesperada e inexcusable: escribir de verdad, quiero decir. Exige muy fuertes virtudes: talento, temple y talante. Y las exige aún más de un escritor comunista, porque en éste la zona de inconsciencia, de azarosa genialidad, se reduce al máximo, dada la precisión crítica de su conciencia ideológica. Pero al margen de razones personales, conviene ahondar un poco en las motivaciones objetivas de esa falta de talento, temple y talante de escritor, tan evidente en Las ruinas de la muralla.

3. La primera motivación, la principal raíz del naturalismo de Izcaray, reside en su concepción de la política y en el método seguido para introducir la política en su universo novelesco. Me aclaro enseguida, para evitar, en la medida de lo posible, falsas interpretaciones. La raíz del naturalismo de Izcaray no reside en la ideología comunista que le inspira, ni en el hecho de que su novela sea tendenciosa, como diría Engels, de que sea política. Reside en algo muy diferente: en que su ideología no funciona como instrumento crítico, medio de aprehensión de la realidad, sino como mediación ilusoria, cuasi religiosa, entre el proyecto novelesco y la realidad reflejada. Reside la raíz de su naturalismo en que la política nunca está inserta en la situación, sino que es como un barniz, como un pegote apriorístico. La novela, en una palabra, se politiza, mal y superficialmente, sólo en función del autor, nunca en función de las situaciones y de los personajes. Ideología y política son siempre algo exterior a la estructura real de la obra, nunca están interiorizadas.

Parece que en esta ocasión Izcaray ha desoído –pero tal vez no esté en condiciones de oírlo– el consejo de Engels, cuando éste escribía a Minna Kautsky (26 de noviembre de 1885): “Pero creo que la tendencia debe desprenderse de la situación y de la acción mismas, sin que se formule explícitamente, y el poeta no debe verse obligado a dar ya hecha al lector la solución histórica futura de los conflictos sociales que describe”. En otra ocasión (carta a Miss Harkness, de abril de 1888), Engels precisaba aún más su pensamiento: “Cuanto más ocultas permanezcan las opiniones políticas del autor, mejor será para la obra de arte. El realismo de que hablo se manifiesta incluso completamente al margen de las opiniones del autor”.

Cierto que Engels ha escrito esto en otra época y que sus palabras sólo tienen valor metodológico, pero en este sentido lo tienen, y serio. Aquí surge otro tema, que rebasa las posibilidades de estas notas: la necesidad de someter a una radical crítica marxista la tradición teórica que, de Plejanov a Zdanov, ha ido forjando dogmáticamente los moldes del tan traído y llevado “realismo socialista”. Crítica radical para la que ya han ido acumulándose las experiencias históricas y los primeros materiales de elaboración teórica. [90]

Volviendo a nuestro tema de hoy: Lo malo, en Las ruinas de la muralla no es que sobren la ideología y la política: es que están de prestado. Es que no desempeñan su función artística. Es que son elementos de encubrimiento y de idealización de la realidad, en lugar de serlo de su desvelamiento y de su aprehensión realista. Y ello, porque son exteriores a la obra, apriorísticos.

Hay, a este respecto, y en demostración de lo que digo, unas cuantas páginas extraordinarias (cinco exactamente, de la 127 a la 132) en la novela de Izcaray. Se describe en ellas un breve viaje de Esteban Valdés, joven comunista residente en París, y de su mujer, Yvonne, por tierras de CastilIa: de Medina del Campo a una ciudad llamada Nobleda, que puede ser cualquier ciudad castellana. Hace años que Esteban Valdés no ha estado en España, y éste es el primer viaje que hace con su mujer. Desde la ventanilla del tren, Valdés contempla el paisaje y lo comenta, para su compañera. Desde sus primeras palabras, nos damos cuenta de que vamos a asistir a un breve curso de formación política acelerada: “No hay paisaje, pero habrá que hacerlo –soñó él volviendo a coger el hilo de su idea anterior. Cuestión de agua, de árboles, de que la gente de estos campos trabaje para sí y no para el diablo... Entonces, esta tierra, probablemente no será tan patética, pero será más humana...” Y yo me pregunto: ¿ por qué los comunistas de tantas novelas comunistas hablan como tontos de solemnidad? ¿Por qué son cursis, grandilocuentes y pesados? En el compartimento del tren, Izcaray ha reunido a unos cuantos “personajes típicos”, que le van a permitir ilustrar su breve curso político. Allí tenemos al guardia de la Policía Armada, simpático y desastrado, representante químicamente puro de los “miembros de las fuerzas armadas y de orden público, cuyos intereses no consisten en defender un régimen gastado y en plena descomposición, sino en contribuir a que la voluntad popular se abra camino sin violencias sangrientas”. (Ahora, no cito a Izcaray, cito un documento político). Allí tenemos al teniente de cuchara, que terminó la guerra civil como sargento, desasosegado y muerto de hambre. Y allí está el alférez provisional que estuvo en el Alto de los Leones, y que fue diez años concejal de Valladolid: honesto y desilusionado. Y tampoco falta la mujer del pueblo, cuyas palabras –vox populi, vox dei– como las de un coro griego, van subrayando la moraleja de la historia. Cinco páginas de lección política, incrustada por personajes arquetípicos, según los cánones de una visión apriorística de la realidad.

Para ese viaje, en verdad, no se necesitan alforjas novelescas: con hacer un montaje de documentos políticos, basta. Basta y sobra.

4. La segunda motivación objetiva del naturalismo de Izcaray reside, a mi modo de ver, en el conservadurismo estético del autor. Leyéndole, uno se sorprende a veces al topar con ciertos detalles, que remiten a realidades de la segunda mitad del siglo XX. Porque la estructura formal de la novela está anticuada, tiene un inconfundible sabor de fin de siglo. Se trata de una estructura formal absolutamente inadecuada para aprehender la realidad moderna. Por ello, tal vez –pero no sólo por ello: también por el lastre de una determinada visión política del exilio– no aparecen en Las ruinas de la muralla más que trozos de una España inerte, marginal al desarrollo económicosocial de estos años, en que brillan por su ausencia los problemas de las capas y clases sociales en expansión cuantitativa y cualitativa, y, en primer lugar, los problemas de la clase obrera industria . A ratos, la novela nos parece, y no es un juego de palabras, mera investigación arqueológica.

En fin de cuentas, la novela de Izcaray pone crudamente de manifiesto la crisis del naturalismo populista y a medida que nos vamos adentrando en los tediosos senderos de su obra, parece que nos hundimos, desganadamente, entre los escombros del naturalismo.

J. S.