Filosofía en español 
Filosofía en español


Una encuesta

Ortega hoy

Pedro Altares, José Aumente, José María Castellet, Carlos Castilla del Pino, Francisco Fernández-Santos, Alfonso Sastre, Jorge Semprún

Hace diez años, al morir Ortega y Gasset, los estudiantes madrileños –eran los días en que se preparaba el Congreso Universitario de Escritores Jóvenes, que luego fue prohibido y que desembocó en el movimiento estudiantil de febrero de 1956– organizaron un homenaje a su memoria. En el cartel impreso con dicho fin se calificaba a Ortega de filósofo liberal. Pudo parecer, en aquel momento, y dadas las circunstancias históricas concretas, que el pensamiento de Ortega aún podía tener un contenido movilizador, que aún podía constituir un aglutinante ideológico.

Al cumplirse este décimo aniversario, y al hallarse la universidad española ante las complejas tareas de una lucha por las libertades democráticas, la Redacción de Cuadernos de Ruedo ibérico ha considerado oportuno someter el siguiente cuestionario a la reflexión de un amplio grupo de intelectuales españoles representativos:

A los diez años de la muerte de Ortega y Gasset, quizá exista ya una perspectiva mínima para tratar de establecer un balance crítico de su obra y de su acción político-cultural. Es evidente que el pensador madrileño ha significado mucho en la cultura y la vida españolas del siglo XX. ¿Le parece el balance de su acción cultural y política más positivo que negativo, o al contrario? ¿Qué significa Ortega en relación con la cultura y la sociedad españolas de la primera mitad del siglo?
En este primer decenio después de la muerte de Ortega, se ha producido en España, particularmente entre los jóvenes, una fuerte reacción antiorteguiana. ¿Qué circunstancias culturales y políticas explican esa reacción? ¿Es Ortega, como estiman muchos jóvenes, un pensador esencialmente antidemocrático, a contrapelo de las tendencias fundamentales del mundo moderno? ¿En qué puede Ortega ser aún maestro de una juventud española que, en su sector más inquieto y responsable, se orienta decididamente hacia el socialismo, el marxismo y, en general, el pensamiento democrático y revolucionario? ¿No es Ortega un pensador conservador que la derecha española, anticuada y oscurantista, no ha sabido aprovechar plenamente?
¿Qué piensa del orteguismo como escuela, o como escolástica? ¿Qué puesto le cabe en la filosofía española que hoy se hace?

Las exigencias de la actualidad, y los plazos de impresión de este número, nos obligan a publicar las respuestas hasta la fecha recibidas de una parte tan sólo de los intelectuales consultados.

Pedro Altares

I. Pensar en España, aunque sea en una dirección concreta, es siempre positivo. En un país donde pudieron decirse cosas como “la funesta manía de pensar” o “abajo la inteligencia”, el ejercicio de pensar tiene que ser necesariamente saludable. Y Ortega pensó y ayudó a pensar a mucha gente. El que su pensamiento nos convenza o no es ya otra cuestión. [36]

Ortega intenta introducir en la problemática española, atacada con frecuencia de cierto cantonalismo chauvinista, corrientes que procedían de Europa. El título, por ejemplo, de la Revista de Occidente fue algo más que una abstracta denominación. En realidad era todo un programa. El intento dentro del movimiento intelectual español tiene sin duda una importancia que trasciende más allá del hecho mismo: es una oportunidad, desaprovechada como tantas otras por la derecha, de creación de un pensamiento conservador coherente y puesto al día.

II. La reacción antiorteguiana existe y es consecuencia lógica de esos movimientos pendulares, tan típicos de la actual coyuntura española, que en el caso de Ortega ha hecho pasar su nombre de lo “cuasi-subversivo” (recuérdese las circunstancias de su entierro) y mítico, al desprestigio absoluto, excesivamente frívolo, en sectores poco maduros dispuestos a excluir a todo aquél que piensa de manera distinta a la suya.

Por supuesto, que en este rechazo de su obra existen razones más profundas ha llegado la hora de olvidar la problemática abstracta, y en el caso de Ortega reaccionaria, de los que hablaron de España como problema y se olvidaron de los problemas de España. Hoy un libro como España invertebrada, interesa sólo en cierta medida, porque lo que realmente importa a los jóvenes es la solución, y por lo tanto los medios, de promoción de nuestro pueblo a partir de sus problemas concretos. Y eso es difícil de encontrarlo en una obra que olvida muchas veces referirse a estructuras políticas y sociales que hacían imposible el progreso de España. Hay en Ortega como una incapacidad para ver, más abajo de las elucubraciones y corrientes intelectuales, al hombre que se mueve en nuestro siglo hacia la libertad y cómo búsqueda cristalizaba en movimientos nuevos que él no supo o no quiso captar. La consecuencia es que cuestiones fundamentales de nuestro tiempo, configuradoras del futuro, es imposible encontrarlas en Ortega, que así no puede ser maestro de ninguna juventud española de hoy.

Pero no solo Ortega. Posiblemente ningún otro pensador. Como dice Aranguren, la juventud española no tiene maestros, ni es fácil que pueda tenerlos. Entre otras cosas porque las implicaciones históricas de los que podían serlo, en cierta medida les descalifican y porque las actuales circunstancias españolas tienden a convertir en mitos, en uno u otro sentido, a hombres que necesitan para ser estudiados, con talante mínimamente lúcido, una atmósfera menos viciada e infinitamente más libre de tantos factores como hoy la condicionan.

III. No me gusta la escolástica ni muchas veces las escuelas. Pero no se puede dudar que alrededor de Ortega han nacido hombres que intelectualmente cuentan hoy en el panorama cultural español y cuya valía intrínseca no se puede negar. Para una valoración global es pronto todavía aunque da la impresión de que contaran mucho más como individuos que como grupo o escuela.

José Aumente

I. Habría que separar la significación cultural de Ortega de su significación política. Y mientras que la primera fue indudablemente beneficiosa en alto grado –introdujo la cultura europea, y concretamente la alemana en nuestro [37] país, amplió nuestro horizonte intelectual y su labor a través de la revista y la editorial Revista de Occidente es inconmensurable– su significación política nos parece insuficiente, incluso en muchos aspectos deletérea. La crítica esencial que puede hacérsele es que, desde su aristocratismo intelectual, no supo ver las realidades concretas, estructurales, de nuestros problemas nacionales. Es la misma crítica que se puede y debe hacer a toda nuestra generación del 98. Quizás su principal fallo sea que, al ignorar olímpicamente a Marx, le faltaron los instrumentos intelectuales necesarios para acercarse a la realidad de nuestra situación. Ortega se movía en un mundo esencialmente culturalista. Y aunque dijera en su primera época, que “para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar es España el problema primero, plenario y perentorio”, entendió la política como una abstracta pedagogía social, y su meta ideal de “europeizar” a España, fue simplemente la aspiración de un espíritu selecto, al que le molestaba la ñoñería y el pedestrismo del país.

II. Es evidente que las circunstancias cambian, y las generaciones inmediatamente posteriores a la guerra civil, seguramente como contraste ante una situación exagerada, casi caricaturesca, de explotación económica, social y política, hemos comenzado a ver la realidad bajo otro enfoque. Entonces, el Ortega selecto, el Ortega de Dilthey, Husserl, y la filosofía alemana, se nos ofrece con otra muy distinta significación. Nuestro mundo es diferente. Solamente apreciamos algunos atisbos coincidentes en el Ortega joven, en el Ortega de 1908, cuando por ejemplo comentando el paso por Madrid del crítico de arte alemán Meier-Graefe, escribió un lúcido trabajo en El Imparcial, sobre el papel enajenante de ciertos tipos de arte. O en 1910, en su conferencia en Bilbao, cuando dijo, nada más y nada menos, que “es hoy una verdad científica adquirida in aeternum que el único estado social moralmente admisible es el estado socialista”. Todavía en 1914, en la conferencia dada en el Teatro de la Comedia de Madrid, “Vieja y nueva política” encontramos juicios críticos –sobre todo críticos– que son hoy exactamente vigentes para nosotros. Después, se va perfilando el Ortega cada día más “culturalista”, más alejado de los problemas concretos de nuestra sociedad, y en consecuencia, más distante a la sensibilidad de nuestra época.

Pocas soluciones puede aportar Ortega a la juventud española actual. La prueba está en que cuando en algunos escritos como Mirabeau o el político intenta proponer algo, todo lo que se le ocurre es tan vago e inconcreto como “transformar la sociedad actual española, prácticamente paralítica, en una nueva sociedad dinámica” (tomo III, p. 635). O, en la misma línea, “lo que debe ambicionarse para España en una hora como ésta es el hallazgo de instituciones que consigan forzar al máximum de rendimiento vital (vital, no sólo civil) a cada ciudadano español” (tomo III, p. 631). Un magisterio de esta clase no es, evidentemente, lo que necesita hoy la juventud española.

Si bien, pues, Ortega se nos ofrece como un pensador conservador, no estamos plenamente convencidos de que no haya sido bien aprovechado por la derecha española. Las críticas que la parte más integrista de esta derecha le ha prodigado siempre, por cerriles y oscurantistas, han servido para valorizarlo entre un importante sector, en cierta manera abierto y progresista, que se dejaba así envolver, e inutilizar, en la maravillosa prosa del maestro. En definitiva, Ortega ha servido para amortiguar y desviar los posibles fervores revolucionarios de una parte importante de los universitarios españoles. Del [38] éxito de semejante operación tenemos prueba en algunos acontecimientos de la vida española. Que haya sido o no conscientemente realizada, que las críticas hayan sido más o menos inteligentes, es aspecto distinto del problema que no invalida lo que decimos.

III. El “orteguismo” como escuela, o como escolástica, puede inutilizar –y de hecho ya está inutilizando– a una buena parte de los filósofos españoles, precisamente aquellos que por su formación y cualidades podrían realizar una labor más seriamente intelectual. El “orteguismo” está representando para ellos una pantalla que les impide ver lo que hay detrás, es decir, una realidad objetiva y dialéctica, que necesita ser mucho más correctamente interpretada.

José María Castellet

No resulta nada cómodo juzgar a un hombre y a una obra de los que nos han separado muchas cosas –más de cuarenta años de edad, concepciones del mundo radicalmente distintas e incluso, quizás, una idea diferente de la función social del intelectual– y sólo nos ha unido una, aunque para nosotros haya sido importante: la de haber sido lectores atentos suyos en los años de formación universitaria. Por otra parte, una opinión sobre su obra –y así se nos pide– ha de incidir, forzosamente, sobre temas ideológicos y políticos, históricos y sociales, que Ortega trató abundantemente a lo largo de muchos años de actividad intelectual pública, pero que nosotros –desgajados contra nuestra voluntad de la sociedad a la que pertenecemos, desde el punto de vista del ejercicio libre de nuestra profesión– no podemos tratar con la libertad que nos daría hacerlo plenamente integrados en el cuerpo social español y sujetos a las regulaciones que funcionan automáticamente en una sociedad auténticamente libre. Por si fuera poco, al tratar de Ortega, nuestra crítica acostumbra a estar teñida de una frustración que se convierte en un resentimiento absurdo: dado que no hemos tenido –porque no han existido– grandes maestros del pensamiento democrático, humanista o marxista en la España contemporánea, caemos en la tentación de juzgar a Ortega desde el punto de vista de lo que hubiéramos querido que fuese y que, evidentemente, no fue. Por último, si no queremos olvidar los condicionamientos de la vida intelectual española de hoy, hemos de reconocer que no resulta agradable, en las actuales circunstancias, entrar en una polémica con aquellos “orteguianos” –en el sentido menos estrecho de la palabra– junto a los cuales participamos en una misma aspiración de libertad. Claro está que no por ello tenemos que abstenernos en una polémica necesaria e inevitable para aclarar posiciones, pero sí nos obliga –más que en otras ocasiones– a ser justos en los juicios y en la expresión de los mismos: no hemos de olvidar que tampoco es cómoda la postura de los orteguianos, bombardeados desde la derecha y la izquierda y, por ello, encerrados en una actitud que, muchas veces, es injustamente discriminatoria para con las últimas promociones intelectuales. También en ellos hay un resentimiento mal dirigido, producto de una frustración –confesada o no– que proviene del hecho de que el sector social que debiera haber encontrado en Ortega la expresión ideológica de su quehacer económico y político no supo darse cuenta del gran pensador [39] que tenía al alcance de la mano y prefirió sustituirlo con ideólogos de segunda fila, sacados del siglo XIX, cuando no de las cavernas del más prehistórico de los oscurantismos. Gracias a todo lo cual nos encontramos ahora con unas actitudes cuando menos absurdas: las de los orteguianos irritados por los ataques a que la obra de Ortega viene siendo sometida por parte de unos jóvenes que hubieran tenido que ser sus “discípulos” y las de éstos, irritados porque no encuentran en Ortega lo que otros “maestros” pudieron haberles dado.

Dicho lo que antecede, añadamos lo poco que tenemos que decir hoy sobre su obra. Poco, porque al hombre de 1965 y, especialmente, al hombre español de un futuro más o menos próximo también Ortega le dice poco. Hemos releído, antes de escribir estas líneas, algunos viejos libros, llenos de notas y subrayados, de nuestra época de fervientes lectores de Ortega: son textos claros y rotundos, demasiado comprometidos ideológicamente como para proyectarse sobre el mundo de hoy o el de mañana. Por lo mismo, constituyen materiales inapreciables para estudiar el fin de una época, la que termina en 1939, con el inicio de la segunda guerra mundial: parece evidente que Ortega, incluso visto desde el contexto político español de hoy, ha pasado a la Historia, con un lugar propio e importante, por una obra no sólo extensa, sino muy considerable desde un punto de vista intelectual. Pero no nos sirve ni como guía, ni como maestro: ¡qué le vamos a hacer! El mundo ha dado un paso considerable hacia adelante y sus coordenadas de hoy no son las de veinticinco años atrás. El que algunos países como el nuestro hayan perdido el paso del tren de la Historia es algo que nos duele, pero que no podemos negar. Y no por ello hemos de concluir que Ortega, a causa de este hecho, sigue teniendo vigencia entre nosotros. Que los orteguianos comprendan que a los hombres de la posguerra la obra de Ortega no puede aportarnos más que datos para la elaboración de nuestra historia, pero no elementos para la construcción del futuro. Exíjasenos, eso sí, el respeto que es debido a toda obra de un intelectual que supo serlo, con todas sus consecuencias. Pero que no se nos pida más, porque, entre otras muchas cosas, la relectura de los textos de Ortega, hoy nos resulta dolorosa, sino irritante muchas veces, a quiénes aspiramos –¡quién sabe si utópicamente!– a una sociedad española racionalmente democrática.

Carlos Castilla del Pino

I. A mí no me cabe duda de que la presencia de Ortega en la vida intelectual de la España de comienzos de siglo fue decisiva. Y afirmo su trascendencia, aun reconociendo sus distintas frustraciones, no sólo, según pienso, para s mismo, sino –naturalmente, más visibles– para nosotros. Es claro que, con él, España se hace intelectualmente síncrona con los problemas de la intelligentsia europea. Al carácter productivo de su pensamiento, al hecho indudable de ser el primer español que aparece en Europa como protagonista de la aventura intelectual, se une el hecho de su conciencia de ser español y de su quehacer cultural en España. Es para este Ortega “pedagogo” para el que yo conservo mi mayor respeto y con el que, creo yo, tenemos la mayor deuda. Si he de atenerme al pie forzado de la pregunta, que interfiere cultura y política, como influencias de Ortega en la vida española, creo que el balance [40] es fuertemente positivo, y así habrá de mantenerse a lo largo de los años, cuando, con la obtención de una mayor objetividad, se sepa valorar lo que realmente significó históricamente su propósito conseguido de europeización del pensamiento español.

II. Creo que Ortega es más un pensador aristocrático que antidemocrático. Quizá pueda parecer esto una distinción un tanto bizantina. No obstante, no la creo así. En el pensamiento de Ortega parece estar implícita la idea de que los problemas de la cultura son siempre, en tanto que problemas, de interés minoritario. Ahora bien: para nuestra sensibilidad actual esta actitud de fondo, en la que se persigue un aristocraticismo del conocimiento, sugiere un rechazo. Sin embargo, a Ortega debe vérsele críticamente, con todas sus contradicciones íntimas. Por un lado, con una instancia muy clara de un pensamiento riguroso; por otro, con su tendencia a veces al dilettantismo, al que su misma receptividad le llevaba. Por encima de estas circunstancias personales, somos nosotros los que hemos de desmitificar a Ortega y situarlo justamente, ni en la aceptación in toto (¿quién podría ser generalizadamente aceptado?) ni en el rechazo absoluto. La reacción antiorteguiana me parece explicable desde dos ángulos distintos: en primer término, desde el contenido mismo de la obra de Ortega. Pese a su gran respeto por la ciencia natural y por la matemática, no hay en su filosofía un contenido neto que pueda servir explícitamente de base para la ciencia, y, en este sentido, hay un hiato muy marcado con las tendencias actuales del pensamiento científico. La filosofía de Ortega conduce al vitalismo, al que por otra parte se adhirió de modo concreto en su idea de la biología, y del que sabemos que fue una reacción desafortunada de casi la totalidad de la ciencia alemana de este siglo. En segundo término, desde el ángulo político, la posición de Ortega es hoy reconocidamente inviable, y, como tal –hay que decirlo sin temor– reaccionaria, precisamente por su liberalismo. El liberalismo, en la medida en que es utópico, es reaccionario, porque no es posible. La mentalidad de hoy ha desmantelado al pensamiento liberal y, todo lo más, le reconoce “buena fe”, más no utilidad programática. Esto no fue obstáculo para que el conservador coetáneo, la derecha, para decirlo en pocas palabras, con su miopía peculiar, no viese en Ortega, por su pensamiento liberal, sino un enemigo temible por su excelsa calidad proselitista.

III. Pienso que a toda filosofía –como intento que es de interpretación de la realidad– se le exige hoy las siguientes dos cosas: a) que sus proposiciones sean verdaderas, es decir, verificables, adecuadas a la realidad; y, b) que posea en sí misma la posibilidad de formular modificaciones de esa realidad. Por la primera, se pide que toda filosofía sea realista. Por la segunda, que sea “útil” en el sentido literal de la palabra, es decir, que sirva para la edificación de una praxis. Con otras palabras, toda filosofía que –parafraseando a Marx– además de una interpretación del mundo no suministra la posibilidad de su transformación, está divorciada de la realidad, es idealismo y, como tal, inaceptable. En este sentido, la filosofía de Ortega queda como en conjunto de aforismos muy brillantes, muchos de ellos certeros, pero inválidos para la práctica. Por eso, a la pregunta de qué puesto le cabe en la filosofía española de hoy, yo creo que puede responderse así: Ortega sigue siendo un genial iniciador de problemas, que conduce, no obstante, a soluciones no orteguianas. [41]

Francisco Fernández-Santos

Hacer un juicio global y suficientemente objetivo de Ortega es difícil. Al menos lo es para mí. E imagino que también para muchos escritores de mi generación. Por varias razones.

En primer lugar, hay una premisa personal de gratitud. Para la mayoría de esa generación, Ortega fue, en una época de casi absoluto y forzado claustramiento político-intelectual, una ventana abierta al aire libre, a un espacio cultural que contrastaba radicalmente con el ambiente lugareño y avillanado del país. Ese fue el Ortega de nuestras lecturas juveniles, hasta 1950-1955. Aislados del flujo de la cultura española de preguerra y de la cultura universal, Ortega se nos aparecía, entre los escritores españoles contemporáneos, como el mejor “introductor” a esa cultura perdida. Es difícil –y sería de mala ley– ahora que estamos, muchos de nosotros, intelectualmente tan lejos de él, no tener presente su valor positivo –entonces– de “liberador”. A través de Ortega conseguíamos uno de los primeros accesos a la cultura contemporánea, desde algunas de cuyas corrientes más vivas rechazaríamos después gran parte de los supuestos filosóficos y de las teorías históricas y sociológicas del pensador madrileño.

En segundo lugar, Ortega sigue aún demasiado unido a la circunstancia histórico-política de nuestro país para poder juzgarle con suficiente perspectiva e independencia respecto de ella. Los mismos problemas contra los que él se debatió persisten, a veces agravados; y las soluciones a que hoy tienden las nuevas generaciones están lejos, a menudo en el polo opuesto, de las propugnadas o sugeridas por él. De ahí que a Ortega se le juzgue hoy, desde la izquierda –como desde la derecha–, con mirada acusadamente política. Cosa inevitable dada esa situación histórica española y el carácter decididamente político –teórico y práctico– de gran parte de la obra orteguiana.

Por último, hay una dificultad más circunstancial y secundaria: Ortega sigue siendo objeto de los ataques violentos de la parte más retrógrada y “filipista” de la derecha española, que considera su pensamiento como herético y subversivo. (Y desde su punto de vista oscurantista tiene toda la razón.) Por ello, a veces resulta molesto criticarle desde las posiciones radicalmente contrarias, exponiéndose a ser objeto de la deshonesta “amalgama de los contrarios” a que propenden ciertos orteguianos de estricta obediencia y escasa objetividad. Estas razones –y naturalmente, ahora, la brevedad del espacio disponible hacen difícil caracterizar globalmente a Ortega y su obra. No queda sino limitarse a unas consideraciones esquemáticas en respuesta al cuestionario.

La acción de Ortega, en cincuenta años de vida española, fue, no cabe duda, de primerísima importancia en el plano cultural. Ortega abrió multitud de ventanas, en la raquítica mansión de nuestra cultura. En este sentido, le corresponde como a nadie el título de excitator Hispaniae que le atribuyó Ernst Robert Curtius. Piénsese, no sólo en su obra personal, sino también en su labor de editor e introductor cultural, realmente espléndida. De esa labor de fomentador se benefició el país entero. Gracias a ella, la cultura española dio un paso importante hacia su modernización. Frente a la mohosa chatarra tradicionalista, frente al esteticismo y las romantiquerías de que cojeaban la mayor parte de los hombres del 98, la obra y la acción cultural de Ortega supusieron un fuerte ventarrón de racionalismo y de historicismo, es decir, de espíritu moderno. [42]

En esos cincuenta años, Ortega fue, ideológicamente, el posible pensador liberal de una burguesía española moderna, que no lo llegara a ser plenamente, que la derecha española le atacara a menudo y no lo reconociera nunca como su representante ideológico, se debe a esa terrible carencia histórica cuyas consecuencias aún sufre el país: la falta de una auténtica y consumada revolución liberal-burguesa en España. Cuando el país, con la II República, intentó tímidamente iniciar esa revolución, se vino encima, inevitablemente, la revolución socialista mientras la burguesía apostaba a lo más seguro: el fascismo y el clerical-militarismo. Y Ortega, pensador liberal truncado, se halló totalmente desplazado. La España de 1931-1939 –y no digamos la de después– no era la suya. Porque la suya no existía. La racionalización burguesa de la sociedad española, la que Ortega propugnaba, era ya demasiado tardía. Y él, dados sus límites ideológicos y sociales, no podía entrever una nueva racionalidad histórica, mucho más profundamente democrática, que pesaba ya en el destino español.

El pensamiento liberal de Ortega no llegó a ser un pensamiento claramente democrático –en lo esencial, era antidemocrático– porque, en su época, el porvenir de la democracia ya no descansaba en la burguesía y su esfuerzo racionalizador –como en el siglo XIX–, sino en el movimiento obrero y socialista. Y Ortega, a pesar de sus simpatías de algún momento por el socialismo, no podía comprender las raíces democráticas y humanizadoras de ese movimiento. De ahí libros como La España invertebrada y La rebelión de las masas, cuya inspiración teórica se basa en una total incomprensión de lo que significa realmente, en la historia, el movimiento de masas contemporáneo: movimiento socialista, lucha de las masas coloniales por su emancipación...

Hoy día, Ortega tiene poco que decir, en el plano político-intelectual, al pensamiento democrático y progresista español. En su inspiración democrática y racionalizadora, los hombres de las últimas generaciones buscan maestros más seguros, menos ambiguos y más radicales. El cuerpo esencial del pensamiento de Ortega pertenece a la ideología conservadora europea.

De todos modos, pensando en lo que todavía hoy es España, en su estancamiento histórico-político y cultural, Ortega puede aún prestar servicios importantes: como portavoz intelectual de una burguesía española verdaderamente moderna, dispuesta a acabar con los modos teocrático-militaristas de pensar y vivir. El historicismo de Ortega es un historicismo conservador, pero, por eso mismo, puede servir de acicate a una burguesía española que al fin comience a cobrar conciencia de sí misma. En ese caso, el historicismo español radicalmente democrático y socialista encontrará en Ortega un adversario mucho más auténtico y digno de consideración crítica que los Menéndez Pelayo, Vázquez de Mella, Maeztu y demás ideólogos de un tradicionalismo de chatarra.

Alfonso Sastre

Cuando Ortega regresó a la España de Franco, hizo tres cosas que me afectaron profundamente. Una, decir que España, “por fin, tenía suerte” (cito de memoria). Otra, decirlo en el Ateneo de Madrid (que por entonces se llamaba, creo, “Aula de Cultura”). Otra, dar una conferencia sobre el [43] teatro, ¡ay!, muy poco satisfactoria. Yo era, si acaso, un bachiller inquieto y un incipiente hombre de teatro; y, naturalmente, un hombre sin maestros. El riesgo de haber adoptado a Ortega como tal, quedó salvado precisamente por la pobreza ideológica de su Idea del teatro. Esta fue una vacuna antiorteguiana. Uno de mis primeros trabajos –a mis 21 años aproximadamente– fue una réplica a Ortega y a su estética de la trivialidad (el teatro como juego, evasión pura), y, desde entonces, mis lecturas de Ortega estuvieron teñidas por este previo, cuasi-infantil desacuerdo. Este desacuerdo se fundó después en más sólidas razones y se centró, sobre todo, en el método: “así no se puede llegar a ninguna parte” (tal era –es– mi pensamiento), por muy inteligente que se sea... Por fin, Ortega, que nunca fue, como digo, santo de mi devoción, desapareció por completo de mi vista. La evolución de mi pensamiento se produce en esa ausencia.

Vaya lo precedente para decir que la encuesta de Ruedo ibérico me viene un poco ancha –o estrecha, no lo sé...– No soy un “ortególogo”.

• ¿Balance? Como filósofo, indiferente. Como editor, positivo. Como maestro, nefasto. Como político, malo, malo, malo.

• ¿Qué significa en su tiempo? Ortega es... la “burguesía iluminada”.

• ¿El antiorteguismo de los jóvenes? Especialmente, se produce por la reencarnación falangista de Ortega que les ha tocado vivir.

• ¡Claro que es un pensador antidemocrático! ¿Quién lo duda?

• Yo no creo que ya pueda ser maestro de nadie, aparte de sus viejos discípulos.

• A la derecha de Ortega, todo es ignominia. La ignominia no reconoce nada a su izquierda: lo destruye ciegamente. En fin, como se sabe, también hay un antiorteguismo ignominioso...

Jorge Semprún

¿Establecer un balance crítico de la obra y de la acción político-cultural de Ortega? Semejante empresa exigiría un análisis exhaustivo de la sociedad española de la primera mitad del siglo XX, de sus estructuras y del funcionamiento en éstas de las diversas corrientes ideológicas. Me limito, por tanto, a unas cuantas brevísimas apuntaciones.

I. La estatura de Ortega no depende sólo de su propia actividad intelectual depende también de la poca talla de sus adversarios ideológicos. De los de derecha, mejor no hablar: ¿a quién le importa ya lo que de Ortega hayan podido decir Vicente Marrero, Fernández de la Mora o Santiago Ramírez (O.P.)? Lo grave es que Ortega no haya sido sometido, en la época de su plena vigencia, a una crítica marxista seria. (Personalmente, los trabajos de Araquistáin sobre Ortega me parecen sumamente flojos.) Pero ello se debe a un hecho histórico, incuestionable: no ha habido todavía en España una crítica marxista seria. Piénsese en el ensayo de Gramsci sobre Benedetto Croce (con todas las diferencias circuntanciales, la obra de Croce ha desempeñado en Italia una función análoga a la de Ortega en nuestro país) y búsquese algo equivalente en España; no lo hay. O sea, el verdadero problema de la influencia orteguiana es el de la ausencia, hasta hace muy poco, de una auténtica [44] intelectualidad marxista en España. Problema sobre el que, algún día, habrá que volver, porque sus implicaciones y consecuencias han sido gravísimas en el movimiento obrero y revolucionario español.

II. Se suele valorar positivamente la actitud cultural de Ortega, como director de revista, editor, introductor de la cultura europea en España. Bien, muy bien, pero ¡ojo! En primer lugar, habría que hacer un serio balance de dicha actividad, que pondría de manifiesto la extraordinaria cantidad de hojarasca, de seudociencia, que se ha introducido también, por ese camino, en la vida universitaria de antes de la guerra civil. En segundo lugar, esa vertiente de la actividad orteguiana no es nada original. (Pero ¿hay en Ortega algo original?) Entronca con una tradición ya arraigada en el provincialismo de la vida cultural española de fines del XIX, y se limita a acentuar el desplazamiento iniciado con el krausismo hacia las fuentes culturales alemanas (de segunda fila, por cierto). Esa europeización superficial y discutible ha contribuido además a cegar el acceso a las corrientes de pensamiento racional, democrático-socialista, de nuestro siglo XIX, desde entonces sistemáticamente ignoradas, encubiertas o menospreciadas. Flaco servicio, pues.

III. ¿Es Ortega un pensador esencialmente antidemocrático? Sin duda alguna, pero conviene precisar un poco más. En general, ningún pensador es esencialmente esto o aquello: lo es históricamente. Ortega, si analizamos el contenido de sus primeros ensayos, es un pensador reformista, muy directamente inspirado en el “socialismo pedagógico” de Natorp y de la escuela de Marburgo. (Recuérdese: los años de formación de Ortega son aquéllos en que todo un sector del socialdemocratismo ortodoxo preconizaba el retorno a Kant, precisamente en Alemania.) Pero el desarrollo teórico de Ortega es típicamente involutivo. Al chocar sus esquemas abstractos con la realidad social española, inapresable en función de los conceptos orteguianos, el pensamiento de nuestro filósofo se hace cada vez más conservador, más reaccionario (en el estricto sentido de este término). España invertebrada, La rebelión de las masas, los discursos en las Cortes de la República, constituyen los evidentes jalones de esa involución del pensamiento político-social de Ortega.

IV. En realidad, Ortega es, esencialmente, un pensador pequeño-burgués: de ahí sus limitaciones y de ahí su vigencia, en un país como España, en la primera mitad de este siglo. El tan traído y llevado aristocraticismo de Ortega no se diferencia en nada, en cuanto a lo esencial, del de los lectores pequeñoburgueses de Blanco y Negro. No le faltan siquiera los ramalazos de cursilería provinciana. En fin de cuentas, la misión de Ortega ha consistido en hacer creer a los lectores de El Sol que ellos eran los protagonistas de la historia...