Filosofía en español 
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Notas

Antonio Linares

La universidad con minúscula

Cinco profesores de la universidad española han sido sancionados con la expulsión –tres de ellos definitiva y dos temporal– de sus puestos de enseñanza. Sólo he conocido de cerca a uno de ellos, el profesor Aranguren; por ello sólo de él voy a hablar aquí. No quiere eso decir que no me indigne y me rebele contra la sanción, a mi juicio totalmente injusta y arbitraría, dictada contra los otros cuatro; lo que ocurre es que de entre los catedráticos sancionados sólo José Luis Aranguren ha sido profesor mío y, como supongo sucederá a cuantos han sido sus alumnos, ante la noticia de las medidas ejercidas contra él, no es sólo una conciencia moral y política más o menos abstracta la que se siente turbada, sino también los sentimientos de afecto que nos unen a un hombre junto al cual hemos aprendido a desempeñarnos como intelectuales. {1 Es éste de intelectuales un título del que, en circunstancias normales, es inmodesto reclamarse; pero en la España actual creo que lleva consigo unas amenazas tan inmediatas de “martirio administrativo”, que no sólo me parece conveniente asumir públicamente las responsabilidades que connota, sino que creo imprescindible que lo hagamos siempre que se presente la ocasión, sin dejar con un absentismo fundado en una mal entendida modestia que sea usurpado por los tecnócratas mercenarios que no lo utilizan más que para justificar todas las claudicaciones.}

No me parece este el momento de hacer un inventario de los méritos del profesor Aranguren. Esta nota no es ni un panegírico ni una necrología. Se trata simplemente de decir públicamente no a esta nueva manifestación de terrorismo cultural para compensar en lo posible el silencio de cuantos sólo pueden o se atreven a decirlo –cuando lo dicen– privadamente. El profesor Aranguren tiene muchos amigos; la mayoría no podemos hacer más que indignarnos lejos de todos los cauces de la eficacia administrativa; pero hay sin embargo bastantes cuya situación es muy distinta, y de cuya protesta eficaz y valiente esperamos mucho todos los que quisiéramos ver la pronta reincorporación del profesor Aranguren a su cátedra. Porque nadie más lejos que él de la absurda imagen del agitador político bajo la que se ha pretendido presentárnoslo. Tanto la materia de su enseñanza como el estilo de trabajo que, a su modo tan opuesto a cualquier dirigismo, trataba de hacernos aprender son un estímulo constante al rigor y a la exigencia moral y científica. Aranguren, muy al contrario de otros pretendidos maestros de nuestra universidad (o de sus cercanías), se cuidaba mucho menos de hacer prosélitos, de ganar adeptos para una escuela que encabezara su nombre o el de algún “maestro” de su preferencia que de enseñarnos a pensar; pero no a pensar dentro de un mundo de ideas autónomo y que encuentra en sí mismo los criterios de su legitimidad, sino a pensar la realidad inmersos en ella y para actuar sobre ella. Aranguren es lo más opuesto a un estilo de pensar escolástico, que dimite de la realidad y reclama “el hábito metafísico” (sublime majadería que justifica todos los servilismos) para poder ejercerse. Y esto, por lo visto, es algo que en España se perdona difícilmente.

A pensar, y a pensar con independencia y rigor, es a lo que Aranguren ha intentado enseñarnos (con más o menos éxito según los casos), y buena prueba de ello son los muchísimos de sus alumnos a los que él mismo nos ha enseñado a no estar de acuerdo con él. Creo que una de las cosas ante las que vale la pena descubrirse en este mundo es ante un maestro reconocido como tal por discípulos que no están de acuerdo con él, y esto, es conveniente que se sepa, lo ha logrado Aranguren. Desde Kant al neopositivismo, desde el tomismo hasta Marx y Lukacs, todas las corrientes de pensamiento filosófico han contado con seguidores entre los discípulos de Aranguren, que sólo exige como contraprestación de su ayuda y orientación un mínimo de interés y de rigor intelectual. Esto es algo muy serio e importante en una universidad y en una facultad donde el clima intelectual incita a gritar de hastío, o a dimitir con repugnancia de toda tarea mental que vaya más [111] allá del esfuerzo requerido para rellenar una quiniela.

Es necesario decir que expulsando a Aranguren se condena lo más y lo poco limpiamente universitario que va quedando en nuestra universidad. Porque Aranguren es para los que hemos trabajado con él una persona a la que nos unen lazos más o menos estrechos de afecto y de agradecimiento; pero para el resto de los universitarios es el símbolo de la búsqueda intelectual más honrada y más reacia a todo compromiso que no sea el de la realidad sobre la que se vuelca. Aranguren, y esto también hay que decirlo porque se olvida con frecuencia, no es un hombre respaldado por ningún partido ni movimiento de los que pululan en la “oposición” española, no es un hombre de credo político que trate de llevar agua a su molino; es, eso sí, un hombre que como todo hombre no puede cercenar la dimensión política de su entidad humana sin descender varios escalones en la escala de la hominación, y este descenso es, también por lo visto, lo obligado en España si no se quieren tener complicaciones. Aranguren es un profesor de moral, y una moral que se vuelva de espaldas a las estructuras sociales dentro de las cuales se da toda conducta humana es, digámoslo a gritos a ver si se enteran nuestros profesores de filosofía, ¡una solemne y pétrea estupidez! Creo necesario decirlo de nuevo: detrás de Aranguren no hay nadie, si tomamos esta expresión en el sentido que tiene en las especulaciones políticas al uso. Es una lástima que algo tan claro haya que repetirlo, pero las persistentes calumnias de una información (?) mercenaria lo hacen necesario. En España, a fuerza de repetirlo machaconamente los medios de comunicación de masas, hasta los mejor intencionados comienzan a ver detrás de toda manifestación de disconformidad (y no sin secreto regocijo en bastantes casos) “el oro de Moscú”, “las maquinaciones de la masonería”, las maniobras de “los enemigos de España”, los “fondos aportados por la embajada china”, “el comunismo y sus compañeros de viaje”, y qué se yo cuántas pruebas más de lo bien que se han asimilado en España las lecciones de los servicios de propaganda del III Reich. Ahora bien, esto no quiere decir que Aranguren esté solo; detrás de Aranguren estamos todos los que, con una mayor o menor dosis de ella por patrimonio, creemos en la inteligencia como algo específicamente humano frente a la fuerza bruta que, al fin y al cabo, no es sino herencia y patrimonio a compartir con nuestros precursores los antropoides, y esto tiene, qué duda cabe, un sentido político muy determinado que debía hacer meditar a los que pretenden organizar la convivencia española de espaldas a los imperativos de esa inteligencia que Aranguren representa.

Todos esperamos que los profesores no sancionados demuestren una sola cosa: que entre ellos queda, junto a tanto cerebro de alquiler, algún que otro hombre de bien. Y yo espero que todos los profesores sancionados vuelvan a sus cátedras para poder volver a escribir en español la palabra universidad con mayúscula.

A. L.