Filosofía en español 
Filosofía en español


Libertad de crítica

¿Cultura* o condicionamiento?

Contiene este libro una serie de artículos y textos de emisiones radiofónicas datados de 1955 a 1962, fecha esta última de la publicación de la edición alemana. El autor trata de estudiar un conjunto de fenómenos de nuestro tiempo relacionados con lo que llama “modelado (façonnement) industrial de los espíritus”. Se examinan el lenguaje y el trasfondo ideológico de las publicaciones periódicas –la Frankfurter Allgemeine Zeitung y Der Spiegel; hay un análisis de contenido de las actualidades cinematográficas (muy interesante para familiarizar con esta técnica de la investigación sociológica tan desconocida en España); una aportación a la polémica sobre el livre de poche; una teoría del turismo; una serie de trabajos de crítica literaria, y un intento de determinación de las relaciones entre poesía y política.

El libro me parece inteligente, aunque carece de sistematicidad y no es, desde luego, la aportación decisiva que en este terreno tanto se hace echar de menos. Creo de todos modos que vale la pena criticarlo; pues su autor cae a mi juicio en algunas trampas ideológicas, en las que se ve también caer con frecuencia a cuantos en España tratan de realizar una labor de crítica social pretendidamente objetiva.

En efecto, se pretende con frecuencia que la objetividad consiste en “situarse por encima del conflicto entre las clases”. Tal pretensión es tan imposible de realizar como fácil de criticar. Pero hay un peligro más sutil, una trampa más difícil de ver, que consiste en pretender, no situarse por encima de las luchas de clases, sino, precisamente para resolver los problemas planteados por estas luchas, situarse por encima del “viejo dilema” entre capitalismo y socialismo. Esta actitud suele ser el corolario de un moralismo formalista, no por individualmente honrado menos inoperante y hasta contraproducente. Los representantes de ella, para demostrar su “objetividad” y la “independencia” de sus criterios, suelen repartir equitativamente condenas a derecha e izquierda (generalmente le toca alguna más a la izquierda que a la derecha), saliendo por los fueros de una moralidad, o más frecuentemente de una racionalidad, absoluta, desencarnada por lo tanto de todo contexto social real.

Pero el crítico o el moralista ejercen su oficio, lo quieran o no, dentro de una sociedad que presta un significado absolutamente peculiar a cuantos comportamientos –verbales o no– se dan dentro de su ámbito. Comportamientos que en una determinada sociedad son un producto casi necesario del sistema de relaciones humanas vigente, pueden darse en otra sociedad como algo extraño a su funcionamiento, introducido del exterior o producido desde el interior por disfuncionamientos que van en contra del sistema de relaciones aludido. Hablando más claro: mientras que la explotación del hombre por el hombre es algo sin lo cual una sociedad capitalista no puede funcionar (ya sea explotando a sus propios componentes, ya sea haciéndolo con los de otras sociedades “menos desarrolladas”), esa misma explotación, que puede darse y se ha dado en sociedades socialistas concretas, es algo sin lo cual éstas pueden funcionar y funcionan mejor. Sigamos aclarando: mientras que el dogmatismo de la crítica literaria es un mecanismo de defensa necesario en el interior de la sociedad capitalista, una “secreción natural” de ésta tendente a mantener el mito de la superioridad de los propietarios sobre los trabajadores, ese mismo dogmatismo, que puede darse y se ha dado en sociedades socialistas concretas, es algo totalmente innecesario en ellas y sin lo cual funcionan mejor. El crítico o el moralista que olvida cosas tan elementales se encuentra, aunque intencionalmente esté tal vez a mil leguas de semejante propósito, atrapado por los estereotipos del más ramplón anticomunismo.

Pero Enzensberger es un hombre honrado al que molesta la machaconería con que la reacción ve comunistas por todas partes, y al que molesta también que se reproche a los comunistas ser la encarnación del mal en nuestro siglo. Enzensberger es un hombre al que molesta que Hitler persiguiera a los judíos, matara a varios millones de ellos y aprovechara el oro de sus dentaduras y de las monturas de sus gafas para comprar combustible para sus tanques. También le molesta mucho –y a mí, [79] y últimamente a todo el mundo por lo visto– que Stalin suprimiera a sus adversarios políticos, por procedimientos quizás menos brutales que los de Hilter, pero igualmente rechazables, y organizara los campos de trabajos forzados, cosas a todas luces inmorales. Pero, repito, no basta con que estas cosas nos molesten más o menos; nunca la moral ha sido una teoría de los sentimientos. No hay más remedio, aunque Enzensberger parezca ignorarlo, que hacer la importante distinción más arriba indicada entre el carácter necesario de la explotación en un sistema que se define por ella, y su accidentalidad e incluso disfuncionalidad en otro.

Ya entrando en cuestiones de crítica literaria, Enzensberger compara a Weidlé, Hanns Johst y Will Vesper con Lukács (!), los califica a todos de reaccionarios, y a continuación reprocha al último sus preferencias por Romain Rolland, Theodore Dreiser, Sinclair Lewis, Norman Mailer y Martin du Gard frente a Dos Passos, Beckett, Montherlant, Kafka, Proust, Rehn, Koeppen, Jünger, Gide, Joyce, Faulkner y los Mann (p. 262, 63 y 316, 17). Después de armar este revoltillo y de rebuscar malintencionadamente en la obra discutible, ambigua a veces, compleja, pero genial del profesor húngaro, Enzensberger llega a la inteligente conclusión de que en todas partes cuecen habas y hay críticos dogmáticos, y se queda tan contento con su descontento. La argumentación es tan inequívoca y convincente como la que pretendiera demostrar que tanto da capitalismo como socialismo puesto que, al fin y al cabo, dentro de ambos sistemas se dan accidentes de circulación, o robos a mano armada, o qué sé yo.

Enzensberger afirma que “toda crítica del modelado industrial de los espíritus que se dirija sólo a su forma capitalista apunta demasiado corto, y no acierta con lo que en dicho modelado hay de radicalmente nuevo y específico, en lo que propiamente consiste su acción. Lo decisivo a este propósito no es, o al menos no en primer lugar, el sistema social que utilice esta acción, ni tampoco el hecho de que esta acción funcione bajo una dirección estatal, pública o privada; lo decisivo es su misión social, y esta misión es hoy, más o menos exclusivamente, en todas partes la misma: perpetuar las relaciones de fuerzas existentes, cualquiera que sea su naturaleza. Esta acción no tiene otro objeto que inculcar una cierta manera de pensar, a fin de explotarla” (p. 15).

A Enzensberger le molesta que se trate de inculcar una manera de pensar, sea cual sea, y, claro, debe parecerle igualmente condenable que se trate de inculcar el racismo o la conformidad con el intervencionismo militar en el extranjero que sus opuestos; debe parecerle igual de mal que se inculque el afán de rearme o la convicción de que los congoleños son unos salvajes sedientos de sangre, que la solidaridad internacional de los explotados o la anteposición de los intereses de la colectividad a los de lucro personal.

En su afán de “objetividad”, y para demostrar que “no le duelen prendas”, Enzensberger llega a hacer la peregrina afirmación implícita de que el poder político en los países socialistas “se apoya en la sola fuerza armada” (p. 16, nota 3), y ello porque en esos países los periódicos no “se conservan fieles a las viejas reglas del juego, aquellas que ha conquistado la burguesía y que son observadas todavía hoy en los países verdaderamente libres” (p. 66). Enzensberger no dice cuáles son en su opinión los “países verdaderamente libres”; pero ese mínimo sentido del pudor no basta para encubrir el hecho de su adhesión a los más desacreditados tópicos anticomunistas.

La crítica ejercida por Enzensberger sobre la Frankfurter AlIgemeine Zeitung y el Spiegel es aguda e ingeniosa; pero está montada sobre una aceptación acrítica de las “viejas reglas del juego”, conquistadas y elaboradas por la burguesía para salvaguardar sus libertades, libertades cuya conculcación siente Enzensberger como dolorosa herida infligida a su propia carne, sin pararse a pensar que en “los países verdaderamente libres”, y en la medida en que en ellos son respetadas las libertades burguesas, sólo la burguesía aprovecha de ellas –cosa sin demasiada importancia si se tiene en cuenta que la burguesía es la única que siente en tales países la necesidad de expresarse por medio de la poesía, o de cualquier otro modo de realización artística, y que tal estado de cosas, deducir de lo que Enzensberger y otros como él dicen y piensan, no se debe más que a la evidente superioridad de los componentes de la burguesía sobre el resto de los mortales. Enzensberger no ve algo tan evidente, como lo prueba el que diga que “las grandes conquistas del siglo burgués sobreviven, a título de postulados inmutables, a la época de su realización. Han llegado a ser una condición de toda democracia futura. Allí donde son abiertamente traicionadas, como en España o en la República Democrática Alemana, no es solamente una clase de la sociedad la perjudicada, es toda la comunidad la que se descompone. Los principios y las [80] libertades de la prensa burguesa trascienden los intereses de la clase que los ha enunciado y conquistado; incluso donde tales intereses son contradichos por los mencionados principios, éstos terminan por decir la última palabra; una vez puestos en circulación, no pueden ser ya retirados de ella” (p. 21). Es curioso ver la amalgama de idealismo y ceguera que se transparenta a través de estas líneas. En primer lugar, es falso que allí donde los intereses de la burguesía contradicen a los principios de la libertad burguesa sean estos últimos los vencedores en el conflicto así planteado; el ejemplo de la prensa nortamericana en relación con la situación en Cuba es altamente significativo. En segundo lugar, es falso que los principios de la libertad burguesa trasciendan a los intereses de la clase que los ha enunciado y conquistado, salvo que tales principios sean concebidos, al modo idealista, como enunciados o estructuras conceptuales teóricas absueltas de la necesidad de encarnar en una práctica social. Al contrario de lo que dice Enzensberger, son los intereses de la burguesía los que trascienden a todas las ideologías burguesas, y la Alemania natal de nuestro autor es un vivo ejemplo de ello: las libertades burguesas fueron sacrificadas por el nazismo a los intereses expansionistas de la burguesía alemana, y esas mismas libertades, en la escasa medida en que son aun respetadas fuera de la letra de las leyes, son puestas hoy de nuevo en peligro en la misma Alemania, por el mismo actor histórico y para defender los mismos intereses, como lo demuestran los esfuerzos realizados desde 1958 por la democracia cristiana para hacer aprobar su proyecto de nuevas leyes sobre el “estado de urgencia”. Finalmente, eso de que, allí donde las tan traídas y llevadas libertades son traicionadas, es toda la sociedad la que se descompone (se délabre) es una imagen moral altamente edificante; supongo que Enzensberger se refiere al empobrecimiento que, desde el punto de vista del “pleno desarrollo de las potencialidades humanas”, acusan las comunidades tiranizadas; pero me temo que este argumento nunca ha pesado mucho sobre la decisión de tiranos y oligarcas, a los que no preocupa otra descomposición que la de “las costumbres” –en España hay que entender que se trata sobre todo de las sexuales– o las alteraciones del “orden público”.

Enzensberger es, desde luego, muy dueño de luchar e indignarse en defensa de las libertades burguesas de la crítica. Ello ofrece para él una doble ventaja: por un lado satisface a su conciencia de hombre honrado e inquieto; por otro, a la burguesía, que sabe o intuye muy bien que ella es la única beneficiaria de tales libertades, y que cuando no sea así (por ejemplo en España 1936) las suspenderá relegándolas al limbo de las declaraciones de principios –cartas constitucionales, fueros y demás zarandajas– o a las columnas de Le Monde, lo dejará en paz con su reputación de hombre íntegro, acompañada en este caso de la de hombre inofensivo.

No entro en el detalle de la crítica literaria ejercida por Enzensberger –entre otras cosas por ser lego en la materia. Sólo quiero hacer ver que esta crítica, por inteligente y denunciadora que parezca, o que sea, es ejercida desde un sistema categorial acríticamente incorporado, e interior al que sirve de justificación y explicación a la estructura de la sociedad capitalista. Según nuestro autor, hoy, “la poesía debe mostrarse más tenazmente incorruptible que nunca ante cualquier tipo de poder... Su misión política es rechazar cualquier tipo de misión política, y hablar para todos incluso cuando no habla de nadie, cuando habla de un árbol, de una piedra, de lo que no existe...” (p. 323). El programa no puede ser más aceptable y, no nos engañemos, en el pasado no ha sido realizado en ningún país socialista (aunque hoy, de vuelta del zdanovismo, la situación comienza a ser muy distinta). Claro, que el mismo Enzensberger no ha llegado a esta concepción de lo que debe y puede ser el lenguaje poético sino muy tardíamente, puesto que en las páginas 299 y 300 de su libro –correspondientes a un artículo de 1955 sobre Neruda– podemos leer: “casi cándida nos aparece la idea... de una poesía que sería el pan espiritual de todos los hombres, incluso de los pobres y de las gentes incultas, la idea de una poesía considerada como un fermento de fraternidad universal. En este sueño se amalgaman trazos románticos y marxistas –no olvidemos que el marxismo clásico es un producto del pensamiento romántico. Es este sueño el que intenta realizar toda la obra posterior, como si fuera posible a un solo hombre darle la vuelta, de un día para otro, a dos mil años de historia de un arte que ha sido hecho para minorías”. Posteriormente, cuando ya no se trataba de criticar al gran poeta comunista, parece haber encontrado menos cándida y romántica la idea de una poesía “pan espiritual de todos los hombres”, y debe haberle parecido que Neruda estaba menos solo de lo que parecía en la tarea de darle la vuelta, no a dos mil años de historia del arte, sino a dos mil años de Historia a secas. Ahora bien, pretender que semejante programa –una poesía que hable para todos– [81] es realizable en una sociedad capitalista, pretender que una poesía producida dentro de un marco de respeto a las libertades burguesas hable a todos, se me antoja un voto piadoso, un exorcismo o un recurso mágico para proporcionarse buena conciencia: la formulación de tal deseo –imposible de realizar– eximiría de la obligación de buscar y atacar las causas reales de que no haya sido realizado hasta ahora en ninguna sociedad postrenacentista. Dentro del marco de la sociedad burguesa no disfruta de la libertad necesaria a la expresión poética, o a cualquier tipo de expresión estética, más que la propia burguesía, la cual no tiene ni puede tener el menor interés en comunicar estéticamente más que consigo misma; el resto de las capas sociales no puede perder tiempo ni energías en expresar más que su deseo de vivir, o su afán de seguir a la burguesía en la carrera del consumo que ella les impone. Además, aun cuando la burguesía estuviera interesada en hablar poéticamente para todos, su lenguaje no le sirve para tal menester. En una sociedad de clases no existe, no puede existir un lenguaje unívoco en el cual se pueda hablar poéticamente para todos. Es curioso ver hasta qué punto, hablando un mismo idioma, los habitantes de un mismo país pueden llegar a estar hablando en realidad idiomas distintos. El lenguaje aparentemente común a todos los miembros de una colectividad, va en realidad envuelto en cada capa de ella por un halo semántico diferencial que convierte en ilusoria toda comunicación entre miembros de distintas capas (clases) que intenten usar el lenguaje a un nivel por encima del de la más prosaica cotidianeidad.

Veamos lo que quiero decir con dos ejemplos tomados del castellano. ¿Qué significa para un estudiante español la palabra libertad?

Que no se ofendan los escasos estudiantes para los que no valga lo que sigue, sino que traten más bien de comprender que su nivel de formación no es en modo alguno garantía del de sus compañeros. Para la inmensa mayoría de los estudiantes españoles la palabra libertad significa todas, o casi todas las cosas siguientes:

— Que todo el mundo pueda decir lo que piensa (sin darse cuenta de que se piensa mediante conceptos, que éstos son adquiridos y no innatos, y de que, por lo tanto, no sirve de gran cosa dejar que la gente diga lo que piensa si previamente se les “rellena” de conceptos mediante los cuales sólo se puede pensar lo que los dispensadores de la cultura quieren).

— Que en el sindicato universitario sean elegidos absolutamente todos los responsables, tanto regionales como nacionales.

— Que en las librerías se encuentren autores de todas las procedencias ideológicas.

— Que en los cines se puedan ver películas de todas las procedencias ideológicas.

— Que en los teatros se puedan ver obras de todas las procedencias ideológicas.

— Que en la universidad se puedan ver profesores de todas las procedencias ideológicas.

— Que las cátedras no se las lleven en su mayor parte los del Opus o afines.

— Que los ministerios tampoco.

— Que los guardas jurados no se pongan histéricos cada vez que un novio le da un beso a su novia en un parque.

— Que nadie se ponga histérico aunque no se trate de un beso ni de un parque.

— Que no haya que fingirse católico para evitar líos como catedrales.

— Y algunas cosas (pocas) más.

¿Qué significa la misma palabra para un obrero español?

No he sido nunca obrero, mientras que sí he sido estudiante, por lo tanto soy en cierto modo una confirmación de mi tesis si no se decir lo que para un obrero representa la libertad. Me da la impresión de que al obrero no le preocupan exactamente las mismas cosas. Yo creo que la libertad para un obrero puede significar:

— Que para vivir no tenga que abandonar su casa y su país.

– Que pueda escoger sus representantes sindicales a todos los niveles. (Posiblemente único punto de coincidencia con los estudiantes.)

— Que sus hijos tengan, no más posibilidades metafísicas o formales de instrucción que él, sino más instrucción que él a secas.

— Que alguna vez se haga lo que él dice.

— Que por lo menos lo dejen declararse en huelga cuando todo el mundo se empeña en no tener en cuenta nunca su opinión.

— Y probablemente muchas cosas más.

Lo que pretendo decir, y para ello no es necesario que el análisis semántico sea exhaustivo, es que cuando un obrero y un estudiante hablan en España de libertad en general, difícilmente pueden llegar a entenderse, puesto que no [82] hablarán la mayor parte de las veces de la misma cosa.

Veamos un segundo ejemplo con una palabra menos cargada ideológicamente. ¿Qué quiere decir para un estudiante, o en general para un español que no desempeñe un trabajo manual, la palabra cansancio?

— Haber subido cinco pisos sin ascensor.

— Haber pasado quince días o un mes durmiendo muy poco por haberse pasado el resto del año durmiendo mucho.

— Haber tenido que volver andando en vez de en metro, autobús o tranvía.

— Haber ido de excursión y haber andado entre tres y quince kilómetros.

— Haber visto el desfile de la Victoria en pie.

— Qué significa la misma palabra para un trabajador manual, sobre todo si se trata de un campesino?

— Haber segado de doce a catorce horas.

— Haber recogido aceitunas (con su mujer y sus hijos) de doce a catorce horas.

— Haber arado de doce a catorce horas.

— Haber conducido un camión de doce a catorce horas.

— Haber estado calando el arte, y luego limpiándolo y recosiéndolo de catorce a dieciocho horas.

— Y bastantes cosas más.

Cuando un obrero y uno que no lo es hablan de cansancio, tengo la impresión de que tampoco hablan de la misma cosa. Pero dejemos aquí el tema de las equivocidades de nuestro idioma socialmente condicionadas.{1} Lo que quería hacer ver es que pretender, dentro del marco de las libertades burguesas, que se de una poesía que hable para todos, como pretende Enzensberger, es por lo menos una ingenuidad.

Todos estos errores no son, a mi juicio, errores de detalle, provenientes de eventuales deficiencias de los análisis parciales correspondientes. A mí me parece que todos ellos cobran sentido dentro del marco ideológico del que derivan. Una nueva cita puede servirnos para determinar más de cerca cuál es ese marco ideológico, al mostrarnos cómo, junto a una concepción aparentemente correcta del papel de la poesía en la vida social, se infiltran elementos que indican un cuadro categorial de referencia que no es, como parece a primera vista, el del marxismo, sino el de la ideología tecnocrática o autonomizadora de los sectores culturales, que tan definitivamente describió el propio Lukács{2}:

“La poesía y la política no son "dominios", sino procesos históricos. El uno se desarrolla en el medio del lenguaje, el otro en el del poder. Ambos están igualmente en relación directa con la historia. La crítica literaria como sociología desconoce que es el lenguaje el que hace el carácter social de la poesía, y no su implicación en las luchas políticas” (p. 321). En este texto vemos que Enzensberger parece haber asimilado lo esencial tal vez de la antropología marxista: El “homo politicus” y el “homo poeticus” –como el “economicus” o cualquier otro “homo”– son uno y el mismo protagonista de la historia. Pero no puedo evitar la impresión de que esta asimilación se ha realizado, como ocurre con frecuencia a los intelectuales que en occidente tratan de hacer pinitos marxistas (metámonos todos y sálgase el que pueda), a un nivel exclusivamente ideológico, quedando virgen el terreno de la propia praxis intelectual. Síntomas de ello me parecen:

1. La mención de los medios del lenguaje y del poder como estratégicamente autónomos, al menos a la hora de un análisis científico, sin tener en cuenta: a) Que el poder hace uso del lenguaje como vehículo de promulgación de normas, de comunicación de consignas y de anuncio de sanciones; b) Que el poder se ejerce propiamente dentro del marco de las opciones posibles a los que le están sujetos, y la posibilidad de estas opciones no es absoluta o metafísica, sino cultural, y viene concienciada precisamente a través del lenguaje. El lenguaje y el poder, a mi entender, no son dos medios donde un mismo sujeto haga cosas diferentes, sino dos instrumentos de socialización con los que un mismo sujeto hace la misma cosa a niveles diferentes de conciencia e institucionalización.

2. La utilización del término relación (y aun favorezco a Enzensberger al traducirlo, pues él utiliza el término “liaison”) para denominar la conexión con la historia de los procesos [83] poético y político. Dicho término, y perdóneseme el escolasticismo, supone en general una “distinción real” entre las cosas relacionadas, y ni el proceso poético ni el político se distinguen concretamente de la historia.

3. Finalmente, me parece significativa la falta de distinción entre una crítica literaria “sociológica” que se ocupe exclusivamente de los contenidos de opinión de la poesía, de su “implicación en las luchas políticas” al nivel de la polémica formalmente explícita (esta crítica es, efectivamente, una pariente próxima y vergonzante de la censura oficial), y una crítica literaria sociológica que no desconozca que el carácter social de la poesía le viene dado a ésta en primer término por el lenguaje; pero que no desconozca tampoco que el lenguaje es o puede ser un instrumento del poder, y que todo fenómeno que se dé en el “medio del lenguaje”, no sólo es susceptible de un análisis sociológico, sino que requiere dicho análisis si no se quieren perder aspectos esenciales de su dinámica.

Enzensberger es un hombre honrado, como los hay millones en todas partes; pero me parece que es también un ejemplo muy representativo de la táctica ideológica de una burguesía que, ante la imposibilidad de resistir los embates de los análisis marxistas de la sociedad con su viejo arsenal conceptual, crea toda la confusión posible tomándole al marxismo prestadas sus categorías, las cuales, al ser introducidas dentro de unos procesos discursivos que, cuando tienen una lógica, es la aristotélica, quedan reducidas al puro papel de fórmulas mágicas, cuando no al de camuflaje para hacer pasar por “progresistas” las mercancías más tradicionales.

Antonio Linares

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{*} Culture ou mise en Condition? Hans Magnus Enzensberger. París, Julliard, 1965.

{1} A quien interese el tema más de cerca, me permito recomendarle la lectura de “Langage et rapport au langage dans la situation pédagogique”, P. Bourdieu y J.C. Passeron. En Les Temps Modernes, septembre 1965.

{2} Histoire et Conscience de Classe. París, Minuit. p. 22-24.