Filosofía en español 
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[ Ignacio Braulio Anzoátegui ]

Introducción a la crítica cinematográfica

El cinematógrafo significa animación del arte puro. Arte puro, como arte de expresión de la belleza pura. Arte animado, como arte de la forma considerada en función del movimiento. Y es también el arte propiamente humano, como representación del carácter diario de la vida, sin actitudes y sin posturas. En el cinematógrafo, la vida sucede de la vida; y las figuras de los hombres y las mujeres caminan y se mueven como los hombres y las mujeres. Aquí la vida es simplemente vida, y no epopeya. Los movimientos son movimientos, y no ademanes.

En el teatro, en cambio, la vida se desarrolla al margen de nuestra realidad: es la vida excepcional. Para llegar a situarnos en ella necesitamos un esfuerzo (ahora inconsciente) de acomodación. Todos los movimientos son ademanes definitivos; cada personaje es una personalidad que hace teatro; la persona es un fin no un medio del arte. De ahí su carácter extrahumano y su énfasis natural. El teatro es todo decoración: decoración visual y verbal, decoración de la escena y decoración de las palabras. Y el dramaturgo, por lo general, es un conspirador de su argumento, disfrazado de destino.

En el cinematógrafo la decoración se reduce al esencial cometido de situar al espectador en el tiempo y en el lugar. La decoración teatral –pobre o rica– es siempre dominguera; la cinematográfica es la de todos los días y de todas las horas: pobre o rica, siempre la nuestra.

Por encima de la más celosa precaución, el teatro, necesariamente carece de ese equilibrio de evidencia ligera –el equilibrio “más liviano que el aire”–, de ese ligero equilibrio del cinematógrafo. El teatro es inelegante, porque se destaca demasiado, tanto en la escena como en la obra, el trabajo del tramoyista; mientras que en la película, la rápida sucesión de los cuadros, el incesante escamoteo de los cuadros más fundamentales y por lo tanto más pesados, sirve de válvula de escape constantemente abierta al exceso de atención que en otra manera habría de acumularse sobre la técnica mecánica de la pantalla, sobre la tramoya. El cinematógrafo ha logrado que la labor del tramoyista escapara a ese exceso de atención propio del espectador; y lo ha logrado por el camino más ventajoso, superando la técnica teatral, al punto de desinteresar de ella por razón de la confianza depositada en su perfección; y además, llevando la atención del espectador hacia el mínimo gesto, hacia la más leve mueca, hacia la más fina contracción de los músculos faciales, y en general, hacia el dibujo del movimiento. (Hay artistas, sobre todo actrices –Norma Shearer, por ejemplo–, que al andar y al sonreír parece que dibujaran).

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El teatro no ha podido libertarse aún de los hilos del guignol: todavía sus personajes se mueven como tirados de los hombros. En el cinematógrafo podrá haber cierto determinismo, pero es determinismo de pendiente, de bajada, un determinismo –si así puede llamarse– del efecto con relación a la causa. Los acontecimientos se suceden casi siempre con una admirable disciplina de causalidad: como los acontecimientos nuestros en la vida o como los acontecimientos fuertes de la historia. El silogismo es su representación lógica; la sorpresa misma, el suceso improvisado dentro del orden de la acción; aun el suceso insospechable, no es sino la segunda premisa –inesperada, entrando en juego repentinamente (Todos los hombres son mortales. Sócrates es hombre...)– del silogismo.

“Con pedazos de vida sencillamente, es como se hacen las mejores películas”, ha dicho Charlie Chaplin, el artista máximo. Y es con pedazos de vida –sencilla o complicada– que se hace el cinematógrafo; no con pedazos de teatro, como se hace el teatro.

El escenario teatral es siempre un poco pieza de hotel, que miramos por el ojo de la cerradura. Comienza en las candilejas y termina en el telón de foro. Está demasiado lejos de nosotros: los personajes hablan como ventrílocuos, hasta que conseguimos asociar la visión a la audición. En el cinematógrafo, en cambio, la escena empieza en nuestra butaca, y se continúa a través de infinitos planos transparentes hasta el último límite necesario (pared, horizonte, o simplemente espacio). La escena aquí, no es, como la teatral, un entarimado, sino un tubo.

Y por sobre todo, la indiscutible ventaja del cinematógrafo: la movilidad, que cosquillea a la atención, aun en el más desolado cansancio, con la esperanza alerta de algún señuelo de interés. Porque en la variedad alienta toda esperanza.

Por otra parte, el cinematógrafo dispone de elementos que utilizados por el teatro resultan no elementos, sino recursos: así la sorpresa –una de las mayores fuerzas en la carrera de vallas de la acción cinematográfica–. En el teatro, la sorpresa, la aparición inesperada, sólo se emplea como un mal recurso para lograr efectos cómicos o trágicos. Transportada al cinematógrafo, la sorpresa es, casi más que un elemento, un sistema normativo de la acción. Y es que el cinematógrafo, por su incalculable potencia de agilidad, logra transformar el mal recurso teatral en este como movimiento reflejo de la acción vivida, que es la sorpresa, lo inesperado. La sorpresa aquí, desempeña un papel tan alto como en las demás artes la emoción; la emoción es la manifestación del arte sobre el yo emotivo; la sorpresa es la repentina manifestación de la vida sobre el yo impresionable: otra manera de posible emoción estética, más efectiva.

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Finalmente: creemos en el cinematógrafo como arte. No como arte derivado, porque tome elementos ajenos (que también la escultura –la más antigua de las artes– los tomó de la alfarería): “Nulla ars in se versatur” (Cicerón, De finib. bon. et mal.). Creemos en él como arte nuevo, porque todo lo rejuvenece y transforma (y en la vida, transformación significa a menudo creación).

La crítica cinematográfica, por tanto, tiene sobre sí la responsabilidad de toda crítica seria, que obliga a exigir. Como arte que es, el cinematógrafo debe producir arte, y no simplemente producir.

Por eso, del arte exigiremos arte verdadero.

Ignacio B. ANZOÁTEGUI