Las Dominicales del Libre Pensamiento
Madrid, domingo 23 de diciembre de 1883
 
año I, número 44
página 1

Ramón Chíes

Caracteres del Libre-Pensamiento

Artículo tercero

¿Quién podrá decir cuál fue la primera voz que, débil y torpemente, formuló en España la primera protesta contra el catolicismo, después del destierro de los judíos y de la expulsión de los moriscos, enseñoreado por completo de la conciencia nacional? ¿Quién nombrará al primero que se atrevió a controvertir el poder absoluto de los reyes, señores indiscutibles de vidas y haciendas después que, pisoteadas las antiguas libertades forales, hicieron enmudecer a las Cortes, supeditaron los concejos, redujeron todas las fuerzas públicas al ejército real, vincularon la ley a su voluntad, e igualaron todas las cabezas con el hacha de su verdugo?

Podríamos registrar la literatura nacional en busca de numerosos pasajes que nos mostrarían la poco velada censura de tal o cuál escritor. ¡Erudición inútil! Nosotros oímos esas protestas alrededor de las hogueras inquisitoriales, y al pie mismo del patíbulo en que rodaba la cabeza del reo de alta traición. El grito de horror que la naturaleza arrancaba del fanático, al ver al mísero judaizante o al hereje retorcerse en la suprema angustia del espanto, cuando, atado al poste infamante, sentía que taladraban sus carnes los primeros picotazos de las lenguas de fuego de la llama que le cercaba, es para nosotros una protesta; protesta que si el furor dominaba por el momento, renacía, se agrandaba y se hacía enérgica en la soledad y oscuridad de la noche, cuando el horrible recuerdo perturbaba la fantasía y despertaba la conciencia del que con su presencia autorizaba el suplicio. ¡Si! No todas las almas que presenciaban aquellas condenaciones, relajaciones y quemas en masa estaban tan embrutecidas que dejasen de reflexionar, ni, reflexionando, dejasen de considerar inicuo aquel procedimiento horrible de la Iglesia, y contradictorio con la doctrina de paz, dulzura, perdón y misericordia que pone en labios de su Fundador.

Conforme se iba haciendo grande e indiscutible el poder de la Iglesia y del clero, el pueblo, de quien abusaba indignamente, iba apartando de ella su corazón. No fue ya amor, fue temor lo que por el clero tuvo; temor que podrá acusar una cobardía que fácilmente se explica, pero que excluye totalmente el amor. Legendaria es una frase en nuestra lengua que demuestra este temor rencoroso del pueblo hacia la Iglesia, igual al que sentía hacia la monarquía: al Rey y a la Inquisición, chiton. Todo el mundo, en vez de prestarse espontáneamente a cooperar con los ministros del clero y del rey al esplendor de estas instituciones, tenía cuidado de no topar con ellos, cerrando cuidadosamente las puertas al divisarlos, temblando ante la posibilidad de que fuera con él con quien quisieran entenderse.

Este cobarde terror fue explotado habilísimamente, y sobre él el catolicismo ensoberbecido fue alzando y extendiendo su dominación, hasta un punto que parece hoy imposible haya podido llegar. La Nación fue la esclava sumisa de la Iglesia: esclava del alma, pues tenía a ella sometido su pensamiento: esclava del cuerpo, pues para la Iglesia era el fruto completo de su trabajo.

Nuestra esplendorosa literatura del siglo de oro, cuando aún el pueblo amaba a la Iglesia, no permite formar idea de esta esclavitud. Sí se pueden llamar literatura los productos bastardos de la época de Carlos II y comienzos del siglo XVIII, en ellos hay que ir a observar con horror y con asco la degradación de la musa vigorosa y festiva que inspiraba las ciencias y las letras de la España de Garcilaso y de Fray Luis. El terror a la censura eclesiástica, recelosa al investigar y brutal en el castigo, entumeció el pensamiento, hasta el punto de que la Iglesia misma, la poseedora de la verdad, vio prostituido el culto con infinidad de estúpidos milagros y la idolatría de horribles imágenes, y escarnecido el púlpito por los innumerables Gerundios que en él lucían su estolidez ante un público bárbaro y miserable.

La estadística y la economía ponen de manifiesto la esclavitud corporal en que tuvo a la Nación la Iglesia. Las mejores rentas, la casi totalidad de las buenas tierras, los únicos edificios notables y cómodos, infinidad de casas, más de una mitad, en fin, de la riqueza pública, de la Iglesia era, y la Iglesia la administraba. Parásito insolente e insaciable, redujo a punto de muerte la nación española, que se vio por ella y sus exigencias despoblada y yerma, enflaquecida y desangrada, teniendo que rendirse ante la Europa, que la redujo a pueblo secundario, haciéndose satélite de su enemiga la Francia, para poder conservar ¡qué ignominia! el sagrado suelo de la Península, convertido en campo de batalla de las ambiciones extranjeras.

Tan hondas raíces había echado la Iglesia en nuestra patria, gracias a su dominación por el terror, ante cuyos rigores tuvo que humillarse la monarquía en más de una ocasión, que al restaurarse en ella la dinastía de los Borbones, hubo ésta de hacerse humilde sierva de aquélla. Si en el bien de España se hubiera inspirado esta familia, indudablemente que a combatir la Iglesia dedicara su poder: mas como no era éste su fin, sino dominarla a su vez, transigió con la Iglesia, para afirmar a la sombra de este coloso su trono combatido.

Bien puede asegurarse que España es inmortal, cuando el predominio de la Iglesia en el tiempo a que nos referimos, no la mató. Y si se libró de la muerte, fue de seguro porque calladamente daba expansión al odio que hacia su dominadora sentía, vertiéndole en mil sátiras que han quedado en la lengua como refranes contra frailes, curas, monjas, rezadores, &c. Es una riqueza tal en este sentido la de nuestra lengua, que si algún día le ocurre a un curioso la idea de recopilarlos, con un poco de arte resultaría un curso completo de filosofía anticlerical y anticatólica, escrito por esa inmensa muchedumbre de diez generaciones de españoles, que el observador ligero considera mudos admiradores del catolicismo, porque no se oye una voz potente y majestuosa que formule categórica protesta.

Esta comienza a iniciarse en las alturas sociales, donde únicamente había dejado la Iglesia, y esto por fuerza, agitarse el movimiento vital. El Estado es el primero en España que se atreve con la Iglesia públicamente, y de una manera por cierto harto ruidosa. Carlos III expulsando a los jesuitas, tira la primera piedra a la en secreto aborrecida institución, con aplauso universal, abriendo ancha puerta al pensamiento nacional de crítica, que se ceba en la Iglesia sin piedad, aunque con aparentes respetos. Los regalistas destruyen poco a poco los fundamentos de todos los abusos en que la Iglesia basaba su dominio: del seno de la propia Iglesia se alza la voz razonadora de Feijoo para destruir un mundo entero de trasgos y fantasmas, brujas y demonios, que el fraile combatió porque desfiguraban la teología, pero que, al desvanecerse, dejaron observar la flaqueza y miseria de la Iglesia.

Ábrese un período largo de terribles controversias, en que todos hacen gala de su catolicismo, y todos protestan de no desear otra cosa que la pureza de la doctrina y el esplendor del culto, queriendo ¡extraña anomalía! ser más católicos que el Pontífice romano, piedra angular y verbo vivo del catolicismo.

Estas controversias templan el helado pensamiento nacional, despiertan la dormida razón y encienden el extinguido amor al estudio. Sin notarlo, estos regalistas, con el calor de sus discursos, van forjando el arma que ha de herir de muerte a la Iglesia, que ignorando a su vez el término de disputas, al parecer inocentes y hasta justificadas, anima a tomar parte en ellas a sus más acreditados doctores. En su mismo seno, estas controversias crean partidos, dividiéndose el clero en sectas que se combaten con furor creciente, hasta hacer necesaria la intervención papal.

Nadie al principio reclamó la libertad del pensamiento, usando de ella por ley de la naturaleza, aunque dentro del círculo trazado por la Iglesia; pero si un día ésta, sintiéndose herida, condenó el discurso y obligó a la retractación, el débil cedió; pero el fuerte, al reafirmar su doctrina, mostró que la verdad puede hallarse fuera de la Iglesia: nota que no pasó desapercibida al pueblo, que en silencio oía discutir y condenar lo que secretamente odiaba.

Rasgo esencial del catolicismo prepotente fue, como dejamos apuntado, la imposición por el terror de una verdad, de un pensamiento, de una doctrina venida al mundo por extraordinario camino, por revelación de la Divinidad, depositada en una institución inmutable destinada a perpetuarla; y el terror engendra en el pueblo odio secreto hacia la institución sobre tan extraños fundamentos sustentada.

El libre-pensamiento se caracteriza por rasgos del todo opuestos. Al terror sustituye el amor: al recelo la confianza. El amor le es indispensable, porque su fin es persuadir al hombre a la verdad, no imponerle la verdad: llamarle a reflexión para que él mismo se cree esta verdad, mostrándole que no puede hallarla fuera de su conciencia, fuente única de certidumbre. La confianza es igualmente fundamental, característica de la nueva fórmula social; porque sin confianza en la bondad ingénita de la humana naturaleza, habría que ir a buscar el bien fuera de ella, como hacen los católicos, que la creen presa del mal.

La República, solución política del libre-pensamiento, no puede menos de descansar en el consentimiento, en el amor, en la confianza de los ciudadanos. Forzosamente, para subsistir ha de hacerse amar, derrumbándose si todos no la prestan su concurso. La monarquía, por el contrario, para existir ha de hacerse temer y respetar: el odio obligado de súbdito no le importa, con tal que obedezca en silencio, porque del silencio se alimenta.

Cualquiera que sea el modo con que el libre-pensador se imagine la Divinidad, obligadamente ésta habrá de ser, no como el Dios católico, cruel y vengativo, celoso y duro, sino dulce, amable, atractivo, padre cariñoso de todos los hombres. No invocará a Dios, como lo hacen los católicos, para matar a sus hermanos o escarnecerlos por diferencia de opiniones religiosas o políticas, sino que respetará a cuantos obren el bien sobre la tierra, mostrando afectuosamente su equivocación al que yerra, sosteniendo caritativamente al débil, levantando al caído, guardando solamente las energías de su alma para rechazar al miserable que en nombre del Ser Supremo, bajo cualquier palabra que le disfrace, le predica odios, guerras, venganzas y pretende explotar la Divinidad, presentándose como elegido e indispensable intermediario del que, soberanamente Justo, se da a todos por igual.

Ramón Chíes.

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