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Miguel de Unamuno

Galdós en 1901

Galdós ha sido el puro y mero literato y más estrictamente el novelista, y en su última época el dramaturgo. O mejor aún, el novelista en la escena teatral. No fue un profesor, aunque, sin proponérselo, haya enseñado más cosas que los más de los profesores; no fue un critico, aunque indirectamente resulte su obra de crítica; no fue periodista, aunque alguna vez escribiera artículos para periódicos; no fue un historiador, a pesar de sus Episodios Nacionales, en que la historia, el modo específico y técnico, se reduce a bien poco –más históricas son sus Novelas españolas contemporáneas–; no fue un orador, aunque algunos de sus personajes hablen alguna vez oratoriamente; no fue un político, con todo y haber sido más de una vez diputado a Cortes. Fue un puro y mero literato y laboriosísimo.

El ejemplo moral más grande que Galdós haya dado a su generación y a la que le sucedió, fue el de su laboriosidad. Y la señal más triste del grado de civilización a que hemos llegado en la cultura del espíritu, es el premio que esa laboriosidad obtuvo. ¿Sería piadoso recordar ahora, sobre el cuerpo aún entero que albergó su espíritu inquisitivo, retraído y doliente, el lamentable episodio de aquella suscripción pública y la actitud del Estado?

Y dentro de la literatura fue Galdós un novelista que se hizo, en su edad más que madura, dramaturgo. El hombre avezado a ganar la atención de cada uno de sus lectores, quiso ganarlos en muchedumbre. Y llegó un día en que fue aclamado públicamente, en que el grito de «¡Viva Galdós!», proferido estentóreamente en la calle –¿verdad, amigo Maeztu?– parecía el santo y seña de una rebelión, ya que no de una guerra civil. Pero el hombre que con ojos de novelista vio, a sus veinticinco años, la revolución de septiembre, la de 1868 –y permaneció siempre fiel a su ideología liberal–, y vio luego la segunda carlistada, no logró ver, al conjuro de su Electra, nada de lo que viera siendo joven.

Fue el 30 de enero de 1901, en las postrimerías de la Regencia habsburgiana. Es asunto de la señorita Ubao –que no dejaba de tener alguna analogía con algún asunto de candente actualidad, aunque no sea hoy clerical la Inquisición contra la que la civilidad, que es la civilización, tiene que luchar– fue la ocasión de Electra. Galdós intentó hacer de una anécdota una categoría. Pero en esta España episódica, anecdótica e interina, hasta las categorías se reducen a anécdotas.

El 30 de enero de 1901, Galdós fue el hombre del día. La muerte vuelve a convertirle en actualidad. Pero su obra novelesca y dramática, que es su alma eterna, se salvará de la terrible actualidad que tantos estragos hace y que a tantos mata. ¡Ay del que pasa la vida siendo el hombre del día¿

La obra novelesca y dramática de Galdós, bruñido y limpidisimo espejo de metal –en que las figuras toman un color plomizo y unos contornos crepusculares– nos refleja la muchedumbre, más que la sociedad española, y más que española, madrileña, de 1876 a 1902, en esos años lúgubres de Torquemada y de Pantoja y de Casandra, los de Galdós.

Las figuras de Galdós ha hecho pasar por su retablo de Maese Pedro, rara vez parecen tener libre albedrío; se dejan vivir más que hacen su vida. La rutina Cotidiana es su motivo de acción. Y cuando quieren ser rebeldes no pueden, a pesar de todos sus esfuerzos, rebelarse. Alargan unas existencias lánguidas. Casi nunca surge allí o un energúmeno –locos, sí, como en el mundo de Cervantes– o un desesperado. En el fondo todos, hasta los que parecen rebelarse, se resignan y aun se conforman.

Y la lengua de Galdós –que es su obra de arte suprema– afluye pausada, maciza, vasta, compacta, sin cataratas ni rompientes, sin remolinos, sin remansos, despejando los álamos y sauces de las orillas de su cauce y el cielo de otoño que le cubre. Sobre este río no hay tormentas, y bajo de él no hay temblores de tierra como ocurre en el río tempestuoso de Dosto yusqui. Tampoco España, la de Galdós, es Rusia, digan lo que quieran algunos agoreros soñadores que quieren darnos importancia, aunque sea amedrentadora.

Galdós, el épico en prosa del liberalismo nacional, ha merecido su reposo.