La Gaceta Literaria
Madrid, 1º de abril de 1929
 
año III, número 55
página segunda

Actualidad

Filosofía, Ciencia
 

El pedagogo Cossío

No compartimos los lagrimeos de las gentes cuando un insigne profesor es jubilado. Hay que restaurar entre nosotros el sentido apoteósico, triunfal y magno que representa estrictamente una jubilacion. Hoy, en ocasión de acontecer la de nuestro venerable maestro Cossío, hemos advertido con disgusto aquella cosa. Un síntoma de cómo predomina cada día más la mente periodística, y discierne valores con su desparpajo habitual. Nosotros, repetimos, no hemos llorado la jubilación de este gran maestro Cossío, sino que, por el contrario, le hemos felicitado, le hemos agradecido su labor y hemos ido a sonreir con él dos horas divinas, por las que desfilaron otras grandes figuras, maestros a su vez de este maestro, y hemos procurado en este día convencerle de la bella cosa que es dedicar la vida entera a una actividad como la suya.

Don Manuel B. Cossío, profesor de Pedagogía superior en la Universidad. Director del Museo pedagógico. Director de la Institución Libre. Y también, teórico del Greco, casi diríamos conquistador del Greco para España; desde luego, autor del mejor libro sobre el Greco.

El nombre de Cossío va unido a algo que es ya para nosotros una tradición. Una bella tradición. Hace unos sesenta años irrumpió en nuestro país un grupo admirable de señores que, entre otras cosas de rango elevadísimo, trajo aquí una filosofía. (Estos señores, los krausistas. Su maestro único, maestro de todos, Sanz del Río.)

Hoy –es un deber reconocerlo– la alta cultura española, los organismos, instituciones y personas que la representan, derivan por senderos nada difíciles de identificar de aquel grupo minoritario y disconforme. Aun quizá sin saberlo; y, sobre todo, sin declararlo en alta voz. Pero aquí y allí se advierten aquellos gestos, aquellas actitudes.

Lo de menos fué el instrumento: sistema krausista. Lo de más, fué la honradez intelectual con que lo utilizaron. Honradez intelectual quiere decir conocimiento, quiere decir ausencia de ceguedades y de brumas. Cuando se habla, cuando se escribe.

Así, yo he podido insistir en la afirmación de que, cronológicamente, es Sanz del Río el primer auténtico filósofo que ha tenido España. (Balmes, no; sacerdote liberal; pluma admirable de periodista con una teleología que defender.) Los pseudofilósofos atacan a Sanz del Río porque en trance de asimilar y propagar un sistema de Filosofía, asimiló y propagó el krausismo. Hubieran creído más lógico algo menos árido y entrañable. Aparte razones de otra índole, que así lo exigían, como el obedecer al temperamento racial, el ser fieles al espíritu de nuestro pueblo, que se inclina y prefiere en Filosofía las márgenes eticistas, de práctica aplicación a los problemas vitales inmediatos; atrajo quizá el krausismo a estos hombres por una cuestión de disciplina, por un afán de honduras penetrantes. He aquí un detalle: Sanz del Río, camino de Alemania, pasa por París. En París habla con Víctor Cousin. Con la sirena ecléctica, que era Cousin. Habla con Augusto Comte, que entonces, por lo menos –año 42 ó 43– era una novedad. Ambos quisieron retenerlo. Y no se detiene. Nadie sabe qué metafísicos impulsos le obligan a no detenerse. Hasta Heidelberg.

Hoy el krausismo no es nada. No creemos que en Alemania haya un solo krausista. Para nosotros –jóvenes– es algo horrible y monstruoso. La filosofía contemporánea se encuentra muy lejos de los recintos aquellos. Los krausistas españoles tienen valor, no por krausistas, sino por filósofos, porque su tónica, su actitud intelectual fué la adecuada y correcta del espíritu filosófico.

Después de Sanz del Río, Giner. Está tan en la superficie, de forma tan innegable, la influencia de este hombre en la cultura española de nuestro tiempo, que no es necesario referirse a ella. Influencia socrática, integral, de entraña purísima. Aquí está Cossío, este venerable maestro jubilado, en cuyo honor perfilamos estas líneas breves, continuador del espíritu de Giner y de toda esa disconformidad del año 70. Sacerdote laico también, adorador místico de las campiñas.

Hoy, D. Manuel B. Cossío dirige la Institución Libre de enseñanza. El organismo concreto y ortodoxo que le encomendaron sus maestros. Todo lo ensencial está, sin embargo, salvado. Nada significarían ya para la perpetuación eficaz de los valores sustantivos que representa posibles contratiempos.

El Sr. Cossío es algo más importante todavía. En su calidad de continuador y heredero directo, guarda –como un archivo inteligente– innumerables cosas que a muchos nos interesa no se pierdan. La historia del pensamiento español del último medio siglo XIX ha de hacerla él o alguien a él muy cercano. Como afán concreto, es de gran necesidad un buen libro, moderno, sobre Sanz del Río. ¿No surgirá algún joven, bien dotado de temperamento filosófico y de un poco de heroísmo, que aproveche estos años el archivo viviente y admirable que es el Sr. Cossío para escribir ese libro imprescindible?

Hertwig y el postdarwinismo

He aquí un libro de pura biología. Júzguese de su rango y significación por un solo detalle: aparece en una colección de «Ideas del siglo XX» (Espasa-Calpe), que dirige nuestro gran Ortega y Gasset, seleccionador irreprochable. («Génesis de los organismos», de Oscar Hertwig. Espasa-Calpe). Forma parte de esta serie, sin embargo, un libro de Bonola, sobre «Geometrías no euclidianas», cuya inclusión entre libros de Ideas del siglo XX, no podría ser justificada con facilidad. En un libro próximo sobre los Fundamentos filosóficos de estas Geometrías, trato de probar que el espíritu que las informa se enlaza con otras manifestaciones del ochocientos, de filiación vigorosa y estricta.

Como toda teoría científica de amplias márgenes que tiende a una concepción absoluta del universo, el darwinismo ha periclitado. El darwinismo tenía algún sabor a cosa definitiva y conclusa, y ha desaparecido por asfixia entre sus propias metas.

Oscar Hertwig, uno de los biólogos más concienzudos, a quien se deben en los últimos veinticinco años trabajos muy notables de experimentación, ensaya en este libro una seria labor de examen reflexivo acerca de los problemas biológicos del momento. Algún día, no hace muchos años, las investigaciones se polarizaban en dos tendencias irreductibles: la vitalista y la mecanicista, que absorbían por completo, una u otra, la atención de los sabios. Hertwig supera esta dicotomía y se declara partidario de una tercera dirección que él denomina biológica.

Por un lado, es un poco ingenuo que trate de explicarse por medios físico-químicos los problemas fundamentales de la vida. Aparte de que estas ciencias permanecen aún en un estadio casi inicial, de indudable pequeño radio frente a las grandes posibilidades, que las obliga a refugiarse, como denuncia el buen Kolbe «en rebosantes juegos de imaginación», existe una radical imposibilidad que hace poco aptos para la biología los métodos físico-químicos. Esto se patentiza de continuo en Química orgánica, comprobándose cada día mejor una divergencia evidente con la eficacia de los propósitos. No hay forma de representar simbólicamente las complicaciones moleculares que surgen; por ejemplo, los compuestos de diversas proteínas cuando derivan de un complejo superior, en virtud de afinidades de orden biológico.

Por otra parte, pretender aplicar a las ciencias naturales un patrón filosófico a priori, que no puede tener otra validez que la de satisfacer nuestro insobornable afán de ordenación y estructura, no parece tampoco muy fecundo.

Todo gira hoy alrededor de ese mundo maravilloso y microcósmico que es el mundo celular insospechado para el darwinismo, sobre el que se encuentran fijas todas las atenciones. Hertwig ha introducido en Biología el concepto de célula específica y una ley ontogenética sucedánea a base de una de las pocas y auténticas verdades de la biología moderna: es un hecho de riguroso conocimiento experimental que «de una determinada célula sexual se desarrolla siempre con infalible seguridad una sola especie bien determinada de organismos». Aquí, con esta ley, creemos da comienzo la Biología de nuestro tiempo, y significa para ella lo que el concepto de número natural significa para la matemática.

(Este libro de Hertwig ha sido traducido –bien traducido– por Lorente de No, el notable matemático y profesor de Mecánica racional en la Universidad.)

R. Ledesma Ramos.

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Ramiro Ledesma Ramos
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