Filosofía en español 
Filosofía en español


El idioma y la Nación

Seguramente que han de motivar protestas generales en la nación el tono y las palabras de los discursos que ayer pronunciaron los diputados catalanistas en el Congreso. Amenazas al ministro de Instrucción pública con graves sucesos si no se anula el decreto que dispone el único modo posible de que no acabe de borrarse el estudio del idioma castellano en Cataluña; mal encubiertos agravios a la fuerza pública que no se dejó impunemente apedrear cuando pasaba en actitud tranquila por delante de la Universidad barcelonesa; frases desdeñosas para la mayoría de los diputados a Cortes; la afirmación de que el rey no podrá ir ahora a Barcelona… todo ello envuelto en razones en que vibra una antipatía negra contra España: tales han sido los discursos que ayer se pronunciaron en el Congreso por los representantes de la reacción medioeval.

Queremos nosotros al ocupamos de este asunto despojarnos de toda pasión y hablar serenamente.

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El decreto del ministerio de Instrucción pública es, en efecto, inoportuno, como dijo el señor conde de Romanones: lo es, porque debió dictarse mucho antes. Debió dictarse en cuanto se hubiera tenido noticia de lo que ocurría. Con absoluta verdad decía el diputado señor general Segura en una interrupción de una sesión anterior, que por los años de 70 a 73, esto es, cuando la guerra carlista, se hablaba el castellano hasta en las más recónditas aldeas de la montaña catalana. Después, mucho después es cuando ha comenzado una campaña inspirada en el odio a la unidad nacional y cuyas consecuencias han sido el hecho observado por los inspectores de primera enseñanza de las provincias catalanas: el de que hay muchos pueblos donde los muchachos que asisten a las escuelas del Estado no conocen el idioma nacional.

¿Es esto tolerable? ¿Puede consentirse que en establecimientos de enseñanza que paga la nación española no se enseñe el idioma oficial? ¿Puede aceptarse además que esos millares de niños se vean privados de los medios de cultura que ha de proporcionarles la lengua castellana, ya que en el dialecto catalán no se han publicado aún obras que puedan servir de vehículo a la ciencia universal?

Porque no se trata de inferir un ataque al dialecto catalán, sino de conservar el castellano en toda la nación española. En ello no puede haber cosa alguna que ofenda a los catalanes ni aun a los catalanistas, antes por el contrario, unos y otros deben agradecer al gobierno que procure así sacar a los ciudadanos nacidos en tierra catalana de la triste ignorancia a que habían de verse reducidos si no leyesen más libros que los impresos en ese dialecto. La exigüidad de la biblioteca catalana permite afirmarlo de una manera rotunda y categórica.

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Recuérdese a este propósito cuan diferente manera han tenido en Francia los provenzales de rendir homenaje a su lengua y a su literatura, tan antiguas como gloriosas. Federico Mistral, el poeta, de Mireillo y de Calendau, el restaurador con Roumanille de esa lengua y de esa literatura, ha procurado siempre que el homenaje que se tributaba por los provenzales a una y otra no significase hostilidad a Francia y al idioma francés. La grandiosa fiesta poética de Saint Remi, celebrada el año 68; las que más tarde se verificaron en Arles y en otras poblaciones de aquella hermosísima comarca, no tenían carácter alguno político. Allí las escuelas del Estado enseñan sólo la lengua francesa.

Alsacia y Lorena, cuando pertenecían a Francia, tenían en sus escuelas oficiales la enseñanza obligatoria del francés. Al volver al imperio germánico, es el idioma alemán el que se enseña en esas mismas escuelas.

De aceptarse lo que pretenden los catalanistas, el más miserable patois adquiriría caracteres oficiales, porque no habría razón para negar a los menos lo que se aspira a que se conceda a los más.

La lengua, la moneda y la bandera son las expresiones del acuerdo de los ciudadanos para constituir nación y vivir en ella.

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Dijeron ayer los diputados catalanistas en el Congreso, ya lo hemos indicado, algo que no se puede consentir, aunque pasó con absoluta impunidad y sin las protestas inmediatas y necesarias, porque las que se formularon no correspondían a la gravedad de la afirmación.

Los Sres. Domenech y Rusiñol dijeron que el rey no podría ir ahora a Barcelona.

Echamos de menos nosotros en este momento del debate una voluntad enérgica, una palabra briosa que impusiese a tal aserto el correctivo que merecía.

Porque el rey no es para este caso S. M. D. Alfonso XIII, ni el heredero de derechos dinásticos: es algo más, es el jefe del Estado, el emblema de la voluntad nacional. Y para quien todo esto representa no puede haber momento alguno de oportunidad o inoportunidad en sus viajes por todo el territorio de la nación. Menguada soberanía, triste autoridad, si hubieran aquélla y ésta de verse reducidas a la buena voluntad de un grupo político.

La impresión que causó el debate de ayer tarde es tan amarga que no puede serlo más. Ante cierto género de demasías sólo cabe oponer el valladar de la voluntad del país expresada por su más autorizado órgano oficial. Nunca más necesaria que ayer la presencia del Sr. Sagasta en el banco azul.