La Hora, semanario de los estudiantes españoles
Madrid, 5 de noviembre de 1948
II época, número 1
página 8

Las Españas

El ministro español de Asuntos Exteriores acaba de suscribir en Buenos Aires, con el Gobierno de la nación argentina, un Convenio de emigración, que constituye uno de los documentos más trascendentales de nuestra Historia, en orden al desarrollo futuro de las comunidades española y argentina. Los restantes acuerdos que al mismo tiempo han sido firmados, no llegan ni con mucho a las dimensiones de aquél, pese a que se refieren a temas de tal volumen como la validez mutua del servicio militar y la convalidación de títulos universitarios. Pocos serán los españoles que dejen de notar, por sí o por parientes o amigos, esta marcha de un millón de españoles que a lo largo de los próximos años nutrirán el torrente circulatorio de una nación en creciente. Y tal fenómeno es una transfusión de sangre demasiado aparatosa como para que faltasen los inevitables detractores de todo gran acaecimiento histórico que yerguen el espanto de su patriotismo con el argumento siguiente: «Una vigesimaquinta parte de la población española supone un potencial humano y laboral muy grande, del que no podemos prescindir, ni para la guerra ni para la paz. Esas familias y esos brazos deben explotar las fuentes de riqueza de España, explotar nuestras minas y fecundar nuestros campos, producir en beneficio de la patria. No es posible creer que el excedente de población que ha de destinarse a la emigración llegue, ni con mucho, a esa descomunal cifra del millón. Y España no puede desangrarse en beneficio de otro país.»

Frente a estas razones, los economistas y los políticos pueden y deben esgrimir otras de semejante categoría nacional y que, sin duda, vencerán en su terreno a las anteriores. Aquí queremos dejarlas voluntariamente a un lado y suponer, por un momento, que los objetores –bienintencionados Pepitos-Grillos de la conciencia nacional– tienen razón. Vamos a suponer que, en efecto, el acuerdo constituya un perjuicio para esta nuestra Península y una debilidad más para sus fuentes de riqueza, sus campos y sus industrias. Aun entonces, nosotros nos pronunciamos decididamente por el Convenio y su necesidad. Veamos por qué:

Si algún timbre de glorificación puede presentar esta vieja tierra hispana que la justifique ante el juicio de Dios es el de haber sido perpetua engendradora de pueblos nuevos. Y así como la Providencia de Dios no sólo crea, sino que conserva lo creado, así España ha de velar porque el modo de ser que ella imprimió no se borre, antes se especifique y afiance, en aquellos países, a cuyos hombres forjó a imagen y semejanza de los suyos. En el perpetuo crecer de las naciones, el único motivo para que éstas sigan llamando madre a la que un tiempo lo fue, es que, en efecto, siga siéndolo, sin rehuir los dolores del parto y las obligaciones de su maternidad. La República Argentina es un pueblo enriquecido demográficamente por un aluvión casi totalmente asimilado al modo de ser de los pueblos hispánicos, pero al que una inyección de la tremenda vitalidad española acabaría por centrar en la senda de nuestra unidad de destino. Y ello porque, además, el alianzamiento de esta fortaleza argentina que se anuncia interesa por igual a todos nuestros países, como interesa a un ejército el mantenimiento de aquellas líneas avanzadas que afrontan cotidianamente el choque con el enemigo. Cuando a estas primeras líneas se mandan refuerzos, es siempre distrayéndolos de sus cuarteles o de otros puntos de situación menos dura, lo cual se hace porque se cree que su acción ha de producir mejores frutos en su nuevo emplazamiento. Y dentro de la Hispanidad, la batalla por la supervivencia y grandeza común requiere un transvase al Río de la Plata de ese millón de recios castellanos, gallegos, extremeños, catalanes y hombres todos de esta tierra, tan efectivamente maternal.

El bien de cada uno de nuestros pueblos ha de subordinarse al bien de su comunidad. En nombre de este principio, sin duda revolucionario sobre la pequeñez de nuestros nacionalismos extremos, debemos los españoles predicar con el ejemplo y aceptar, incluso, el perjuicio que quizá pudiese derivar del Convenio recientemente firmado, pues que a su trueque va a brotar con mayor fuerza, sobre un medio de más posibilidades, el perenne vigor de nuestra vieja sangre, llamada de nuevo por la Providencia a ser la solera del Nuevo Continente.

Carlos Robles Piquer


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