Filosofía en español 
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Notas bibliográficas

[ Adolfo Bonilla y San Martín ]

Nuestras costumbres: por el Licenciado Pedro Gotór de Burbáguena.– Madrid, 1900.– Un vol. de 397 pág. en 4.º

He aquí un libro que, juzgado a la luz de una determinada creencia y con arreglo a positivos dogmas, puede merecer un calificativo que horrorizará de espanto a mucha gente: es una obra inmoral, profundamente inmoral.

Alea iacta est: está pronunciada la palabra. Ya saben algunos lectores a qué atenerse. Los prudentes, los avisados, esperarán la explicación de la frase.

Es un libro que ataca a la familia, tal como entre nosotros se halla organizada; que censura la educación, tal como entre nosotros se entiende; que pone en claro y anatematiza cuánta hipocresía y abominación encierran nuestras costumbres públicas y privadas.

Es, por consiguiente, un libro inmoral, en cuanto va contra lo usual, contra lo corriente, contra lo vivido. Es inmoral, en el mismo sentido en que es impúdico el anatómico que despoja el cadáver de sus vestiduras y pone de manifiesto sus desnudeces.

Pero si de la palabra pasamos a la cosa, y del adjetivo a lo sustancial, ¡cuán otro aspecto revisten los hechos! Entonces el libro a que nos referimos se convierte en un dechado de moralidad, y su autor merece todo género de aplauso y [195] encarecimiento, porque es de los pocos sanos, de los pocos que tienen suficiente franqueza y valentía para expresar las ideas tal como las ha concebido su entendimiento, y para mirar cara a cara la realidad, a fin de no dejar ningún rincón inexplorado en la miserable trama de nuestra vida. El autor de esta obra pudiera decir, con más derecho aún que Montaigne: lector, este es un libro de buena fe.

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Es más difícil de lo que a primera vista parece darse cuenta de lo que la buena fe o la buena voluntad significan en los malaventurados tiempos por que atravesamos.

Escribir de buena fe, no tanto es manifestar con ingenuidad el pensamiento, no tanto es aparecer en esta relación con la candidez de la paloma, como atreverse a revelar sin ambages la impresión profunda y radical que los accidentes, la experiencia, la observación, el conjunto, en suma, de la vida, ha producido en nosotros; impresión que casi todos guardamos calladamente en nuestro interior, adoptando máscaras diversas para su revelación externa.

El Licenciado Gotor de Burbáguena no se ha callado nada en este respecto: lo ha dicho todo, llana, natural, crudamente, si se quiere. Y lo ha dicho, no con un fin trascendente, ni con tendencias dogmáticas, ni exponiendo sistemas de conducta. Se ve que su libro está escrito para satisfacer una verdadera necesidad intelectual y pasional; su alma estaba demasiado lacerada para no permitirse el desahogo de narrar de esta manera tan sencilla la pena de la vida.

Fuera del Licenciado Gotor de Burbáguena, yo no recuerdo más que un pensador español digno de comparársele: el malogrado Angel Ganivet. Hay una semejanza manifiesta en la idiosincrasia moral de estos dos escritores. Pero se nos antoja que el primero pone mejor el dedo en la llaga, y sabe con más acierto qué punto escoger para blanco de sus tiros. [196]

Por otra parte, aunque al final de su libro intente nuestro autor alguna solución, es evidente que el efecto general de la lectura es profundamente pesimista. Ni podía ser otra cosa desde el momento en que el autor era de los que sienten hondo y hablan claro.

Por eso los capítulos sobre: «Condición de la mujer»; «el matrimonio»; «la familia»; «el catolicismo»; «el dinero»; con todos sus desenvolvimientos acerca del amor, la educación, la moral católica, la propiedad, &c., &c., pasan por los ojos del lector a manera de chasquidos de tralla, duros, secos, sin conmiseración ni contemplaciones.

¿Qué hemos de decir acerca de las ideas del autor? Este no es de los libros que se discuten con fruto. Es un estudio de psicología social, que supone largas horas de meditación detenida y dolorosa, y acerca del cual no cabe adoptar otra determinación que leerlo o dejarlo de la mano; pero una vez leído, si el lector tiene ojos para ver y oídos para oír, no puede menos de aceptar como fundadas y exactas las observaciones.

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Decíamos que Nuestras Costumbres no era un libro de finalidad trascendente, que el autor no pretendía sustancialmente dar una fórmula de redención. No es sólo esto: el autor tiende en cierta manera al mis-arquismo de Nietzsche, y más aún al egoísmo de Max Stirner.

Lo cual no envuelve una censura, porque todas las investigaciones antiguas y modernas, religiosas o profanas, acerca de la felicidad, tienen precisamente por carácter distintivo este egoísmo. Acéptese la solución idealista o la solución hedonística, siempre resultará que, al buscar el hombre la felicidad, la busca y la procura principal y cuasi únicamente en vista y en relación de sí propio. Lo que hay es que a veces constituimos el bienestar ajeno en medio y condición indispensable para el bienestar propio. [197]

El autor de Nuestras Costumbres parece inclinarse a este último partido; por eso tiene el valor de escribir, y, lo que es más aún, el valor de dirigirse a la sociedad y de solicitar su convicción. Es de suponer que el ente de razón, en este como en mil casos análogos, desdeñe mirarse en el espejo y siga contra su historiador el más mortífero y satánico de los procedimientos: el del silencio.

Obsérvase también, teniendo en cuenta las ideas que en uno y otro lado expone el autor acerca del sentimiento moral, que se inclina a la tesis de Schopenhauer. La simpatía es, en cierto modo, a su entender, la única tabla de salvación de la moralidad.

En esto no podemos menos de apartarnos del Licenciado Gotor de Burbáguena. ¿Cómo es posible imaginar que, derruidos los únicos fundamentos aparentemente sólidos de la moral encuentre ésta su base en algo tan difícil de explicar y tan vacío de contenido como la simpatía? ¿Qué es ésta sino un vocablo que se emplea para repetir a manera de aclaración lo mismo que se trata de comprender?

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El libro es sabroso y de fácil lectura. Citar aquí a modo de ilustración algunos de sus párrafos sería completamente inútil, porque estamos seguros de que nos ahorrará esa tarea la curiosidad, muy fundada en este caso, de los lectores.

Obras como Nuestras costumbres no salen a luz con frecuencia, mejor dicho, salen a luz muy rara vez. Por eso creemos de nuestro deber felicitar con la mayor sinceridad a su autor, esperando no sea este el único estudio de anatomía social que nos ofrezca.

Para terminar, hemos de decir algunas palabras con referencia a la solución capital, fundamentalísima que a ojos del licenciado Gotor de Burbáguena ofrece el problema moral: el amor. [198]

Leyendo las últimas páginas del libro, parécenos estar oyendo las palabras que Brunhilda pronuncia antes de arrojarse a la pira en El Crepúsculo de los Dioses: «Si desaparece la generación de los dioses como leve brisa, y dejo al mundo sin dominador, os daré en cambio el tesoro más sublime de mi saber. No consiste la felicidad ni en el oro, ni en los bienes, ni en la pompa, el hogar, el poderío; ni en los lazos con que atan traidores pactos, hipócritas costumbres, duras leyes; sólo el amor trae consigo la dicha, en el júbilo como en los pesares.»

Pero ¿cómo ha de ser ese amor? ¿Quién se mostrará digno de él? Esto es lo que no nos dice el Licenciado Burbáguena, y lo que ha dado y dará motivo a eternas discusiones.

A. Bonilla y San Martín