Filosofía en español 
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[ Azorín ]

Actualidad

Nación y humanidad

En el artículo último hablábamos incidentalmente de Campoamor y de su doctrinarismo. Al mismo tiempo que releíamos algunas de las principales obras filosóficas del gran poeta, se desenvolvía en el Congreso un debate sobre el nacionalismo. No hemos estado en la Cámara popular desde hace muchos meses, desde que acabaron las anteriores Cortes pero tenemos idea, por lo sucedido y dicho en otras ocasiones, de lo que, en general, en abstracto, son estos debates llamados de altura, y de lo que, concretamente, son estas discusiones sobre la patria, el Estado y la nación. ¿Se puede hablar, en la prensa, libremente de estas cosas? Hablar libremente, aunque con mesura, con discreción y, sobre todo, con cortesía para las personas...

El autor de estas líneas es un amante fervoroso, entusiasta, de Cataluña y de Vasconia. ¿Se le permitirá una confidencia... que es pública, y por lo tanto no es confidencia? Acaso quien firma este artículo es el único escritor que, en Madrid, ha venido desde hace más largo tiempo y más perseverantemente manteniendo, mostrando, propagando el amor a Cataluña. Desde 1900, en que formábamos parte de la redacción de El Globo –que entonces dirigía Emilio Riu y en que era crítico de teatros Pío Baroja;– desde 1900, no ha habido momento en que no hayamos luchado, discutido, reñido con quienes en Madrid mostraban hostilidad a los anhelos de Cataluña. (Sin embargo, en las últimas elecciones generales, los regionalistas catalanes han presentado tenazmente frente a nuestras candidatura, otra candidatura y un antiguo amigo, personalidad ilustre de Cataluña, con cuya amistad nos honramos y a cuya mesa tuvimos el honor de sentarnos, en Barcelona, en 1905, ha puesto un ahincado empeño en que nuestra acta fuera anulada. Pero esta es una pequeña cuestión personal sin importancia; por eso la señalamos, nada más que señalarla, entre paréntesis. Pasemos a la cuestión general; elevemos el debate, como se dice en el Congreso).

En cuanto a las provincias vascas, nos encanta el paisaje y sentimos viva simpatía por los moradores. Artistas eminentes, originalísimos, geniales literatos, periodistas fértiles y agudos han salido de aquella hermosa tierra e ilustran hoy el arte y la literatura de España. Pero, hechas estas manifestaciones, nosotros creemos que se exagera un poco en eso del nacionalismo. Primero tendríamos que ponernos de acuerdo en el significado de nación, y aquí ya comenzaría el embolismo y la confusión. ¿Raza? ¿Lengua? ¿Fronteras naturales? ¿Historia? ¿Costumbres? En un grave, dificilísimo aprieto habría de verse quien intentara darnos un concepto de nación; el mismo en que se han visto todos cuantos han abordado este problema. En resumen de cuentas se ha venido a parar –tales son las irreductibles contradicciones y antinomias;– se ha venido a parar en que nación no es la lengua, ni la historia, ni la raza, ni el derecho consuetudinario... sino algo tan sutil, tan delicado, tan etéreo, tan inefable como la comunidad de sentimientos, de aspiraciones, de anhelos.

Hasta el siglo XIX los escritores clásicos han empleado la voz nación, al igual que han empleado la voz patria, refiriéndose a las distintas regiones de España. Se decía, por ejemplo, «mi patria», con relación a Cataluña, Castilla, Valencia o Andalucía. Y se hablaba de la nación catalana, de la vasca o de la andaluza. No se veía en ello ninguna hostilidad hacia la gran colectividad de España. ¿De qué manera las cosas han cambiado que ahora cuando se habla de estas patrias y estas naciones sentimos cierto desasosiego? ¿Cómo ahora sentimos, con respecto a estos conceptos, lo que antes no se sentía?

En este problema de la nación y de la nacionalidad, lo mismo que en el problema de la patria, habrá siempre un aspecto localista, íntimo, y otro aspecto universalista y de humanidad. No es posible negar que el arte, la literatura, las costumbres, la modalidad general, en fin, de la patria pequeña deben ser fomentados y mantenidos. ¡Son nuestro propio espíritu! ¡Encuentran eco tales vibraciones del ambiente en lo más íntimo de nuestro ser! Pero, ¿y la humanidad? ¿Y el progreso que fatalmente se ha de realizar con la universalización de los sentimientos humanos? ¿Cómo resolvemos ese conflicto del localismo y de la universalización?

Tan evidente es el doloroso conflicto, que don Ramón de Campoamor en una misma página de su muy interesante –y revolucionario– libro titulado El personalismo (Madrid 1856) pone de manifiesto, acaso sin darse cuenta, esta contradicción. ¿Qué es la patria para Campoamor? «Ese gran anónimo llamado patria es el dios Jagronat –escribe el poeta– que bajo las ruedas de su casco suele triturar lo más ilustre que descuella en el mundo por su valor, su virtud y su inteligencia. Los patriotas, sangrientos sacerdotes de una divinidad imaginaria, son los místicos de la profanidad, crean un ídolo de un sueño y adoran su propia demencia» &c. &c. (En otro capítulo del mismo libro dice Campoamor: «El amor de la patria es la condensación de todos los amores! Patria es una palabra mágica que siempre inflamará nuestra sangre y arrasará nuestros ojos en lágrimas» &c., &c.)

Pero el poeta, en la novena página en que abomina de la patria, escribe: «La vida pública sólo tiene de verdad, sólo tiene de natural, lo que refleja de individual, de doméstico, de interesante, de poético, de íntimo. Todo lo colectivo, que anula lo personal, es un panteísmo material, es la confusión de los elementos, es el caos». Tenemos, pues: por un lado internacionalismo, universalización, y por otro... localismo, intimismo. ¿Cómo resolveremos el terrible, perennal conflicto? El tiempo lo va resolviendo paulatina, dulce, suavemente. Por encima de fronteras, razas, costumbres, idiomas, la humanidad camina hacia la universalización de los sentimientos. Y esa universalización y homogeneidad en el sentir de las sociedades humanas –por sobre las barreras y obstáculos localistas– es el Progreso.

Azorín

Madrid, 20 abril 1918