Filosofía en español 
Filosofía en español


[ María Zambrano Alarcón ]

Materialismo español

“España no está en los edificios ni en las ciudades.
Está en las ideas y en el numen de Franco.”
Radio Salamanca.

Nada más peligroso que las teorías. El pensamiento que ha nacido para aclarar la obscura inmediatez de la vida, enreda a veces la madeja, hasta hacer perder el origen de los hilos; arrojando sombra a las cosas, borrando la luz. Pero cuando llega al extremo de su perversión, por contraste vuelve a alumbrarnos.

Idealismo y materialismo; viejos y venerables términos que han venido a servir para todo, hasta para decir lo contrario de lo que significan. Y este llegar a contradecirse, nos alumbra acerca de su posible pecado, acerca de su error inicial que pudiera ir envuelto en su nobleza originaria. En efecto, el idealismo arrastró desde su comienzo el pecado de querer eludir, en su afán de pureza, la inmediatez de la vida; la realidad tal y como se la encontraba para substituirla casi en absoluto, por la idea. No es este momento ni lugar para exponer las razones que pudiera haber para tal preferencia, pero aun dándolas por sabidas, queda como cierto el desmedido deseo de rehuir la realidad inmediata; el afán de substituir la cambiante y dramática realidad por la idea, igual siempre a sí misma.

No echó el idealismo –producto netamente europeo– raíces entre nosotros. El pueblo español ha sido, por demás, indócil a dejar que le suplantaran la realidad viva por ideas más o menos puras y permanentes. Nuestra tradición literaria, nuestra pintura; todo lo que en la cultura tenemos y todo lo que nos ha faltado, comprueba este aserto. Con sobreabundancia de intuiciones, hemos andado pobres en conceptos y no por pereza mental simplemente, sino más que por ese recelo, por esa falta de fe del español medio ante las ideas y los conceptos. Ese momento de toda teoría que consiste en suplantar la cosa que tenemos viva ante nosotros, la presencia fragante de los hechos o de los seres, por los conceptos elaborados por la mente humana, ese momento ha inspirado graves recelos al español, cuando no una decidida rebeldía. Quizá, la raíz del llamado individualismo español hubiera que buscarla por este lado. El español, tal vez por un amor excesivo, por una adhesión fidelísima a la realidad que lo rodea, se ha negado persistentemente a elaborar teorías sobre ellas, a dejársela suplantar por los conceptos, como ha hecho el europeo. Rebeldía que se manifiesta casi siempre, en forma de burla; en ese darle la vuelta a las actitudes sublimes; en esa mirada maliciosa con que el espanto neto, el hombre de la calle da la vuelta, como a una moneda dudosa, a las palabras altisonantes, a las actitudes pretenciosas; en ese buscar lo humano de cada día bajo el engolamiento retórico; en ese “estoy en el secreto” que sale chispeante de los ojos del español, cuando alguien pretende ante él envolverse en alguna complicada túnica de razones. El español persigue y valora lo humano, lo directo, aquello que en su desnudez y veracidad no pretende sobrepasar, ni ir más allá de lo que le corresponde.

Individualismo; realismo, materialismo, puede llamarse esta honradez, esta contención tan patente en nuestra pintura; este amor infinito a la múltiple e inabarcable realidad que resplandece en nuestra literatura, ese realismo cervantino del que encontramos continuamente destellos en los dichos de nuestro pueblo. Realismo, materialismo, sí; indocilidad tal vez excesiva a la teoría por amor a la realidad.

Y así, aunque el amor a “los ideales” esté bien lejos de nuestros enemigos, resulta sumamente congruente y justo que nos achaquen y adjudiquen la parte “material” de España, como en nota del cuartel de Salamanca dicen los mentores del “numen” de Franco. La aceptamos sin reservas. Amamos la materialidad de España: su tierra, su tierra hoy partida, hollada por los obuses alemanes; sus finos olivos que hoy quema la metralla; sus altas torres que vienen al suelo... Una española a quien sorprendió la tragedia en tierras lejanas, me preguntaba al llegar a ellas, por la retama y los trigos de Castilla y la pita y las adelfas de Andalucía, y lloraba pensando en la amarilla tierra herida.

¡La materialidad de España! sus hombres y sus mujeres; los que cultivan sus campos y construyen sus caminos; los que hablan su claro idioma y conservan en su estilo la más fina tradición de sus siglos; los que repiten e inventan sus canciones; los que bailan sus danzas en días de alegría y guardan silencio cuando llegan las adversidades. Los que llevan grabada en su imaginación el canon de su viva cultura: las proporciones de las casas, la forma de los cántaros, la medida de los sentires.

Todo eso, sí, la materialidad sagrada de la tierra y del pueblo de España, es nuestro y lo amamos. Por ello nos duele su sufrimiento y destrucción. La nota del ministro de Defensa lo declaraba de modo inequívoco. Por amor a la materialidad, a la maternidad de España, se quería evitar su sufrimiento y su ruina.

La respuesta ha sido “idealista” hasta lo grotescamente diabólico. Al mismo tiempo que el Cuartel de Salamanca hablaba de “ideales”, niños, niños de la materialidad, maternidad de España, morían agrupados en racimos, como trigo aun no cuajado. Espigas humanas, cosechas que la muerte se llevó anticipada, arrancándola de su tierno tallo, de sus raíces aun palpitantes. ¡Niños, madres... la continuidad sagrada de nuestra vida de españoles, aplastada por las bombas “ideales”!

¡Cómo no gritar! ¡Cómo el mundo, si aún tiene mirada, no comprende que se está asesinando la viva maternidad de España, su sagrada fecundidad de pueblo inmenso, su cultura viva! ¡Cómo no repudiar de una vez para siempre, la gran mentira de ese muerto idealismo!

Nunca podrán comprender los “númenes” de Salamanca, la terrible traición que hacen a lo que de mejor, de más original tiene España. Les bastaría leer una sola página de Cervantes, saborear su delicado, inmenso amor a la realidad material de los caminos, los bosques, las voces, las ventas, los trajinantes, el pueblo todo y la tierra toda en su infinita variedad de luces y formas, para sentirse traspasados de remordimientos; para comprender dónde está la verdad única de España. Pero, no leerán. Los “idealistas” se han definido siempre por su horror a las letras y al pensamiento, y no han sabido de más ideales que esos de que hoy blasonan para matar. De su furioso amor por ideal alguno, nadie sabíamos nada; ni de su horror a toda idea, a las que siempre nombraron con irritante desprecio. Nadie sabíamos, en verdad, que tuvieran ideales.

Todo idealismo, pensamos, ha adolecido de encubrir algo no ideal; una pasión, un instinto, debajo de la transparente frialdad de las ideas. El sentido humano del español, su íntima veracidad insobornable se negaba a aceptarlo aun en los casos de mejor buena fe. Ahora, el fraude es tan burdo y monstruoso, que sangrientamente se delata. Sangrientamente resplandece la nobleza de nuestro materialismo y la monstruosidad lívida de esos ideales que a tales horrores conducen. Y a la indignación, a la vergüenza, al dolor infinitos que nos producen las víctimas inocentes de la barbarie idealista –¡qué lejos del humanísimo realismo de nuestro pueblo!– se añade la vergüenza, el dolor y si no fuera tan terrible, la risa por la oquedad de tales ideales. La soberbia más vana, la vanidad más llena de ceniza, la zafiedad mental que se hincha a sí misma y se nombra “ideal”. Los bajos fondos infrahumanos que invaden la faz del mundo, o que no tiene nombre, llamándose “ideales”.

¡El castigo es monstruoso y cumplido en los más inocentes! sino bien le estaría al hombre europeo por su inhumano idealismo. Pero es España, nuestro pueblo realista, quien paga las culpas de ese desmedido afán de pureza inhumana que recorrió la cultura europea, llevándola a desmedidos amores y a desmedidos olvidos. El pueblo español, con su sangre y su dolor, pone de manifiesto la imposibilidad de una cultura idealista en la que nunca creyó. Claro que el “numen” de Salamanca nada sabe de esto. Pero en París, en Londres, podrían saberlo, si arrojando la careta del miedo quisieran de verdad, considerar la suerte que amenaza a Europa, que amenaza al mundo, si esta fecunda materialidad de España fuera vencida, si este pueblo realista, fuera aniquilado en sus raíces. Nosotros sabemos que no lo será, que no puede serlo, porque la vida, la vida que sin cesar brota de las entrañas maternales de esta inagotable realidad española, prevalecerá sobre toda mentira.

María Zambrano