Mercurio Peruano
Revista mensual de ciencias sociales y letras

 
Lima, julio 1918 · número 1
año I, vol. I, páginas 4-10

Francisco García Calderón

La Gran Guerra{1}
 

Sólo con términos de apocalipsis puede escribirse la historia angustiosa de la gran guerra. A las elegantes batallas del pasado se sustituyen el dolor oscuro y el heroísmo subterráneo. La humanidad exasperada arroja a la avidez de una hoguera inextinguible sus riquezas y su esperanza, la sangre de efebos gloriosos, el orgullo moral de veinte siglos. La civilización declina y el mundo agoniza. Todas las fuerzas de la destrucción y de la muerte se asocian en una perpetua hecatombe. El hombre es inferior a la tragedia circundante; los directores espirituales de la guerra se sienten vencidos en el crepúsculo de los sistemas, de las ciudades y de las creencias. La barbarie y la gloria, el desinterés y la crueldad se juntan en rudos campos dolientes. Nuestros prejuicios, las ideas fundamentales de Occidente, se disuelven como el humo de cañones trepidantes. A veces, en el temblor universal, ante la miseria de los hombres, desencantados y anhelantes, creemos en la confusión final del planeta loco y «caen las estrellas como frutos verdes de una higuera sacudida por el gran viento», el «sol se ennegrece como saco de crin» y una luna «como de sangre» enferma a los últimos poetas que perecen en las trincheras desoladas. Se detienen las actividades y las curiosidades, una Esfinge desmesurada, del más duro granito, cierra todos los caminos del espíritu, el «pálido caballo» del visionario avanza enardecido abriendo tumbas.

De los diversos aspectos del conflicto europeo, el filosófico, el duelo de las ideas y de las doctrinas, parece tan esencial como el choque de las ambiciones políticas. Si estudiamos los orígenes de esta intensa crisis, descubrimos la sutil influencia de los sistemas. En el principio, antes que la acción, estaba la idea inflamada. Mañana, en cambio, un error de estrategia transformará la metafísica. A la discordia de los estados se agrega un combate filosófico, una concepción del mundo y de su íntima razón, como en las encrucijadas de la historia, cuando se unieron razas y religiones y se [5] clausuraron grandes épocas humanas. Dioses como los de Homero, familiares y enemigos, robustecen las creencias de los pueblos hostiles. A esta lucha de ideas se maridan diversos conflictos, económico, político, étnico, geográfico, en virtud de los cuales la guerra reviste el carácter de una de esas interrogaciones formidables que el hombre atormentado dirige al augusto silencio de los cielos remotos. Prometeo infatigable, abandona la arcaica animalidad, y aspira a romper el círculo dantesco que le abruma, a vencer la injusticia consagrada por los siglos, la indiferencia de los dioses, la incertidumbre de sus creaciones trascendentales, el fatal ricorso en que el instinto vence al entendimiento y la tierra, fatigada de ilusiones, disuelve en rudos asaltos, las creaciones de la razón. Estamos envueltos en un cataclismo en que caen las ciudades, se agotan las riquezas, caducan antiguos principios, se trasforman los estados, fracasan las dinastías, y la Europa altiva que muere estremece al mundo en su dolor.

Examinemos sucesivamente los caracteres de la contienda presente. En primer término, rivalidades comerciales que arman a dos pueblos orgullosos. Crece repentinamente Alemania y no acepta ya, sobre los mares, la hegemonía del pabellón inglés y la invasión, en todos los mercados, de comerciantes desdeñosos. Su flota mercante llega a tierras lejanas, los emisarios de su industria se instalan en nuevos pueblos sin malicia, fundan colonias vigilantes que se transforman en centros de resistencia moral. El emigrante sumiso será oportuno conquistador. Mientras llega a dominar acepta, con tácitas reservas, el orden existente, se inclina ante la ley nacional. El germano progresa y la expansión británica se detiene. Las estadísticas revelan el continuo decremento de la influencia inglesa. Crece entonces el delirio pangermanista y profesores de grave doctrina explican que una nueva distribución de las posesiones coloniales atribuirá al Imperio abundantes dominios libres en que levantará sucursales de su cultura. Su derecho es la necesidad, la presión de una raza que se multiplica sin fatiga, la seguridad de vencer al materialismo inglés, a la frivolidad de Francia, a los Estados Unidos exorbitantes e infantiles en una guerra de dominación. Terminará así la concurrencia económica y recibirán, de Berlín, todos los pueblos direcciones y lecciones provechosas.

A esta primera razón del conflicto mundial se aúna la oposición de las creencias. Alemania enseña que el cristianismo degenera en religión de los débiles o en credo exterior sin eficacia moral. Catolicismo pomposo o fe de oriental languidez, tales son las perversiones del evangelio inicial contra las cuales organiza una campaña santa el Imperio místico. Asocia dos testamentos en su acción [6] moral y militar: El Antiguo, fe estrecha y robusta de naciones predestinadas; el Nuevo, que ha corregido y despojado de una excesiva piedad para los hombres. El mundo satánico será redimido por el cristianismo germanizado.

Las nacionalidades se agitan a despecho de la Razón de Estado: nuevo aspecto de este duelo de civilizaciones. Armenia y Finlandia aspiran a la independencia. En Austria, estado artificial, la burocracia en lucha con la resistencia eslava aleja la catástrofe. Bohemia mantiene su viril protesta, reino incrustado entre dos Alemanias invasoras. La disolución de la monarquía austro-húngara es la suprema esperanza de las razas oprimidas, croatas, rumanos, rutenos. Pero Berlín, sostiene al aliado claudicante y llega a Viena uno de sus poderosos tentáculos. En los territorios balcánicos, en Alsacia, en Irlanda, en Polonia, tenaces rebeldías sólo se satisfarán con la autonomía prometida. El germanismo militante desdeña las reivindicaciones de provincias indisciplinadas. La raza organizadora por excelencia aspira a vincular a los pueblos de la «Europa Central» desde Hamburgo o desde Amberes hasta Bizancio y Bagdad. A las poblaciones más desemejantes impondrá su ley clara, ideas y productos, métodos y doctrinas. Bajo su dominación olvidará Francia el idealismo humanitario, Italia la ambición imperial, Inglaterra perderá el monopolio de los mares, Estados Unidos y Rusia servirán de granero a la coalición de los pueblos aristocráticos.

La «idea alemana» se opone, en su violento desarrollo, a otros principios de cultura, a enérgicas tradiciones que no quieren morir. Combaten por el predominio en el mundo el eslavismo y el germanismo, el Imperio inglés, el panamericanismo o sea la expansión moral de la democracia como en la edad heroica de Monroe, el panislamismo, el panasiatismo; influencias menores como el panservismo y el panrumanismo. El antiguo equilibrio de naciones, injusto y doloroso, ha fracasado; la paz fundada en ejércitos y en fábricas militares ha multiplicado los conflictos y acumulado destrucciones. En el combate final ¿aceptarán estos principios contrarios un firme acuerdo, limitarán sus ambiciones a los dominios que la raza y la historia les entregaron como don inmortal? Las nuevas familias de pueblos en que se armonicen las aspiraciones políticas y los impulsos de la sangre ¿vivirán en perpetua paz sin que un grupo ambicioso aspire a elevarse sobre la flaqueza de sociedades rivales?

Conciliación difícil porque las palabras cardinales cambian de sentido de uno a otro lado de las fronteras: honor, democracia, derecho, libertad. Escapa a fórmulas yertas el alma inestable de [7] colectividades en continuo progreso. La civilización se contrapone a la cultura, el catolicismo francés hostiliza al catolicismo alemán, los socialismos difieren de aspiración y de ambición. «El pensamiento occidental europeo, la cultura occidental europea han llegado a ser cada vez más distintos del pensamiento de las naciones de la Europa Central y de nuestra cultura» escribía, en Krieg und Kultur, el historiador alemán Lamprecht.

Los aliados combaten por la libertad. Alemania emprende también una guerra de liberación. Mr. Grey y Herr Bethmann-Holweg se expresan en lenguaje semejante. Defienden su existencia los imperios teutónicos, su integridad las naciones liberales. De una a otra orilla del Rin cambia, diría Pascal, la verdad.

Nos preocupa tan radical antagonismo. Un invencible orgullo nos lleva a afirmar que esta guerra es más profunda y decisiva que todas las luchas del pasado y que la concordia final surgirá del caos presente. Pedimos a los elementos y a los dioses su abrumadora colaboración, nos parece que de las estrellas impasibles llega a la tierra ensangrentada una nueva esperanza mesiánica. Pero, la naturaleza es indiferente a nuestro dolor y opone a nuestro trágico frenesí su impasibilidad. Más acá de la línea roja, nos refieren los cronistas de los más arduos combates, se perpetúa la égloga antigua, avanza el buey lento bajo la metralla y una luna romántica envuelve en pálida luz crueldades y desastres. Continúa en la tierra desgarrada y lamentable la tenaz aventura de la simiente. Los surcos intensos crean una nueva belleza en las avenidas de la muerte; en los cementerios desolados, surge una irreverente primavera.

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Un dilema que se resuelve en batallas, tal es el íntimo sentido de la gran guerra. En este libro estudiamos las manifestaciones fundamentales de esa oposición. Entre la doctrina teutona y el pensamiento occidental notamos profundas divergencias que parecen hostiles a una durable armonía. Primero, el sentido mismo de la lucha, sus consecuencias espirituales, el valor de la paz (Capítulo I). ¿Conviene, en años de desfallecimiento moral, la cura sangrienta de las batallas? ¿La paz larga es el estado ideal en sociedades organizadas o el anuncio de la ruina física y de la degeneración? Si preferimos a la saludable angustia de los combates la estabilidad sin ensayos dolorosos, la humanidad se extravía, según el germanismo doctrinario, en un materialismo mortal. Para las [8] democracias de Europa y de América, el Estado es una inmensa máquina peligrosa que destruye las energías individuales, Leviatán monstruoso y enigmático ante el cual son frágiles realidades la voluntad del hombre, la dignidad de la conciencia libre, el progreso que sólo podrán traer a sociedades adormecidas los ásperos creadores insumisos (Cap. II). En los reinos alemánicos se atribuye a un poder sabio que unifica y organiza todos los bienes terrestres, la fuerza, la riqueza, la victoria, la concesión de derechos y la definición del deber político.

La nación fuerte se opone a las construcciones imperiales en que va a perderse la individualidad de cada pueblo, socialismo, catolicismo, al internacionalismo, utópica asociación de pueblos fundada en la libertad (Cap. III). La humanidad, «ídolo» ignorado por Bacon, apasiona a revolucionarios generosos, a ideólogos que nunca sintieron la terrible violencia de las pasiones humanas. Alemania lucha con el universalismo cuando Roma declina, cuando el catolicismo junta a todas las gentes en su seno confuso, cuando el socialismo avanza a destruir la sólida resistencia de las patrias. Disuelve agrupaciones deleznables y prepara la única sociedad verdadera, la Deutschtum del porvenir, ilimitada y organizada, pacífica y guerrera.

Un imperialismo intermitente arma a los grandes pueblos de Europa: cruzada religiosa, expansión libertadora, protección de razas incapaces, realización de planes unitarios en que perece la suntuosa variedad del mundo (Cap. IV). Un emperador, la «misión» que teólogos, o doctores imponen a su raza privilegiada, la guerra como forma periódica del juicio de Dios, tal es, en sus rasgos permanentes, el drama de la historia.

Los antiguos imperialismos se fundaban generalmente en consideraciones políticas. El Estado conquistador extendía los beneficios de su civilización, aseguraba el orden de las relaciones civiles, desterraba la violencia y la anarquía. Su autoridad era símbolo de larga paz. A naciones desorientadas enseñaba la vía ardua de la libertad. Inglaterra prometió a los pueblos sometidos a su tutela tranquilidad material, riqueza inmediata y una independencia lejana y completa. La supremacía alemana es más radical porque se funda en la sangre. A los hombres degenerados ofrece el beneficio de su pureza étnica, a los continentes fatigados el impulso de su magistral actividad (Cap. V). Una estirpe rubia llega del Norte brumoso a regiones en que domina la locura del sol. Mestizos perezosos y locuaces amenazan a la civilización suprema. Pululan en la pompa de días claros, sin comprender la gravedad de la vida ni someter su frágil individualidad al imperativo de una [9] rígida moral. Destruyen alegremente las intensas creaciones de la raza aristocrática. Conservarlos es prolongar su bastardía ante el progreso infalible de un pueblo singular ministro de Dios. El alemán crea y regenera mientras que las demás naciones dilapidan la riqueza heredada. Defiende el legado de las civilizaciones esenciales de arios, griegos y romanos, que iba a perderse en el Mediterráneo, de la degeneración, en la cuenca azul de la molicie pagana donde la música de las sirenas y de las olas invita a una indiferente placidez.

El pangermanismo aspira a fundar una paz más durable que la romana en sociedades sin armonía. Impone el orden porque desconfía de la libertad. Otros imperialismos manifestaron, en la edad moderna su avidez, pero un ideal religioso o moral disfrazaba y consagraba sus depredaciones. El Imperio alemán anexa y no asimila, destruye al pueblo rebelde, lo despoja de sus históricas propiedades. Sólo él, armado para la guerra y la paz, puede evitar la anarquía internacional, acrecer la energía de los hombres y distribuir a naciones obedientes tareas adecuadas a su genio propio.

Un dios severo le protege y le enseña la dureza. Dos testamentos combaten en esta guerra de naciones (Cap. VI). Alemania escoge el antiguo en que impera Iahvé, sombrío señor de las batallas. El Occidente liberal, aún cuando se separa de sus tradiciones religiosas, es profundamente cristiano. Cree en la piedad y en la caridad, le inquietan todas las angustias humanas, disminuye errores e injusticias, acerca a las razas y levanta sobre los nacionalismos robustecidos una dulce esperanza de universal fraternidad.

En todos los órdenes del pensamiento y de la acción se contraponen dos sistemas imperiosos. Uno de los términos del gran dilema parece la dura prolongación del pasado abolido. Declina dolorosamente y progresan las democracias. El antiguo espíritu que presidió a civilizaciones adustas no renacerá ya en este nuevo orden de siglos. Decadencia de la autoridad, de normas sagradas, de construcciones pacientes y metódicas, fundadas en la desigualdad y el sufrimiento. Aspiramos a demostrar, en la conclusión de este libro, que no caben soluciones intermedias a la disyuntiva trascendental que van a resolver las batallas. Si sólo chocaran intereses sería fácil la paz. Las ideologías contrarias prolongan y exacerban el odio de los beligerantes. El valor de una u otra doctrina, de la barbarie sabia y trágica, de la civilización armoniosa y liberal, de un ideal de paz o de lucha, de la sombría unidad o de la diversidad elegante y fecunda, de la fuerza y de la piedad, de la rudeza y de la gracia, será definido, no en elocuentes congresos sino en combates infatigables. [10]

No sin tribulaciones y nuevos conflictos. Nuestro tiempo en que pusimos una altísima esperanza es otra «edad media» que anuncia futuras épocas de bronce después del fausto, del abandono y de la sutileza. El optimismo sufre y nos abandona la quimera porque solo dominarán en la tierra injusta cuando haya despilfarrado el hombre un inmenso capital de pasión y de sangre. Afanosamente buscamos entre el despotismo asirio y la libertad excesiva una realidad intermedia, durable y saludable. El orden engendra la dureza, la autoridad conduce al absolutismo, el individualismo degenera en anarquía, la paz trae el egoísmo, la guerra devuelve a la bestia dominada su terrible furor antiguo. En Occidente se busca otra vez la urgente solución de la perpetua incertidumbre humana. Un grupo de pueblos generosos va a impedir el más grande retroceso moral que amenazó a una civilización pulida y serena. Su ímpetu revolucionario se trasmuta en fuerza conservadora: defiende la tradición cristiana de la audacia constante de sus reformas, su fe en la razón y en la libertad. Y, en el clamor de la tierra, avanzan los héroes de esta inaudita caballería a buscar la complicidad de Dios.

Francisco García Calderón.

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{1} Introducción al libro El dilema de la Gran Guerra de próxima publicación.

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