Filosofía en español 
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la mujer opina

La mujer en la defensa continental

por María de Jesús Indart

El tema de la guerra embarga de tal manera los espíritus, que casi no se habla ni se escribe de otra cosa. Todos los asuntos, por lejanos que parezcan, tienen un punto de referencia con la catástrofe que conmueve a la humanidad y desde este punto de vista se enfocan y comentan.

La mujer como el hombre vive estos angustiosos momentos. En los países beligerantes ha compartido todos los sufrimientos, todos los horrores de la guerra moderna, tomando parte activísima en la defensa de su patria. Ha procurado reemplazar al hombre en los servicios públicos, en las fábricas, en los talleres, en las oficinas, hasta en las labores del campo, pero sobre todo ha realizado, en forma organizada y sistemática, su misión esencialmente femenina, de alentar y consolar, de curar los cuerpos y las almas destrozados en el campo de batalla.

Le mujer de nuestro continente, a la que llegan ya los ecos del combate, no puede permanecer ajena a las preocupaciones de la hora presente. No es pues de extrañar, que cuando de defensa se trate, piense que a ella corresponde una parte de la tarea, si ha de portarse como fiel compañera del hombre.

Los cablegramas que transmitían las noticias de la guerra civil española nos hablaron de milicianas madrileñas; para la defensa de Moscú se alistaron las soviéticas; Suecia cuenta con miles de mujeres en su ejército. Pero esta colaboración femenina no es ni mucho menos la más valiosa. Aún prescindiendo de otras consideraciones, los hechos, y la razón natural muestran su ineficacia.

El éxito de cualquier obra, de cualquier empresa, sea del orden que sea, depende en gran parte del exacto cumplimiento, de la perfecta ejecución de la tarea encomendada a cada una de las partes que integran el conjunto. El gobierno del mundo, sus arduos problemas y en este caso, los militares, los técnicos, los estratégicos, corresponden al hombre. A la mujer, la realización de la misión que le es propia y cuya importancia y trascendencia no es inferior a la del hombre, ya que a ella están confiados los intereses vitales de la sociedad y de los pueblos. Porque la familia, campo de acción netamente femenino, es la base fundamental de una nación y cuando aquella se desintegra y los lazos que la forman se relajan y los principios en que se funda se tambalean, no tardará en desmoronarse la nación entera, así sea tan poderosa que gobierne al mundo, como el imperio de la antigua Roma.

Ante nuestros ojos, en la presente guerra, un pueblo patriota y guerrero ha sufrido las consecuencias de la disolución de las costumbres; el divorcio, el control de la natalidad, la inmoralidad y el libertinaje atentaron contra la santidad del hogar y Francia sufrió una crisis de hombres a la hora del combate.

No, no es pequeña, aun desde el punto de vista de una sociología positivista, la tarea que se impone a la mujer de nuestro continente. A ella corresponde defender la familia, amenazada por los errores de una biología materialista y las corrientes licenciosas originadas por el desbordamiento de las pasiones.

Los mismos que propugnaron por el divorcio, sugiriendo teorías jurídicas inspiradas en un liberalismo doctrinario que antepone los intereses individuales a los intereses de la colectividad, han retrocedido espantados, al ver a la sociedad minada en sus cimientos.

Los hechos les han demostrado que el matrimonio no es uno de tantos contratos que puede rescindirse a voluntad de las partes contratantes. Que el matrimonio es la institución fundamental de la sociedad, y no puede por tanto dejarse al capricho de los individuos, porque la sociedad y la patria son “parte” siempre, además de los esposos.

El sentimiento que aboga por una fragilidad e inestabilidad que rechazarían en muchos otros contratos, se olvida de los supremos intereses de la especie, del derecho de los hijos pisoteado por los capricho pasionales de los padres, de los derechos de la mujer que suele ser la víctima del divorcio.

En los países más cultos, la legislación en esta materia ha sido sujeta a revisión y cuando menos, se restringieron las facilidades para el divorcio. Pero no necesita estas razones sociológicas la mujer iberoamericana que tiene un tesoro espiritual en los principios y tradiciones que son el alma de su ser. Posee el bagaje cultural de una espléndida civilización occidental y cristiana que España nos legara y que enraizó profundamente en nuestro suelo con la generosa fusión de la raza conquistadora con la raza conquistada. Civilización que no ha podido ser, no ya superada, pero ni siquiera igualada, por las modernas doctrinas antinaturales, ni los avances portentosos de una ciencia positivista.

Volver a esos principios, avalorarlos en toda su grandeza y profundidad, haciéndolos norma de la vida, es la defensa más efectiva en esta hora. Con ello se vigorizaría la nacionalidad, al vincularse sus tendencias y depurarse de los elementos extraños que la desintegran; se elevaría la técnica de su vida, al nutrirse con la savia fecunda del tronco racial y cultural del que procede. Nuestra pobreza material quedaría en parte compensada, ya que a la hora de la prueba, no son nada los bienes materiales si no están superados por el espíritu. El materialismo imperante desdeña estos valores; sin embargo, Sancho Panza, con un puñado de escudos de oro en el bolsillo, se ampara de Don Quijote, del que no quiere apartarse un punto, cuando el peligro acecha en Sierra Morena.

El hogar mexicano, el hogar de hispanoamérica, está fundado en principios inconmovibles, porque son eternos. Para repudiar el divorcio y la disolución de las costumbres, tenemos nuestra tradición católica, que desde hace veinte siglos viene sosteniendo la indisolubilidad del matrimonio, cuyo contrato natural ennobleció el Cristianismo, elevándolo a un orden sobrenatural.

A el debemos nuestra dignificación como mujeres; de esclavas sujetas a los caprichos del hombre, de meros instrumentos de placer, nos ha colocado a su lado como compañeras y guardianes de su hogar, cuya pureza y santidad nos ha confiado.

Realicemos plenamente nuestra misión nobilísima, volvamos a nuestras tradiciones, que no se oponen, antes suponen un feminismo sensato y bien orientado, siguiendo los gloriosos ejemplos de tantas mujeres ilustres, orgullo de nuestra raza, que plasmaron en su vida el ideal de la mujer cristiana, con la convicción profunda de que realizaremos así la más fecunda labor en bien de nuestra patria.