Filosofía en español 
Filosofía en español


Documento-plataforma fraccional de Fernando Claudín
acompañado de las “notas críticas” de la redacción de Nuestra Bandera

Fernando Claudín falsifica a Lenin

En medio de este proceso, ¿cuál debe ser, en mi opinión, la táctica del Partido?

Yo creo que la primera condición de esta táctica debe ser una comprensión objetiva científica del proceso actual. Que no estamos ante una crisis social del sistema capitalista. Que es una crisis de sus formas políticas de dominación. La fórmula de Lenin, los de abajo no pueden vivir como antes, los de arriba tampoco, es la fórmula que corresponde a la revolución social. Hoy no es ésta la situación. Los de abajo pueden seguir viviendo como antes en los marcos capitalistas, luchando por mejoras parciales, y los de arriba también, cambiando sus formas de dominación. Lo que no pueden seguir viviendo ni unos ni otros es encuadrados en las formas políticas fascistas. No vamos a una crisis nacional revolucionaria sino que estamos en una crisis política, que va a resolverse por la lucha de los de abajo y por las iniciativas de los de arriba, a través de una serie de fases, de reformas parciales, políticas y económicas, por un camino más o menos gradual y pacífico. En la práctica se está confirmando la perspectiva que trazamos, que nos trazamos en 1956. Los problemas de la revolución democrática se plantean hoy de una manera completamente distinta a como se planteaban en el 31 o en el 36. En primer lugar por su entrelazamiento con los problemas de la lucha contra el capital monopolista. Porque el poder susceptible de dar solución radical a esos problemas sería, como hemos visto, el comienzo de la revolución socialista. Porque el problema agrario, que es el fundamental en el terreno social de los problemas de la revolución democrática, se presenta hoy con rasgos muy distintos, derivados del desarrollo del capitalismo agrario, derivados de la posibilidad de absorber la masa campesina desplazada del campo por el desarrollo industrial interior y por el de Europa. Por la existencia de una política decidida en esa dirección, no sólo del capital monopolista, sino del capitalismo agrario. Porque el despliegue político y organizativo de las fuerzas revolucionarias de la clase obrera, del campesinado y de las capas medias, que pueden resolver ese problema radicalmente, necesita toda una etapa para materializarse.

Además de todos estos factores no hay ningún factor extraordinario, interior o exterior, que contribuya a agudizar hasta tal punto la situación, que lleve las contradicciones al extremo de una crisis nacional revolucionaria. No ha habido revolución sin un factor de ese tipo, como no sea la revolución cubana. Y en ésta ha habido un factor muy especial, que ha sido el factor sorpresa. Por estas razones los problemas de la revolución democrática irán resolviéndose parcialmente en diferentes fases, y su solución radical sólo será objetivamente posible al final de la etapa próxima, cuando se hayan creado las condiciones objetivas y subjetivas, la coyuntura apropiada para que el poder pase a manos de una coalición antimonopolista dirigida por la clase obrera.

El primer paso importante en la solución de los problemas de la revolución democrática es la liquidación de las formas políticas fascistas y la conquista, a través de una serie de fases, de avances parciales, de un régimen político democrático, que será todavía la forma política de poder del capital monopolista, aunque pueda compartirlo con otros grupos burgueses, pero en el que ya la fuerza política de la clase obrera y de las masas populares podrá pesar considerablemente y lograr una serie de reformas tanto en la esfera política como en la económica.

La primera necesidad, por tanto, en el orden táctico, es presentar a las masas, al país, una perspectiva que corresponda realmente al contenido social y político de la etapa actual de la revolución española. Tenemos que explicar claramente que estamos ante un cambio político y no ante un cambio social. Y explicar la enorme importancia de este cambio político para crear posteriormente las condiciones de avance hacia conquistas sociales, como primer paso [112] hacia, éstas. Cómo este cambio político permitirá ya la organización y la lucha en mejores condiciones de las masas y el mejoramiento de sus condiciones de vida.

La cuestión central que debemos plantear es que, aunque este cambio político no pone hoy al orden del día el cambio social, las masas populares y la clase obrera, en primer lugar, tienen que intervenir en él, hay que contar con ellas. Y en la etapa actual esto quiere decir, ante todo, que esos cambios deben hacerse dando la posibilidad al pueblo de expresar su opinión mediante elecciones en condiciones de libertad política, de legalidad para todos los partidos políticos.

Y que esta posibilidad el pueblo no la va a recibir como un don gracioso, sino conquistándola con su lucha. Pero para tener probabilidades de lograr resultados positivos en la lucha por ese objetivo, es esencial que el Partido no aparezca como el Partido que va, en esta etapa, a la transformación revolucionaria del orden social existente.

Ese planteamiento, sobre no ser real, no corresponder a la etapa actual, facilitaría extraordinariamente la política de aislamiento en la que coinciden desde las fuerzas políticas directas del capital monopolista hasta las fuerzas políticas liberales y reformistas.

El Partido no sólo no debe plantear ese objetivo, sino que en sus posiciones políticas no debe haber sobre ello la menor ambigüedad del género de que vamos a una situación revolucionaria, caracterizada por que los de abajo y los de arriba no pueden vivir así, que nuestra perspectiva revolucionaria es la más probable, que lo que se trata es de impedir que el poder siga en manos de uno u otro grupo del capital monopolista, &c. Esta cuestión afecta, yo creo, no sólo a los objetivos políticos que debemos fijarnos en esta etapa, sino a las formas de acción para lograrlos.

Nota crítica

Evidentemente F. C. quiere decir otra cosa. Para él resulta una «ambigüedad» hablar de cambios sociales, cuando la verdadera, la única ambigüedad es aquella en que él incurre: aislar los cambios políticos de los cambios sociales. Para fundamentar toda esta parte, F. C. necesita falsificar a Lenin y esto lo hace sin ninguna ambigüedad, con el mayor desenfado. Así afirma que la célebre fórmula de Lenin «los de abajo no pueden vivir como antes, los de arriba tampoco, es la fórmula que corresponde a la revolución social».

Sin embargo Lenin ha dicho todo lo contrario: «La ley fundamental de la revolución, confirmada por todas ellas, y en particular por las tres revoluciones rusas del siglo XX consiste en lo siguiente: para la revolución no basta con que las masas explotadas y oprimidas tengan conciencia de la imposibilidad de vivir como antes y reclamen cambios; para la revolución es necesario que los explotadores no puedan vivir ni gobernar como antes. Sólo cuando las «capas bajas» no quieren lo viejo y las «capas altas» no pueden sostenerlo al modo antiguo, sólo entonces puede triunfar la revolución...», &c., &c.

Es decir, la ley de la revolución formulada por Lenin no es exclusivamente la de la revolución social, como afirma, seguro de su ciencia, F. C.; es la ley de todas las revoluciones, confirmada por todas las revoluciones, y particularmente por las tres revoluciones rusas del siglo XX, dos de las cuales fueron revoluciones burguesas.

En el desarrollo de su tesis rechazando que vamos a una situación revolucionaria, F. C. expone como argumento supremo que «los de abajo pueden seguir viviendo como antes en los marcos capitalistas, luchando por mejoras parciales y los de arriba también cambiando sus formas de dominación».

Cuando Lenin se refería a que las clases dominantes no puedan seguir gobernando al modo antiguo aludía concretamente a lo siguiente: «... es preciso que las clases gobernantes atraviesen una crisis gubernamental que arrastre a la política hasta las capas más atrasadas (el síntoma de toda revolución verdadera es la decuplicación o centuplicación del número de hombres aptos para la lucha política, representantes de la masa trabajadora y oprimida, antes apática) que reduzca a la impotencia al gobierno», &c., &c. [113]

Es decir, Lenin no negaba la posibilidad de que cambiando las formas de dominación los de arriba puedan seguir viviendo, como no la niega nadie. Lo que decía es que la coincidencia de esos dos factores, la necesidad de cambios por arriba y la voluntad de cambios por abajo, es la ley de toda revolución.

F. C. reconoce que por lo menos uno de esos dos factores se dan en la situación española, reconoce que las clases dominantes necesitan hacer cambios políticos.

Quedan los de «abajo». Según F. C. los de «abajo» «pueden seguir viviendo como antes».

Si pueden seguir viviendo como antes ¿por qué los obreros piden aumentos de salario que hacen «poner el grito en el cielo» a Ullastres hablando de los «infiltrados» que desean «que todo se venga abajo»? ¿Por qué piden jornadas no ya de 48, sino de 44 horas semanales, un mes de vacaciones, escala móvil y una serie de libertades?

¿Por qué el campo, aun teniendo en cuenta las diferencias de clase, los intereses diferentes de unas y otras capas, es unánime casi en condenar la política agraria del régimen? ¿Por qué está planteándose con tanta virulencia el problema de las estructuras agrarias?

¿Por qué hoy, hasta los grupos de origen más derechista, para acercarse a las masas trabajadoras se ponen un vestido «socialista»?

¿Se puede negar que en el pueblo exista un profundo deseo de cambiar de vida?

Claro, en abstracto los de «abajo» pueden seguir viviendo así; así han tenido que vivir muchos años. Pero lo importante es que pese a F. C. los de «abajo» no quieren seguir viviendo así y lo manifiestan cada vez más amplia y vigorosamente.

Y la coincidencia de la crisis del régimen, que se desarrolla y se agrava, y la voluntad cada vez más resuelta del pueblo de cambiar, la preocupación política que se extiende a zonas más amplias, van encaminando España hacia esa crisis revolucionaria que F. C. se obstina en negar o en reducir a un marco asépticamente político.

Esa crisis, ¿es la crisis del sistema capitalista? No exactamente.

En primer lugar es una crisis de las estructuras agrarias de origen feudal. Claro que F. C. borra esta crisis con unas cuantas frases sobre las diferencias entre el 36 y hoy, sobre el desarrollo capitalista en el campo y la «posibilidad» de absorber en la industria interior y europea el excedente de población agraria. Los panglosianos cálculos de F. C. sobre estos problemas los hemos examinado críticamente en otra parte de estas «Notas» y no es necesario repetirlos. Lo cierto es que pese al optimismo de F. C., gravitando como una losa sobre el régimen, amenazándole, está el problema de las estructuras agrarias y que Franco, Ullastres, los otros ministros, así como numerosos economistas más o menos ligados al poder, no se atreven a declarar resuelto el problema del campo con el alegre desenfado de F. C. En realidad ese problema sólo se resolverá de verdad con un cambio radical de la estructura de la propiedad agraria, en favor de los que trabajan la tierra, y con una política de inversiones en el campo que sólo realizará un gobierno en el que la clase obrera y los campesinos puedan hacer oír y pesar su voz.

Mas la reforma agraria y la política de ayuda al campo enfrentará a [114] quienes la lleven a cabo con el capital monopolista. En primer lugar por la vinculación de los intereses monopolistas y los de los grandes propietarios agrarios; porque el equilibrio de la actual dominación de clase en España reposa en la alianza, más aún, en la fusión de ambos sectores sociales, y atacar a uno es romper el equilibrio en que se sostiene el otro.

La crisis actual afecta también a las estructuras monopolistas, por su incapacidad para llevar a un ritmo conveniente el desarrollo económico moderno, por su carácter extremadamente parasitario sobre el cual hemos insistido a lo largo de estas «Notas».

Por eso la etapa actual de la revolución española es, como dice el Programa del Partido, la etapa de la revolución democrática antifeudal y antimonopolista.

¿Significará eso el fin de la propiedad privada capitalista en España? Todavía no. La revolución democrática antifeudal y antimonopolista no significa todavía, obligatoriamente, incluso en su fase más elevada, la instauración del socialismo y el fin de la propiedad capitalista. Significará probablemente el paso de los recursos que hoy tiene en sus manos el capital monopolista a la propiedad de un capitalismo de Estado, democrático; la sustitución de las superestructuras del capitalismo monopolista de Estado, por las de un capitalismo democrático de Estado. Mas la propiedad no monopolista continuará en manos de sus propietarios.

Eso, junto con la entrega de la tierra a quien la trabaja, es decir con la liquidación del latifundio, será el contenido real de la etapa de la revolución democrática antifeudal y antimonopolista en su fase más elevada. Este régimen no será el socialismo, como afirma F. C., aunque sí será su antesala. Esa es la realidad. Y sobre esa realidad se basa la política de alianzas que propugna el Partido para toda esta etapa.

Sabemos, lo hemos dicho ya en estas «Notas», que las otras fuerzas democráticas no tienen una concepción general acabada como nosotros de esta etapa histórica; sabemos que entre ellas puede haber y hay recelos. Pero pensamos que en la lucha por libertades políticas –y no sólo cuando éstas sean un hecho, sino particularmente en la lucha por ellas– estas fuerzas van a adquirir una conciencia mayor, van a plantearse problemas nuevos; van a evolucionar y desprenderse de ciertas influencias reaccionarias; en toda esta etapa de la revolución democrática, cuya duración puede ser larga –ya Marx notaba la considerable duración de los períodos revolucionarios en España– va a ir cristalizando la alianza antimonopolista, a lo largo de un proceso complicado, contradictorio, nada simple. Personas y grupos que hoy parecen lejos de nuestras posiciones pueden encontrarse en un momento dado junto a nosotros; la historia misma de este siglo conoce en España evoluciones sorprendentes, impuestas por la realidad.

¿Corre el peligro de aislarse con esta política el Partido? El argumento está usado en todo el documento-plataforma con tonos perentorios y definitivos. Verdad es que el capital monopolista, tras haber tratado de destruirnos –y sin renunciar del todo a ello–, pretende aislarnos. No se puede negar que desde la guerra del 36-39, salvo en el breve período de los gobiernos emigrados de Giral y Llopis, y dos momentos muy breves en el interior –a los que aludiremos más adelante– no hemos conseguido un acuerdo político abierto y definido con otros grupos de la oposición. ¿Lo ha impedido nuestra política? De ninguna manera, nuestra política lo ha sacrificado todo a ese acuerdo. La causa esencial de esa falta de acuerdo reside en que la oposición no había y no ha superado aún sus debilidades y las otras fuerzas se sienten aún demasiado débiles para pactar con nosotros en condiciones de igualdad [115] y menos de superioridad, de hegemonía, como sería su deseo. Mientras tanto nuestra política justa nos ha permitido irnos ligando más profundamente con las amplias masas trabajadoras; ahí está el nuevo movimiento obrero y su prolongación en el campo, cuya importancia y tendencia a devenir general lleva a Solís a tratar de «encerrarle» en los cauces oficiales, hablando de la creación de «Consejos obreros» y de la celebración de asambleas de trabajadores en las empresas. Ahí está el movimiento intelectual y estudiantil. Ahí está el campo con la indignación a punto de desbordar.

Es precisamente nuestra justa política la que nos ha llevado a coincidir y establecer alianzas en la lucha con los sectores activos del catolicismo y con los grupos nacionalistas y hasta socialistas, en ciertos casos, a pesar de la actitud de sus dirigentes. El partido está más enlazado que nunca con amplios sectores, y la imposibilidad de ningún cambio real, sin contar de una manera u otra con nosotros, es cada vez más clara para las otras fuerzas.

Cierto que ese proceso está en desarrollo, que no se le puede dar por acabado, que aún nos resta un trecho considerable a recorrer. Pero hay que ver ambos lados de la cuestión: lo que nos falta y lo que hemos hecho para deducir si nuestra política es o no es justa.

¿Es que el Partido estaría más ligado a las masas si no planteara los problemas sociales, si incurriera en un «asepticismo» político que se parece mucho a la pasividad? ¿Es que tendríamos así más fuerza real? Lo que puede procurarnos aliados es nuestra fuerza real y la lucha; una política que consista no en ponernos una piel de cordero, no en renunciar a nuestra finalidad revolucionaria en esta etapa, sino en convencer a todos los demócratas que nosotros ligamos indestructiblemente la revolución y la democracia; que damos todo su valor y su alcance real a la democracia. Es en ese terreno de la democracia en el que podemos encontrarnos con las capas no trabajadoras.

F. C. habla de la necesidad de no se sabe qué «factor extraordinario», «interior o exterior» que «contribuya a agudizar hasta tal punto la situación, que lleve las contradicciones al extremo de una crisis nacional revolucionaria». Dice que sólo la revolución cubana ha triunfado sin esos factores. Aquí muestra de nuevo su dogmatismo, su apego intelectual a las fórmulas estereotipadas, su incapacidad para ver lo nuevo. F. C. olvida que después de la segunda guerra mundial ha habido en el mundo multitud de situaciones revolucionarias, ha habido muchas revoluciones nacionales y sociales, y no sólo la cubana, aunque ésta la sintamos tan próxima a nosotros. Y que esos «factores extraordinarios» han actuado, no en la forma en que piensa Claudín, es decir, en forma de guerra mundial o de crisis económicas tremendas; son otros factores, que existen hoy en permanencia, con un peso enorme: la tercera fase de la crisis general del capitalismo, con la existencia del campo socialista y del llamado, en términos vulgares, tercer mundo. Ese factor tremendo, al que F. C. cierra los ojos, repercute en cada rincón de la tierra, y determina que cuando en un país se han agrupado las fuerzas necesarias para un cambio, este cambio se produzca sin necesidad de guerra mundial ni de catástrofes.

Por otro lado, y quizá porque él considera que «estamos ya en un período constituyente», F. C. hace abstracción de la importancia que tiene como «factor extraordinario interior», la lucha creciente contra el régimen, y del que tendrá, todavía más, la eliminación del fascismo, las libertades políticas, la apertura de un verdadero período constituyente. Ese será, precisamente, uno de esos «factores internos» de extraordinaria, de decisiva importancia. [116]