Punta Europa
Madrid, enero 1956
número 1
páginas 22-28

Vicente Marrero

Crónica española
 

La España y la Europa del «New York Times»

La cantilena de si somos o no somos europeos se ha oído una vez más con motivo del comentario que el «New York Times» ha dedicado a la muerte de Ortega y Gasset. Cantilena que se seguirá oyendo por mucho tiempo. Pero lo de menos es eso. Lo más grave es que sigan discutiendo, entre sí, muchos españoles de si pertenecernos o no pertenecernos a Europa.

La insistencia de algunos extranjeros de colocar a España al margen de la cultura occidental, como si dos mil años de historia pudieran ser borrados o ignorados, nos lo tenemos bien merecido los españoles por la seriedad inconcebible con que todavía repetimos las «genialidades» de don Miguel. Aquello de que «África empieza en los Pirineos», una frase más, insincera y ajena a la realidad como todas las frases estereotipadas.

Y tan estereotipada como la frase de Unamuno es la de los que repiten ahora que España se europeizó a partir de la «Revista de Occidente», europeización que el editorialista del «New York Times», lamentando su fracaso, no reconoce.

Empecemos por Unamuno, del que tanto Maeztu como Ortega decían que desde su obscuro rincón de Salamanca –¡qué ciudad más africana!– estaba en contacto íntimo con el pensamiento europeo. De Unamuno se ha dicho que si la mayoría de los escritores de su tiempo estaban en Madrid, él estaba en Europa. Y antes que Unamuno, europeizador también era una figura, hoy bastante olvidada, que tuvo sobre los escritores del 98 una gran ascendencia: Costa, y al mismo tiempo que Costa, por citar figuras del lado tradicionalista, Menéndez Pelayo, cuyo [23] esfuerzo intelectual se reduce a probar que España ha sido uno de los grandes pueblos de la cultura de Occidente. Unamuno mismo, se entretuvo, en una ocasión, en poner de relieve el espíritu eminentemente europeo que preside su «Historia de las Ideas Estéticas». Pero antes que don Marcelino, hasta un espíritu tan clarividente como Donoso Cortés proclamaba, sin ambages, que la salvación del mundo dependía de la salvación de Francia, idea rectora de aquella emperatriz francesa que se llamó Eugenia de Montijo. Para qué hablar de Pérez Galdós, de la Pardo Bazán, de los krausistas, de los afrancesados... Si cerca de doscientos años no hemos creído otra cosa los españoles sino lo que dijeron de nosotros Montesquieu, Voltaire y los canallitas de la Enciclopedia. Si no hemos hecho otra cosa que negar hasta el exterminio total, con un espíritu inconcebiblemente demoledor, todo lo propiamente nuestro hasta la confianza en nosotros mismos. Confianza en nuestro modo de ser que culturalmente se recuperó con Menéndez Pelayo, «restaurador de la dignidad española» y después con Maeztu, con su gran ideal de la verdad hispánica, penosamente encontrada tras un largo y doloroso proceso desde sus primeros años de escritor, en los que figuró como el más exaltado entre los europeizadores de su generación.

Tal vez sospeche el lector que la preocupación de algunos intelectuales españoles de hablar de España como un problema y de Europa como una solución, preocupación que con distinta letra pero con la misma música de una vieja cantilena hoy se oye en periódicos y revistas, es la mejor prueba de que España es una cosa y Europa otra. Si no, ¿a qué tanta música?

Esas figuras aisladas o pequeñas minorías selectas, miméticamente análogas a las que existen en ciertos países europeos, cuando plantean la cuestión en estos términos, España es el problema, Europa la solución, por el hecho mismo de que este planteamiento supone una importación radical, algo que no brota de las posibilidades preexistentes entre los españoles, no fueron ni españolas ni europeas. Ignoraron el tipo auténticamente europeo de existencia. Europa, cosa que suelen ignorar los norteamericanos y de modo especial determinados columnistas, es fundamentalmente una variedad dentro de una unidad. Y a estas alturas no sólo los tradicionalistas son los que en España argumentan de este modo. Ahí está el discutido libro de don Américo Castro que razona los motivos porque los grupos minoritarios surgidos en España de la imitación o de la implantación de ideas extranjeras no hayan encarnado nunca eficazmente dentro del pueblo español, lo que él considera un verdadero drama de la cultura española, afirmando que las [24] minorías han sido eficaces cuando reflejaban en modo superlativo y valioso lo que muchos querían y entendían.

Cuando España perdió su vitalidad, sus posibles minorías fueron siendo cada vez menos valiosas por muy europeizadoras que fuesen sus pretensiones. En pocas palabras: el modo europeo de existencia podría resumirse del modo siguiente: en la medida que España se siente más española por ese mismo hecho se sentiría más europea. El proceso inverso es irreal, ahistórico, imposible, y, sobre todo, antieuropeo.

No nos entenderemos, por lo tanto, mientras no separemos de la Europa verdadera las Europas que se inventan determinados y muy interesados grupos «europeístas». La Europa a que se refiere el «New York Times», sí que la conocemos bien los españoles, tan bien que la hemos sentido en nuestra propia carne. Naturalmente que no se refiere a la Europa de la escolástica, ni a la del romancero, cosa que aprovechan los franceses cuando quieren demostrarnos lo que debemos, y a mucha honra, a Europa. Tampoco se refiere a la Europa de Carlos V, ni a la de los descubridores, conquistadores y misioneros del Nuevo Mundo, y mucho menos a la unidad europea por la que los españoles lucharon en la Contrarreforma, en el Concilio de Trento...

El europeísmo del «New York Times» es el de las brigadas internacionales tan simpáticamente tratado en sus columnas cuando invadieron nuestra península. Nuestro pecado, en aquel año crucial de 1936, por lo visto, es haber rechazado el «puente europeísta» que la ofensiva del Frente Popular preparaba para que el comunismo pudiera pasar a África y a las Américas con el consentimiento y la ayuda del demoeuropeísmo que traicionaba al continente con sus políticos y con su tan suculenta crema de intelectuales, a los cuales, afortunada y circunstancialmente, ya don José Ortega y Gasset les había puesto mala cara y vuelto las espaldas.

A partir de 1936 hasta hoy han pasado casi veinte años. Atrás ha quedado una espantosa guerra interior, una guerra mundial y una postguerra sin paz, de violencia abierta, de audacias ilimitadas e impotencia dolorosa. Durante todo este tiempo de nada ha servido la vieja cantilena de que España es el problema y Europa la solución. El problema hoy es otro muy distinto. El único y más grave problema que tenemos es el comunismo y como solución de poco vale la palabra Europa, porque esa Europa tan cacareada es actualmente medio comunista. Una vez más se ve lo poco que valen las frases estereotipadas.

Si en aquella fecha eminentemente europea, el 18 de julio [25] de 1936, hubiese triunfado el europeísmo de las brigadas internacionales, los de la anarquía científicamente explotada, hoy, ciertamente se hubiesen escrito en el «New York Times» artículos de furibundo fascismo, pero como canto de cisne. Mas, para qué quejarnos: es un hecho fatalmente inevitable que las ideas siguen moviendo a las multitudes y a los grandes periódicos, de dentro y de fuera de España, muchos años después que las grandes inteligencias dejan de estimarlas. Les pasa lo que a las viejas cantilenas...

Sobre el talante cultural español

Cuando se ha comparado la lucha de la izquierda cultural con la de los que no la comparten, sobre todo en los últimos cincuenta años se ha hecho por algunos observadores la formulación siguiente, que yo juzgo digna de una meditación serena: los intelectuales de la izquierda desprecian, mientras que los otros solamente polemizan. Este es la sombra y sol en que se halla dividido el ruedo ibérico. Inmenso pandero que los intelectuales de un lado y otro desgarran entre sus manos.

Hasta el presente, no hay la menor duda, el desprecio de un determinado sector de nuestros intelectuales ha sido políticamente, me refiero a la política de la cultura, mucho más eficaz que el espíritu polémico del otro. Es preferible ser objeto de consideración que víctima del silencio. Y entre nosotros abundan las víctimas de ese desprecio, mientras los que han despreciado se beneficiaron siempre de la propaganda que le hicieron los que con ellos polemizaron.

Todo universitario español conoce hoy el nombre de don Manuel de la Revilla, por la única razón que don Marcelino Menéndez Pelayo polemizó con él. Si no hubiera existido su polémica, sino desprecio, seguramente se hubiese ignorado del todo su existencia. ¡Cuántos nombres, libros y problemas han pasado al olvido por esa campaña de silencios sistemáticos, la más heridora de todas! En cambio, piénsese, ¿qué intelectual católico español no cita a Ortega o a Unamuno? ¿Es que puede remotamente compararse con las veces que los intelectuales de la izquierda citan a Menéndez Pelayo, a Donoso, a Verdaguer, a Maeztu? ¿No hay un desbordamiento innecesario por un lado y un estiaje excesivo que seca el alma, por el otro?

No quiero extenderme en poner ejemplos, ni en las pocas excepciones que indudablemente hay y muy honrosas. Deseo detenerme ante el siguiente hecho.

Actualmente amenazan cernirse sobre el panorama de las [26] letras españolas los más densos y cargados nubarrones. En tácticas y maniobras los jóvenes intelectuales no izquierdistas han aprendido mucho de los mismos que la han combatido, de tal modo que asistimos a un hecho completamente nuevo: empiezan a combatir con las mismas armas que más daño les han producido.

Este hecho merece una meditación serena y lejos de adoptar una actitud contundente no quisiéremos ir más allá de una mera exposición.

Yo sé, que muchos ante una actitud de esta índole consideran criticable que se combata al enemigo con sus mismas armas. Se ve en ello un rebajamiento moral y más de una vez se ha señalado el error de combatir al enemigo con sus mismos métodos y procedimientos. Pero aunque algunos se extrañen, este no es el caso que comentamos.

El día que se haga de modo imparcial la historia del sectarismo español, el de los dos bandos, se verá claramente, por un lado, un sectarismo de odios, implacable, frío, calculador; del otro, un sectarismo de corazón, criticable en muchísimos aspectos, pero de una naturaleza completamente distinta. La situación de nuestras luchas intelectuales puede resumirse, hasta la fecha, en que unos han combatido con armas prohibidas y los otros no.

Si hoy día apuntan los indicios de un nuevo modo de luchar en el sector que forman un nutrido y competente grupo de intelectuales no izquierdistas, no es tanto por odio, precisamente, sino por sacudirse de encima la torpeza de los débiles, tan comprensivos como confusionarios, que hacen el juego al desprecio de los otros. Por tener conciencia de que cuando existe una causa de guerra no se puede jugar a la paz y menos con fuego.

No faltarán quienes crean todo esto muy español, muy propio de nuestro espíritu extremista. Pero se engañan. Con el tiempo se conocerá en traducciones españolas la campaña que en otros países, concretamente en Norteamérica, hacen de modo sectario las izquierdas intelectuales desde las fundaciones y revistas que ellos han monopolizado. Tampoco se conoce de cerca entre nosotros el sectarismo que divide en dos sectores irreconciliables el alma misma de las Universidades alemanas. Ignoramos cómo reaccionarán en el futuro, aunque lo intuimos, los intelectuales cristianos de aquellos países. Pero no puede ignorarse que el horizonte cultural del mundo civilizado no es ya el decimonono de tarta, chocolate, y cuellos almidonados. Es muy distinto de como lo vieron nuestros padres. Un viejo mal de fondo empieza a salir a la superficie, mejor dicho, a reventar. [27]

De todos modos estamos en España y no tenemos, por lo pronto, necesidad de recurrir al extranjero para observar indigencias e injusticias indignantes. Tal como se han venido planteando las cosas desde los últimos cincuenta años hasta hoy, el rencor que sacude a nuestro ruedo ibérico, nos tememos que no es reivindicación que se satisfaga con medidas de recetas académicas, sino pasión que ha de resistirse. Los mejoramientos han de llegar también, pero la resistencia tiene que venir antes.

Las luchas intelectuales, como escribía Maeztu, hay que darlas con el imperio de la civilización que es amor y saber, pero también fuerza, que dice a los sectarios: Oderent dum metuant (que odien, pero que teman).

La denominación de izquierda, máxime en este campo de la cultura no es nada fácil de precisar, pero lo suficiente clara para que el lector se dé perfecta cuenta de lo que hablamos.

De todos modos, esta actitud de los intelectuales no izquierdistas de que hablamos, por ahora, más que una realidad extendida, amenaza extenderse. Es verdad que, por un lado, como actitud puede resultar impropia del mundo académico, amigo de diálogos y de comprensiones mutuas; pero por otro lado, tiene grandes ventajas. Les obligaría fundamentalmente a tener confianza en sí, en su fe, en su mundo, a no vivir de prestado y de contradicciones, y sobre todo, a sacudirse el tremendo complejo de inferioridad cultural ante unos tópicos trasnochados pero hábil y profusamente manejados.

Como hemos dicho, esta actitud sólo ha dado los primeros pasos. Y si es imposible que de golpe o por milagro cambie de orientación, al menos una meditación serena sobre el particular puede avivar el interés para que se preste una mayor atención de la que hasta ahora se ha concedido a este problema de por sí agrietado y vidrioso, y Dios quiera que también algún otro remedio menos drástico. En el siguiente apartado apuntamos algo que tal vez pudiera contribuir a buscar una solución.

Problemas y personalismos

Personalizar es una actitud muy española y, en el fondo, aunque no siempre, muy sana. Yo la considero una de nuestras grandes virtudes raciales, un poderoso venero, lo que no impide ver, cosa que no es fácil por lo muy arraigado que está entre nosotros, sus graves y grandes deformaciones. De modo especial en el campo de la cultura.

Es muy frecuente que el español no vea la obra de arte sino al artista; no al problema objetivamente considerado sino a la [28] magia de su autor; no a la política en sí sino al político; no a la genialidad sino al genio... por no tocar otros puntos que merecen un comentario aparte y que dejamos para otra ocasión sobre la gracia, el ingenio, la simpatía personal, el chiste, la picardía, la «boutade»... con los que, entre nosotros, se suele pasar toda clase de contrabando ideológico.

Si en lugar de personalizar tanto hubiéramos ido directamente a los problemas, estaríamos mucho más cerca de lo que actualmente estamos. Obsérvese, por ejemplo, que el ideal de una España sin centralizaciones administrativas e incluso legislativas, con un Estado cooperativo, con una autonomía que llegue hasta la misma aldea, no sólo inspira la obra de eminentes tradicionalistas, sino de figuras que están en la acera de enfrente. Piénsese en Joaquín Costa (La ignorancia del Derecho), en Dorado Montero (Valor social de leyes y autoridades). El mismo Américo Castro ha llamado la atención como en el pensamiento de estas figuras convergen tanto el ejemplo de costumbres tradicionales aún vigentes en los pueblos de España, como las doctrinas de ciertos teólogos y juristas del siglo XVI.

Siempre que en España, de uno u otro modo, se plantea el problema, tan actual, de cómo la vida de la comunidad ha prosperado a costa de empobrecer el contenido humano de los individuos, su originalidad y su expresividad, ya sea políticamente, confrontándolo con los postulados de la democracia racionalista del siglo XVIII, ya sea confrontándolo con los postulados del idealismo filosófico como lo hace, a su modo, Unamuno, que se rebela contra la tiranía de las ideas, encontraremos muchos puntos de contacto en los que se salvan, de mejor modo que personalizando en bruto, grandes y graves diferencias.

Algún día, cuando sean más propicias las circunstancias, habrá que hablar claramente de esta especie de «primavera de los viejos» que de un modo vitalmente «anormal» nos ha invadido en estos últimos años, y en la que este personalismo exagerado que denunciamos ha llevado demasiado lejos el «ancilla politicae» que tantas veces ha traicionado lo mejor de la cultura.

La solución que brindamos, de ninguna manera iría en el fondo, contra el personalismo. El personalismo, repetimos es venero de nuestras máximas virtudes. En el caso de que fuéramos fundamentalmente a los problemas y no a las personalizaciones, sería siempre las personas el rasero por el que mediríamos nuestros valores, pero lo mediríamos, eso sí, no por su capacidad de agitación, sino por su capacidad de resolver nuestros grandes problemas. Lo otro es papanatismo. Un papanatismo que ya produce náuseas.

 


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