Punta Europa
Madrid, febrero 1956
número 2
páginas 5-7

Editorial

La monarquía social

La preocupación más fundamental que hoy suscita la instauración de la monarquía social y representativa en España, es el afán de coordinar el significado histórico y el valor político de la monarquía con los progresos sociales, que los últimos tiempos han impuesto en todos los países del mundo.

No puede desconocerse, sin embargo, la impresión muy extendida en muchos, de que la preocupación social postulada por este tipo de monarquía es algo así como un aditamento circunstancial, una especie de apéndice táctico o, tal vez, un calificativo demagógico que las circunstancias políticas del momento han hecho imprescindible. Impresión que en nuestro país se acentúa por la existencia de un tipo de monárquico fácilmente identificable dentro de una clase determinada.

Conviene, por lo tanto, precisar conceptos. Hay, por desgracia, monárquicos que poco o nada tienen que ver con los que defienden la monarquía social y representativa, por la que abogamos en este momento nosotros y la inmensa mayoría de los monárquicos españoles. Es preciso repetirlo muchas veces, porque no se ha hablado bastante de ello. La monarquía social y representativa, en sus grandes realizaciones y en sus más destacados pensadores, ha tenido siempre una significación social más que política. Sentido social que en ella no es algo accidental, sino que constituye su verdadera razón de ser.

Lo que en Francia decía Thiers en un rato de malhumor pero de profunda clarividencia política: «encontraréis al clero alguna vez socialista, jamás liberal», resulta históricamente más exacto a propósito de los monárquicos tradicionalistas que del mismo clero. Todo aquel que directamente conozca su pensamiento, habrá podido observar que una profunda tendencia [6] social que no guarda ninguna relación con el marxismo, no es incompatible con la Tradición que acepta enteramente el progreso social a condición de ser inspirado por el espíritu cristiano.

Últimamente una revista francesa tan significativa y tan poco tradicionalista, «Esprit» en uno de sus últimos números ha dicho con toda claridad: «Los tradicionalistas son por esencia corporativistas, más esencialmente que monárquicos, porque para ellos el rey no es más que la llave de una sociedad por naturaleza jerárquica».

Lo que hoy escribe «Esprit» del tradicionalismo es exactamente lo que Mella decía el 28 de junio de 1909, en unas declaraciones al «Heraldo de Madrid»: «Yo tengo más amor a la propaganda social que a la meramente política». «El carlismo ha sido, ante todo y sobre todo, una fuerza social». «Las muchedumbres carlistas pueden irse a su casa o a engrosar el socialismo; pero jamás de escolta a los Partidos medios, porque se lo veda su condición resuelta y guerrera». «Hay quien cree que la esencia del Carlismo es un pleito dinástico y que, prescindiendo de esto, se desvanecen sus caracteres. Nada más falso por encima de la cuestión dinástica está la cuestión de Principios, que es superior y anterior a ellas. Las dinastías pasan y los Principios permanecen».

Si estos principios han de resumirse en pocas líneas, las necesarias para que el más indocumentado en materia política, las pueda entender sin esfuerzo intelectual alguno, digamos que su sentido social se compendia en aquel grito «Viva el Rey de los pobres» con que se exaltaba a Don Carlos en su visita a muchos pueblos del norte de España cuando la guerra. Si los tradicionalistas muchas veces han dado una impresión inexacta de su verdadero pensamiento, ha sido por debilidad, ya que en lugar de ser auténticamente tradicionalistas, desviándose, han aparecido como artificialmente reaccionarios; y en lugar de promover un renacimiento, se les pudo creer embarcados en una restauración imposible.

Los muchos prejuicios, que, como es natural, rodean su larga historia y de los cuales hacen uso algunos intelectuales católicos, concretamente los de «Esprit», se explican bien porque se [7] confunde al tradicionalismo político con el filosófico; porque no se ve el modo, de aunar su pluralismo con su sentido de la unidad; porque no se entiende cómo para él el sentido cristiano de la persona es superior al de la sociedad; o porque, como es lógico, lo refieren al tradicionalismo concretamente francés que, a la fuerza, tuvo que luchar contra los efectos de la revolución de 1879 y sufrir, en su larga trayectoria, la agitación espiritual de la vida francesa, desde el romanticismo al positivismo. Pero, sobre todo, por el odio, muy extendido en nuestros días, al autoritarismo, que Su Santidad Pío XII ha denunciado, en su último Mensaje de Navidad, al referirse expresamente a los «hombres religiosos y cristianos» que critican a los que hacen valer sus convicciones religiosas en las organizaciones tradicionales y poderosas, y los critican porque, según ellos, semejante cristianismo hace al hombre dominante y parcial.

Sobre el odio al autoritarismo en algunos intelectuales de última hora, es necesario que hablemos en otra ocasión. Bastante extendido en algunos sectores extranjeros, empieza a entrar en los medios intelectuales españoles. Relacionado con este mismo punto nos ocuparemos también del carácter hondamente representativo de la monarquía tradicional, y del modo de participar vuestras clases sociales en la estructura orgánica de jerarquización política.

El presente editorial sólo se refiere a la identificación entre tradicionalismo monárquico y sentido social que en nuestra historia ha sido un verdadero democratismo orgánico, con tal proyección en las clases populares y que, en gran medida, puede servir de base y experiencia a la instauración monárquica del futuro y que interpretando fielmente el espíritu del Movimiento Nacional, postula la legislación vigente en España.

El secreto de la pervivencia de la monarquía en los países del Norte de Europa, no es otro que su entronque con las clases que por obedecer a un forzoso planteamiento liberal, se han hecho socialistas. El acierto de nuestro tradicionalismo consistirá en que esas clases no tendrán necesidad de hacerse socialistas, precisamente, por postularse una monarquía tan representativa como social. De este modo se unirá definitivamente el afán de justicia social y el hondo sentido espiritual que unió ya a las mejores voluntades desde el 18 de julio de 1936.

 


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