Punta Europa
Madrid, marzo 1956
número 3
páginas 18-20

Jesús Elizalde

La fiesta de los
Mártires de la Tradición

En el calendario histórico del mes de marzo, el día 10 concretamente, esta España nuestra rescatada a través de la Cruzada de la agonía en que el liberalismo la consumía, conmemora una fiesta: la de los Mártires de la Tradición. Claramente vindicativa de los esfuerzos tesoneros, de las abnegaciones sacrificadas, del desvelo tenaz y obsesionado con que el Carlismo, a todo lo ancho y casi a todo lo largo del siglo XIX, se dio, en una entrega voluntaria, absoluta y heroica, al servicio de unos ideales que entendía –y sentía de modo entrañable– como imperativos de la sustantividad nacional.

Realmente, si nos detenemos a analizar y evocamos las últimas consecuencias a que se nos condujo –¡aquella República con evidentes balbuceos precomunistas!–, empavorece el riesgo espantoso que corrimos, embalados, como estuvimos durante años y años, en la contumacia parricida de renegar y maldecir de todo nuestro pasado. ¡Pero, Señor, si hasta lo que era gloria y debía engendrarnos orgullo nos avergonzaba y nos hundía en el reconcomio de algo así como una humillación desoladora!

El alzamiento, no obstante, de julio de 1936 supo y pudo hacer el milagro que tan necesario, que tan apremiante le era a la sustantividad y vitalidad de nuestra Patria. Y, gracias a Dios, la España que no se había contaminado o que quería desintoxicarse del maleficio, se puso en pie, como el astil de una bandera que resucitaba con sus colores recuperados. Cerca de tres años duró nuestra Guerra de Liberación. Durante ellos, en el crisol diario de un continuo luchar o de un constante sufrir, el sentimiento, quizá antes que el pensamiento, español se reconcilio con la tradición. Con la Tradición y con el Tradicionalismo, con las doctrinas que éste propugnaba, con los símbolos a los que [19] rendía culto, con su estilo y sus maneras, sus himnos, sus añoranzas y sus hombres. Al fin comprendía. Había escarmentado y estaba agradecido. Emancipado de su error veía. Veía que inspirarse en la experiencia y las lecciones del pasado para esquematizar el molde del porvenir no era, ni mucho menos un darwinismo político de regresión; los requetés –al aire de la Historia y de la Geografía– no venían a traer cadenas; por el contrario, las rompían, quebrantándolas, cuando era necesario, a costa de su propia inmolación y sacrificio.

La leyenda negra que, a imagen y semejanza de España, se le había tejido al Tradicionalismo se desvaneció. La aportación decisiva que el Carlismo tuvo en la Cruzada reivindicó el buen nombre, la fama y la honra del Carlismo antañón que surgió y perduró para mantener viva una esperanza y aleccionar con el ejemplo a las generaciones que les siguieran.

Consecuentemente, la admiración por la actuación bélica condujo a los españoles a la desprevención, a la curiosidad, al interés, a la asimilación y compenetración con las ideas, principios y motivos capaces de engendrar aquel milagro de vitalidad y pervivencia. Las boinas rusientes durante más de un siglo, no eran, no podían ser únicamente «corazones que se les habían subido a la cabeza» a una facción de rebeldes inadaptados y aventureros. Eso podría tomarse como efecto, pero, ¡y la causa! Tenían que ser algo más, algo más esencial y trascendente, más espiritualmente vitalizador y constructivo... Aquellas boinas, en perenne color y ofrenda, inclaudicables y alertadas ¡no serían una signación evidenciada del pentecostés que España necesitaba y urgía!

No lo olvidemos: Desde que el Carlismo surgió a la lucha, política o guerrera, tuvo como norte y guía darse a España en la plenitud de todo su ser íntegro. Le dio, a millares, sus hombres, la vida, el pensamiento y la sangre de sus hombres en la constante tentativa de saturarle de sus ideas. Pero el Carlismo sólo era el instrumento para el logro de la restauración Tradicionalista. Esta era la meta, la finalidad codiciada a la que todo, absolutamente todo había que sacrificarlo: Vidas, honores, haciendas, prestigios, reputaciones, ambiciones legítimas.

La España Tradicional y Católica era la que pesaba, la única que contaba, la que era titular de todos los derechos, por la que había que combatir, a la que era preciso, a todo trance, salvar.

En esa escuela de renunciamientos y propiciaciones bélicas, en esa abnegación totalitaria, en esa fragua del cotidiano sacrificio se forjaron los mártires cuya conmemoración ha hecho suya la España oficial. [20]

La sangre nueva de los requetés de 1936 ha vivificado la que antaño, no obstante haber sido motejada de facciosa, se derramara generosamente. La gloriosa actuación de los carlistas hace unos años prestigió el nombre de los que le precedieron y ejemplarizaron, reivindicando, al mismo tiempo, la verdad de las afirmaciones que defendían. Aun hace muy pocos años podía verse –quizá quede alguno todavía– veteranos octogenarios, reliquias vivas de la última carlistada decimonónica, luciendo orgullosos sobre su boina roja –¡tanto tiempo arrumbada!– las estrellas de Tenientes honorarios con que el Caudillo, triunfador de la Cruzada, les honró. Viéndolos, como en un choque de antítesis, venía a la memoria aquella frase que se le atribuye a Federico II de Prusia: «Si mis soldados pensasen, ya no quedaría uno en mis filas». Aquellos veteranos sí que pensaban; más aún, desde que nacieron habían tenido el pensamiento imantado en una idea y una ilusión. Por pensar, precisamente, seguían fieles y leales, no claudicaban, no habían desertado nunca de su deber. Eran mártires supervivientes. Gloriosos y felices por los horizontes en que se apacentaba su mirada. ¿Era cierto lo que sus ojos, bajo el dosel secular de la boina estrellada, veían? España se había libertado de la República y escapado del peligro comunista que le amagaba. España, declarada reino, ponía los cimientos para estructurar una Monarquía Tradicional, social y representativa como ellos desde siempre ambicionaran. El triunfo, la coyuntura de aquella solución la habían logrado al fin los jóvenes, pero ellos, atletas de la lealtad y de la visión política constructiva, manteniendo en alto el tesoro de la Tradición habían contribuido, contribuían a la maravillosa realización. ¡Con qué razón y exactitud les había llamado un día Carlos VII «obreros de lo por venir»!

 


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