Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-junio de 1949
Vol. 1, número 4
páginas 14-18

Humberto Piñera Llera

Idea del hombre y de la cultura en Varona

I

Ningún momento más oportuno que este del centenario de Varona para plantear con ánimo revisionista y en contraste con las perspectivas de su tiempo, las dos cuestiones que, sobre todo hoy día, constituyen los fundamentos de una seria y profunda reflexión sobre el sentido del cosmos. Esas dos cuestiones, como queda apuntado en el título del presente trabajo, son las del hombre y la cultura. Y nuestro empeño estará dirigido al logro de una clara y precisa distinción de lo que ambos conceptos han significado y significan respectivamente en la época de Varona y en la nuestra.

Hay que partir imprescindiblemente de una afirmación de extraordinaria importancia: jamás una época ha sido tan diferente de la inmediatamente anterior como la Edad Contemporánea de la Edad Moderna. Y esto es de tal modo cierto e importa, por lo mismo, tan graves y decisivas consecuencias, que es imprescindible un previo señalamiento de esas diferencias tan definitorias, a fin de lograr la máxima realidad en la justificación de este aserto.

Si algún detalle llama poderosamente la atención del estudioso del siglo XIX, este es sin duda el constituido por la contraposición de dos actitudes esencialmente contradictorias: optimista una, la otra pesimista. Mas, ¿qué significa esta contraposición? Todavía más, ¿cómo es posible que coexistan y en tal virtud mantengan un cierto equilibrio? Para explicar este curioso fenómeno es preciso descender a las reconditeces de la problemática de esa centuria, a fin de observar qué es lo que realmente ocurre en lo más profundo de su contextura.

En primer término, conviene preguntar si el siglo XIX es, como se ha venido afirmando con bastante ligereza, una época de estreno o comienzo; o por el contrario, como resulta de los más sutiles y escrupulosos análisis, una época de conclusión, de definitivo acabamiento y consunción. O tal vez más precisamente, un momento histórico en que se concentran las expresiones definitivas de toda una gran época, que por entonces llega a su ocaso, y los elementos de crisis que ya comienzan a configurar el tránsito –adviértase que decimos «tránsito»– a otra época, en este caso la que apenas si empezamos a vislumbrar, que no por supuesto a vivir.

El siglo XIX luce, pues, a la vez pletórico y revuelto. Y estos dos conceptos son de suma importancia, pues de su exacta comprensión depende el resto de lo que va a decirse. Que es una época pletórica quiere decir que hay tal vez demasiadas cosas, y que el hombre, que es quien ha de manejarlas, anda ya demasiado confundido entre ellas, hasta el punto casi de ser tomado como otra de tantas. Y esto es de lo más grave que puede ocurrirle, no ya sólo al hombre, sino igualmente a la época que a tal condición le reduce, ya que el sentido del mundo está dado por la significación y el realce que el hombre logra darse a sí propio mediante el contraste con el mundo en que se asienta. Por esto es que. además, el XIX es un siglo revuelto. Tiene que serlo. porque el hombre se ha ido diluyendo entre la cosidad de la naturaleza, inerte y animada, al punto de que lejos de sentirse, no ya señor de sí mismo, sino que ni siquiera de las cosas, el ser humano comienza a sentir –y de esto dan fe algunos geniales pensadores– que la confusión le envuelve como una bruma que tiende a espesarse cada vez más, amenazándole con una definitiva cosificación. Mas, en esencia, ¿por qué es esto así?

El acontecimiento que constituye el siglo XIX se mueve más o menos entre las fechas de 1830 y 1918, o sea, que absorbe casi noventa años. Se estrena a partir de lo que pudiera llamarse su «inauguración oficial», con la aparición de la filosofía positiva de Augusto Comte, quien resume en su doctrina el espíritu de la época de la cual es singular personero. Y en Comte hallamos, al menos como esenciales expresiones de su filosofía, estos dos conceptos: 1) el espíritu positivo es el «estado definitivo» de la mente humana; 2) el relativismo histórico es el primum motus del proceso evolutivo del género humano. Ya veremos cómo utiliza Comte ambos conceptos.

Veamos el primero, es decir, el espíritu positivo. Alguien ha señalado ya la extraordinaria y solemne importancia que se atribuye el propio Comte, quien al expresarse lo hace como teniendo la impresión de que por él habla la historia. Y esto es de suma importancia, porque implica nada menos que esto: que el hombre ha sido decisivamente vencido por lo que pudiera llamarse el pecado de auto-deificación. Más allá del espíritu positivo no es posible ir, como no sea relativamente, vale decir, sin salirse de él en serio. Pues el hombre ha liberado su propia condición de lo que para Comte es como su ganga, como su lastre: lo divino o religioso de una parte, de otra lo metafísico. Y viene, pues, a resolverse, casi absolutamente, en lo que debe ser el desideratum humano, o sea lo puramente físico. Lo cual se explica y además se comprueba en la clasificación científica que propugna: física de la naturaleza, física social y religión de la humanidad. O sea, supresión deliberada y terminante de la metafísica y la teología. [15] El espíritu positivo, es el estado definitivo y además deseado y deseable para el hombre. Y este espíritu positivo es nada menos que la absoluta reducción del hombre a lo menos humano de sí propio. Con lo cual la cosificación humana es algo que luce como resuelto y liquidado en cuanto problema.

Más, ¿no nos está ya diciendo esto que el tan decantado espíritu positivo, lejos de constituir un comienzo, es señal de ocaso? En su retroceso desde sí mismo ha acabado el hombre occidental por ignorarse a sí propio y quedar reducido a la mera condición de cosa. Y esta reductio ad absurdum, de la que es –eso sí– acabada expresión el espíritu positivo, se ofrece como remate de un proceso de desdivinización y deshumanización de lo humano que comenzó con el Renacimiento. De este modo, al aparente optimismo con que se estrena y se manifiesta constantemente el positivismo, contrapónese un pesimismo que cruza en todas direcciones la ingenua concepción progresista del XIX. Veamos, si es posible, en forma breve, en qué consiste y cómo se manifiesta generalizadamente este pesimismo.

En esto entra en juego el otro factor, expuesto por Comte, pero que jamás aprovecha en serio y efectivamente. Me refiero al relativismo histórico. Pese a su afirmación de que la doctrina que haya explicado suficientemente el conjunto del pasado obtendrá inexorablemente, por consecuencia de esta única prueba, la presidencia mental del porvenir, Comte la deja escapar. No advierte que en ella se esconde a la vez que el secreto de toda la historia, particularmente el de la época que él se empeña en calificar de definitiva. Pero esta ceguera para el relativismo histórico, para la inevitable devenibilidad de lo humano –sea en su lado subjetivo, séalo en el objetivo–, proviene de una conformación, o quizá mejor deformación del concepto de lo humano, que engloba un período de no menos de cuatro siglos.

II

Con el Renacimiento comienza el drama tetrasecular de la deshumanización del hombre. Esto, dicho así de pronto, casi que provoca de inmediato la protesta, si no logramos sobreponernos a la ya decantada tesis de que el Renacimiento es por excelencia la gran época del humanismo. Pero, vayamos con cuidado, no sea que, como suele ocurrir frecuentemente, se trate, en este caso, de uno de tantos lugares comunes, sin derecho a ninguna seria ponderación. No es que se pretenda negar el humanismo del Renacimiento, pues está ahí, sin más, con su impresionante mole de pensamiento y de pasión artística. Pero lo que sí hay derecho a considerar con cuidado e incluso recelosamente es en qué sentido y hasta qué punto eso que llamamos «humanismo» renacentista define realmente al hombre y lo justifica en lo esencial de sí mismo. Pues la historia nos enseña (tal el caso del siglo de Pericles) que nunca está más próximo el hombre a su deshumanización que cuando se acendra en él excesivamente el afán humanístico. Y esto sencillamente porque cuando el ser humano comienza a sentirse demasiado confinado a lo aparentemente sí mismo, en exceso reducido a un modo de su ser (el lado exclusivamente humanal del hombre), está en el comienzo de una inevitable liquidación. Y esto es lo que ocurre desde el Renacimiento. A partir de entonces –lo veremos con algún detalle– comienza el hombre a ceder el puesto a ciertos subrogados suyos, o sea que cada vez se aleja más de su auténtica condición, es decir, de lo humano, para falsamente traducirse en lo que no puede ser él.

El tema del hombre comienza a ocultarse desde el Renacimiento. Adviértase bien que decimos del hombre, en el sentido de la totalidad de lo humano, para ser sustituido por algo que puede ser, a lo sumo, una característica de lo humano en su totalidad: la conciencia, la voluntad, el yo, la conducta práctica, &c. Inclusas las manifestaciones del más acendrado mecanismo, como la pueril concepción de l' homme machine de La Mettrie. Y ya esto nos advierte de una grave cuestión que, en sus desastrosos resultados, estamos tocando nosotros. Ha sido preciso volver al tema del hombre, es decir, que éste se reintegre a la totalidad de sí propio, pues el hombre concreto que defiende el positivismo no es precisamente ese ente concebido como abstracción de una física, sino por el contrario, el hombre de carne y hueso... y espíritu! que, entre otros y contemporáneamente, ha propugnado Unamuno.

La cosificación del hombre se inicia, pues, desde el Renacimiento. En este sentido el medieval no sólo vivía más naturalmente, en lo que alude a la integralidad de su naturaleza, sino que además su cosmovisión es más realista. En tanto que, expresa y peculiarmente desde Descartes, el hombre comienza a extrañarse del mundo y a entrañarse, no en sí mismo, sino en una alucinada autointerpretación de sí: el yo pensante, la conciencia. Y en esto reside la tragedia del hombre moderno, en haberse reemplazado a sí propio por una preconcebida y parcial noción de lo humano, en lugar de asentarse, como lo hacía el medieval y como ahora se pretende, en la espontánea realidad de su ser dado, sin más, en principio y por principio como ser humano.

Hay, pues, como ha señalado en alguna ocasión Ortega y Gasset, un escamoteo del hombre, una artera suplantación de lo humano (como integralidad) por un parecer o apariencia que erradica el ser de lo humano. Una suplantación en la que se arranca de la presunción de que el hombre puede y debe ser completamente ajeno al cosmos, en esencia y actitud, hasta el punto de que, si no de hecho, al menos de derecho el hombre surge de sí mismo y previamente a todo el resto de la realidad [16] –«pienso, luego existo» (Descartes), el hombre como legislador de la naturaleza (Kant), el yo fichteano, el mundo como voluntad y representación (Schopenhauer); todo esto, sin contar las risueñas ingenuidades de la estatua condillaciana y el hombre-máquina de La Mettrie.

De esta suerte, según se ha ido alejando el hombre de sí mismo, desposeyéndose de su auténtica configuración, ha ido consiguientemente trocándose, no en expresión del mundo en su totalidad, de su configuración entrecruzada de múltiples matices, sino en un aspecto de ese mundo, en una minúscula fase o porción, en una cosa entre otras. Lejos, pues, de haber logrado el señorío de toda realidad, ni siquiera es señor de sí mismo, cuanto menos de lo demás. Enajenándose toda realidad, hasta la más entrañablemente propia, el ser humano no obstante llegar a sentirse ubicado en un mundo, en el que la cantidad y clase de las cosas aumenta por días, presiente, o mejor presume, que entre él y ese cosmos pletórico se interpone un vacío, que causa una incómoda inestabilidad. Pese a su cuasi total enajenación logra todavía advertir que, aunque lo ha ensayado con apasionado fervor, no logra cosificarse del todo, y entonces, apenas espectro de lo humano, como tampoco plenamente cosificado, se vuelve azorado, con creciente angustia y desazón, en pos de lo que sea capaz de retraerlo a su verdadero centro, al de su auténtica condición. Centro al que es posible devolverse siempre que no se eche en olvido la peculiar sustancia histórica y circunstancial del hombre –una historia que no comienza en sí mismo y una circunstancia que supone el hombre y su mundo.

Y es esto precisamente lo que ha tenido que hacer, antes de toda otra tarea, la filosofía contemporánea: volver a situar en el primer plano de la preocupación el tema del hombre. Es lo que algunos grandes pensadores del siglo pasado, Maine de Biran, Soeren Kierkegaard, Guillermo Dilthey y Federico Niezsche, anticiparon genialmente. Lo que constituye la arista más viva de nuestra problemática filosófica contemporánea, es decir, la antropología filosófica. Es el puesto del hombre en el cosmos de Scheler, en el hombre de carne de hueso de Unamuno, el hombre y su circunstancia de Ortega y Gasset, el ambiente espiritual de nuestro tiempo de Jaspers, la introducción a la filosofía antropológica de Landsberg, la analítica existencial de Heidegger, &c., &c. No el tema de la conciencia a secas, o de la voluntad a secas, o de la conducta práctica a secas. ¡No! El tema del hombre en cuanto ente abierto al menos a tres flancos: lo físico, lo metafísico y lo divino. Del hombre en su circunstancia, es decir, dentro de la configuración real e irreal de su religación con lo cósmico y lo extracósmico. Dentro de una configuración en la que, si se corta el nexo con cualquiera de sus posibles implicaciones, se pierde eo ipso el sentido de lo antropológico.

III

La filosofía contemporánea toma, pues, al hombre en su totalidad absoluta. No parte arbitrariamente de que sea conciencia, o yo, o voluntad, o conducta práctica, &c.; como tampoco de lo que sea cada una de esas manifestaciones, que sin duda se dan simultánea cita en el hombre, que es, además de todo eso y muchas otras manifestaciones, como resultado algo superior a ellas en su conjunto. Partiendo de la totalidad del hombre y su circunstancia es como, a la vez que se afinca en la auténtica condición humana, puede por esto mismo enfocar su indagación sobre los dos aspectos que implican y explican al hombre –el hombre y la cultura.

Pero, es preciso advertirlo bien, el hombre como implicación de la cultura y recíprocamente. El hombre como un quehacer abierto a dos manifestaciones correlativas –ocupación y preocupación– que es el sentido de la realidad de su existencia. Pues si bien el hombre crea la cultura en la que vive y de la que se nutre, ella a su vez funda la posibilidad humana de ser precisamente hombre y no algo diferente, es decir, lo no humano. Pero esta condición de reciprocidad del hombre y la cultura supone la imposible parcelación del hombre, y esto de tal modo, que no cabe sectorizarlo en cuanto ser humano, ni abstraerle del paisaje cósmico al que se encuentra religado, como tampoco de lo extracósmico. Cultura es expresión de la totalidad de las posibles manifestaciones del Ser, a partir de la existencia humana como existencia que posee la peculiaridad de advertir no sólo su propio ser sino también lo otro que es. Y cuando así se procede, se esquiva la peligrosa toma de posesión unilateral que ha sido la inevitable falla de todas las concepciones del mundo desde Grecia hasta nuestros días, y particularmente, a los efectos de lo que venimos comentando, desde el Renacimiento.

Y ahora, una vez que hemos presentado en escorzo la actitud interpretativa del hombre y la cultura que asume nuestra época, debemos intentar una sintética descripción de lo que para Varona significaron tales conceptos.

Hay inevitablemente que arrancar de la consideración de que Varona es un fiel representante de la actitud espiritual de su tiempo. Aunque fundadamente se pretenda hacer ver que no es un materialista a secas ni tampoco un mentalista enragé, hay sin embargo que admitir que él personifica el auténtico modo de ser de su tiempo, o sea que es un positivista convicto y confeso. Y ser esto último quiere decir que Varona suscribe con calor de admiración las fundamentales ideas positivistas; ideas que, debe aclararse, no caducan pese a las variaciones del positivismo a través de los años en que señorea indiscutidamente. Es decir, que Varona cree rendidamente en el poder de la física, natural y social; como igualmente [17] en la capacidad de la humanidad por la humanidad misma (la religión de la humanidad). Como no cree, en modo alguno, en la religación metafísica y divina del hombre. Y entonces, con tales fundamentos, su idea del hombre y la cultura ha de estar forzosamente calcada en el idearium positivista que preside la vida de su tiempo.

El hombre revuelto, hasta reducirse a la más deplorable confusión, entre el repletamiento de las cosas que inundan el cosmos en la decimonona centuria, casi ha llegado a ser considerado como una más, y esto se prueba con sólo acudir a la casi unánime repulsa de todo lo que aluda siquiera sea muy de pasada a la religación del hombre con lo metafísico y lo divino. Así Varona, al contraponer ciencia y metafísica y referirse a los temas que él considera metafísicos –presencia y omnipotencia divinas en relación con la libertad humana, el origen del hombre, la unidad de la especie, el movimiento perpetuo, &c.– los califica de «entretenimiento y rompecabezas filosóficos». Sólo la inteligencia –el intelecto, en el sentido de la capacidad de aprehender relaciones y modos de ser o apariencias– da razón del mundo. Por eso, al comentar a Bergson, escribe desaprensivamente: «Con juegos malabares de palabras quiere Bergson significar tanto, que acaba por escamotear la significación del mundo, accesible a nuestra inteligencia». Y esta postura lo conduce irreparablemente al agnosticismo, de tal suerte, que aquí luce el hombre del diecinueve en su lado escéptico y pesimista, cuando era de esperarse que fuera todo lo contrario. «Ni siquiera llego a saber si no puedo saber nada», pues «ante la oscuridad impenetrable de ese abismo infinito ¿qué más da?» Lo cual, dentro de la general concepción positivista, equivale a decir que el hombre es un ser que apenas si puede sobresalir, y esto debe bastarle, del estrecho marco de sus apetencias y necesidades de índole práctica; que si se fundan en lo teórico debe serlo sólo en cuanto lo teórico se refiera a esa realidad inmediata en la que no cabe en modo alguno la «fantasía» de la metafísica o de la religión, al decir de los positivistas. Por esto, parece Varona gustar de la frase «la ciencia ve, la filosofía fantasea».

De esta suerte, lo que vale y decide, respecto de la naturaleza humana como de toda otra manifestación del ser, es siempre e indefectiblemente el hecho. Así escribe Varona que «Sobre hechos raciocinamos, por los hechos nos hemos de determinar y los hechos tienen que servirnos de último criterio». Y sólo hay un modo de llegar a la realización de la cultura: mediante la supeditación de lo teórico (a lo cual queda reducido todo el ámbito espiritual) a la acción, que justifica toda vida teórica como mera interpretación de hechos con una definitiva resolución práctica. Pero esto, en lo más profundo de sí, esconde la gran desilusión, más subconsciente que consciente, que alienta en el optimismo aparente de la gris época positivista. Y es lo que advertimos en Varona, ese pesimismo que recorre toda su obra, en especial la que puede calificarse de relativamente filosófica, y en la que, por lo mismo, se empeña en parecer lo menos filosófico posible. No un pesimismo que se deba íntegramente a un exclusivo modo de ser personal, sino como reflejo de la desilusión ya aludida, y que obra como un reactivo sobre el cuerpo de la época en toda su extensión. Se experimenta, al leer a las gentes de esta época, la sensación de cansancio y de falta de fe en el destino del hombre. Así lo da a entender el propio Varona cuando nos dice: «todo se desmorona, hasta lo que nos parece más sólido: leyes, instituciones, sistemas, creencias. Nada persiste, ni aun la idea». En otra ocasión: «Vivo en un mundo de ilusión, donde, por más que braceo, no logro asir el aire». Y también: «el hombre empieza a brujulear su sentido de la vida, cuando se aproxima a su término, para descubrir tan sólo que carece de sentido».

En contraposición a lo que se acaba de expresar, nótese cómo carga el peso de su adhesión del lado de la ciencia experimental, cuanto más experimental, mejor. Por esto reclama proscribir toda indagación metafísica y limitarse al estudio exclusivo de lo fenoménico, pues la metafísica es «perenne tanteo en un crepúsculo que se hace más y más de noche». En la filosofía aparecen las palabras «como pompas de jabón, translúcidas, frágiles e irisadas». Mientras la filosofía fantasea, la ciencia, que es la verdadera necesidad del hombre, sí ve de veras lo que es menester ver. Y por esto «ya el mundo no está entregado a las disputas de los hombres; es hoy el vasto laboratorio, donde experimenta con tiento y concluye, con modesta seguridad, la ciencia humana».

De este modo, el hombre y la cultura constituyen para Varona dos conceptos cuyas notas fundamentales están dadas justamente por las que a su vez resultan esenciales en la Weltanschauug positivista. El hombre es, visto así al modo positivista, un aspecto, un cierto modo de ser del hombre considerado en su quehacer con vistas al mayor nivelamiento posible en el orden de la convivencia, con el máximo ahogamiento posible, totalmente si ello fuera dable, de lo que justamente caracteriza al hombre, puesto que es su esencia, la angustia que proviene del afán de salvación. ¡No más disputas, no más «devaneos» ni dialécticas en torno a las más sutiles cuestiones del ser! ¡Basta con el microscopio, el telescopio y la probeta! Cincuenta años después de estas ingenuas y desaprensivas adhesiones a la ciencia positiva, ha tenido el hombre, espantado de todo, que volver a hacerse cuestión del afán de salvación y del problema de la cultura. El tema del hombre resurge o éste se reduce a cero.

La posición de Varona a este respecto acusa, como en general sucede con todo el pensamiento positivista, una definitiva falta de fe en el hombre [18] y por consecuencia en la cultura, pues ésta, entendida al modo no positivista –que es el modo de entenderla de veras– se tiene por un desvío de lo único que debe interesar al ser humano: el conocimiento con vistas a la acción –science, d' ou previsión; previsión, d' ou action, de acuerdo al lema comtiano–. Pero la cultura no puede ser esto sólo, ni mucho menos especial y expresamente; el tema fundamental de la cultura ha de ser el hombre, y además ha de ser esencialmente desinteresada, ya que es el desinterés el que libera al hombre de su ganga. En lo que Varona llama peyorativamente «fantasía» e «imaginación» se esconde precisamente lo mejor de la humana existencia. Y la falta de fe proviene de no haber logrado intuir que, por haber puesto la preocupación y el esfuerzo cognoscitivos del hombre en fuga hacia uno de los vértices que forman su personalidad, es que no se logra una imagen de lo humano que convenga y satisfaga. De donde la actitud escéptica. Pues el mayor aliciente que ofrece la problematicidad del hombre es precisamente ser, no una cuestión resuelta, sino perenne e incitante interrogación.

No pretendemos negar el valor de conjunto del pensamiento varoniano. Pero es nuestro propósito desviarnos del enfoque hasta ahora casi unánime, que luce, y hay que expresarlo sinceramente, como si tras la obra de Varona ya no quedara nada que hacer. Pero Varona es ya cuestión de la historia, sin que esto afecte en los más mínimo a sus intrínsecos méritos, y por lo mismo, hay que tratar de verlo en su conjunto y a la luz de lo histórico como algo completamente superado, cuyo real y exacto valor para nosotros, prescindiendo de la inmarcesible gratitud a que es acreedor, reside en lo que tiene de contraste con nuestro momento.

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1940-1949
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