Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-junio de 1949
Vol. 1, número 4
páginas 52-75

Rafael García Bárcena

II

¿A dónde va el mundo orgánico?

1. El Mundo Orgánico, como un nuevo orden de existencia natural

En nuestro trabajo anterior ¿A dónde va el universo físico?{1} tras una aplicación sistemática al mundo inorgánico de la concepción y del método de la estructura{2}, arribamos a la conclusión de que el universo físico, considerado como una totalidad estructural indivisa, ajustaba su incesante devenir a un principio configurante que se significaba cualitativamente por la liberación categorial de la energía, entendida esta energía como la sustancia, no metafísica, sino fenomenológica que subyacía tras todos los procesos del universo material.

Advertimos, además, que la cualidad configurante de la liberación categorial, que dominaba la estructura íntegra del mundo físico, no prometía, sin embargo, una cabal realización –y sí la perspectiva de conducir finalmente dicha estructura al término de su disolución–, salvo que, por nuevas vías, se integrara en otra estructura de más amplitud que la comprendiera bajo un nuevo principio configurante y que podría otorgarle, acaso, el sentido pleno de liberación categorial que, como logro cabal y absoluto, quedaba frustrado al desenvolverse dicha cualidad dentro del marco escueto de la existencia natural fisicoquímica.

El mundo físico, como sabemos, se integra sucesivamente en una serie infinita de estructuras que van desde el átomo hasta el Cosmos, a través de la molécula, el sistema sideral y la galaxia. Los últimos elementos conocidos que constituyen el universo físico, los protones y los electrones, se organizan en una diversidad de estructuras dentro del átomo para dar origen a los diferentes cuerpos simples. Y estos cuerpos simples se coordinan entre sí para dar lugar a estructuras compuestas que corresponden a las distintas combinaciones químicas.

Pero del seno del mundo físico surge y se pone de manifiesto –en un momento dado de la historia del Universo– un nuevo orden de existencia natural que se constituye en unidades diferenciadas, a las cuales, por sus caracteres distintivos –aun cuando se fundamentan en estructuras de naturaleza fisicoquímica–, damos el nombre de seres orgánicos o vivientes.

En el presente trabajo, vamos a dedicar nuestra atención a esos organismos, de dimensiones diversas, que se cuentan por miríadas de billones sobre el planeta en que vivimos. Se clasifican lógicamente, por virtud de sus semejanzas y diferencias, en reinos, tipos, clases, órdenes, familias, géneros, especies. Las cualidades esenciales comunes a todos esos seres vivientes permiten, sin embargo, considerarlos integrando una totalidad, la cual denominamos mundo orgánico.

2. La indivisibilidad del Mundo Orgánico

¿Es ese mundo orgánico, el conjunto integral de los animales y vegetales, un mero agregado de individuos vivientes, con determinadas semejanzas y diferencias, o es un todo estructural dotado de unidad funcional y de su correspondiente principio configurante? ¿Puede concebirse ese conjunto que es el mundo orgánico como una totalidad indivisible, como una estructura que, al igual que la del mundo físico, deviene incesantemente hacia la cabal realización de una cualidad configurante que le es específica?

Si así fuere, el título de nuestro trabajo: ¿A dónde va el mundo orgánico?, obtendría su adecuada respuesta en la determinación del principio configurante, o al menos, de la cualidad estructural que es inherente a tal principio.

Comencemos nuestra indagación por las más simples unidades que se encuentran en la base del mundo orgánico: los elementos germinales. En esas diminutas partículas de materia que son los genes parecen identificar los biólogos modernos la primera estructura biológica. En The Theory of the Gene, T. H. Morgan entiende que el conjunto de moléculas orgánicas que constituyen el gene integran una estructura en donde la coordinación no se produce por meros vínculos químicos, como los de cualquier cuerpo compuesto, sino por otras fuerzas organizadoras.

A su vez, los factores genéticos que originan cada parte de un órgano se agrupan organizadamente y se coordinan con los otros factores de las otras partes y de los otros órganos y aparatos, subordinados, además, desde un principio a la cualidad específica que domina cada parte y todas las partes del organismo. En la drosophila –según observaciones de Woodruff– el color de los ojos depende de más de cincuenta pares de genes, y la forma de las alas, de más de cien. Y se va reconociendo gradualmente que lo producido por un gene no es determinado por la constitución de este gene más la interacción de otros genes, sino de todos los que constituyen el complejo hereditario. [53] Esos complejos genéticos se relacionan a la vez entre sí de tal manera que la influencia mutua llega a extenderse hasta todos los genes del organismo. La indivisibilidad de lo orgánico parece, pues, advertirse ya en la constitución individual de cada gene, y se hace patente en las organizaciones de los genes que dan origen a cada parte de un organismo; en las coordinaciones de estos genes para constituir los llamados complejos genéticos, que sirven de fundamento a distintos conjuntos de partes, y en las conexiones que establecen dichos complejos genéticos dentro de cada organismo en formación.

Esa indivisibilidad de lo orgánico se pone también de manifiesto en lo que constituye la unidad fundamental integrante de los organismos vivientes: la célula, cuyas diferentes partes –membrana, núcleo o carioplasma, citoplasma, &c.– no son segregables sin que la célula pierda algo esencial de sí misma.

En lo que concierne a la indivisibilidad del organismo considerado como un todo, Roux, Whitman, Driesch han afirmado el punto de vista de la totalidad de las funciones en el organismo concebido como una unidad funcional. Dürken ha puesto también de relieve, la influencia de la totalidad indivisible del organismo sobre la evolución embriogénica, al sostener que el organismo es desde el principio un todo y que lo será siempre a pesar de la división en partes distintas. El todo del individuo orgánico es un todo ostensiblemente indivisible: no puede segregarse ninguna parte, por insignificante que sea, sin que el todo viviente que antes era, resulte afectado, siquiera mínimamente. El corte solamente de un cabello condiciona, aunque de ello no podamos ser conscientes, al metabolismo integral del organismo. En los seres vivientes que son los organismos individuales es, pues, indudable la condición estructural.

Y del mismo modo que los órganos se conciben como partes de un todo que es el individuo, las cuales no pueden separarse sin afectar de alguna manera al individuo total, así, también, podemos preguntarnos si la especie no resultará afectada por la segregación o por los accidentes que sufran sus individuos integrantes, o lo que es lo mismo, si no existe una coordinación funcional entre todos los organismos de una misma especie. En determinadas especies vivientes, es obvia esta coordinación de funciones. En los sifonóforos, al relacionarse entre sí distintos individuos de la misma especie, llegan a especializar sus funciones; estos organismos se comunican unos con otros mediante un sistema canalicular que los conexiona dentro de un medio común, y llegan a diferenciarse fisiológica y morfológicamente. «El individuo viene a ser aquí un órgano de la totalidad». (Pi Suñer, Principio y Término de la Biología). Y eso que se presenta en tales especies como un caso patente de estructuralidad biológica, en donde cada individuo es una parte diferenciada que se liga funcionalmente al conjunto, puede postularse también de todas las especies con respecto a los individuos que las integran. Es esto lo que expresa von Uexkull en sus Ideas para una concepción biológica del mundo, cuando dice: «La especie no es sólo una suma de tantos y tantos seres aislados, sino que forma un organismo extremadamente conforme a plan, cuyos órganos son los individuos». «Del modo como el individuo realiza la lucha por la existencia con sus órganos, así también la realiza la especie con sus individuos. Hay muchos ejemplos de que determinados órganos tienen la misión de ser sacrificados en la lucha para bien del todo. Así, sacrifica siempre la especie numerosos individuos en la lucha por su existencia». «Sólo cuando dirigimos la mirada a la totalidad de la especie es cuando conocemos que los actos accidentales de la existencia individual tienen su puesto en el plan del conjunto».

Y debemos preguntarnos también, si es posible admitir una unidad interna, funcional en la totalidad del mundo orgánico cuando lo consideramos constituido por dos partes integrantes: reino vegetal y reino animal, y si está manifiesto entre los mismos el atributo de la indivisibilidad que haría imposible la segregación de uno de esos reinos sin que se afectara el mundo orgánico en su totalidad.

Es posible, en principio, la segregación del reino animal del mundo orgánico, sin que desaparezca todo vestigio de vida sobre el Planeta. Y hasta puede darse por comprobada la existencia de un momento en el desenvolvimiento de los seres vivos en que sólo estaban presentes en el escenario terrestre los vegetales. Mas si bien el reino vegetal no ha menester del reino animal para subsistir (prescindiendo, naturalmente, de todos aquellos casos en que ciertos organismos animales cooperan y se hacen indispensables a la vida de determinados vegetales), es indudable que cada miligramo de anhídrido carbónico producido por los organismos animales afecta de algún modo al reino vegetal en su integridad, al afectar la cantidad total del reservorio de carbono de todos los organismos vegetales.

El mundo animal, por su parte, descansa íntegramente en la vida del reino vegetal. Si el reino vegetal desapareciera, automáticamente iría desapareciendo el reino animal. Los vegetales clorofílicos absorben la energía del Sol, que utilizan para transformar compuestos minerales sencillos, como anhídrido carbónico, agua, sales, en compuestos orgánicos complejos, tales como prótidos, lípidos, glúcidos. Puesto que el animal no puede aprovechar directamente la energía solar para sintetizar sus compuestos orgánicas, toma del reino vegetal esos compuestos, los cuales, al descomponerse, devuelven la energía que han utilizado los vegetales al sintetizarlos, con lo cual se mantienen los procesos de la vida en los organismos animales. El reino vegetal [54] no solamente fue indispensable que existiera para que pudiera aparecer el reino animal, sino que en el momento actual, sin la existencia de los vegetales no podrían los animales subsistir. Mediante la función clorofílica, como sabemos, los vegetales descomponen el anhídrido carbónico de la atmósfera, absorben el carbono y desprenden el oxígeno, elemento indispensable para la vida de los animales. Si los vegetales no purificaran constantemente la atmósfera de gas carbónico, la respiración animal iría impurificando gradualmente el aire, impurificación que sería favorecida por los fenómenos volcánicos y por las combustiones constantes de carbón y petróleo, lo cual impediría a la postre el normal desenvolvimiento de toda vida animal sobre la Tierra.

Es evidente, pues, que el reino vegetal y el animal integran una estructura indivisible en que, en diverso grado, las dos partes se condicionan recíprocamente. Los individuos se integran en las especies; las especies vivientes, en los respectivos reinos orgánicos, y éstos, en la vida como un todo integral. Así, «el individuo no es un ser vivo aislado, como no lo es la especie, sino que uno y otra forman parte de sistemas vitales que vienen a constituir como organismos más amplios, más comprensivos, en los que se da una organización supraindividual. El estudio de todo esto corresponde a la biología. Y este estudio es prometedor de feraces resultados porque hasta ahora se halla apenas iniciado». (Pi Suñer)

Los conceptos de genotipo y fenotipo, acuñados por Johannsen, en que el primero expresa el conjunto de predisposiciones hereditarias, y el segundo el conjunto de manifestaciones individuales que se derivan de esas predisposiciones, al mismo tiempo que pueden servir para constatar la significación estructural del individuo dentro de la especie, pueden revelar, indirectamente, la de las especies y la de los reinos dentro de la vida en general. Sabemos que cada individuo es, fenotípicamente, la actualización de un determinado número de genes de sus progenitores, combinados peculiarmente dichos genes, y que posee, por tanto, un organismo singular capaz de hacer frente a las contingencias del medio y de desenvolver las posibilidades de la especie de una manera única. Por otra parte, genotípicamente, cada individuo es uno de los cajeros de determinada parte del tesoro de genes de que es poseedora la especie. «La especie, considerada en conjunto –dice von Uexkull en sus Cartas biológicas– tiene más predisposiciones que el individuo», pues «el genotipo de la especie es más rico que el del individuo» Pero todas esas predisposiciones genéticas están distribuidas entre diferentes grupos de individuos, y esos factores genéticos se combinan de modo diferente al formar cada uno de los individuos de una especie. Se ve claro que con cada individuo segregado de la totalidad, la especie pierde una posibilidad biológica que sólo residía, intransferiblemente, en ese individuo. Desde el punto de vista de las partes integrantes que son los individuos, la indivisibilidad de la especie, y por tanto, su estructuralidad, se hace patente por el simple reconocimiento de ese hecho inconcuso. Es, por ello, evidente que la especie «ha surgido como un todo, del mismo modo que cada sujeto surge como un todo» (von Uexkull).

Lo anteriormente expuesto –si se concede una mayor amplitud a los conceptos de genotipo y fenotipo– plantea la siguiente cuestión: ¿Hay un genotipo –del mismo modo que puede decirse que hay un fenotipo– correspondiente a la vida como un todo integral? Si entre los diferentes individuos de una misma especie se ponen de manifiesto fenotípicamente predisposiciones correspondientes a un genotipo de más riqueza, que es el genotipo de la especie, cabe la posibilidad de que las diferentes especies sean también, en determinado sentido, manifestaciones fenotípicas de predisposiciones genotípicas latentes en el seno de la vida. Podríamos decir que la vida, como totalidad, posee un genotipo mucho más rico en predisposiciones latentes que las especies tomadas, por separado; razón por la cual cada especie encarnaría una función intransferible como posibilidad vital.

En concordancia con las mutaciones comprobadas por Morgan y de Vries, en virtud de las cuales se producen en la naturaleza saltos de una especie a otra –distintas morfológica y genéticamente (con diferente número de cromosomas en su núcleo germinal; y sabemos que todos los individuos de una especie están dotados del mismo número de cromosomas)– podríamos considerar que así como el genotipo de un individuo puede albergar predisposiciones que no se hayan manifestado fenotípicamente durante varias generaciones de las que le han precedido, el genotipo de una especie es capaz de contener en sí predisposiciones que la trasciendan como tal especie y que no se hayan manifestado fenotípicamente durante los cientos de miles de años que cuente de existencia dicha especie, pero que en un momento dado, por circunstancias desconocidas, puede no obstante manifestarse en una nueva especie, o lo que es lo mismo, en un nuevo individuo del cual puede originarse una nueva especie. Este salto de una especie a otra podría explicarse como la súbita expresión fenotípica de predisposiciones hereditarias no actualizadas hasta ese momento, pero latentes sin embargo en el genotipo de la especie progenitora. Cada especie resulta entonces un miembro u órgano de la vida considerada como una unidad indivisible. Parafraseando a von Uexkull, podríamos decir que, así como cada individuo y cada especie han surgido como un todo, la Vida en su integridad ha surgido también como un todo.

Lo anteriormente expuesto autoriza a considerar todos los seres vivientes como integrados [55] en una gran estructura que es el mundo orgánico, la cual estructura incita a ser analizada desde el punto de vista de su totalidad y de su respectiva cualidad inmanente, de sus partes y subpartes, de su unidad funcional y de su principio configurante

3. El Mundo Orgánico, como totalidad estructural

Cualquier conjunto de individuos susceptibles de ser agrupados lógicamente, por razón de determinadas cualidades comunes, para dar lugar a un concepto general, puede ser considerado, según sabemos, como una totalidad. El mundo orgánico, por lo mismo, podría ser concebido como una totalidad, sin que ello nos obligara a admitir condición estructural en esa totalidad. Pero dado el atributo de indivisibilidad que de modo ostensible se pone de manifiesto en el mundo orgánico, no podemos rehuir el tratar esa totalidad en términos de estructura, ni renunciar a la serie de posibilidades que, desde el punto de vista de un mejor conocimiento de lo orgánico, se abren a la investigación por virtud de tal estructuralidad.

El protoplasma, como manifestación primaria de toda forma orgánica, constituye la materia propia de esa totalidad estructural que es el mundo viviente. Es ésa la materia, relativamente indiferenciada, sobre que se constituye la estructura y serie de estructuras de todo el orden biológico. La indiferenciación no es absoluta, pues el análisis químico y físico hace posible descubrir una heterogénea composición de cuerpos químicos en diversos estados físicos. Pero puede postularse como una cualidad propia suya la indiferenciación, en cuanto se relaciona esa cualidad con las correspondientes a las partes diferenciadas que integran el todo estructural.

4. La cualidad inmanente del Mundo Orgánico

El protoplasma ha de poseer determinadas propiedades esenciales que hagan posible el diferenciar la materia bruta de la materia viviente. Esas propiedades se sintetizan en un atributo complejo, que corresponde a lo que denominamos la cualidad inmanente del mundo orgánico.

Si se provocan determinadas modificaciones en el complejo de estímulos que integran el medio ambiente en que está situado un protoplasma, se producirán una serie de alteraciones en el mismo, de reacciones más o menos explícitas. Ciertos agentes físicos y químicos como la luz, la temperatura, los agentes mecánicos, &c., constituyen estímulos capaces de provocar en toda materia protoplasmática ciertos cambios que se acompañan de una liberación de energía. A esta propiedad que posee toda materia viviente de reaccionar de una u otra manera a las solicitaciones externas del medio ambiente se ha dado el nombre de irritabilidad.

En el siglo XVII, Glisson afirmó por primera vez que «los fenómenos vitales deben depender de una propiedad particular que permite a los seres vivientes reaccionar contra las diversas excitaciones», y señaló como carácter esencial de los seres vivientes la irritabilidad, en virtud de la cual sienten, se nutren y se mueven. Haller, un siglo después, explica que si se pellizca, se pincha o se golpea un músculo o un nervio, se produce una contracción. También John Brown, en el siglo XVIII, escribe que «la vida es excitabilidad», y considera a la excitabilidad o irritabilidad como «propiedad común y característica de los seres vivos, por la cual se distinguen del mundo inanimado». Claude Bernard, en el siglo XIX, define la irritabilidad como «la propiedad que posee todo elemento anatómico, el protoplasma que entra en su composición, de ser puesto en actividad v de reaccionar de una cierta manera bajo la influencia de excitantes exteriores». Para Claude Bernard, no hay manifestación vital alguna que no sea consecuencia de una excitación o irritación: «todo lo que vive es irritable», porque el concepto de vida es inseparable del de irritabilidad. Y esto mismo expresa Rabaud en el siglo XX, al decir que «el término irritabilidad designa el proceso constantemente renovado de las destrucciones y de las reconstrucciones del sarcoda, con sus consecuencias físicas, químicas y mecánicas».

Hoy se admite que todo cambio que tiene lugar en el protoplasma, que todas sus funciones (absorción, asimilación, excreción, reproducción, &c.), son la consecuencia de irritaciones provocadas, directa o indirectamente, por los estímulos del medio. Lo que se ha expresado también diciendo que la irritabilidad es una consecuencia de la interacción entre el protoplasma y el medio.

La irritabilidad se manifiesta según la naturaleza y función de los tejidos y células. La neurona responde a las estimulaciones conduciendo el impulso nervioso, la célula glandular segregando, la muscular contrayéndose.

Se ignora lo que sea en su última esencia la irritabilidad, como se ignora lo que sea la vida. Pero sus efectos no se pueden soslayar. Se sabe que sin irritabilidad no hay vida posible, pues ella es la que permite la adaptación del ser viviente a las diversas circunstancias a que sucesivamente está sujeto. Por eso, la irritabilidad puede ser descripta como una propiedad general de la materia protoplasmática que se pone de manifiesto tanto en animales como en vegetales, aunque en el protoplasma vegetal no se manifieste al exterior debido a que las células vegetales se encuentran, por lo general, encerrados en una gruesa y resistente membrana de celulosa.

Aun cuando lo físico pueda mostrar, en determinadas circunstancias, cierto tipo de conducta que pueda admitir en algún sentido, ser relacionado con la irritabilidad, no cabe duda de que cuando el protoplasma muere, el conjunto de elementos químicos que lo constituyen están impedidos de poner de manifiesto tal propiedad, [56] según el modo en que la misma se manifiesta en la materia viviente. Por eso, puede decirse que aquella propiedad general que el protoplasma posee en todos los seres orgánicos mientras decimos que está vivo dicho protoplasma y que desaparece tan pronto como el complejo fisicoquímico deja de servir de asiento para la vida, es la irritabilidad.

Concebida como las modificaciones que es susceptible de presentar el protoplasma por efecto de cualquier estimulación, la irritabilidad puede considerarse como la cualidad inmanente del agregado orgánico, aquello que necesariamente está presente, con más o menos complejidad, en cada punto de la sustancia viviente, en todo ser orgánico en cuanto tal.

5. La receptividad, excitabilidad y movilidad como funciones portadoras de valor

Toda forma de vida, según hemos visto, está dotada de una función elemental que es la irritabilidad, la cual consideramos cualidad inmanente del mundo orgánico. La irritabilidad adquiere gradualmente una creciente complejidad en los diferentes organismos, dando origen a las más diversas funciones, órganos y aparatos.

Pero aún antes de que lleguen a manifestarse en el mundo orgánico seres provistos de una multiplicidad de funciones complejas, se da desde los organismos más elementales una triple diferenciación de la irritabilidad, que habrá de subsistir a través de las más complicadas manifestaciones de la existencia orgánica. Esas tres funciones esenciales, presentes en toda manifestación de vida, son la receptividad o aptitud para distinguir determinados estímulos provenientes del medio; la excitabilidad o facultad de trasmitir a través de la materia viviente las impresiones producidas por tales estímulos en el organismo, y la movilidad o disposición de dicho organismo para actuar sobre el mundo de esos estímulos. «Las tres capacidades necesarias –dice von Uexkull– para formar un sujeto construido conforme a plan, son: primero, la selección de estímulos; segundo, la transformación de los estímulos en excitación, y tercero, el ponerse en movimiento la actividad efectórica. Ya en las simples amibas, que sólo se componen de una gota de protoplasma, encontramos estas tres funciones».

Conocemos las distintas funciones que tienen lugar en los organismos, animales y vegetales: absorción, respiración, excreción, &c. Por estas funciones, el organismo se dota de energías procedentes del medio ambiente, gasta ulteriormente esas energías y desecha los residuos. Son funciones de la vida que hacen posible que la vida se mantenga. Pero en todos los casos, esas funciones quedan erigidas sobre el esquema: recepción o selección de estímulos, excitabilidad y movilidad. Por ello, los biólogos entienden que cuando se establece una nueva estructura, y correlativamente, un nuevo tipo de funciones, las relaciones fisiológicas entre los diferentes elementos anatómicos se hacen distintas, pero que en lo íntimo de la función sigue siempre vigilante el factor primitivo, es decir, la receptividad, la excitabilidad y la movilidad.

Estas tres funciones quedan dotadas de valor desde el momento en que se las concibe como ligadas a un mayor o menor grado de eficacia vital. Por lo mismo, aquellos seres orgánicos que son capaces de discriminar más eficazmente los estímulos; que son más aptos para excitarse o modificarse en concordancia con los estímulos discriminados, y que poseen más potencialidad para contrarrestar las fuerzas del mundo externo y para actuar sobre ellas, puede decirse que están mejor dotados vitalmente.

6. Diferenciación en partes dentro de la estructura del Mundo Orgánico

En las estructuras que constituyen el mundo orgánico, tanto las individuales como las que se encarnan en las especies y los reinos y en la totalidad de lo viviente, pueden discernirse partes diferenciadas, cada una con su específica cualidad particular, las cuales integran correlativamente sus respectivas totalidades. «El todo –dice O. Hertwig--sólo es un todo con relación a las partes en cuya unión consiste aquél; las partes son partes sólo con referencia al todo de que son partes».

Ya desde la vida embrionaria se establecen distinciones anatómicas y fisiológicas que van delimitando gradualmente lo que habrán de ser las partes diferenciadas dentro de cada organismo. En una especialización progresiva, se distinguen tejidos y se constituyen órganos diferenciados química, histológica y morfológicamente.

Ampliando sucesivamente, y de modo gradual, las estructuras dentro de lo orgánico, se nos aparecen los diferentes individuos, según hemos visto, como partes diferenciadas dentro de cada especie; las especies, como partes también que integran la estructura respectiva del reino vegetal o animal, y los reinos, como cada una de las dos partes constitutivas de esa totalidad estructural que es el mundo orgánico.

Cada una de esas partes posee su peculiar cualidad específica, que se subordina a la cualidad que configura al todo estructural. «Así como la campana consta de la envoltura y del badajo, cada uno de los cuales está sometido a una regla parcial, y esas reglas parciales juntas forman la ley técnica de la campana, así también cada órgano obedece a su regla parcial, y todas las reglas parciales de los órganos constituyen la ley común del cuerpo». (von Uexkull). Esas cualidades específicas de las partes que son los órganos, muestran, por un lado, una participación en la cualidad inmanente de la totalidad, a que pertenecen, y por otro, una subordinación a la cualidad configurante, [57] que en cada una de esas partes se manifiesta de una manera peculiar. La cualidad específica de cada parte resulta así como una compleja cualidad transaccional en que la cualidad inmanente de la totalidad y la trascendente del principio configurante tienden a alcanzar, en mayor o menor grado, una síntesis unificatriz.

La mayor o menor diferenciación de las partes entre sí y con respecto al todo, distingue el nivel de organización vital de las entidades biológicas. «El grado de organización de un ser se manifiesta por el grado en que las partes del mismo dependan de la totalidad. Y aparece claramente que tal grado de dependencia será distinto según las propiedades de las partes, y que estas propiedades particulares resultarán cosa distinta de las propiedades del todo». (C. H. Waddington, Organizers and Genes).

7. La unidad funcional del Mundo Orgánico

Si en algún orden de realidad se hace patente la unidad funcional que caracteriza a toda estructura es en el mundo de los seres vivos.

Desde las primeras fases del desarrollo ontogenético, cuando se originan las dos primeras blastómeras –base celular para lo que ha de ser el organismo futuro–, existe ya entre las mismas una correlación de carácter químico, una unidad funcional. En los seres más rudimentarios no existe todavía una base anatómica para la centralización funcional, pero ningún ser viviente carece de esa función unificadora en virtud de la cual los diversos procesos del organismo se subordinan a las necesidades del individuo. Por eso decía Goethe que la subordinación, la correlación indicaba una criatura de orden elevado. Y por eso puede decirse que, en términos generales, «diferenciación orgánica y unificación se desarrollan paralelamente y en sentido progresivo». (Pi Suñer, La Unidad Funcional).

Los procesos de coordinación funcional se hacen tanto más necesarios cuanto mayor es la diferenciación del organismo. A la unidad funcional entre las partes de la célula y entre una y otra célula, sucede la correlación de los órganos entre sí. Mecanismos celulares, humorales y nerviosos van dando progresivamente el índice del grado de diferenciación filogenética. Entre estos mecanismos, «hay uno que parece coordinar y regir las funciones orgánicas, la vida misma de los elementos celulares del organismo entero de los animales, en particular de los mamíferos y del hombre. Es el sistema nervioso central, dominado por el cerebro». (G. Pittaluga, La Biología y las ideas morales de nuestro tiempo). El sistema nervioso, no solamente equilibra, por una coordinación de índole física, los diferentes órganos entre sí, del mismo modo que el sistema endocrino produce esa correlación químicamente, sino que unifica funcionalmente al organismo con su medio, discriminando estímulos, transformándolos en excitaciones y desencadenando reacciones de uno u otro tipo frente a los diversos agentes del mundo externo. Flourens y Sherrington han destacado el papel del sistema nervioso como agente integrador entre las diferentes partes del organismo y entre las dos partes que constituyen la estructura organismo-medio ambiente. Los descubrimientos de Loeb, Herbst y Wilson –en el campo de la morfogenia– sobre los efectos de la neurotomía y de la extirpación de centros nerviosos sobre la formación y desarrollo de los órganos, ponen de manifiesto igualmente la acción del sistema nervioso sobre la configuración corporal.

Ese equilibrio funcional que se pone de manifiesto entre los órganos del individuo, se revela también entre los individuos de una especie y entre las especies del mundo biológico. Hay como un equilibrio biótico general entre las diferentes especies, el cual parece poner valladares a la expansión ilimitada de cada grupo biológico. Es ilustrativo de este equilibrio entre las especies el hecho, reseñado aunque no explicado por los biólogos, de que dándose los abedules en suelo calizo cuando viven solos, no pueden crecer en dicho suelo cuando se encuentran en concurrencia vital con otras especies.

La unidad funcional entre los órganos de los seres vivos y entre las especies y los reinos del mundo orgánico, queda sintetizada así en la expresiva sentencia de Boerhave: «Multiplex quia vivus, vivus quia unus».

8. El principio configurante del Mundo Orgánico

Cuando investigamos el principio configurante en la estructura del mundo físico, tratamos de seguir las huellas a dicho principio a partir de las modificaciones experimentadas por la cualidad inmanente que residía en la masa. Aquello que fuera capaz de imprimir determinadas modificaciones a esa cualidad inmanente sin llegar a anularla, podría ser identificado como el principio configurante del mundo físico. Vimos, empero, cómo la ciencia física actual no estaba en condiciones de determinar cuál fuera ese secreto agente cósmico identificable con el principio configurante; pero sí que era posible la determinación de la cualidad configurante de la estructura física, portada por dicho principio: la liberación categorial.

Aunque esté fuera de las posibilidades de la ciencia biológica actual la identificación del principio configurante del mundo orgánico, por cuanto este principio constituye el agente dinámico, no siempre fácilmente determinable, que impone una cualidad al conjunto, es posible, sin embargo, sujetándose estrictamente a lo dado, precisar la cualidad configurante de dicha estructura. El ente dinámico que porta esa cualidad puede ser, aquí como en el mundo físico, un agente desconocido para la ciencia biológica de nuestros días [58] y posiblemente para la del futuro. Pero la cualidad configurante, en principio, ha de ser siempre accesible a la observación, y por eso habrá de constituir el objeto primario de nuestra investigación.

Puesto que en toda estructura, el factor de totalidad –el agregado material– y el principio configurante (ambos con sus respectivas cualidades) son los dos ingredientes fundamentales y originarios de cuya oposición complementaria surgen las diversas partes y la unidad funcional de la estructura, así dichos dos factores se ponen de manifiesto, desde sus grados más elementales, en la constitución de la estructura biológica.

Ya desde el protoplasma se distinguen dos partes diferenciadas: el citoplasma y el carioplasma o núcleo, que anatómica y funcionalmente, pueden ser relacionados con los dos dichos factores. La oposición complementaria a que aludimos había sido afirmada desde fines del siglo pasado por Demoor, tras determinados experimentos, al llegar a la conclusión de que el citoplasma y el núcleo son asiento «de dos energías a menudo contradictorias, de dos actividades particulares que se completan»

En el citoplasma parece residir, fundamentalmente, el factor de totalidad estructural, pues muéstrase como el asiento principal de la cualidad inmanente de lo orgánico: la irritabilidad, ya que se manifiesta como más excitable que el núcleo a las estimulaciones exteriores, y es en el citoplasma donde se producen –como modalidades de la irritabilidad– las diferentes funciones de la respiración, digestión, secreción, excreción, &c., que al dividir al todo protoplasmático en una diversidad, encarnan el factor de particidad en la estructura biológica elemental. El núcleo parece ser el principal asiento anatómico y funcional del agente dinámico que configura el material protoplasmático, presidiendo los procesos de desarrollo y diferenciación. Por eso, si se fracciona el protoplasma de una célula vegetal en varias porciones, la parte que conserva el núcleo vuelve a formar una membrana, pero los demás fragmentos sólo podrán hacerlo si se mantiene en comunicación con la parte nucleada mediante algún filamento citoplasmático. Y si se obtienen células con masa nuclear duplicada, el volumen de la célula también se duplica. Pero por ley de implicabilidad estructural, del mismo modo que en el citoplasma está representado de alguna manera el principio configurante, así en el núcleo no deja de estar presente el factor de totalidad, con su inmanente cualidad general de la irritabilidad.

La irritabilidad, como cualidad inmanente del mundo orgánico, debe de experimentar diversas modificaciones bajo la determinación del principio configurante de dicha estructura. Esas modificaciones pueden ser referidas a las diferentes funciones orgánicas, a los distintos modos de reaccionar frente a los estímulos del medio ambiente. Ya desde los organismos unicelulares, no obstante su indiferenciación, se ponen de manifiesto las funciones esenciales que habrán de realizarse con una gran complejidad en los organismos más diferenciados. La nutrición, respiración, excreción, crecimiento, movilidad y reproducción en la ameba son, en su máxima sencillez, las mismas funciones complejas que habrán de tener lugar en los seres pluricelulares. Diversas clases de células, de tejidos, de órganos y aparatos constituyen el asiento anatómico de diferentes clases de funciones, de distintos modos de presentarse y complicarse la función elemental de la irritabilidad. Y cada especie, vegetal o animal, constituye una nueva forma de manifestarse aquella cualidad inmanente.

Dentro de la totalidad del mundo orgánico, aquello que da origen a nuevas funciones, a nuevos aparatos, a nuevas especies, familias, tipos, géneros, puede también, pues, ser relacionado con el principio configurante de la existencia orgánica; y aquel atributo a que aparecen supeditados cada vez más esas funciones, esos aparatos, esas especies, y la vida en general, aparece como la cualidad configurante, como la condicionante máxima entre todas las cualidades de dicha estructura.

Siguiendo la trayectoria de las modificaciones de la irritabilidad desde la célula y los tejidos hasta los órganos y aparatos; desde los organismos individuales y las especies, hasta los reinos y el mundo orgánico en general, en una superposición creciente de estructuras biológicas, podemos ir rastreando, a través de esas diversas organizaciones, el principio y la cualidad configurante de la vida como un todo estructural. Y análogamente a lo que sentencia el conocido aforismo de Bary: «No son las células las que forman la planta, sino la planta la que forma las células», podremos decir que no son los órganos ni los individuos ni las especies los que configuran la vida, sino que es la vida como un todo integral lo que configura los reinos, las especies, los individuos y los órganos del mundo biológico.

9. La estructura del Mundo Orgánico y el medio ambiente

Cada ser orgánico, según hemos visto, constituye una estructura individual que se inserta en la estructura de la especie, y ésta, a través de su reino respectivo, en la estructura de la vida como un todo integral. Cada individuo orgánico, al igual que cada especie, y la vida misma en su totalidad, se encuentran enclavados en una realidad geográfica que constituye lo que se llama el medio ambiente. Cada individuo, cada especie, la Vida como un todo, tienen recortado su medio ambiente dentro de la totalidad del Planeta. Y la Vida entera se desenvuelve bajo una serie de condiciones externas que suelen variar sensiblemente de una a otra especie.

El medio ambiente, lo mismo que el mundo orgánico, constituye una totalidad indivisible y, por tanto, una estructura integrada por una serie de factores que se condicionan recíprocamente y [59] que afectan a la totalidad del medio cuando uno de ellos sufre alteraciones. Entre esos factores, según sabemos, se distinguen los físicos, como la gravedad, el estado sólido, líquido o gaseoso de los cuerpos, la humedad, la temperatura, la electricidad, el magnetismo, la presión, el sonido, las radiaciones de todas clases, luminosas, infrarrojas, ultravioletas, la radioactividad, los rayos cósmicos, &c.; los factores químicos, constituidos por los diferentes cuerpos simples y compuestos que se hallan en el lugar, y los biológicos, que corresponden a la flora y la fauna con las cuales tiene que convivir una especie determinada.

Estas dos estructuras: el organismo o la especie o la Vida como un todo, por una parte, y el medio en que están insertados, por otra, se integran a su vez en una estructura que comprende a las dos. El organismo resulta constantemente modificado por el estado del medio, y éste, a su vez, aunque en mucho menor grado, es afectado por el propio ser viviente. El organismo y la naturaleza que le rodea «forman juntos una armónica unidad, según plan, en que todas sus partes realizan un cambio de efectos conforme a plan» (von Uexkull).

La influencia preponderante del medio sobre el organismo, comparada con la influencia pequeña del organismo sobre el medio, hace que se considere a todo organismo como dependiente del medio. Por eso, cuando una especie biológica es trasladada de su medio natural a otro de condiciones diferentes, el resultado suele ser la destrucción o el desarrollo anormal de esa nueva especie. Algunas especies se adaptan a las nuevas condiciones, y entonces presentan una serie de modificaciones funcionales y hasta morfológicas que se corresponden con las nuevas condiciones de vida y que se llaman caracteres de adaptación.

La vida, sin embargo, parece desarrollarse –como una continuación del impulso liberador que arranca desde el mundo físico– hacia una independencia cada vez mayor de las sujeciones del medio, hacia una liberación creciente de las limitaciones categoriales impuestas por el ambiente. Así, el ser humano, que parece ser el animal que más lejos ha llevado la capacidad de adaptación a las diversas condiciones mesológicas, por virtud de los recursos técnicos de que le habilita la eminente función de su corteza cerebral, llega a modificar el medio como ningún otro organismo, derrumbando montañas para desviar corrientes de aire, talando bosques que modifican la humedad, construyendo canales que desvían las corrientes marinas, haciendo irrigaciones artificiales, enriqueciendo el suelo con minerales para sembrar vegetales que selecciona de antemano, y provocando artificialmente la lluvia. El hombre, por otra parte, es capaz de ajustar la técnica a las condiciones del desierto y a las de las regiones polares, utilizando, según las circunstancias, el frío acondicionado o la calefacción artificial; bajando al fondo del océano o ascendiendo a la estratósfera, sin que el exceso o carencia de presión, calor, humedad, &c., dañen a su organismo, capaz de adaptarse técnicamente a las condiciones ambientales más disímiles. El hombre es el organismo que tiene la facultad de poder trasladar artificialmente un fragmento de su medio ambiente a las regiones de la Tierra más heterogéneas, e incluso trabaja en la actualidad por trasladar ese medio ambiente propio a regiones trasplanetarias donde las condiciones físicas son tan insólitas que hasta la propia gravedad sufre una alteración espectacular.

Desde este punto de vista, el medio ambiente de que es capaz de proveerse el hombre, gracias a su excepcional aptitud técnica, podría interpretarse como una ventajosa amplificación del concepto de «medio interno» patrocinado por Claude Bernard.

10. Las necesidades vitales y el medio ambiente

Todo organismo, toda especie viviente consta de un catálogo de exigencias biológicas, de necesidades que, por lo mismo, son llamadas necesidades vitales. El concepto de necesidad vital es tan amplio que dentro de él caben todos los procesos que pueden producirse en un ser viviente, desde los más complejos a los más elementales. Desde este punto de vista, una simple acción diastásica constituye una necesidad vital del organismo en que se verifica.

Esas necesidades vitales varían con las especies y con los individuos. Pero todas hacen referencia, directa o indirectamente, a determinados factores del medio, y de tal modo, que puede decirse que toda necesidad vital presupone en el medio el factor capaz de satisfacerla.

La coordinación entre el organismo y el medio es tan patente que cada uno de los atributos, cada una de las propiedades morfológicas y funcionales de cualquier ser viviente puede ser referida a alguno de los elementos integrantes del medio. «Toda propiedad de un ser viviente –dice von Uexkull– es expresión de una relación, que puede ser descubierta indagando la propiedad correspondiente del notificador. Así, pues, a cada propiedad de los seres vivos corresponde una propiedad complementaria en su mundo circundante, para verificar plenamente la relación».

Si toda propiedad de los seres vivientes hace referencia al medio y toda propiedad morfológica y funcional puede ser concebida como una necesidad vital, es indudable que toda necesidad vital hace referencia, directa o indirectamente, al medio en que la misma se pone de manifiesto. «La disposición de los tejidos y órganos de la planta –dice Karl Sapper, Filosofía Natural– corresponde a las necesidades vitales de ésta. Cualquier capítulo puede considerarse como respuesta a la pregunta siguiente: ¿Qué disposiciones anatómicas debe haber en la planta para que ésta pueda vivir en las variables condiciones de su ambiente?». [60] «La planta necesita protección contra una excesiva evaporación de agua: a esa necesidad satisface el sistema cutáneo (epidermis, peridermo, corteza). Debe estar defendida de «ataques mecánicos»: debe ser flexible, debe ser elástica, y al propio tiempo debe poseer la necesaria resistencia para no doblarse o troncharse».

La necesidad puede no estar actualizada, puede no manifestarse activamente. Un polluelo, cuando sale del cascarón, sigue a cualquier objeto moviente durante los ocho primeros días de nacido; pero transcurrido este lapso, si la necesidad vital latente no fuere actualizada, caducará, y el polluelo no seguirá a ningún objeto que se mueva delante de él, y hasta huirá de la propia gallina que lo empolló.

En el ejemplo anterior, podemos decir que el polluelo tiene necesidad vital de seguir a la gallina, la cual procura su alimentación y protección. En este caso, la necesidad vital coincide con el instinto. Pero aunque todo instinto puede concebirse como una necesidad vital, no toda necesidad vital es identificable con el instinto. La necesidad vital es, pues, un concepto más amplio y más profundo que el concepto de instinto, pues es aplicable indistintamente a vegetales y animales, lo cual no puede hacerse propiamente con el concepto de instinto.

Las necesidades vitales de una especie pueden no actualizarse íntegramente en todos los individuos pertenecientes a la misma. Todos los polluelos vienen al mundo con la necesidad vital de seguir a su madre, pero no todos logran actualizar dicha necesidad. Algunos hasta descarrían y pervierten sus necesidades vitales. El psicólogo Spalding provocaba el asombro de cuantos observaban cómo una bandada de pollos le seguía a donde él tuviera a bien. El secreto consistía solamente en hacerse seguir durante los ocho primeros días de maduración del instinto correspondiente en los polluelos (ley de supervivencia de los instintos, de William James). Tampoco puede decirse, por otra parte, que todos los individuos estén dotados de las mismas posibilidades de actualización de sus necesidades vitales.

Toda necesidad está coordinada funcionalmente con una propiedad del medio, pero sin que obligue a ser interpretada, según la concepción lamarckiana, como una consecuencia causal de la acción del medio. «Cuando un gusano de luz despide sus suaves rayos luminosos –proceso muy semejante al relucir del fósforo–, sabemos con seguridad que nos la habernos con un animal nocturno. Así, pues, consideramos las propiedades de los seres vivos como propiedades complementarias, y buscamos siempre en el mundo circundante cuál sea su otro término correspondiente». (von Uexkull). Puesto que se sabe que la oscuridad equivale a ausencia de energía luminosa, no puede decirse que la necesidad vital de la luz en ciertos animales nocturnos haya sido engendrada por la acción de una ausencia. «El fósforo reluce en la oscuridad. Pero a nadie se le ocurre pensar que la presencia del fósforo depende de la oscuridad». (von Uexkull).

Concebida la vida como un complejo de infinitas necesidades, salta a la vista que unas necesidades están subordinadas a otras, que priman sobre ellas. Así, la necesidad de ver en ciertos animales dotados del órgano de la visión explica la necesidad morfológica y funcional de acomodar la visión al objeto, de abombar o achatar el cristalino, de contraer o dilatar la pupila, según las circunstancias. Las necesidades vitales de protección exterior, de correlación química, de distribución de los elementos nutritivos, de sujeción de las vísceras, explican las necesidades vitales respectivas, subordinadas a aquéllas, de los correspondientes tejidos epitelial y secretor, conductor y de sostén. Del mismo modo, la necesidad vital de locomoción en el animal explica la presencia del tejido muscular y de los sentidos de la vista, el oído, el olfato, el tacto. Pero todas las necesidades vitales se integran en una gran necesidad fundamental: la necesidad de vivir, en donde «el cuerpo es un solo órgano y la vida una sola función» (Letamendi). «El móvil de toda acción vital –dice Pi Suñer– lo encontramos en la necesidad: la necesidad de vivir, de durar –individuo o especie–, de reproducirse. Y tal necesidad no podrá ser satisfecha si no se dan respuestas totales del organismo; las cuales suponen coordinación de actividades, integración vital».

11. Condicionamiento material de la vida por lo físicoquímico

La estructura que constituye lo orgánico no se da aisladamente, segregada de la estructura que constituye el mundo físico. Ambas estructuras –la física y la orgánica– aparecen coordinadas constituyendo un todo estructural en donde la legalidad específica de cada estrato se complementa con la del otro estrato existencial, y da origen a una tercera estructura compuesta integrada por las otras dos.

Lo primero que salta a la vista cuando se contemplan estos dos mundos, lo orgánico y lo físico, y la coordinación que tiene lugar entre los mismos, es que existe un ostensible condicionamiento del primero por el segundo. ¿De qué índole es este condicionamiento de lo biológico por lo físico?

En toda estructura, la totalidad del agregado condiciona materialmente a la estructura en su conjunto, y ese condicionamiento material reviste el carácter correspondiente a la esfera óntica respectiva. Si se tratara de una estructura lógica o matemática, ese condicionamiento material sería de índole ideal. Pero en el caso particular de la relación entre lo físico y lo orgánico, ese condicionamiento material es de índole existencial, ontológica. [61]

Al condicionar ontológicamente el mundo físico al orgánico, puede sostenerse que no se da en la naturaleza un fenómeno orgánico que no suponga previamente el asiento fisicoquímico. Lo fisicoquímico puede existir sin necesidad de que exista lo orgánico, y grandes milenios de nuestro planeta transcurrieron sin que aún hubiera aparecido la vida sobre su superficie. La circunstancia de que la materia inorgánica pueda existir en estados como el de la incandescencia, en donde la vida no puede tener lugar, muestra evidentemente el hecho de que lo fisicoquímico no depende de la existencia orgánica para su propia subsistencia. Por tanto, si existe algún condicionamiento de lo inorgánico por parte de la Vida, ese condicionamiento no será seguramente de orden ontológico. Y puesto que el condicionamiento más patente es el de la vida por la materia inorgánica, debemos proceder a investigar los diferentes aspectos que pone de manifiesto este condicionamiento existencial de lo orgánico por lo fisicoquímico.

Al erigirse el mundo orgánico sobre los fundamentos del mundo físico, la legalidad de lo orgánico necesita inexorablemente sujetarse a las leyes de lo físico. La primer nota de condicionamiento que advertimos al contemplar la relación entre estos dos mundos, es la que deriva del hecho de que toda manifestación del mundo físico está dotada de masa. Esta índole del agregado físico condiciona toda forma de vida: cualquier ser viviente queda sujeto, en cuanto es materia y energía, a las leyes de la gravitación y de la inercia.

Otros hechos ponen de manifiesto también cómo la liberación de la energía –cualidad configurante del mundo físico– tiene que ser el fundamento ontológico necesario de los fenómenos de la vida. La liberación de la energía que tiene lugar en el Sol, astro central de nuestro sistema planetario, sirve de fundamento a la existencia de ciertos organismos vegetales y hace posible la vida de los demás seres vivientes. Si no hubiera liberación de energía por el Sol, no existiría sobre el Planeta la vida que conocemos. Mediante la función clorofílica, la energía liberada por el Sol fija el carbono sobre el hidrógeno y el oxígeno, síntesis vegetales que son aprovechadas por los animales que de las plantas se sustentan, para constituir sus tejidos y reservas alimenticias; con lo cual puede decirse que, energéticamente, toda la vida está apoyada sobre la luz del Sol.

Los mismos procesos característicos de la vida tienen lugar realizando la cualidad configurante del mundo físico, o lo que es lo mismo, la vida transcurre sobre la base de una constante liberación de la energía acumulada en la materia. La desasimilación animal y el funcionamiento de sus órganos se producen con desprendimientos de calor, con liberación irreversible de energía.

El protoplasma, cuando introduce en su masa ciertos compuestos, conserva en estado potencial la energía que los mismos han acumulado en el momento de constituirse. Esta energía potencial es liberada en el momento oportuno y utilizada en la producción de determinados movimientos, en el mantenimiento de la temperatura adecuada o en la formación de otros compuestos. La materia absorbida es desintegrada, con la consiguiente liberación de energía mecánica, térmica, luminosa o eléctrica. En el conjunto de las células penetran substancias alimenticias constituidas por grandes moléculas orgánicas ricas de contenido térmico, las cuales se descomponen con reacciones exotérmicas, cuya liberación de energía mantiene los fenómenos de la vida.

El sistema químico que constituye la materia viviente se caracteriza –salvo en los complejos enzimáticos– por el gran tamaño y complejidad de las moléculas y por su alta tonalidad energética. La creciente complejidad de los elementos químicos inorgánicos se acusa por el aumento del peso atómico, y del mismo modo, la complejidad creciente de la materia viva se pone de manifiesto en el aumento del peso molecular, que alcanza cifras de 6.000 a 17.000 en la clara del huevo y de más de 30.000 en ciertas substancias proteínicas, aunque las células vivas no utilizan directamente los albuminoides, sino el producto de la desintegración de éstos que son los aminoácidos. Una característica de la materia viviente es su inestabilidad, como son inestables los elementos inorgánicos de elevado peso atómico; y la desintegración que tiene lugar en dicha materia viviente, al igual que la de los elementos radioactivos, va acompañada de una liberación de energía en sus formas diversas. El movimiento de cualquier animal o vegetal es una manifestación cinética de la energía que su organismo obtiene al desintegrar por oxidación, o por simple descomposición, las substancias alimenticias.

La vida está desintegrando constantemente materia para producir energía. Esa desintegración se produce sobre la molécula, pues la materia alimenticia que ingieren los seres vivos posee un alto peso molecular, y una vez que esta materia ha sido metabolizada, su descomposición se ha acompañado de producción de energía. También podemos considerar que la vida desintegra la materia cuando produce los fenómenos de electricidad y de fosforescencia. La producción de electricidad puede ser comprobada tanto en los animales como en los vegetales. El árbol eléctrico de la India Central despide tal descarga de electricidad que ningún pájaro o insecto se aproxima al mismo, y se afirma que es capaz de afectar una aguja magnética a 20 metros de distancia. El pez torpedo y ciertos peces de agua dulce, como el malapteruro del África y el gimnoto de la América del Sur pueden matar con sus descargas a animales de tamaño considerable. Está demostrado que la contracción muscular en los animales va acompañada de una liberación de energía mecánica, térmica y eléctrica. El funcionamiento del sistema nervioso también [62] pone de manifiesto calor y electricidad. La energía luminosa se manifiesta igualmente en animales y vegetales. Tal es el caso de algunas bacterias, de los cocuyos, de los gusanos de luz, de las noctilucas que hacen fosforecer los océanos, y de todos los seres vivientes que en las oscuras profundidades del mar están dotados de órganos productores de luz. Todos éstos son fenómenos de desintegración de la materia, de liberación de energía.

La liberación de la energía, dentro de los límites en que la vida puede manifestarse, es favorecedora de los procesos vitales, de su mayor crecimiento, multiplicación y rapidez en la verificación de los mismos. Cuando la levadura (Saccharomyces) vive en presencia del oxígeno, el número de calorías liberadas es 20 veces mayor que cuando vive sumergida en ausencia de oxígeno libre y verifica la respiración por desintegración molecular. La diferencia en la cantidad de energía liberada influye de tal manera en los procesos de la levadura que, cuando esta energía es menor, crece y se reproduce con lentitud, en tanto que cuando la energía liberada es mayor, el crecimiento y la multiplicación se producen con una gran rapidez.

Sabemos de la acción de la temperatura sobre una masa física cualquiera: la masa se dilata, disminuye su densidad, se libera energía. Siendo el protoplasma, básicamente, una estructura de naturaleza física sobre la cual se constituyen las funciones elementales de la vida, dicha estructura física queda sujeta a los cambios que tienen lugar en el mundo de la materia. Al elevarse la temperatura, disminuye la densidad de la masa del protoplasma y del líquido en que están sumergidas las células, al mismo tiempo que aumenta la velocidad de las reacciones químicas que en su seno se verifican. La influencia de la temperatura en el desarrollo embrionario fue comprobada por Lillie y Knowlton en el desarrollo del embrión de rana. De acuerdo con la ley de van't Hoff, por cada 10º que se eleva la temperatura, puede duplicarse o triplicarse la velocidad de una reacción química. Tal fenómeno tiene su repercusión en diferentes procesos biológicos. Hertwig observó que los huevos de rana, a los tres días, colocados a 10º de temperatura, alcanzaban el estado de gástrula; a los 15º, presentaban un esbozo de columna vertebral; a los 20º poseían branquias rudimentarias, y a los 249 estaban transformados ya en renacuajos. De esto dedujo que por cada 109 de elevación de temperatura, el desarrollo se verifica con una doble o triple velocidad. Loeb hizo la misma observación en los huevos de erizo de mar, y Claussen en la producción de anhídrido carbónico por los granos de trigo. El impulso nervioso, a 20º, muestra una velocidad 2 ó 3 veces mayor que a 10°. Snyder observó que el número de latidos del corazón de la tortuga, dentro de temperaturas comprendidas entre 5º y 30º, se duplicaba por cada 10° de elevación de temperatura. E igualmente, la velocidad con que marcha una hormiga, aumenta de 2 a 3 veces si se eleva la temperatura en 10º.

Las bajas temperaturas suelen disminuir la velocidad de los procesos carioquinéticos, y llegan hasta paralizarlos. Las temperaturas elevadas, pero no con exceso, aceleran la carioquinesis. No es necesario, naturalmente, que el protoplasma alcance, ni mucho menos, una temperatura de ebullición de sus líquidos para que la temperatura pueda resultar nociva a los procesos normales del mismo.

La temperatura ejerce también influencia sobre las enzimas, haciendo variar su estabilidad y su acción catalizadora. Para cada fermento existe una temperatura mínima, por debajo de la cual desaparece su acción catalítica, y una temperatura óptima, que hace posible un máximum de velocidad en las transformaciones correspondientes.

Todos estos ejemplos ponen de manifiesto que la elevación de temperatura, la dilatación de la masa, la disminución de densidad, en una palabra, la liberación de energía, conllevan un aumento en la velocidad de los procesos biológicos, tales como el desarrollo ontogenético, la reproducción, la locomoción, la transmisión del impulso nervioso, el ritmo cardíaco y respiratorio, &c.

Es, pues, evidente el condicionamiento material de la estructura orgánica por la física y que este condicionamiento es de índole existencial, ontológica.

12. Condicionamiento estructural de lo fisicoquímico por la vida

Establecido que existe un condicionamiento material ontológico del mundo orgánico por el mundo físico, de tal modo que cualquier alteración en la masa física de un cuerpo viviente afecta a los procesos vitales del mismo, queda por investigar la índole de cualquier posible condicionamiento del mundo físico por el orgánico.

Postular el condicionamiento de lo orgánico por lo físico, no conlleva la suposición de que los fenómenos orgánicos no sean más que meros fenómenos fisicoquímicos complejos, como creen erróneamente algunos. «Lo que hay de verdadero en la concepción fisicoquímica es que los organismos deben concebirse como formas; lo que hay de falso es que esas formas sean las que estudian la física y la química». (R. Ruyer, Esquisse d'une philosophie de la structure). Tampoco sentar el condicionamiento de lo físico por lo orgánico presupone necesariamente la afirmación de que lo orgánico constituya, en su última esencia, una clase de fenómenos metafísicamente distintos de los físicos. No nos interesa aquí, como tampoco en el mundo físico, determinar la sustancia metafísica de la materia o de la vida, para ver si coinciden o divergen. Sólo nos interesa en este lugar, como también cuando tratamos de lo físico, [63] el último sustrato existencial experimentable por nosotros intuitiva, inductiva o deductivamente.

Son dos cuestiones diferentes las de la especificidad de la vida y la del condicionamiento de lo fisicoquímico por la misma. El concretar los aspectos que diferencian la vida de la materia y hacen de ella un mundo sui géneris, pondría de manifiesto que, aunque la materia condicione existencialmente la vida, ésta parece otra cosa más que materia; que existe condicionamiento, pero no reducción de la vida a la materia. El postular el condicionamiento de la materia por la vida, constituye otro tipo de afirmación que consiste en sostener que la vida condiciona a la materia de alguna manera, cosa que no está sobreentendida en el hecho de que la vida no sea asimilable fenomenológicamente a lo fisicoquímico. Es claro que la mejor manera de probar que la vida gobierna en algún sentido a la materia, es mostrar previamente que la vida podrá ser o no metafísicamente idéntica a la materia, pero que al menos, no aparece a la observación desprevenida como un mero fenómeno fisicoquímico. «No cabe duda –dice L. von Bertalanffy, patrocinador de la Biología Organísmica– de que podemos describir los fenómenos concretos que se desarrollan en el organismo con arreglo a criterios fisicoquímicos, pero por esta vía jamás podremos caracterizarlos como procesos vitales». Uno de los biólogos que respalda la concepción holista de lo orgánico, J. B. S. Haldane, dice en What is life?: «la vida es un orden de procesos químicos»; «pero suponer que uno puede describir la vida plenamente sobre la base de estas líneas, es intentar reducirla al mecanismo, lo cual considero imposible». Y la palabra autorizada de un físico eminente goza en este punto de una decisiva significación: «El ordenamiento de los átomos en las partes más vitales de un organismo y la correlación de estos ordenamientos, difieren de una manera fundamental de todos aquellos ordenamientos de átomos que los físicos y químicos han hecho hasta ahora objeto de su investigación experimental y teórica». (E. Schrodinger, What is life?).

Un especial condicionamiento del mundo físico por el orgánico se pone de manifiesto en la simple consideración de los elementos biogenésicos, de los cuerpos químicos que integran la sustancia viviente. La vida se constituye, en un 99%, sobre elementos químicos –hidrógeno, carbono, nitrógeno y oxígeno– cuyo peso atómico no sobrepasa 16, y del 1% restante, los cuatro que forman necesariamente parte de toda materia viviente –magnesio, fósforo, azufre, potasio–, no van más allá del peso atómico 39. La vida se constituye, pues, primordialmente, sobre elementos, en general, de muy escasa densidad. La naturaleza propia de lo viviente exige que ello sea así. El mundo físico pone sus materiales para que la vida se constituya, pero ésta pone determinadas condiciones a esos materiales, los cuales deberán ser de una índole determinada, según las necesidades de la existencia orgánica. Esto evidencia un condicionamiento de lo inorgánico por lo orgánico. ¿De qué índole es ese condicionamiento? ¿Qué limitaciones impone la vida al mundo fisicoquímico?

En toda estructura, junto al condicionamiento material del agregado, y sobre él, está el condicionamiento estructural propiamente dicho, que dimana de la cualidad configurante. El condicionamiento material de la estructura biofísica es, como hemos visto, de índole ontológica. El condicionamiento estructural de ese mundo biofísico, ¿de qué índole puede ser?

Las condiciones que la vida impone al reino fisicoquímico, no implican una desviación o interrupción de las leyes específicas de lo inorgánico. Estas leyes continúan cumpliéndose inexorablemente en la materia orgánica como en la inorgánica. Pero el material que constituya la vida no podrá ser cualquier clase de material fisicoquímico, sino sólo aquella clase que la vida tolere, que la vida reclame y necesite para su subsistencia. La vida admite unos materiales y rechaza otros, y esta barrera que coloca la vida dentro del mundo inorgánico no puede ser traspasada sin que la vida deje de ser tal.

En el mundo inorgánico, hay una infinidad de reacciones posibles, una innumerable posibilidad de combinaciones de los elementos entre sí. Pero la estructura química de la vida, de cada especie, de cada individuo viviente, selecciona y recorta solamente un fragmento estrecho de esa infinita cantidad de posibilidades de combinaciones. Por lo tanto, obliga a la materia específica con que entra en relación a verificar una serie determinada de sus reacciones posibles, y no otras. Hay, pues, un gobernar la materia, no en cuanto a su legalidad física específica, no en cuanto a las reacciones que puedan producirse (pues las reacciones químicas del organismo están presupuestas rígidamente en las posibilidades reales de lo inorgánico), sino en cuanto al fragmento de lo inorgánico que haya de seleccionarse, en cuanto a la dirección fisicoquímica que haya de tomarse. Entre una infinidad de reacciones posibles, la vida selecciona las mejores para sus propios fines. La materia que entra en una individualidad química determinada es, en primer lugar, seleccionada; y en segundo lugar, configurada peculiarmente: con los mismos materiales de constitución, dos individualidades químicas distintas dan origen a dos series de combinaciones diferentes. En un mismo caldo de cultivo, el llamado bacilo pestoso y el del cólera producen en sus respectivos organismos dos configuraciones químicas distintas. Cada individualidad química tiene su propia ley de selección de combinaciones, y esa legalidad rige a la materia que le sirve de sostén. El condicionamiento de la materia por la vida es, pues, un condicionamiento selectivo: aparecen seleccionados los elementos útiles para la vida, las reacciones útiles para la vida, las combinaciones y descomposiciones químicas [64] útiles para la vida. «El problema de la vida –dice Verworn– sigue siendo hoy tan poco soluble por la vía mecanicista como en cualquier otro tiempo. Sabemos que la respiración, la circulación de la sangre, la digestión, la reabsorción, &c., se ajustan a las leyes de la física y la química; pero la fisiología no ha sido aún capaz de enseñarnos cómo puede explicarse la capacidad de selección de las células».

Lo que configura la selección, lo que mantiene la índole de la serie de combinaciones, es el principio esencial de la vida. La vida, pues, gobierna, configura la selección de las reacciones químicas posibles. A ese condicionamiento que es capaz de gobernar la selección de las combinaciones posibles, así como el músico gobierna la selección de las combinaciones posibles en las notas de su violín; a ese condicionamiento estructural que los fines propios de la vida imponen al material que le sirve de sostén, podemos llamarlo condicionamiento teleológico, en donde la finalidad que el concepto lleva implícito no tiene nada que ver –al igual que en la máquina– con una conciencia o intención inmanente en tal finalidad.

La estructura de la materia orgánica está integrada por una treintena de elementos químicos, y en esa estructura, cada elemento posee una función definida. Cada especie y cada individuo, dentro de una misma especie, posee una estructura fisicoquímica peculiar en cuanto al modo de combinar los mismos elementos. Y de ahí que lo que salva a una especie o a un individuo, puede matar a otra especie o a otro organismo de la misma especie. No puede ninguna estructura viviente escoger otras reacciones químicas que las que ya existen como posibilidad real en el mundo inorgánico (desde este punto de vista, está condicionada ontológicamente por lo inorgánico); pero cada estructura viviente escoge, entre la multitud de combinaciones posibles, las que se avienen con su peculiaridad vital (desde este punto de vista, la vida condiciona teleológicamente a lo inorgánico).

La primer condición que la vida impone a lo inorgánico es que los elementos biogenésicos sean los de bajo peso atómico, los de menor densidad. La treintena de elementos químicos que constituyen los cuerpos vivientes, se encuentran, debido a su ligero peso atómico, en abundancia sobre la superficie terrestre, hacia donde han sido desplazados por la fuerza centrífuga del Planeta. Pero esto no explica suficientemente por qué la vida se constituye sobre estos elementos químicos y no sobre otros, pues la proporción en que se encuentran en la superficie de la Tierra no es la misma proporción en que se hallan en los seres vivientes. Sólo el oxígeno, entre los cuatro elementos biogenésicos fundamentales que integran el 99% del peso total, ocupa casi el 50% de la masa del Planeta. ¿Es por puro azar –se preguntan avisados biólogos– que la vida se constituya primordialmente sobre el hidrógeno, que sólo integra el 1% de los elementos simples existentes en la superficie de la Tierra, y sobre el carbono y el nitrógeno, que no llegan al 2%, cuando hay otros elementos como el silicio, que constituyen el 26%, y el aluminio, más de un 7%, o el argón, que existe en la atmósfera en un 1%, los cuales están muy escasamente representados o no forman parte de la materia viviente?

El bajo peso atómico se considera como una condición necesaria para constituir la sustancia orgánica, como algo que responde a los fines propios de la vida, pues los elementos químicos de peso atómico poco elevado dan lugar a compuestos como los que demanda la naturaleza viviente: de gran solubilidad y de gran calor específico. Es sabido que según la ley de Dulong y Petit, cuanto menor es el peso atómico, mayor es el calor específico. De esto se deriva que cuanto menor sea la masa atómica de un cuerpo químico, mayor contenido calórico puede almacenar el átomo, o lo que es lo mismo, mayor cantidad de energía habrá acumulada en un ligero soporte de materia; lo que permite, además, cambiar con más lentitud su propia temperatura cuando la temperatura ambiente resulta modificada. Por otra parte, como es necesario que en los grandes procesos metabólicos sean solubles las substancias que en ellos intervienen, la gran solubilidad de los elementos químicos de poca densidad es un factor de gran relevancia en los fenómenos vitales. La vida se encuentra, por lo mismo, particularmente favorecida al constituirse sobre esos elementos de bajo peso atómico, de poca densidad, pues serán ellos los más adecuados a las continuas transformaciones energéticas que tienen lugar constantemente en el seno de la materia viviente. También favorece a la vida el hecho de que el carbono sea el integrante principal de todos los organismos, pues la propiedad que poseen los átomos de carbono de unirse entre sí permite constituir moléculas de gran tamaño provistas de cadenas laterales de todas clases, que pueden originar los más diversos compuestos; lo que unido a su cuatrivalencia y a la facultad del núcleo carbonado de llevar al mismo tiempo grupos ácidos y grupos básicos, hacen de él un elemento insustituible para la materia viviente. «Hay otro elemento, el silicio, que posee casi las mismas propiedades que el carbono: es también cuatrivalente y capaz de formar gruesas moléculas muy complejas, en las que se operan numerosas sustituciones. Pero a causa de su peso atómico más elevado (28), no forma sino compuestos insolubles, poco favorables para la constitución del protoplasma». (J. Massart, Elementos de Biología General y de Protistología).

Ese condicionamiento de lo físico por lo orgánico se echa de ver también en el hecho de que el agua sea la sustancia preponderante en los seres orgánicos, y tan indispensable que no puede haber vida en un medio anhidro. [65] El 50% del peso de los seres vivientes está constituido por agua, y en algunos animales marinos, como las medusas, esta proporción de agua alcanza hasta un 98% del peso del animal. Y la sustancia gris del cerebro, aquello que podemos considerar como la región anatómica de más elevada calidad funcional en el desarrollo filogenético, está constituida por un 85.8% de agua. La ventaja del agua para la vida reside principalmente en que el agua es, entre todos los cuerpos sólidos y líquidos, el de más elevado calor específico.

El análisis químico revela, pues, que los seres vivientes están constituidos por combinaciones complicadísimas de los elementos que en mayor o menor abundancia, se encuentran en las regiones exteriores de la corteza terrestre, en las aguas y en la atmósfera. «¿Es creíble –pregunta K. Sapper que un tal laboratorio químico, en cuya comparación nuestros laboratorios químicos son una chapucería, pueda haber sido formado al acaso por el juego de las moléculas y los átomos?» ¿Puede atribuirse a un azar caprichoso la posición de la córnea, el iris, el cristalino, el humor vítreo y la retina en el aparato de la visión? (Bleuler calculó la probabilidad de que la posición de esas partes respondieran a un origen fortuito, y encontró una fracción de probabilidad que se expresa por una cifra de 42 ceros). ¿Es un mero producto del acaso el que cualquiera que sea el grado de concentración, la proporción relativa en que se hallan en la sangre el cloruro de sodio (100), el cloruro de calcio (2.2) y el cloruro de potasio (1.5) sea siempre la misma? (Ringer comprobó que el ritmo cardíaco del ventrículo de rana se perturbaba sensiblemente cuando se producía cualquier alteración en la concentración normal de esas sales de cloro en la sangre. Si el medio líquido es muy alcalino, el corazón se detiene en sístole, y si es demasiado ácido, se paraliza en diástole). ¿Puede reducirse a una feliz coincidencia el que los cuerpos más dados a ser lanzados por la fuerza centrífuga a la superficie del Planeta, por causa de su menor densidad, sean justamente los que más favorecen los procesos de la vida? O ¿es que el principio configurante de la vida es capaz de conformar todo el universo físico a sus propios fines estructurales?

Si de acuerdo con la concepción estructuralista, que establece zonas de valor en el mundo físico –según el grado de realización de la cualidad configurante–, admitimos que los cuerpos de más baja densidad constituyen una zona de más valor en la jerarquía existencial de lo físico, puede decirse consecuentemente que la vida se constituye y asienta sobre la zona del mundo físico que está dotada de más valor, de más elevada jerarquía ontológica. El hecho de que el universo físico se desenvuelva hacia una creciente disminución de densidad, tentaría el suponer que ha ido desarrollándose hacia un estado existencial en que la Vida pudiera ser posible, como si fuera abriendo brechas por donde fuera dable a la Vida arribar a la superficie.

Pero no podemos, más allá de la enunciación de esta mera posibilidad, afirmar, con un mínimum de rigor, que el condicionamiento teleológico de lo físico por la vida pueda alcanzar tales dimensiones macrocósmicas. Lo que sí podemos rigurosamente sostener es que, al menos, en aquella región de lo físico en que lo orgánico se ensambla estructuralmente, hay sin duda un condicionamiento teleológico de la materia por la vida. Por otra parte, el hecho de que la sustancia viviente se constituya sólo sobre determinados elementos fisicoquímicos y no sobre otros, permite, aun desde un punto de vista fisicoquímico, establecer cierta diferenciación, cierta peculiaridad entre esta materia captada por la vida y la materia restante. Y puesto que una parte insignificante del mundo físico es la que está coordinada y hasta subordinada al mundo orgánico, es interesante considerar que esa pequeña parte del mundo físico está a su vez coordinada en unidad funcional con el resto del mismo y que, según sabemos, lo que ocurra en una pequeña parte de la estructura del universo físico afecta, aunque sea mínimamente, al resto del Universo, así como la más insignificante alteración dentro de un organismo afecta más o menos ostensiblemente al organismo entero. Por tanto, si la pequeña parte de lo físico que está coordinada a lo orgánico es dirigida de alguna manera por el principio de la vida, y a su vez reacciona sobre el resto de la realidad física, hay que llegar a la conclusión de que la vida es capaz de influir de alguna manera todo el mundo inorgánico, a través, por lo menos, de la pequeña parte de ese mundo que está bajo su dirección configurante. Desde este punto de vista, todo el universo físico resulta, con más o menos intensidad, condicionado teleológicamente por el principio configurante de la vida.

13. La sustancia del Mundo Orgánico

Cuando los elementos químicos se mezclan, combinan y estructuran de tal modo que es posible hablar, diferencialmente, de una materia protoplasmática, puede decirse que se ha entrado en un nuevo orden de existencia, que ha surgido la Vida.

Así como en el mundo físico hay un protagonista de todos los sucesos que es la energía, considerada sustancia de ese orden de realidad, la cual no es directamente experimentable por nuestros sentidos, pero a cuyo concepto arribamos por vía inferencia], del mismo modo, en el mundo orgánico, reconocemos un protagonista de todos los sucesos que tienen lugar en ese estrato de la existencia. Al conjunto de factores dinámicos que hay que presuponer determinando los procesos biológicos, podemos considerarlo como protagonista del mundo orgánico, como sustancia experimentable de ese orden de realidad. A ese sustrato del mundo orgánico llamamos Vida, un ente que, ]66] como la energía, no se nos da directamente a la intuición, pero el cual tenemos que reconocer por vía inferencial, aun cuando –como dijera Meyerson de la energía– constituya «un concepto imposible de definir claramente en su totalidad».

No son palabras sinónimas las de vida y lo orgánico. Podemos tener de lo orgánico una experiencia inmediata; podemos hasta describirlo con el rigor con que lo hacen la anatomía y la fisiología: órganos, funciones, correlaciones. Pero la vida no es tan fácil describirla: siempre se nos muestra como algo cubierto de velos. Al penetrar en el mundo orgánico, dice Pi Suñer, «tropezamos con la primera entidad oculta, la primera palabra con la cual sustituiremos una explicación: la vida. Vida que podemos definir, que estudiamos cuidadosamente, de la cual sabemos las circunstancias y los efectos, pero de la cual ignoramos lo que sea».

Cuando un individuo cualquiera hace el juicio de que un organismo determinado tiene vida o no la tiene, este tipo de juicio no se refiere a la misma clase de objeto que cuando enuncia la posibilidad de que posea o no posea un alma sobreviviente al cuerpo. No se refiere a ningún objeto metafísico cuando afirma la presencia de la vida, que no puede, sin embargo, experimentar directamente, como tampoco había ninguna suposición metafísica en la admisión de la existencia de los átomos cuando su realidad sólo podía deducirse por muy escasos efectos.

De un cuerpo orgánico decimos que tiene o que no tiene vida, según que haya órganos que funcionen o que todos los órganos hayan dejado de funcionar. Cuando hay función de algún órgano, decimos que hay vida. Pero no podemos decir que la vida sea meramente la función, identificando a la una con la otra. La vida se nos aparece determinando la función, aun cuando no tengamos experiencia inmediata de la vida. Y mientras el organismo no ha constituido debidamente sus órganos, cuando aún está formándose y no existen funciones regulares todavía, concebimos dichos órganos embrionarios como el resultado de una oculta, aunque efectiva, actividad vital formatriz.

Vida y función no son conceptos idénticos, y por ello no es redundancia ni tautología la expresión: si un órgano funciona, tiene vida. Antes de que pueda constituirse un complejo fisicoquímico dotado de una propiedad elemental característica de la materia viviente, antes de que aparezca el protoplasma, hay ya que admitir una actividad o principio originario capaz de configurar ese complejo material de tal modo que haga posible en el mismo esa función elemental de lo viviente. Nos vemos impedidos a inferir la existencia de un principio activo que dota a la materia de función, designándolo con el término vida, sin saber propiamente lo que es ni cómo actúa. De lo contrario, habría necesariamente que explicar el ser viviente como la consecuencia de una inexplicable casualidad.

Podernos relacionar, más o menos directamente, la sustancia del mundo orgánico, como la del mundo físico, con el agente dinámico que se encarna en el principio configurante de cada una de esas estructuras, sin que ello suponga que nos sea dable por ahora añadir algo más a esta simple enunciación.

Baste, pues, con establecer que la sustancia del mundo físico, la energía, da paso a una nueva sustancia, la vida, que sirve de sustrato real a una nueva estructura de la existencia: el mundo orgánico. Este cambio en la sustancia da origen a una nueva configuración en el cuadro de las categorías que rigen la existencia natural.

14. El cuadro de las categorías en el Mundo Orgánico

«Lo espacial, la materia, lo temporal y la causalidad son los cuatro conceptos en cuyo ámbito general se desenvuelve toda ciencia de la naturaleza como experiencia de fenómenos», escribe Hans Driesch en su Metafísica. Pero el cambio de sustancia que tiene lugar dentro de la existencia natural cuando la sustancia propia del mundo físico, la energía –que es a lo que se reduce en última instancia la materia–, se sustituye por una nueva sustancia, la vida, al advenir el mundo orgánico, da lugar a que la relación entre las categorías existenciales cobre un sentido diferente.

En el mundo físico, la sustancia, que es la energía, sirve de fundamento a toda acción causal; de la causalidad generadora de cambios, que son sucesiones, surge el tiempo real, la temporalidad; y puesto que los cambios abarcan una extensión determinada, que es el espacio real, de esa noción de temporalidad se extrae la de espacialidad. El carácter del tiempo real, de los cambios que tienen lugar en el mundo físico, se explican siempre, pues, en función de la categoría causal, y de la categoría temporal derivan las determinaciones de la espacialidad.

Pero al surgir un orden de existencia natural cuyo último sustrato real no puede ser reducido a la energía, sino a otro tipo de actividad natural al cual damos el nombre de vida, los cambios que tienen lugar en ese nuevo estrato que es el mundo orgánico no pueden ser explicados en función de la categoría causal, sino en cuanto miremos desde el punto de vista fisicoquímico los procesos que tienen lugar en los seres vivientes. Pero ya sabemos que esos procesos vitales no admiten ser explicados exhaustivamente en puros términos de fisicoquímica, y que incluso, para descubrir su legalidad específica, cabe contemplarlos provisoriamente con abstracción de los fenómenos fisicoquímicos que les sirven de base.

La relación entre las categorías de espacio y tiempo experimenta también una alteración [67] al surgir una nueva sustancia en el entramado de los fenómenos naturales.

15. El Mundo Orgánico sobrepasa la categoría causal

En cuanto la Vida condiciona teleológicamente a lo físico y establece una determinación sobre la serie causal de estos fenómenos, puede sentarse que el mundo orgánico contrarresta, neutraliza y sobrepasa la causalidad. Sólo en la medida en que la Vida es condicionada ontológicamente por lo fisicoquímico, puede decirse que lo orgánico queda sujeto a la acción de la causalidad.

Estos conceptos de von Uexkull muestran que los procesos del ser vivo no pueden ser explicados en puros términos de causalidad, como los fenómenos que tienen lugar en el mundo de lo inorgánico : «Cada ser vivo se caracteriza por no estar obligado, como un objeto muerto, a recibir y trasmitir sin selección cada efecto del mundo exterior, sino que posee la capacidad de oponerse al mundo exterior, como sujeto que recibe los efectos del mundo exterior que se le acomodan y suprime los que le perturban». «Las leyes de la vida no son nunca las puramente mecánicas que sólo conocen causa y efecto, sino siempre de la índole de las que enlazan las relaciones de la parte con el todo». «Hay que atribuir a los genes y a los organizadores propiedades corpóreas, con las cuales actúan sobre la materia en el protoplasma; pero por otra parte, obedecen, también, a impulsos incorpóreos que no pueden coordinarse en la serie de las causas».

Por eso Bunge percibió el sentido de la vida en la actividad; Heidenhain dice que la vida es siempre algo activo; Schultz la concibe cabalmente como acción, y Strecker, que ha llegado a escribir un libro sobre el principio de causalidad en la biología, sostiene que todo organismo es una acción, en tanto que cualquier objeto físico o químico sólo puede entrar en acción. «Queda un residuo de fenómenos en cada ciencia –dice Pi Suñer– y más particular en biología, que parece escapar a un rígido encadenamiento causal»; «son hoy en buen número los biólogos que no reconocen validez a la causalidad informando los fenómenos vitales».

La consecuencia más ostensible de este hecho de que el mundo orgánico, en lo que tiene de específico, sobrepase la categoría causal, es que la temporalidad, las sucesiones en los procesos vitales, v las relaciones de posición en el espacio, no derivan de la categoría causal, sino de otra categoría: la finalidad, que es inherente a la propia vida y que, en sustitución de la categoría de causalidad, emana directamente de su propia sustancia. «El sujeto vivo –dice von Uexkull, dentro del teleologismo estático que patrocina– introduce en el desierto de los hechos físicos, de los cuerpos sin vida, que sólo están señoreados por la ley de causa y efecto, su ley propia, que es la conformidad a plan».

Puede darse, pues, por establecido –en concordancia con el punto de vista de los más destacados biólogos contemporáneos– que la causalidad, en la medida en que se relaciona este concepto con lo específicamente orgánico, es sobrepasada por el mundo de los seres vivientes. La sustitución de la causalidad por la finalidad significa justamente la liberación existencial de la categoría causal.

16. La categoría de finalidad en la estructura del Mundo Orgánico

Al considerar las nociones de finalidad y de estructura en lo biológico, debemos tomar en consideración varios puntos. En primer lugar, que el concepto de estructura no obliga a ser tratado en términos de fin, o lo que es lo mismo, que la noción de estructura puede ser contemplada tomando en cuenta simplemente el concepto de cualidad configurante. En segundo lugar, que no todo lo que deviene necesita ser tratado en términos de finalidad, ni tampoco en términos de estructura. En tercer lugar, que algo que no devenga y que hasta constituya una estructura plenamente realizada, puede mostrar o no una finalidad. En el primero de estos dos casos, la noción de cualidad configurante puede coincidir con la de fin. Igualmente, una estructura en devenir puede poner de manifiesto una finalidad que coincida con la cualidad configurante de dicha estructura. Todo lo cual indica que los conceptos de cualidad configurante y de finalidad son heterogéneos y que, por lo tanto, pueden o no coincidir entre sí.

Partiendo de los anteriores supuestos, vale la pena indagar si los procesos que tienen lugar en las estructuras biológicas, para ser explicados exhaustivamente, desde un punto de vista fenomenológico, exigen el reconocimiento de la noción de finalidad. O lo que es lo mismo: ¿Podría agotarse lo dado de las estructuras biológicas prescindiendo sistemáticamente de la noción de finalidad?

Investiguemos la condición estructural y la noción de fin en el aparato de la visión. Si consideramos las diferentes partes que lo integran, advertimos que la pupila, el cristalino, la retina, tienen funciones específicas en ese aparato estructurado de la visión. Podríamos decir que la cualidad configurante de esa estructura, aquello que condiciona en coordinación funcional la totalidad y cada una de las partes, es la visión adecuada a las necesidades perceptuales del organismo. ¿Podemos prescindir de la noción de fin en esa estructura? ¿Podemos pasar por alto que la visión adecuada constituye un fin al cual se acomoda cada una de las partes de ese aparato; que cada una de esas partes existe y funciona para el fin de la adecuada visión?

Cuando el cristalino se achata o abomba, cuando la pupila se dilata o contrae, se pone de manifiesto una finalidad: cada función aparece orientada [68] hacia el fin de ver adecuadamente. No parece que pueda explicarse la función de una parte del aparato de la vista sin atribuirle un fin a todo ese aparato. ¿Por qué habría de estar anatómicamente dispuesto el cristalino para achatarse o abombarse y la pupila para dilatarse y contraerse si no existiera el fin implícito de ver adecuadamente?

Podría soslayarse el concepto de finalidad si dijéramos, refiriéndonos, por ejemplo, a la constricción y dilatación de la pupila: cuando hay mucha luz, se obtiene una visión adecuada al contraerse la pupila; cuando hay poca luz, se obtiene una adecuada visión al dilatarse la pupila. En ambas proposiciones podría describirse en puros términos de estructura todo el proceso, considerando cualidad estructural la adecuada visión, que configuraría cada proceso en el normal funcionamiento del aparato de la visión. Pero ¿sería legítima esta sistemática proscripción verbal del concepto de fin?

Se le teme justamente a la intromisión de psiquismos en el ámbito de lo puro orgánico, y por ello se trata de proscribir cualquier interpretación de finalidad, aunque esté desprovista de toda psicoanalogía, aunque no sea consciente o intencionada como en la vida psíquica, ni valiosa como en la vida espiritual. Así, por ejemplo, el propio von Uexkull, rehuyendo el concepto cabal de fin, que en lo orgánico se desenvuelve forzosamente a través del tiempo, define su método diciendo: «La conformidad a plan sólo es dada en la intuición espacial. En eso se diferencia de la tendencia a un fin, la cual añade el tiempo como ulterior factor». La obligada voluntad de rigor científico y el sano temor a caer en teleologismos metafísicos no debe llegar a violentar la naturaleza propia de lo orgánico, congelando el proceso vital en el espacio y escamoteando artificialmente el tiempo. Ese mismo plausible espíritu de rigor científico es el que lleva a von Bertalanffy, a Ungerer, a Haldane, sustituyendo el concepto de fin por el de totalidad, a interpretar el mundo orgánico justamente en términos de estructura, pero a pasar por alto deliberadamente, violentando la naturaleza de los hechos, la noción de fin que es inherente a ese orden de realidad.

El concepto teleológico, en el sentido con que lo usamos aquí, no lleva implicadas intención o conciencia de algún género, sino tan sólo el reconocimiento objetivo de la determinación de los sucesos por algo que ha de ser en el futuro, en contraposición a la determinación causal, que explica los fenómenos por algo que ha sido en el pasado. En lo físico, lo determinante es la causa, el proceso antecedente; en lo orgánico, lo determinante es el efecto, el proceso consiguiente. No sería propio decir que el efecto determina o condiciona la causa, pues los términos de causa y efecto tienen un alcance delimitado que supone la relación escueta entre un antecedente determinante y un consecuente determinado. Pero en donde quiera que el efecto no se explica por la causa, sino la causa por el efecto (la adecuada visión es el efecto de la contracción o dilatación de la pupila, pero éstas sólo se explican por aquélla), estamos frente a un caso de finalidad. No conocemos otro término más adecuado que éste para designar, en la explicación de un proceso, la índole del condicionamiento que tiene lugar cuando algo que ha de ocurrir en el futuro sirve para explicar lo que está aconteciendo en el presente o lo que ha acontecido en el pasado. «La biología ha venido a probar –escribe Pi Suñer– que toda manifestación vital se cumple con vistas a un futuro, al cumplimiento de un objeto, lo cual hace posible la vida». Y von Uexkull no deja de reconocer esta determinación del pasado por el presente y del presente por el futuro: «En todas partes donde se origina vida, reina una ley no física, pues la física conoce simplemente el efecto de lo antecedente sobre lo siguiente en el tiempo; pero jamás la reacción de lo siguiente en el tiempo sobre lo antecedente».

Donde quiera que una explicación necesite fundamentarse en la preposición para, el concepto de finalidad es ineludible, si bien puede estar depurado de toda atribución psíquica. «El problema de la biología es dar una explicación mecánica de la vida. Mas la vida se nos presenta a la observación con una finalidad interna. Así, pues, el conocimiento que necesitamos adquirir de las formas (morfología) y de las funciones (fisiología) será necesariamente fundado en el principio de finalidad: deberemos indagar siempre el para qué de esta forma y de aquella función. A nuestra observación, pues, aparecen los seres vivos como sistemas internos de medios y fines». (Pi Suñer.)

Quien se empeñara en eludir a todo trance la categoría de finalidad del mundo orgánico, podría sustituir el para por el porque. A la pregunta: ¿por qué se dilata y se contrae la pupila cuando existen variaciones de iluminación?, cabría responder que porque la estimulación de la luz sobre la retina provoca automáticamente una serie de reflejos que determinan dichas contracción y dilatación. El mundo físico, considerado aisladamente, puede explicarse por la conjunción causal porque; pero el mundo orgánico necesita ser explicado por la preposición para. Sustituir el para por el porque no sería más que una fórmula elegante para explicar perifrásticamente un proceso finalístico con terminología de causalidad. Aquí tiene cabida la afirmación de Sócrates en el Fedón de Platón, de que en última instancia la finalidad es lo que determina el que esté sentado en la cama conversando con sus discípulos y presto a beber la cicuta; si bien en ese caso la finalidad es consciente y voluntaria, y está dotada de valor: «Me pareció como si dijera: Sócrates hace mediante la inteligencia todo lo que hace; y que en seguida, queriendo dar razón de cada cosa que yo hago, dijera que hoy, por ejemplo, estoy sentado en mi cama [69] cama porque mi cuerpo se compone de huesos y de nervios; que siendo los huesos duros y sólidos, están separados por junturas, y que los nervios, pudiendo estirarse o encogerse, unen los huesos con la carne y con la piel, que encierra y abraza a los unos y a los otros; que estando los huesos libres en sus articulaciones, los nervios que pueden extenderse y encogerse, hacen que me sea posible recoger las piernas, como veis, y que ésta es la causa de estar yo sentado aquí y de esta manera. O también es lo mismo que si para explicar la causa de la conversación que tengo con vosotros, os dijera que lo era la voz, el aire, el oído y otras cosas semejantes; y no os dijese ni una sola palabra de la verdadera causa, que es la de haber creído los atenienses que lo mejor para ellos era condenarme a muerte y que, por la misma razón, he creído yo que era igualmente lo mejor para mí estar sentado en esta cama y esperar tranquilamente la pena que me han impuesto».

Los experimentos de Hans Driesch revelan que no se puede prescindir del concepto de finalidad al interpretar los procesos biológicos y que no es posible explicar éstos en puros términos de causalidad. Para explicar cabalmente los cambios temporales y espaciales en la parábola de un proyectil, basta con tener en cuenta el conjunto de las causas operantes; pero para explicar el fenómeno en virtud del cual determinadas funciones son asumidas sustitutivamente por ciertos órganos que no son los que ordinariamente las realizan, cuando los órganos encargados de aquellas funciones resultan anormalmente impedidos de realizarlas, es indispensable recurrir a la categoría de finalidad. No hay modo de explicar debidamente, si no es en función de finalidad, por qué ciertos peces a los cuales extirpó von Frisch la vejiga natatoria, lograron al cabo de algún tiempo nadar otra vez, llenando de aire el estómago para convertirlo en vejiga natatoria; no hay modo de explicar suficientemente, si no es sobre la base del concepto de fin, por qué ciertas palomas a las cuales Voit suministraba una dieta pobre en calcio, mostraban en su esqueleto una mayor concentración calcárea en las alas que en el cráneo, acumulando el calcio en donde más indispensable era: en los órganos de locomoción; no hay modo de explicar tampoco, si no es en términos de finalidad, por qué cuando un ave se fractura un ala o una pata, suele poner huevos sin cascarón, concentrando las sales calcáreas en la reparación de la fractura.

Los procesos del mundo orgánico no se pueden interpretar sin concebirlos análogamente a los movimientos que tienen lugar en una máquina, aun cuando haya diferencias esenciales entre un organismo y una máquina. En uno y otro caso, cada órgano como cada pieza, se explica por la función que realizan con vistas a un fin. Si aspiramos a mantenernos rigurosamente dentro de lo dado, no hay por qué empeñarnos en deducir quién puede haber dispuesto esas piezas o esos órganos a la finalidad a que están subordinados. Si quisiéramos buscar la conciencia o intención que impusieran tal finalidad a la máquina o a la estructura biológica, tendríamos que remontarnos, en el caso de la máquina, hasta la psique del hombre que la ideó, y en el caso de los procesos biológicos, hasta una voluntad metafísica que es innecesario e infecundo postular cuando pretendemos movernos dentro de la órbita rigurosa de lo dado. No es menester la presuposición de ningún grado de conciencia para que pueda darse por establecida una teleología fenomenológica en los reinos de la materia viviente. «¿Quién podría discutir –dice Pi Suñer– que los sucesos de la vida se desarrollan –conscientes o inconscientes– de igual modo que si tendieran a un fin?»; «las formas más primitivas de la vida y las más complicadas y de mayor alcurnia, funcionan cual si respondieran en sus actos a una finalidad. Esto, que es indiscutible, aporta argumentos valiosos a aquéllos que afirman que el determinismo, el criterio de causalidad, no es siempre aplicable cuando se intente explicar los fenómenos de la vida».

La finalidad es, pues, una de las categorías de la existencia, y aparece plenamente en el mundo orgánico al sobrepasarse la causalidad. Puede haber, por otra parte, en esta categoría, como en la causalidad, espacialidad, temporalidad, y en la propia categoría de sustancia, algo de subjetividad, de aprioridad lógica, de trascendentalidad en el sentido de Kant, pero no se da íntegramente como subjetividad, como tampoco la sustancia, la causa, el tiempo y el espacio. Si podemos aplicar finalidad y causalidad, espacialidad y temporalidad en unos casos, y en otros no, hemos de reconocer que algo objetivo debe de haber en relación con todas dichas categorías, y por tanto con la categoría de finalidad.

17. La categoría espacial en el Mundo Orgánico

Ni la temporalidad ni la espacialidad son sobrepasadas por el mundo orgánico, como ocurre con la causalidad. «No se puede desintegrar el concepto de vida del de espacio, como no se puede separar tampoco del concepto de tiempo». (Pi Suñer).

Pero también muestra el estrato natural de lo viviente un impulso liberador con respecto a estas dos categorías. En este nuevo orden de realidad que constituye el mundo biológico, la liberación categorial muestra un extraordinario progreso, con respecto al grado e índole de la liberación que tiene lugar en el mundo físico. Este progreso consiste, no tanto en una diferencia de cantidad, como de calidad.

La existencia, como si rastreara esa libertad por otros caminos, engendra un orden de realidad cualitativamente distinto de lo físico, en donde, en primer término, una de las categorías [70] –la que deriva directamente de la sustancia, esto es, la causalidad– resulta dominada, no por acumulación de una máxima intensidad energética, sino sobrepasándose como categoría por la existencia natural; y en segundo lugar, la temporalidad y la espacialidad resultan al mismo tiempo dominadas en mejor grado que en el mundo físico.

En los seres vivientes, hay un mejor dominio del espacio que en los inorgánicos, puesto que éstos están determinados mecánicamente en sus posibilidades de expansión por la acción de las fuerzas externas. Pero la movilidad, de que en mayor o menor grado están dotados todos los seres orgánicos, supone siempre una autoactividad en el espacio. Los órganos de locomoción en los animales, lo mismo que ciertos órganos especiales de desplazamiento existentes en el reino vegetal, hacen, pues una referencia directa a un mejor dominio de la espacialidad.

A diferencia del mundo físico, donde el espacio real se deriva de la temporalidad, la relación entre estas dos categorías queda invertida en el mundo orgánico, pues el tiempo es el que se deriva del espacio biológico, por virtud de que la sucesión en los procesos vitales depende de factores espaciales, como son el tamaño y la forma, la posición y la distancia. «Recordemos los efectos de posición –dice Pi Suñer– en el caso de las propiedades de los genes. Bien se ve con todo esto como las cualidades espaciales han de ser tenidas en cuenta en biología. En el desarrollo embrionario se observa como en ningún otro ejemplo que las relaciones espaciales condicionan inmediatamente toda la fenomenología biológica». Los efectos de posición de los genes, que implican relaciones espaciales, constituyen el punto de partida para determinar los distintos procesos, los cambios que se suceden en el organismo. La capacidad de las células para organizar su órgano correspondiente «decrece según la distancia de estas células al punto central del campo respectivo» (Huxley y de Beer, The Elements of Experimental Embriology).

El tempo respiratorio y circulatorio, la velocidad de los procesos vitales en general, queda afectado igualmente por factores de índole espacial. «En seguida que los organismos adquieren algún volumen y cierta complicación –escribe Pi Suñer– ya no pueden respirar sus células por simple contacto de su superficie con el aire atmosférico: se hace necesario un aparato especial respiratorio y un sistema circulante que vehicule el oxígeno a los tejidos y lleve el anhídrido carbónico al exterior». «Bien se comprende que, por ejemplo, las leyes fisiológicas que regirán la circulación en un animal milimétrico no podrán ser iguales a las de otro animal cuyos vasos cuenten largos metros de longitud. Variará el necesario impulso motor, y la presión en los vasos; será distinta la influencia relativa de la viscosidad del plasma. La función, en uno u otro caso, se desarrollará de manera distinta». Saltan a la vista las consecuencias que la diferencia de dimensión espacial tiene en la circulación de dos mamíferos como el elefante y el ratón. El primero, que posee un gran volumen, sólo necesita para la verificación normal de su circulación 25 ó 30 latidos por minuto; el segundo, cuyo tamaño es mucho menor, exige 600 ó 700 latidos por minuto. Y esta diferencia en el ritmo de la circulación se advierte, correlativamente con las diferencias de tamaño, entre el niño y el adulto.

En general, en los animales homeotermos, la intensidad de los procesos metabólicos, cuya sucesión constituye la materia prima para la constitución del tiempo fisiológico, resulta tanto mayor cuanto menor es el volumen del animal. Rubner expresa este hecho mediante una relación entre la intensidad del metabolismo y la masa del animal, en donde el cociente es tanto más pequeño cuanto mayor es el tamaño de dicho animal.

La velocidad del impulso nervioso varía con la especie animal, con la naturaleza del órgano en que termina el nervio, con las condiciones del medio y con la temperatura, pero también con el diámetro –categoría espacial– de la fibra nerviosa.

«El tiempo fisiológico –dice A. Carrel, en La Incógnita del Hombre– es un flujo de cambios irreversibles de los humores y los tejidos»; «sus características dependen de la estructura del organismo y de los procesos fisiológicos relacionados con dicha estructura».

Antes de que haya procesos que constituyan la trama metabólica de un organismo, existen ya localizaciones genéticas, determinaciones espaciales que sirven de fundamento a esos procesos. En un orden de realidad como el orgánico, donde los cambios se originan por virtud de la categoría teleológica, esos cambios tienen predeterminados su inicio y su término dentro de áreas espaciales delimitadas que los condicionan anatómicamente, aun cuando no haya órganos especializados todavía.

18. La categoría temporal en el Mundo Orgánico

Así como no se puede desgajar el concepto de vida del de espacio, del mismo modo tampoco se puede separar del concepto de tiempo. Para Pi Suñer, «el individuo no puede ser considerado simplemente como un sistema en el espacio», sino además, como una «sucesión de fenómenos enlazados e inseparables, con un pasado, un presente y un futuro, una historia y un destino, con una existencia en el tiempo»; «no puede ser eludida la intervención del factor tiempo cuando se trate de determinar las condiciones en que se desenvuelven los fenómenos vivientes. Se trata de relaciones espacio-temporales constituyendo conjuntos de una enorme complicación»; «si las partes se influyen, se influyen igualmente los momentos en el curso de la vida»; «en toda manifestación vital hay que contar, por ende, con el tiempo, como también en todos los fenómenos del mundo físico. Todo el Universo se desarrolla sobre la pauta del tiempo». [71] «El vivir –dice Dilthey– es un acontecer en el tiempo, en el cual cada estado se transforma y se asienta en el anterior y en el cual cada momento se convierte en pasado».

El mundo orgánico supone también un mejor dominio de la categoría temporal que el mundo físico cuando aumenta los valores de velocidad en las reacciones químicas que tienen lugar en la materia viva.

Las sustancias químicas que están presentes en los organismos vivos, reaccionan con una extraordinaria lentitud cuando se les sitúa en los recipientes de los laboratorios. Algunas de estas reacciones exigen meses y hasta años para verificarse íntegramente. Por esta razón, los químicos utilizan halógenos como el cloro y el bromo, ácidos minerales, álcalis poderosos, fuertes presiones y elevadas temperaturas para lograr rápidamente las reacciones deseadas. Pero los organismos vivientes no necesitan de esos agentes enérgicos ni de esas condiciones extraordinarias de temperatura y presión para producir las reacciones exigidas por la materia viviente, y las verifican con una sorprendente rapidez. La causa de esa extraordinaria velocidad en las reacciones químicas que tienen lugar en el seno de las células radica en los llamados fermentos, en los catalizadores específicos, de los cuales existe en la materia viviente una inmensa variedad. Sin fermentos no pueden existir seres orgánicos. Es indispensable para la vida la presencia de estos aceleradores químicos, dada la rapidez con que los procesos vitales tienen que desintegrar los materiales incorporados y sustituirlos inmediatamente con otras sustancias. Y es por esto que en el protoplasma pueden desdoblarse rápidamente y a bajas temperaturas la sacarosa, la maltosa, el almidón, las sustancias albuminoideas. «Los fermentos de las células vivas representan un aparato extraordinariamente completo y racional (si se pueden permitir estas palabras) –dice el ruso A. I. Oparin– para la aceleración de las acciones entre las sustancias orgánicas»; «a pesar de los grandes progresos de la técnica química, no se ha logrado obtener aceleradores tan poderosos como los que poseen los seres vivos». Así, el azúcar de caña se hidroliza tanto por el ion hidrógeno como por el fermento invertasa; pero según Euler, la invertasa de las levaduras descompone el azúcar de caña con diez millones de veces más velocidad que el catalizador inorgánico.

Podemos, pues, decir que si los fermentos son característicos de la vida y su función consiste en acelerar procesos químicos, parece deducirse que la vida, a través de sus fermentos, es capaz de favorecer más eficazmente los procesos fisicoquímicos que el propio mundo físico sin el auxilio de la vida. Valores de velocidad en las reacciones químicas que no son alcanzadas por el mundo físico cuando la materia se mueve meramente dentro de la estructura física, son sin embargo, obtenidos cuando la vida y su principio configurante se coordinan estructuralmente con la existencia física.

La aparición de un nuevo estrato existencial de distinta sustancia, la vida, significa, pues, un más alto grado de liberación categorial. Al sobrepasarse la categoría de la causalidad y señalarse un progreso cualitativo en la liberación espacial y temporal, registramos el hecho de que la libertad, que aparecía como cualidad específica del mundo físico, no es patrimonio exclusivo de este orden de realidad, sino que se extiende, por lo menos, también a la naturaleza orgánica. Vemos así que toda la existencia natural comprendida entre lo físico y lo mero orgánico está traspasada por la cualidad de la liberación categorial.

Además, así como el organismo viviente recorta una extensión y una forma determinadas por su propia naturaleza, así también recorta su individualidad dentro del tiempo, al configurar los procesos vitales un tempo fisiológico que le es propio y específico.

La vida, pues, constituye, entre otras cosas, un gran órgano de la existencia para acelerar la liberación con respecto a las categorías de espacio, tiempo y causalidad.

19. La cualidad configurante del Mundo Orgánico

Partiendo de lo antes establecido de que el principio configurante constituye el agente determinante que da origen a la serie de modificaciones de la cualidad inmanente, que en el caso de la estructura del mundo orgánico implica toda una serie de formas, órganos y aparatos, supeditados funcionalmente, en grado diverso, a la cualidad configurante de dicha estructura, y partiendo de que es esta cualidad estructural lo más accesible a la observación entre los ingredientes configurantes de la estructura, resulta obligado preguntar: ¿Cuál es la cualidad estructural del mundo orgánico?

¿Cuál puede ser esa cualidad configurante que va realizándose por grados en la estructura del mundo orgánico, al imprimir el agente dinámico que la porta nuevas modalidades a la específica cualidad inmanente; que va extrayendo nuevas notas y nuevas melodías de un mismo material protoplasmático? ¿Cuál puede ser ese valor que, en grado diverso, aparece realizado a través de las distintas especies biológicas?

Si en el mundo de lo físico, los especialistas han sido bastante remisos en establecer diferencias de valor entre las diversas formas de manifestarse dicho orden de realidad, los especialistas de la biología, aun los más rigurosos, no muestran igual hostilidad al establecimiento de diferencias en los grados de valer biológico. Frecuentemente los biólogos se refieren a organismos superiores e inferiores y a grados de perfección filogenética. Pero esos conceptos de superior e inferior, así como [72] el de perfección, llevan implicados el concepto de jerarquía, que hace obligada referencia a valores.

¿Con qué cualidad vital relacionan los biólogos esa mayor o menor perfección filogenética? El principio de la división del trabajo fisiológico, formulado por Milne Edwards desde el siglo XIX, considera tanto más perfeccionada la especie a que pertenece un organismo cuanto más grande sea la división del trabajo fisiológico entre las distintas células que lo constituyen.

Las tres funciones esenciales de la receptividad, excitabilidad y movilidad, alcanzan una creciente complejidad bajo la acción del principio configurante, que va arrancando cada vez nuevas melodías a la cualidad inmanente de la irritabilidad. Para realizar a plenitud la específica cualidad configurante, han de desarrollarse y complicarse hasta el máximo esas tres funciones vitales.

La suposición de que hay organismos filogenéticamente superiores e inferiores, de que unos son más perfectos que otros, se correlaciona, pues, con la mayor diferenciación morfológica, con la mayor complejidad funcional. Y esto revela que se presupone, tras la mayor o menor complicación de las funciones, un núcleo valorativo en cuya realización las especies alcanzan diversos grados de diferenciación anatómica y fisiológica. Por lo tanto, la diferenciación morfológica y funcional es un hecho que marca distinciones de valor dentro de la ciencia biológica.

Pero ¿constituye acaso la mera diferenciación, por sí sola, un valor, o es más bien el indicio de un valor que por ella se manifiesta? Si la diferenciación de las funciones fuera aparejada de una menor eficacia en la realización de cada una de dichas funciones, esa diferenciación no podría constituir un indicio de valor, ni podría hablarse entonces de una más alta jerarquía biológica. No cabe duda, pues, que la diferenciación, por sí misma, no es capaz de determinar el grado que se ocupe en la jerarquía vital.

Cuando cada una de las funciones que tienen lugar en los organismos se realiza por un determinado grupo de células, estas células tienden a experimentar modificaciones que implican una más adecuada realización de su función específica. Hay, pues, que suponer que, parejamente a la diferenciación anatomicofisiológica, se da una mayor eficacia en la realización de las diferentes funciones: respiración, circulación, excreción, &c. Por tanto, cuanto mayor sea la especialización celular, más perfecta debe de ser la función y más alta la jerarquía biológica.

Mas ¿por qué una mayor eficacia funcional ha de ser indicio de una más alta jerarquía biológica? Puesto que es dicha mayor perfección funcional la que en última instancia determina la jerarquía de un organismo, ¿hay un valor que subyace tras la mayor efectividad de la función? ¿Es la eficacia funcional el valor determinante de la jerarquía filogenética, o es ella sólo un valor reflejo que apunta en última instancia a otro valor de más hondura? ¿A qué conduce en la vida de un organismo una mayor eficacia en la realización de determinada función? Y ¿qué consecuencias tiene en dos organismos de la misma especie el que la función respiratoria, circulatoria, &c., sea más eficaz en uno que en el otro? Las respuestas a las anteriores preguntas podrían darnos la clave para la determinación de la cualidad estructural del mundo orgánico.

Si contemplamos las diferentes especies biológicas, desde las más simples a las más diferenciadas, advertimos que se pueden ordenar en una serie en que se ponen de manifiesto diversos grados de eficacia en la realización de las diferentes funciones vitales. Es evidente que determinadas funciones se realizan más eficazmente en unos organismos que en otros. Ello es indiscutible cuando destacamos el olfato del perro, la vista del águila, la fortaleza del león, la velocidad del antílope. Igualmente, son ostensibles las ventajas de la respiración pulmonar de los mamíferos sobre la respiración branquial de los peces y la traqueal de los insectos; las ventajas de los animales homeotermos sobre los animales de sangre fría, y asimismo, todas las ventajas que se ponen de manifiesto individualmente entre uno y otro organismo, vegetal o animal, dentro de una misma especie.

Los grados de eficacia de las diferentes funciones guardan relación con los grados de realización de determinados valores vitales. Así como en dos automóviles recién salidos de la fábrica, uno puede estar dotado de más potencia motriz, de más velocidad, y otro consume menos combustible y un tercero está dotado de mayor resistencia, todos los cuales resultan valores en la estimación de cada automóvil, del mismo modo un organismo que verifique más eficazmente su nutrición o respiración que otro, que se desplace más velozmente, que sea más fuerte y vigoroso, muestra un mayor grado de realización de determinados valores vitales.

Una diferencia en la eficacia funcional de un determinado órgano en dos individuos de la misma especie, nos revela inmediatamente una deficiencia fisiológica del uno con respecto al otro, y esa deficiencia se traduce en un factor de desventaja en cuanto a las posibilidades de conservación de la vida. En igualdad de circunstancias, el organismo mejor dotado en determinadas funciones tiene más probabilidades de perduración que el que está peor dotado. Y es por eso que puede decirse que la mayor eficacia en la realización de una función determinada implica un factor de ventaja en la conservación de la vida individual y que un individuo está mejor dotado biológicamente cuando supone una mayor probabilidad de conservación, [73] no sólo de su propia vida individual, sino de la especie a que pertenece.

20. La inmortalidad como cualidad estructural de la existencia orgánica

«El objeto de toda actividad del ser es vivir y durar; bien o mal, pero durar». (Cuenot). «Todo parece correr a un objeto: ¡existir! Todo ser vivo parece animado por una intención: ¡mantenerse! La vida parece mostrar, efectivamente, una finalidad: ¡perpetuarse!» (Pi Suñer). Cuanto más apta sea una especie para adaptarse a las presentes y a nuevas condiciones que puedan surgir en el medio en que vive, más probabilidades de perduración tiene.

No basta, sin embargo, para determinar la potencialidad de perduración de una especie el conocer los miles de años de subsistencia que cuenta en su haber biológico, en contraposición a otras especies que hayan desaparecido, o estar en trance de desaparición, y que filogenéticamente pueden ser superiores a la especie sobreviviente. ¡Cuántos insectos y cuántos árboles contemporáneos del mammut han sobrevivido al mammut!

Si el impulso hacia la libertad categorial es ley, no solamente de la existencia física, sino de toda la existencia natural que, al menos, se extiende desde lo fisicoquímico a lo orgánico, puede considerarse más apta para conservarse una especie que es capaz de subsistir en la mayor libertad. Una especie que perece al alterarse mínimamente el medio ambiente, es una especie pobremente dotada para la lucha por la subsistencia. La naturaleza parece tratar de elaborar especies que sean capaces de conservarse a través de todas las liberaciones posibles del espacio, del tiempo y de la causalidad, que mantiene su vigencia en la base fisicoquímica sobre que se constituye lo viviente. «La libertad creciente de los seres vivos –dice Lecomte du Noüy en Human Destiny– es evidente si uno parte de los seres monocelulares y los moluscos: libertad de movimiento, liberación de las cadenas impuestas por una estricta dependencia al medio (concentración del medio salino, temperatura, alimento, &c.), liberación de la amenaza de destrucción por otras especies, liberación de la necesidad de usar las manos para caminar y saltar, liberación del tiempo empleado en el método de trasmitir caracteres adquiridos útiles y experiencia (a través del lenguaje y la tradición), y lo último de todo, liberación de la conciencia».

Así como la especie sacrifica numerosos individuos en la lucha por su existencia, también la vida sacrifica numerosas especies en su lucha por mantenerse en pie; del mismo modo que la especie tiende a sobrevivir ensayando uno y otro individuo diversamente dotado, así la vida como tal tiende a perpetuarse al sustituir unas especies por otras. Nuevas especies son nuevas posibilidades de supervivencia. Cada especie superiormente dotada anatómica y fisiológicamente, es una mayor probabilidad de que la vida pueda perpetuarse indefinidamente sobre el Planeta. Cada nueva especie es una aventura hacia la inmortalidad. Es claro que cada nueva especie puede entenderse también como una aventura hacia otros fines, si nuevas estructuras quedan coordinadas con lo orgánico a la manera como lo físico se coordina con este estrato de la realidad. De todos modos, cada nueva especie es sin duda, además de una aventura hacia la inmortalidad, una aventura hacia la libertad que queda frustrada en el mundo fisicoquímico.

En todo ese infinito sucederse de los individuos y de las especies, se pone de manifiesto esa tendencia de la vida en general a perpetuarse indefinidamente, esa tendencia a resistir la muerte. Por eso decía Bichat que «la vida es el conjunto de las funciones que resisten a la muerte»; los seres orgánicos «bien pronto sucumbirán si no contuvieran en ellos mismos un principio permanente de reacción» (Recherches physiologiques sur la vie et la mort).

Partiendo de lo antes expuesto, puede decirse que la cualidad configurante del mundo orgánico es la perpetuación de la vida, la sobrevivencia, la inmortalidad.

21. La frustración de la inmortalidad en el Mundo Orgánico

La tendencia de la vida a la inmortalidad se pone de manifiesto desde que hace su aparición en los organismos más elementales, aquellos que como los esquizofitos, parecen ser los seres vivientes menos especializados de la naturaleza actual, al extremo de que muchos biólogos consideran que los primeros organismos de la creación eran más o menos semejantes a las esquizoficeas, del grupo de los esquizofitos. Los esquizofitos son organismos tan primitivos que en su protoplasma no se ha producido aún la diferenciación en citoplasma, núcleo, centrosfera y plastidios. A esas esquizoficeas primigenias pertenecen las oscilatoriaceas, que se reproducen por simple bipartición de las células, todas las cuales son aptas para verificar dicha bipartición. Puesto que cuando una célula de Oscillatoria simplicissima se divide en dos células hijas, sin poderse determinar cuál es la madre y cuál es la hija, no aparece cadáver alguno, los biólogos dicen con razón que dicho organismo carece de muerte natural.

Pero no es la muerte natural lo único que puede poner fin a la inmortalidad potencial de esos organismos primitivos. «Tal es, en efecto, el modo de existencia de los cuerpos vivos, que todo lo que les rodea tiende a destruirlos. Los cuerpos inorgánicos actúan sin cesar sobre ellos; ellos mismos ejercen, unos sobre otros, una acción continua». (Bichat).

Esa inmortalidad potencial se revela también en otro organismo de los esquizofitos, [74] el Bacillus anthracis, cuyas células se multiplican por bipartición en la sangre sin que lleguen a experimentar nunca la muerte natural. El antrax, sin embargo, supone ya un perfeccionamiento en la lucha por mantener la inmortalidad, pues cuando por muerte del animal en cuya sangre circula, se ve forzado a arrostrar el calor, el frío y la desecación del medio externo, cada célula envuelve su protoplasma en una membrana impermeable, dura y resistente, que le permite interrumpir su vida activa, situándose en un estado que se parece mucho a la muerte, pero que no es todavía la muerte. «No por eso ha renunciado a la inmortalidad, sino al contrario, ha disminuido los riesgos de morir por accidente». (Massart).

Pero ya dentro del grupo de los esquizofitos, se encuentran organismos que sufren la muerte natural. Mientras las condiciones de existencia se mantienen propicias, el Nostoc spongiaeforme se comporta igual que una oscilatoriacea; pero cuando los condiciones de vida se hacen difíciles, unas células perecen para que puedan sobrevivir otras. Podría decirse que unas células se resignan a una muerte natural, para evitar que todas las células perezcan de una muerte accidental. Es el momento en que, como un perfeccionamiento más en su búsqueda de la inmortalidad, la vida inventa la muerte, según expresión feliz de Weismann. Pero la vida no por eso ha renunciado a la inmortalidad; antes bien, ha renunciado solamente a la inmortalidad natural –sujeta a múltiples contingencias– de unos organismos, para procurar en otros organismos una inmortalidad integral, a cubierto de toda contingencia.

La teoría de la continuidad del plasma germinal de Weismann sostiene que en todos los organismos existe una materia viva que no está sujeta al fenómeno de la muerte natural. Y las investigaciones realizadas por Carrel y Ebeling en los cultivos de tejidos vivos, demuestran que, en determinadas circunstancias, aun las células somáticas pueden salvarse de la muerte.

A medida que los organismos se perfeccionan, la muerte va presentándose con distintas modalidades y con el mismo paradójico fin de mantener indefinidamente en pie la vida, así como algunos corredores en las pistas de Atenas se inmolaban a la muerte al término de su jornada, por tal de traspasar a otro corredor la antorcha que había de mantenerse encendida hasta alcanzar la meta a que iba aparejada el galardón de la victoria. La vida transfiere constantemente la antorcha de la sobrevivencia dentro de la mayor libertad a cada nueva especie que inaugura, como si fraguara engendrar, una y otra vez, especies tan superiormente dotadas que fueran inmunes a la muerte

Puesto que el impulso liberador se abre paso con fuerza incontrastable a través del mundo orgánico, la naturaleza –en su búsqueda de una conservación indefinida– necesita de especies cada vez más aptas y resistentes para soportar sin perecer la dinámica del impulso liberador. El impulso hacia la mayor libertad es pospuesto biológicamente cuando la vida pueda ponerse en peligro de desaparición. La especie circunscrita a un ambiente determinado no traspasa las fronteras de ese ambiente, so pena de ser extinguida. Desde este punto de vista, la conservación de la vida tiende a prevalecer sobre cualquier impulso genérico hacia la mayor libertad. El privilegio de sustraerse a la decrepitud senil en los infusorios queda subordinado a la constancia de las limitaciones del medio. «Si éste llega a cambiar, el equilibrio se rompe, las perturbaciones insensibles de la nutrición se acumulan, la actividad vital declina, y el ser viviente es arrastrado a la decadencia y a la muerte». (A. Dastre, La Vida y la Muerte).

Hay, por lo tanto, más potencialidad de inmortalidad en el mammut y otras especies desaparecidas que sucumbieron paradójicamente bajo el peso de su propia eficacia funcional, que en el escorpión antediluviano, adherido a su estrecho ambiente, que sobrevivió porque estaba impedido de aventurarse a luchar por subsistir en un ámbito de más libertad. Pero otras especies que la vida ensayó para que fueran capaces de sobrevivir en la mayor libertad existencial, subsistirán seguramente cuando una alteración súbita en las condiciones de existencia condene a muerte inexorable a aquellas especies inferiores que sólo fueron creadas para sobrevivir en un ambiente limitado, en un mundo sin libertad.

Con cada nueva especie que surge, la vida ensaya una perduración indefinida. Si apareciera una especie con capacidad de adaptación a todas las posibles contingencias que pudiera experimentar el Planeta a través de los milenios, con capacidad para resistir a toda clase de enemigos, la inmortalidad de la vida estaría asegurada para siempre sobre la Tierra. Mas ¿puede asegurarse, aun en grado de posibilidad, que sea factible la existencia de alguna especie capaz de resistir todos los cambios que necesariamente habrán de ocurrir en nuestro sistema solar? Por muchas que fueran las adaptaciones técnicas a las más diversas condiciones de existencia que llevara a cabo el más técnico de los animales, el hombre, no podría garantizar eternamente que las condiciones indispensables para cualquier género de vida se conservarían por siempre jamás. Más allá de las explosiones catastróficas que habrán de tener lugar fatalmente en el astro central por la necesaria contracción creciente de la masa hasta el límite de su desintegración violenta, y más allá del enfriamiento consiguiente, está la inexorable ley de entropía, que daría lugar en el Cosmos a condiciones térmicas incompatibles con cualquier género de vida animal o vegetal. La vida no puede mantenerse por encima de los 1000 grados, porque [75] a esa temperatura el agua misma se disocia en oxígeno e hidrógeno, y ya sabemos que la vida no puede subsistir en un medio anhidro y que ningún organismo puede estar privado definitivamente de agua. Y muy por debajo de aquella temperatura, comenzarían a entrar en ebullición los líquidos del protoplasma, y la Vida dejaría de existir.

El perfeccionamiento de las tres funciones esenciales de la vida, que son la receptividad, excitabilidad y movilidad, a través de una mayor eficacia de las distintas funciones de cada organismo, supone una mayor probabilidad de supervivencia. Diríase que el mundo orgánico tiende fundamentalmente a realizar íntegramente un organismo cuyas funciones posean la máxima eficacia: capacidad para detectar todos los estímulos nocivos y todos los beneficiosos; capacidad para afectarse positivamente por todos los beneficiosos y negativamente por todos los dañinos; capacidad para atraerse todos los estímulos positivos y alejar o destruir los negativos; un organismo que pueda no sólo extraer experiencia del pasado y percibir plenamente el presente, sino que sea capaz de avizorar las posibilidades de estímulos positivos y negativos que se esconden en el porvenir.

Desde lo hondo de la entraña mortal de los seres vivientes, se mueven en busca de la inmortalidad todas las potencias del mundo orgánico. Platón lo dice, por boca de Diótima, en su diálogo El Banquete: «Si crees que el objeto natural del amor es el en que hemos convenido varias veces, no debe preocuparte mi pregunta, porque aquí, como precedentemente, es también la naturaleza mortal la que quiere perpetuarse y hacerse tan inmortal como le es posible». «No te asombre, pues, que todos los seres animados asignen tanta importancia a la descendencia, porque es del deseo de la inmortalidad de donde proceden la solicitud y el amor que los anima».

Pero aun cuando la Naturaleza haya logrado alcanzar la plenitud de eficacia en un organismo vivo capaz de hacer frente victoriosamente a toda contingencia posible, presente o futura –suponiendo que tal organismo pudiera llegar a producirse--, aun no podría la Naturaleza asegurar la absoluta supervivencia orgánica. Su destino como vida seguiría inexorablemente el curso del destino del universo físico, que la condiciona ontológicamente. La liquidación del Universo tras billones de años de desintegración arrastraría también a la vida. No puede, pues –como tampoco puede el mundo físico alcanzar su absoluta liberación categorial– alcanzarse en el mundo orgánico, de una manera plena y absoluta, ni la libertad categorial que arranca desde el mundo físico, ni aquello que constituye su específica cualidad estructural: la perpetuación de la vida, la sobrevivencia absoluta, la inmortalidad.

La cuestión de si este doble impulso hacia la libertad y la inmortalidad que caracteriza la existencia natural biofísica puede encontrar un mayor sentido en un estrato posterior de la existencia que se coordine funcionalmente con las dos estructuras anteriores es problema que merece ser investigado aparte.

Agosto de 1949

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{1} Véase del propio autor, ¿A dónde va el universo físico?, en Revista Cubana de Filosofía, nº 3, Enero-Dic. de 1948, Habana.

{2} Véase, del autor, Estructura de la estructura, en Revista Cubana de Filosofía, nº 2, Habana. Con algunas adiciones, en Cursos y Conferencias, nº 193-194, Abril-Mayo, 1948, Buenos Aires.

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