Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-diciembre de 1950
Vol. 1, número 6
páginas 42-45

Victoria González

El argumento ontológico en Descartes

El argumento ontológico aparece formulado por primera vez en una pequeña obra que publica San Anselmo, el célebre Obispo de Canterbury, bajo el modesto título de Proslogium{1}, en la primera mitad del siglo XI. Surge así en un marco histórico que se caracterizaba por su uniformidad, la Alta Edad Media.

San Anselmo continúa la tradición agustiniana e intenta rescatar la autoridad de la fe por encima de la razón, cuyos efectos han empezado a entronizar la duda en la polémica por los Universales, que ocupa a la filosofía desde el siglo anterior. ¿Qué intenta decirnos San Anselmo, cuando, valiéndose de un argumento aparentemente racional, trata de demostrar la existencia de Dios? No hay que pasar por alto que en el capítulo I del Proslogium ha dejado sentado como principio fundamental su «creo para comprender», y que es la fe el punto de partida de toda su filosofía. Mas la fe de San Anselmo es la del cristiano, al que Dios no se da nunca de modo diáfano, sino todo lo contrario, envuelto en el misterio de lo inasequible, infinito y eternamente distante, porque esta distancia entre Dios y el mundo es uno de los puntos centrales de la teología del medievo.{2} Es precisamente este sentir a Dios lejano lo que hace que surja el argumento ontológico, porque la no evidencia de Dios en todas las conciencias, determina la necesidad de crear un fundamento universal de la existencia divina.

El punto de partida está enmarcado dentro de una esfera puramente religiosa, y es desde esa fe maltrecha por los pecados humanos, oscurecida la presencia de Dios, que San Anselmo emprende su demostración por la vía racional. Ante este intento, cabe preguntar, ¿es que no basta al cristiano con su creencia pura y ciega? ¿Por qué busca incesantemente la prueba? Para la teología medieval «comprender» la fe es acercarse a la visión misma de Dios, y la especulación filosófica representa la necesidad del sentimiento que quiere gozar más plenamente de lo revelado. Pero la comprensión no tiene en ellos más que el carácter de un conocimiento complementario, que descansa a su vez en la evidencia de Dios. La razón, dice San Anselmo, se extiende hasta donde llega la fe.

El argumento en cuestión va dirigido, no contra el escéptico que niega la posibilidad de la existencia de Dios sino contra el insensato «que ha dicho en su corazón que no hay Dios». Esto es un absurdo, arguye San Anselmo, porque negar a Dios implica pensarlo de algún modo, tener una idea de Él, y esto significa ya «tener a Dios de cierta forma». Es oportuno destacar aquí que estas grandes polémicas sobre la existencia divina, sólo se suscitan en épocas de profunda religiosidad, en tanto que la pérdida de Dios no se manifiesta por el ateísmo, sino por el agnosticismo, que en su fondo entraña una verdadera indiferencia por las cuestiones que atañen a la religión.{3} Tener la idea de Dios y negar su existencia implica una contradicción, porque existiría la posibilidad de pensar en algo existente aún mayor y esto es lógicamente imposible. Queda sentada así la necesaria existencia de lo que es perfectamente concebible, y este traspaso de lo ideal a lo real, válido solamente para la idea de Dios, representa un enorme salto, en este caso sustentado por la fe. Pero más tarde, cuando los supuestos que le sirven de base caen en crisis, el argumento ontológico de San Anselmo queda suspendido en el aire, y se hace completamente vulnerable.

Dos siglos después cuando resurge el argumento ontológico, esgrimido por Juan de Fidanza o Beato Buenaventura, conserva toda su fuerza, y aún se ve robustecida por la elevación mística de su expositor. En el Itinerario del Alma hacia Dios, su obra fundamental, dirige el argumento ontológico contra los que se atreven a negar la existencia de Dios alegando su improbabilidad.{4} A ellos responde con su teoría de la evidencia divina, nublada por la concupiscencia y las imágenes sensibles, que se interponen como velos entre la verdad y nosotros.{5} De no ser por esto, resultaría inútil probar la existencia de Dios cuya presencia se haría diáfana en todas las conciencias. No afirmamos la presencia de Dios, dice Buenaventura, porque hayamos conquistado su conocimiento, sino le conocemos porque Él se encuentra presente ya en nosotros. Aquí el argumento ontológico cobra todo su valor, fundándose en la plena conciencia de las condiciones que presupone. Y este poseer a Dios garantiza la coincidencia de los hombres en una causa común, dando a la Edad Media ese carácter uniforme y un tanto anónimo tan peculiar a sus manifestaciones culturales (especialmente en lo artístico) porque, llámese Dios o no, los hombres necesitan una causa trascendente que garantice su intercomunicación.

En el siglo XIII el escepticismo empieza a dar ya muestras del agotamiento de la fe, mas no como, aparentemente luce, por obra de la ciencia, porque ésta no hace sino enterrar a la religión cuando está ya muerta. El proceso de la pérdida de la fe se genera durante la misma Edad Medía, y su culminación es el escepticismo renacentista. Bruno y Bacon, considerados como los grandes precursores, recogen el fruto maduro de la polémica del siglo XIII, siendo a la vez los heraldos de la Edad Moderna, cuyas ideas se van a encontrar dentro de una nueva concepción del mundo, que hunde sus raíces en el hombre.

La pérdida de la fe trae consigo el aislamiento del hombre no sólo con su Dios, sino con sus semejantes. El filósofo retrocede de la realidad exterior hacia sí mismo, y más aún a su razón, que no ocupa más que un ángulo de su integridad psíquica, desde la que trata de comprender y explicar la realidad. Y en el fondo de todo el racionalismo, va a persistir una identificación de estos elementos: hombre y razón.

Nos interesa fijar la nueva situación de Dios en la filosofía que precede al Renacimiento. Es Duns Scoto quien empieza por señalar que los atributos esenciales de Dios no pueden ser conocidos por la vía de la razón natural, luego su certeza tendrá que fundarse en la fe, y se inicia con esto el quebrantamiento del principio de San Anselmo, según el cual los límites de la razón y la fe coinciden plenamente. Occam discute ya de modo ostensible el valor de las pruebas de Dios, ahondando en la separación entre el filósofo y el teólogo y reclamando la independencia de la razón que se asienta en la demostración y en la experiencia.

Al despuntar el Renacimiento, Dios ha quedado fuera, por quedar, como dice el Cusano, fuera de la razón. Es en este nuevo escenario, que aparece la figura descollante de Renato Descartes, quien como todos los grandes filósofos asume una tarea salvadora. El mundo del Renacimiento, revestido superficialmente de un optimismo que se proyecta en la Naturaleza, y se vale de la razón, es en el fondo profundamente escéptico, en lo religioso y especialmente en lo moral. Bacon postula los hechos como punto de partida de la experiencia, convertida por él en árbitro absoluto de las ciencias. Mas la experiencia está a su vez sometida a la información de los sentidos, y éstos no siempre reproducen con fidelidad la realidad objetiva; luego la experiencia, por sí misma, no puede ser fundamento último para el conocimiento de la verdad.

Frente a esta situación, Descartes asume en principio una actitud prudente y crítica, no sólo frente a los supuestos que están en crisis, sino a los hechos de la experiencia, y ante éstos precisamente, es que se muestra más exigente. Los tres propósitos fundamentales que le sirven de guía, en el camino de la revisión y el estudio, son: la autoridad de la razón, la distinción entre pensamiento y extensión, y la creación continua garantizada por la existencia divina, expuestos primero en su Discurso del Método y más tarde en sus célebres Meditaciones.

Trataremos de seguir el rastro al desarrollo de las ideas cartesianas que aparecen en las Meditaciones. En la primera se propone un análisis de los principios que hasta entonces había tenido como válidos, rechazando no sólo los que fueran manifiestamente erróneos, sino todos los que ofrecieran la más pequeña duda. La desvalorización de la experiencia por medio de la duda metódica le lleva a considerar como fuente única posible el conocimiento fundado en el entendimiento, esto es, a la razón cuyo habitáculo se encuentra en el espíritu. Asegurada ya la autoridad de la razón independientemente de la experiencia, concluye, diríamos: «de sorte que desormais je ne dois pas mo soigneusement m’empecher d’y donner creance qu’a qui serait manifestament faux, si je veux trouveri quelque chose de certain et assuré dans les sciences». He aquí ya su arma poderosa, esto es, su criterio de verdad, que consiste en reducir los conocimientos a «ideas claras y distintas». Pero ¿dónde encontrar una primera idea que una a estas dos exigencias de la razón una evidencia incontrastable? He aquí la tarea que se propone Descartes al emprender la segunda de sus Meditaciones. Y como la duda ha cerrado sus ventanas de comunicación, que son los sentidos, tendrá que buscar ese apoyo inicial en la interioridad de su conciencia. Acosado aún allí por la duda se pregunta presa de angustia: «yo por lo menos ¿no soy algo?» [44] La respuesta no puede ser más desoladora: un algo que piensa, una cosa pensante, he aquí lo único que se le da de acuerdo con la exigencia de la verdad, esto es, clara y distintamente.

En la tercera Meditación Descartes se encuentra ya en posesión de esa joya única que es su cogito ergo sum, y nos anuncia, antes de entrar en materia, una total desvinculación del mundo externo, «hasta borrar las imágenes que se encuentran en sus pensamientos procedentes de las cosas materiales».{6} Su propósito de sumirse en la interioridad de la conciencia conduce por primera vez a la filosofía a la desolación de la que sólo podrá sustraerse apelando a recursos más o menos artificiales, desde Descartes hasta Husserl inclusive. Rotas las viejas conexiones con el mundo externo, Descartes se refugia en sí mismo, contando con una sola facultad, el entendimiento racional. Pero de ese abismo que se tiende entre ambas sustancias, la pensante y la extensa, emerge en posesión de su arma poderosa, esto es, de su criterio de la verdad como lo que puede concebirse clara y distintamente. Mas ¿qué fundamento tiene este criterio de la Verdad? Descartes lo fundamenta reduciéndolo al absurdo. Dudar de la veracidad de las cosas claras y distintas implica la aceptación de algún Dios maligno, que sea la causa constante del error. He aquí que surge un nuevo elemento, Dios, que le ha salido al paso a Descartes y había de ser considerado con detenimiento. Con esto puede decirse que Descartes arriba a Dios, y desde aquí podemos contemplar la distancia que lo separa de los pensadores medievales, pues para ellos Dios es el lugar natural en que se está, en tanto que Descartes sólo llega a El en busca de un apoyo seguro para la comprensión y el conocimiento de un mundo que se ha vuelto ininteligible más allá de su conciencia de hombre moderno.

Las pruebas que aporta Descartes sobre la existencia de Dios son tres: las dos primeras descansan sobre el principio de causalidad, la última es para nosotros la más importante, por reaparecer con ella el argumento ontológico, objeto del presente trabajo.

Descartes inicia su demostración situándose dentro del único principio ante el cual toda su duda se desvanece: yo pienso, luego soy; y tengo en mí la idea de Dios, luego no puedo ser el autor de mi propio ser; entonces, tanto mi existencia como las ideas que encuentro en ella, imposibles de adquirir por la experiencia, proceden de una causa eternamente creadora. Ahora bien, podría explicarse mi existencia por muchas otras causas inmediatas, pero la unidad y simplicidad de una causa divina, es lo único capaz de satisfacernos plenamente, es así que al admitir mi existencia y la idea de Dios en mí, queda demostrada la existencia de Dios.

En la segunda prueba el punto de partida está en la idea misma de Dios, y va encaminada a esclarecer la procedencia de esa idea, que no puede en modo alguno proceder de la experiencia, ni tampoco de mí, pues lo finito de mi existencia no puede ser la causa de la idea de un Dios infinito; luego esa idea tiene que haber sido creada junto con la de mi propio ser e implica además la existencia de una causa trascendente a la cual corresponde, pero como el efecto no puede exceder a la causa, a la idea de un ser perfecto e infinito tiene necesariamente que corresponder la existencia de Dios.

Por último, aparece el argumento ontológico, expuesto en Les Principes revestido con una terminología puramente racionalista: «Así como resulta necesariamente comprendido en la idea de un triángulo que sus tres ángulos son iguales a dos rectos, está también comprendido necesariamente en la idea de un ser absolutamente perfecto, la existencia real de ese ser». Hemos visto por qué caminos tan sinuosos logra Descartes encontrar la evidencia de Dios, y no iría muy lejos quien afirmara que la teología cartesiana es una teología al revés, en la que se parte del desconocimiento absoluto de todas las cosas para llegar a través de la duda hasta la fe, pero esta fe ya no se basta a sí misma sino que necesita, para ser admitida, la razón.

Este largo rodeo cartesiano, nos demuestra la distancia histórica a que se encuentra de sus antecesores en la lucha por la demostración de la existencia de Dios. San Anselmo y más tarde San Buenaventura partía de la Idea de Dios como algo presente, vivido, que sólo hubiera podido ser negado por el insensato, esto es, el carente de sentido. Para todos los demás hombres normales del medievo la idea de Dios era un hecho incontrovertible, y es por eso que en ellos el salto de lo gnoseológico a lo ontológico, o sea de la Idea a la existencia de Dios se explica por sí mismo.

Hay que distinguir entre la creencia natural en la existencia de Dios, que jamás se introduce en el espíritu que no la posee, y su demostración como cualidad inherente a la idea de perfección, que a su vez presupone la aceptación del principio de identidad de la lógica formal, lo que representa ya en Descartes un verdadero anacronismo, pues en él la Modernidad sigue pensando metafísicamente con los supuestos de la Edad Media. El salto de lo posible a lo real ha perdido su eficacia al no asentarse sobre creencia alguna. La Idea de una causa absoluta no puede, por principio, ser acotada por la razón, descansar en ella pues, representa un descansar en la nada del conocimiento. Es por eso que cuando Descartes trata de probar la existencia divina se sale de los verdaderos límites de la ciencia y compromete la causa del racionalismo. [45]

No obstante la vulnerabilidad del argumento, y las intensas críticas de que fue víctima, su fuerza es tal, que rige la filosofía durante todo el siglo XVII y las tres cuartas partes del XVIII. ¿A qué se debe, pues, su persistencia? ¿Qué circunstancias lo hacen posible por encima de las imputaciones de falsedad que se hacen al pensamiento deductivo? Hay que buscar la causa de su persistencia en el propio escepticismo imperante en la época de Descartes. Ninguno de sus contemporáneos llegó como él hasta el fondo de la duda. Pero el nominalismo demoledor deja insatisfechas las más finas conciencias del siglo XVII que se niegan a aceptar como único conocimiento posible los hechos acotados por las ciencias experimentales, que inician su carrera ascendente. La razón exige nuevos fundamentos, pero al buscarlos dentro de sí misma se abisma en una separación antinatural del hombre con el mundo, y esta desconexión con el mundo exterior hace necesario buscar una coherencia entre ambas substancias: la extensa y la pensante, que en último término sólo pueden encontrarse coincidiendo en una procedencia común, esto es, en Dios.

Restituida ya la confianza en una causa trascendente, ésta se asienta de modo más o menos forzado en la razón, con variados matices{7} de Descartes hasta Leibniz, y da a este nuevo período del pensamiento filosófico su unidad característica, envolviéndolos en un aire común que revela una filiación semejante. Y es así, que la fuerza del argumento ontológico logra mantener una armónica conexión en los siglos XVII y XVIII. El escepticismo, en tanto, se desvanece aparentemente, refugiándose en Inglaterra de donde va a salir robustecido por Locke, Berkeley y Hume.

Dos siglos después, el continente va a prestar oídos a ese escepticismo con Kant, cuya crítica ataca los cimientos mismos del argumento ontológico. Del concepto de un objeto, dice, no puede inferirse por naturaleza la existencia del objeto, pues la existencia sólo puede ser aprehendida por la intuición. Kant deja al hombre colocado frente a una realidad objetiva ininteligible (la cosa en sí) que pronto el Idealismo especulativo tratará de suprimir, rompiendo la última conexión con lo que encuentra más allá del sujeto, y culmina así el proceso de aislamiento que se inicia en el siglo XVI.

Victoria González

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{1} Esta es la obra capital de San Anselmo (Arzobispo de Canterbury, 1035-1109), que da nombre a las dos partes de que consta: Monologium y Proslogium. La obra en general está destinada a la demostración racional de la revelación.

{2} Si autem quaeras quomodo haec fiant, interroga gratiam, non doctrinam; desiderium, non intellectum; gemitum orationis, non studium lectionis; sponsum, non magistrum; Deum, non hominem; caliginem non elaritatem; non lucem, sed ignem totaliter inflammantem et in Deum excessivis unctionibus et ardentissimis affectionibus transferentem. Qui quidem ignis Deus est, et huius caminus est in Ierusalem, et Christus hunc accendit in fervore, suae ardentissimae passionis, quemm sollus ille vere percipit, qui dicit: Suspendium elegit anima mea, et mortem ossa mea. Quam morten qui diligit videre potest Deum, quia indubitanter verum est: Non videbit me homo et vivet. (S. B. Itinerarium mentis in Deum. VII, 6)

{3} Hay, sin embargo, que advertir que esta «indiferencia» no implica una decisiva supresión de la preocupación religiosa, como se comprueba en los respectivos casos de Kant, Comte y Spencer.

{4} «Qui igitur tantis rerum creaturarum splendoribus non illustratur caecus ets; qui tantis clamoribus non evigilat surdus est: qui ex omnibus his effectibus Deum non laudat mutus est; qui ex tantis indiciis primun principium non advertit stultus est». (S. B., I. m. i. D., I 15)

{5} «Sed ratio est in promptu, quia mens humana, sollicitudinibus distracta, non intract ad se per memoriam; phantasmatibus obnubilata, non redit ad se per intelligentiam; concupiscentiis illecta, ad se ipsam nequaquam revertitur per desiderium suavitatis internae et laetitiae spiritualis. Ideo totaliter in his sensibilibus iacens, non potest ad se tanquam ad Dei imaginem reintrare». (S.B., ibid, IV, I).

{6} «Je fermerai maintenant les yeux, je boucherai mes oreilles, je detournerai tous mes sens, j’effacerai meme de ma pensée toutes les images de choses corporelles...» (R. Descartes: Meditations, III).

{7} Tal como aparece en el monismo de Spinoza, en la Armonía Preestablecida de Leibniz y en el ocasionalismo de Malebranche.

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