Revista Cubana de Filosofía
La Habana, julio-diciembre de 1951
Vol. II, número 9
páginas 41-47

Angélica Mendoza

Notas sobre la filosofía de Francisco Romero

El pensamiento de Francisco Romero trabaja con un haz de problemas que se anudan con una nueva y distinta concepción filosófica. A pesar de la aparente dispersión de su obra, existe una profunda y comprensiva homogeneidad de su pensamiento. Además, quien como yo ha tenido el privilegio de asistir a sus clases durante seis años, y más tarde de participar en sus diálogos, tiene motivos de sobra para afirmar que «sabe» de la unidad y coherencia de su indagar.

Romero monologa cuando enseña; pero su monólogo es una meditación articulada llena de interrogantes y sugerencias y de cuyo nacimiento éramos testigos. Pertenece a esa clase de profesores de filosofía que mantiene la autenticidad y espontaneidad de pensamiento del verdadero filósofo. Por eso su filosofar tiene sabor a vida plenamente vivida, colmada de requerimientos éticos.

Hasta el momento en que su cavilar se hizo claro y preciso en mi mente no había puesto en duda la problematicidad de las doctrinas que yo mantenía. En verdad, más que doctrinas, se trataba de una profesión de fe cuyo meollo contenía una confianza ilimitada en la capacidad humana para el conocimiento y la acción. En ese ámbito de creencia, todo conocimiento tenía una nota de seguridad y de absoluto; así como nos redimía del dominio de las cosas del mundo, nos permitía dirigir el rumbo de la Humanidad hacia un derrotero cierto.

La enseñanza de Romero abría perspectivas nuevas y nos ponía en el trance de analizar nuestro estar en el mundo y con los otros. Un día le pregunté: «Si la validez del mecanicismo es tan limitada, ¿cuál es el sistema que nos propone en reemplazo?» [42] Su respuesta sorprendida fue socrática: «Ninguno... La filosofía es un quehacer y meditar de cada uno...» Desde entonces he vivido con la inquietud a cuestas cavando hondo en mi pensamiento y en mi experiencia.

Mi propósito actual no es de analizar y discutir su obra. Es más importante, a mi juicio, tratar de interpretarlo a la distancia. Releyendo su libro Papeles para una Filosofía se puede captar lo que en Romero es clave de su pensamiento: el concepto de «trascendencia». Lo presenta en un haz apretado de proposiciones programadas como tesis y en las cuales funda una metafísica. Entrañablemente unido a este esquema Romero estructura también su concepto del espíritu y de lo espiritual. Esos temas, conjuntamente con su análisis de la filosofía de la historia, constituyen el aporte más rico y más lleno de incitaciones de la filosofía actual de toda América.

«Trascendencia» es el ser del ente; se realiza en los entes reales y en los entes ideales. Es como un crecer de ímpetu arrollador que se desborda en el ser y el tiempo, realizándose hacia arriba. En el ámbito de la vida humana se expande en la duración, en la intencionalidad psíquica y en la espiritual. Ese emerger y crecimiento continuo no tiene, sin embargo, a la continuidad corno ley. A veces interrumpe su ascenso en un determinado plano del ser y circula conmoviéndolo en toda su extensión. Desde allí se lanza a otros dominios en busca de mayor libertad y más dilatado campo. El ímpetu se detiene cuando accede a la esfera de los valores supremos y de las esencias. Este es su dominio final en donde logra su más pura expresión. Una cierta similitud aparece aquí entre el esencialismo de Santayana y el pensamiento de Romero; pero en Santayana todavía se oyen ecos de un inmanentismo del espíritu que en la doctrina de Romero está ausente.

Romero limpia también a su tesis de la trascendencia de todo lastre determinista o causalista. En el tránsito de la trascendencia a través de todos los planos ontológicos existe la relación del soporte a lo sostenido. Tampoco se trata de una serie ascendente de identificaciones de índole fenoménica. La dominante nota es la de un dinamismo avasallador que absorbe el élan vital de Bergson, la «voluntad» de Schopenhauer y la «emergent evolution» de las filosofías cósmicas de los Estados Unidos.

El hombre en cuanto persona, en una tensión y apetencia de infinito, se proyecta hacia los valores supremos; así accede al ámbito ético donde espíritu, valor y libertad coinciden. La total realización de la persona requiere un salto liberador desde la subjetividad hacia la pura objetividad. Para que el hombre pueda cumplir esa tarea tiene que actuar abierto al mundo, pero afirmándose en la individualidad de su espíritu y en la responsabilidad de su destino. El espíritu individual se realiza al trascender sus actos parciales en dirección a una meta de perfección y plenitud. Tarea de nuestro tiempo es la superación del subjetivismo de la filosofía moderna –herencia cartesiana– que ha encontrado tierra propicia, en América, aun en las actuales corrientes existencialistas.

Si bien el tema de la trascendencia es de suma contemporaneidad, Romero realza una nota especial: el sentido irracional implícito en su elaboración. Romero advierte el carácter problemático de su doctrina de la trascendencia, [43] si bien sostiene la posibilidad de su conocimiento como dato primario y de sentido metafísico aprehendido en la propia intimidad. Encontramos en esta afirmación una resonancia de lo que Hegel llama el «principio nórdico de la interioridad», supuesto necesario en toda la corriente del Protestantismo original. Otra nota de intención sintetizadora aparece en su intuición de la trascendencia; con ella Romero restaura en el pensamiento filosófico la unidad de lo real y de lo ideal, del ser y del valor. Esa unidad, por otra parte, queda subsumida en la categoría suprema de la realidad: la trascendencia. Concebida así la trascendencia es de pura esencia ontológica. Su dinamismo avasallador deja descubrir a la vez una teleología esencial, orientada hacia la realización plena del espíritu al apuntar a una constelación de valores supremos.

Romero reconoce la estirpe romántica del tema de la trascendencia, así como su contenido polémico. Su actitud fundamental tiende a afirmar el irracionalismo como un rechazo al agudo sentido inmanentista de las doctrinas de la Razón. La consideración actual de dos conceptos –que han reclamado su inclusión en la intimidad del ser– como un reflujo dramático del pensamiento cristiano y místico protestante –los de tiempo y temporalidad– ha preparado el terreno a la corriente trascendentista. En los inquietantes momentos de este período crucial de la historia de la humanidad, Romero ve una proyección del mismo problema. Los arrolladores movimientos de masas expresan un intento de superar y trascender el individualismo. Pero destaca a la vez, que esos movimientos aun están recargados de inmanentismo al limitar su meta a la idea de «pueblo», de «clase», de «raza» o de un «Estado» determinado.

El meollo de la formulación filosófica de Romero está en el problema de lo espiritual cuya estructura constituye un sector valioso de su antropología filosófica. De acuerdo a ella el espíritu es la cima de la escala de los entes, y es el plano donde la trascendencia se desborda. Es la cumbre del ser real que se determina por valores e instancias universales. El individuo es la unidad que la psique constituye; pero el espíritu organiza a la persona. Individuo y persona conviven en el hombre... integrándose sólo por la remota irradiación de los valores. Así se resuelve la dramática contradicción de vida y espíritu, que a veces se destruyen uno al otro, según la desesperada afirmación de Nietzche. Pero lo que hace del espíritu la cima del ser real es su condición de albergar los valores y de trasmutar su actualidad en el imperativo ético del deber ser.

«El hombre en cuanto espíritu se halla abierto al mundo». La realización de una existencia con significado ético se debe cumplir por lo tanto en la consideración y entrega hacia los otros. Así se niega la individualidad empírica, egoísta, del sujeto y se afirma la persona en la universalidad del valor. El espíritu no puede morar en la mera existencia subjetiva del hombre vuelto a sí y devorado por su inmanencia porque esa es la existencia en tanto finita y desprovista de sentido en una vida superficial y vacía.

Los actos del espíritu se constituyen con sustancia psíquica y vital; pero poseen también una intencionalidad trascendente que universaliza al sujeto que los cumple. Es un ímpetu trascendente que emerge cuando el individuo no se determina para y por su egoísmo, sino hacia el hacer generoso y en la creación desinteresada, [44] ajeno a todo ingrediente de provecho. Todo acto espiritual se agota entonces en esa intención hacia la trascendencia. El remoto sentido del Sermón de la Montaña y su evangelio eterno están presentes en esa concepción de una vida ética que Romero formula desprovista de toda alusión religiosa y de renunciamiento.

En toda verdadera actitud espiritual se deben dar las notas de objetividad y universalidad que reclama Scheler, no sólo en su intención trascendente, sino en la coincidencia con las actitudes espirituales de los otros. Así se estructuran las comunidades espirituales que orientan hacia la salvación, la purificación y realización de la justicia. Pero la coincidencia de las actitudes espirituales se polariza en las intenciones más que en las realizaciones. El alcanzar la meta espiritual depende de cada hombre, de la convicción con que dispara la flecha hacia el plano ideal y de la tirantez del arco de su coraje moral. La actitud espiritual en su genuina expresión es un abandonar el plano de los intereses existentes y ascender al reino de las esencias. Pero no es un abandonar a los otros sin hacerse cargo del requerimiento moral que implica el convivir. Es más bien, un dejar el lastre de nuestros menudos egoísmos, aligerarse con la visión de los valores que nos guían como una constelación cordial. Vivir adquiere entonces una dimensión propia para una ética de titanes morales.

En ese ámbito Romero elabora una Ética de la Gracia y del Desinterés. Lo objetivo de la actitud ética reside en su desinterés y en su intencionalidad trascendente. Tal como aparece en los actos del héroe, del profeta y del santo medidos con la dimensión del sacrificio rendido en aras de algo que está más allá de ellos mismos. El coincidir o no con una constelación de valores determina la autenticidad ética o el fariseísmo. La coincidencia con valores significa una actitud entrañable y veraz, una adhesión cordial a nuestros principios. Hay actitudes que parecen espirituales y sin embargo yacen encadenadas a una mezquina subjetividad. Es necesario conocer las intenciones que animan a los actos que surgen de esas actitudes, darse cuenta de la miríada de intereses que los animan. Porque la cadena sin fin de esos actos proyecta su sombra a la existencia y la «acompaña como perro fiel».

Romero ve en la existencia ética una compacidad y perfil imborrable. Mucho del pensamiento de Nicolai Hartman está en el trasfondo de esa imagen de la vida de un hombre responsable y digno. Pero Romero cava hondo en la profundidad del acto espiritual cuando dice que «significa participación con los entes» que se dan más allá del mero aquí y del ahora; participación con esencias y valores que moran en el plano ideal. Esa participación es lo que agrega a la existencia dentro del mundo una dignidad sobrehumana. Romero no piensa la realización del verdadero ser del hombre en una tensión horizontal, estirada entre dos acaeceres naturales –nacimiento y muerte–, sino tendida verticalmente hacia el orbe infinito de la trascendencia.

Sólo con una existencia semejante se puede enfrentar con callada fortaleza a la soledad y al infortunio, a la muerte y al sentimiento de la nada. Como el sujeto lleva su vida a cuestas, se posee y es dueño y señor de su persona. Cada acto le pertenece como prolongación suya y su personalidad colma el ámbito donde aquél se cumple. [45] Los actos realizan una trayectoria de boomerang; cuando son cumplidos dentro del mundo y entre los «otros», regresan y se descargan en el sujeto que lo realiza para ingresar al sentido que ha dado a su existencia. El hombre responsable acepta el retorno de las consecuencias porque su vida es compacta. El irresponsable disimula, se conforma con las satisfacciones individuales que logra, sin importarle las responsabilidades.

La Ética de la Gracia y del Desinterés requiere una entraña metafísica en el sentido que se dé a la vida. Pero no son los actos cumplidos los que confieren ese sentido a la vida; los actos ya están impresos con ese sello o configuración cuando son realizados. Ese sentido de la vida es una «certeza y evidencia metafísica», con la cual se abarca a la existencia como un acto único. Se la intuye completa y conclusa abrigando en su meollo el significado del trance final de la existencia.

El indagar de Romero no prescinde de la consideración de la muerte. Pero afirma que no es la muerte lo que da sentido a la vida, divergiendo de entrada con la posición de Heidegger y otros existencialistas. El ser del hombre angustiado no se hace libre ni trasciende proyectándose a la Nada. El tener presente a la muerte dentro de la consideración de la vida queda supuesto como «peripecia natural». La vida adquiere su sentido al plantearse contenidos y actitudes extratemporales que no se dan en ella por lujo o accidente. Romero concibe la realización de una existencia ética –aunque lo finito del acaecer esté incrustada en ella– como un constante «vencimiento de la muerte». Así el hombre no aparece como un «ser para la muerte», sino como un vencedor de la muerte; como un ser «cuya índole consiste en conciliar su particularidad con la universalidad, su mortalidad y temporalidad de individuo singular con la adscripción a instancias que lo sobrepasan y que juzga infinitamente valiosas». Dicha adscripción a lo valioso es entrañable y consubstancial con una vida ética; es la apetencia de infinito lo que permite al hombre dar el salto hacia las estrellas venciendo su temporalidad y acabamiento.

Esta Ética de enorme poder creador arraigada en la responsabilidad de nuestra propia existencia, afirmativa y vencedora de la muerte, contiene un potencial cívico de indiscutible importancia para la vida dentro del mundo y en la peripecia histórica que nos toca vivir. Proporciona los fundamentos imprescindible para la elaboración de una doctrina de la libertad en nuestras democracias contradictorias, en las cuales el valor de una existencia humana aun no logra su completa realización. Sumergidos como están algunos de esos pueblos en la satisfacción inmediata de sus deseos y comodidades vitales carecen de apetencia por requerimientos éticos ideales. Otros, hundidos en la inmediatez de su miseria y abandono, no intuyen el acceso al ámbito de lo espiritual. De ahí el significativo valor que tiene la constante obra creadora y la enseñanza de hombres como el maestro y filósofo Francisco Romero, en la juventud sin norte de nuestra América.

El pensamiento de Romero trabaja también en otras esferas culturales de seria significación para la historia y la filosofía. [46] Sus consideraciones arrojan una nueva luz sobre el valor y sentido de los orbes culturales contemporáneos así como acerca de la elaboración de una historia de la filosofía, tarea ésta que juzga también de pura estirpe romántica y propia del hombre occidental.

Al analizar las posibilidades de individuación del hombre asiático, Romero plantea una serie de tesis sobre el destino de las culturas orientales. Dichas tesis tienen un contenido incitante y sugieren conclusiones arriesgadas. De cualquier modo invitan al pensamiento de nuestra América a seguir caminos nuevos y a buscar respuestas a cuestiones que no se había tocado hasta hace muy poco. Según Romero, el pensamiento de las grandes culturas asiáticas –India y China–trasunta un sentido de la vida humana que niega el valor y significación del sujeto. Subsumido en una totalidad metafísica o cósmica el sujeto se enajena y se desvanece en lo intemporal. El ayer, el hoy y el mañana carecen de significado frente a lo inmutable.

La actitud del hombre de occidente, al contrario, expresa una reiterada afirmación de su individualidad frente al mundo y a lo supraindividual. Al descubrir en sí un foco espiritual se ha investido de dignidad. Además el consabimiento de la fragilidad de ese foco espiritual lo ha impulsado a buscar su perfección. Pero al anodadamiento oriental ha opuesto su dinamismo y voluntad de cambio. De ahí que su relación con el mundo no haya sido subsunción, sino de una determinación entre objeto y sujeto. El logro de la libertad y de la perfección de su espíritu ha significado para la humanidad la elaboración de su historia.

Romero no cree que esa antinomia cultural que plantea el occidente y el oriente –temporalismo y ahistoricismo– pueda lograr una superación sintética. De acuerdo a sus tesis, el encuentro de Oriente y Occidente –esto es, la posibilidad de que el hombre asiático engendre su propia historia– es irrealizable. Porque «aunque hubiera en las dos grandes culturas asiáticas una agitación y una serie de mutaciones equivalentes a las del Occidente, allí no habría historia...»

Pareciera así que el hombre oriental no tuviera características que le permitieran la conquista de su individuación o que su cultura ya estratificada no pudiese ser transformada, destruida o reemplazada. El hecho es que dichas culturas han logrado tal suerte de cristalización y extrañamiento que el problema radicaría en preguntarse si realmente pertenecen a todo hombre oriental. En caso de que las vías de occidentalización o de cambio del hombre oriental estuvieran cerradas, cabría preguntarse si acaso ese hombre no tuviese ya «sus propias vías» para el redescubrimiento de su interioridad espiritual como persona, de reafirmación de sí frente a lo supraindividual que se disuelve en polvo de siglos. Porque como lo estamos viendo, bajo el imperio de circunstancias concretas y nuevas, el hombre asiático ha empezado a hacerse cargo de su destino en el cambio que están sufriendo las masas. Bien es cierto que dentro de la doctrina del espíritu que Romero mantiene, dichos pueblos –aun bajo el cambio que los transforma– están sumidos en la inmanencia del espíritu subjetivo. Sin embargo, el proceso que se ha iniciado indica un hallazgo de incalculable resonancia –el del individuo. El despertar del hombre asiático es, por lo tanto, [47] un desafío a muchos supuestos caros al hombre occidental. Y valga este hecho para iluminar cualquiera consideración que sobre el destino de los pueblos de nuestra América antigua se intente formular, puesto que ellos están muy cerca de los asiáticos por comunidad de origen y de cultura.

Al analizar las condiciones de acuerdo a las cuales se elabora una filosofía de la Historia, Romero las organiza en una serie de supuestos: en primer lugar, cree que se trata de una elaboración de alta jerarquía que requiere vocación filosófica y perspectiva histórica a fin de descubrir los nexos y los tránsitos. Por otra parte, es tarea nunca acabada de posibilidades ilimitadas y porque exige que se dé ordenación y sentido a miríadas de hechos que yacen dispersos e inconexos. Además, requiere la labor de las grandes mentes sintéticas que columbran direcciones y otean derroteros y etapas. Pero indudablemente lo más falaz de toda historia de la filosofía es su relativismo y subjetivismo, ya que existe una influencia personal en la valoración e interpretación de los tramos del pensamiento. Cada pensador –afirma Romero– recibe y trasmite un impulso cuya dirección configura la curva histórica. No obstante, la historia de la filosofía es una seria conquista contemporánea de tono romántico mediante la cual se restituye y revive el momento psíquico y espiritual de las épocas. Concluye Romero que como la historia de la filosofía pone al descubierto la problematicidad de cada momento del pensamiento, es esencialmente una tarea para los filósofos. A ellos corresponde el ensamblamiento de historia y filosofía para reconstruir el proceso plural que se realiza dentro de la totalidad de la cultura, en la sucesión de las mentes y de los tiempos.

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