Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-junio de 1952
Vol. II, número 10
páginas 23-26

Pedro V. Aja

Montoro en la tradición filosófica cubana{*}

Quiero, aunque sólo fuere muy brevemente, iniciar las palabras primeras de esta sesión con un reconocimiento institucional tal vez indiscreto; dicho, eso sí, sin eufemismo de falsa modestia. Ello es que la Sociedad Cubana de Filosofía constituye ya, por su esforzada y fecunda –no obstante corta– historia, por el rigor y trascendencia de las tareas que se ha impuesto y por el nobilísimo afán de servicio a la cultura que la anima, uno de los centros culturales más activos y prometedores –acaso el que más–, que puede exhibir hoy, ante propios y extraños, la inteligencia cubana.

Con esta actitud eufórica aunque no menos comprometedora; conscientes de nuestro rol ante el destino de la cultura cubana, nos congregamos esta tarde, entre jubilosos y escrutadores, a fin de rendirle homenaje a una figura eminente del pensamiento cubano en la oportunidad del centenario de su nacimiento: a don Rafael Montoro.

Y este tributo lo rendimos al modo como la Sociedad Cubana de Filosofía cumple sus faenas de enaltecimiento, esto es: intentando fijar y revisar las facetas de sus ideas; hurgando en la obra para descubrirle la filiación y aquilatarle la jerarquía; entresacando, al cabo, la lección permanente y provechosa; en fin, consiguiendo hacer la única historia de la cultura, que legítimamente puede intentarse: aquella que no repara tanto en fijar datos y sucesos externos, como en enfocar el tramado de los nexos íntimos e intencionados, tal como diría Dilthey.

Pero en esta ocasión se nos agrega, además, una presencia de privilegiado regocijo: aludo a la satisfacción completa con que la Sociedad Cubana de Filosofía ofrece este acto a quien resulta un digno sucesor de don Rafael Montoro: al ilustre profesional que prestigia la medicina cubana y que honra esta tribuna –su hijo– el doctor Octavio Montoro.

Creo, por otra parte, y es buena ocasión esta para reiterarlo, que en estos días del cincuentenario republicano –días de supuesta madurez, a pesar de las alternativas dudosas en lo político–, nos está acechando, al grupo dedicado en Cuba a la tareas del saber mayor, una encomienda que ya apremia como mandato de cumplimiento impostergable. Me estoy refiriendo a la necesidad de profundizar en nuestra evolución interna, –vale decir: en el tramado ideológico–, de escribir la historia de nuestra cultura. Ello nos llevaría, seguramente, a repasar con una mayor objetividad y eficacia a muchos hombre y sucesos: a esta actitud o a la otra obra. A precisar con cenital claridad la efectividad, los logros y la trascendencia, de las ideas en nuestra formación nacional. [24]

En punto a esto último, alguno de entre nosotros ha dicho, certeramente, que cada filósofo cubano ha sido en alguna medida un forjador de nuestra nacionalidad y luchador y sufridor por ella. El propio Montoro tiene este singular aserto: «la cultura bajo la castiza tradición cubana que une siempre un fin social o práctico a la pureza y sublimidad de las doctrinas». Así José Agustín Caballero, Félix Varela, José de la Luz y Caballero, José Antonio Saco, Enrique José Varona y José Martí se dieron con tanto denuedo a las tareas del pensamiento como a las de construir los fundamentos de nuestra nacionalidad. Todos ellos fueron, ciertamente, hombres que se preocuparon y se ocuparon al mismo tiempo.

Esa tradición desde la raíz se desveló, como acuse de arista, porque la verdad, y sólo la verdad normara la acción para la vida. Montoro lo subrayó sin ociosidad en el elogio del Padre Varela que en 1911 pronunció, por encargo de la Sociedad Económica, con ocasión de haberse trasladado a Cuba los restos del sacerdote sembrador: «Sea cual fuere el juicio que se forme del valor intrínseco de la filosofía de Varela –dijo entonces Montoro– ahora que la consideramos a tan larga distancia, y ante los progresos alcanzados por todos los ramos del saber, imposible sería menoscabar su influjo salvador en la preparación de la nueva época para Cuba. Rompe con lógica vigorosa los moldes de la escolástica al uso, que reducía los estudios a un estéril aparato de fórmulas sin finalidad y sin sustancia ...» Y más adelante: «Partiendo de la duda cartesiana, enséñale –a sus discípulos– a no prestar su asentimiento a las imposiciones de la mal entendida autoridad de los textos y a no rendirse jamás sino a la evidencia de la verdad.» (El subrayado es nuestro.)

De esa tradición filosófica es miembro distinguido don Rafael Montoro. Sí, en ella ha de colocarse ya, sin vacilaciones pueriles, al egregio orador del movimiento autonomista –el más hondo y olímpico de los tribunos cubanos.

José M. Chacón y Calvo –cuyas notas epilogales en las Obras de Montoro merecen cuidadosa consideración–; así como Bustamante y Montoro, fueron de los primeros en reconocerle el rango filosófico y hasta afirmaron la filiación hegeliana del orador y filósofo. Vitier, con su singular autorización, ofrece las siguientes razones para incluir a Montoro en sus estudios de La Filosofía en Cuba, a saber: «No lo incluyo como filósofo, ni como profesor de Filosofía, ni aun como constante cultivador de esa rama del conocimiento. Lo incluyo por su vinculación con Perojo, por el saber que articuló en Filosofía, por algunos escritos, según hemos de ver, y señaladamente, porque tuvo credos definidos, no en cuanto a originalidad, que no pretendió, sino en su adhesión a determinadas doctrinas.»

A riesgo mío sostengo la legitimidad de Montoro en la tradición filosófica cubana: porque fue manejador crítico y señero de filosofías, y porque representó un elemento, sin duda pujante, en la hora de la integración cubana, es decir, en la obra de la independencia cuya primera etapa formativa permanece en gran parte inexplorada. En efecto, la labor filosófica de Montoro –por otra parte, nada cuantiosa– acusa sobre todo un criticismo inapelable. Examínense sus trabajos en el mismo orden con que aparecen en el tomo segundo de sus obras: [25] El realismo en el arte dramático; La polémica sobre el panenteísmo; El movimiento intelectual en Alemania; Un místico alemán, Juan Jorge Hamann; en el Ateneo de Madrid, Un debate filosófico: Kant, el neokantismo y los neokantianos españoles; Bibliografía inglesa y norteamericana; La música ante la filosofía del arte. Se verá como en todos ellos anda soberano el señorío crítico de Montoro: explicable solamente en quien posee el manejo señero de las doctrinas.

Y ahora me tomo a la mano de Manuel Sanguily. Una gran palabra, un gran repúblico. Su autoridad me libra de abundamientos mayores. Afirmó: «El factor más poderoso de la revolución, bien que partiendo de principios opuestos a los que inspiraban a los conspiradores cubanos y con tendencias muy diversas; el auxiliar más eficaz de la propaganda de Martí –y no os asombre como una novedad lo que justifican la razón y los hechos históricos– fue, sin duda, la constante y magnífica propaganda de los oradores del partido autonomista.» Por aquí tocamos la cubanía de Montoro: su modo de entenderla y de servirla.

En la significación filosófica de Montoro –de sus merecimientos para formar parte de esa tradición filosófica puntualizada, de su filiación en los sistemas, de la valoración de sus trabajos–, abundará Humberto Piñera cuya seriedad y saber firmes lo señalan cumplidamente para esa tarea. Únicamente me queda, propiamente, subrayar algunas notas distintivas en la actitud filosófica de Montoro, por demás interesantes y sobremanera aleccionadoras.

Montoro fue un creyente inconmovible en el poder de las ideas. Desde este punto de vista, practicó armónica y lealmente, lo que Valery –el fino poeta francés– definiera cierta vez como una política del espíritu. Tal vez por ello tuvo demasiada confianza en la eficacia de la razón pues: con Hegel. . . proclamaría que todo lo que es ideal es real; véase cómo, en lo entrañable, el soporte filosófico del autonomismo pudiera residir por aquí; pues su método histórico, sus aciertos y sus fracasos deben atribuirse a que veía las cosas desde el punto de vista de la inteligencia y de la lógica. Claro que la sabiduría política que nace de esta posición filosófica no quedaría invalidada por el tiempo. No nos referimos a la doctrina autonomista –dice Bustamante y Montoro, a quien ha de aplaudírsele esta sutileza–, sino a las facetas universales de su método y de su pensamiento político. Su convicción del primado de la sustancia política sobre la forma política; su método evolutivo, fundado en un hondo conocimiento de la esencia cubana y de la inestabilidad de las transformaciones políticas y sociales bruscas o catastróficas, su preocupación ante la inmadurez «como obstáculo insuperable para levantar con fe la construcción del Estado, asentado en solidísimos cimientos: su sentido arquitectónico de las creaciones políticas cubanas». Montoro, por vía de esa fe profunda en la eficacia de las ideas, representó íntimamente el enérgico sentimiento con que una gran zona de la sociedad cubana aspiraba a regenerarse mediante los principios del derecho moderno, y a gobernarse a sí misma al amparo del orden social y de las leyes. [26]

Pero en Montoro nos impresiona, realmente, su espíritu crítico y no menos tolerante. Era hombre de credo filosófico definido. Conectado a su época, sus preferencias doctrinales nos lucen idealista a lo Hegel; después de todo, estos nexos ideológicos son los que más se compadecen con su formación y su mentalidad. Sólo quien desatienda las propias manifestaciones de Montoro puede desconocer esto.

Además, arribaríamos a la misma conclusión que originó grandes debates por exclusiones. No fue krausista, posición que originó grandes debates en la España de entonces; tampoco neokantiano, acaso por la esencial injustificabilidad de la filosofía que patrocinaba esta actitud; mucho menos positivista, porque «el idealismo descansa en la convicción de que si el conocimiento experimental es una de las funciones del espíritu no es la sola ni la más importante, pues hay en el mundo cosas que no pueden alcanzar ni percibir nuestros sentidos.»

Pero su admiración por Hegel, a quien tiene por el más alto de los filósofos en la edad moderna, no le convierte en un sectario. Al contrario, sobresale en Montoro la capacidad dispuesta a reconocer valores en otras posiciones: hija de su gran agudeza crítica. No podía ser un exclusivista quien practicó siempre la elegancia moral e intelectual de la tolerancia –la más fina flor del espíritu humano. ¡Qué gran lección para nuestras días! Véase al respecto: «Sin ser krausista ni notar en mí nada que a serlo me incline, me apresuro a reconocer que hay pureza, rectitud y elevación grandísima en esa enseñanza». Y a propósito de Varona : «Así es que no creyendo, como no cree el que esto escribe, en las excelencias de tal filosofía –se refiere al positivismo–, es lícito afirmar que la obra científica de Varona constituye uno de los más sistemáticos esfuerzos dados a luz en Cuba, honrando por más de un concepto al país que cuenta al joven filósofo entre sus mejores y más laboriosos hijos».

Pero Montoro es, sobre todo, un pensador de entera honestidad intelectual. Hombre de ideas matrices, jamás las traiciona: subyacen congruentes en todos sus trabajos, aun en aquellos de menor rango académico y en donde, no obstante, siempre flota un insistente fondo filosófico. Ese decoro mental suyo enseñorea su vida tanto como su obra. En efecto, su actuación concreta no estuvo en pugna nunca con la soberanía de los principios.

Esa integridad del eminente orador, tal vez explique aquella discreción pública con que acogió el advenimiento de la independencia. Montoro no era hombre de vocación política en el sentido de avidez por las fruiciones del poder. A lo mejor si el menester público no hizo otra cosa en su vida sino interrumpir la vocación mayor, la que como él tantos otros en nuestra Patria han abandonado, para entregarse al quehacer concreto urgidos por lo concreto cubano: esa vocación que él mismo definiera con estas palabras dignas de un verdadero filósofo: «antes que todo es necesario la verdad, es necesario ser leal consigo mismo».

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{*} Palabras de apertura en la sesión Solemne celebrada el 30 de abril en la Sociedad Cubana de Filosofía para conmemorar el centenario del natalicio de Montoro.

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