Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-abril de 1955
Vol. III, número 11
páginas 14-27

Víctor Frankl

La evolución de San Agustín y el camino de la inteligencia hispanoamericana

La civilización antiguo-clásica, la civilización greco-romana que había dado al mundo tres principios ordenadores de trascendencia máxima: la «Razón» como principio para la interpretación científica del cosmos; la «persona» libre como suprema medida de la recta estructura de la convivencia humana; y la «cultura», entendida en el sentido de una labor incansable de formación estética del alma, como contenido más sublime de la vida –esta civilización verdaderamente humana y humanizante había sido desde sus comienzos en el siglo VI a. C. la forma de vida sólo de una minoría urbana, casi perdida en la infinitud de los campos que la rodeaban y donde perduraban, en el silencio de las cosas eternas, las tradiciones de las grandes culturas milenarias del Antiguo Oriente, culturas de orientación no racional, sino mágica, no personalista, sino antiindividualista, no estética, sino religioso-cúltica, y por eso, precisamente, más correspondientes al sentimiento vital de las masas e incomparablemente más firmes y duraderas que la civilización meramente «humana» de la Antigüedad clásica.{1} El brillo inaudito, la fuerza de atracción espiritual y la superioridad técnica que hicieron de esta civilización greco-romana durante un breve momento histórico la dueña de Occidente y Oriente, desde el Atlántico hasta el Indo, tenían que ser efímeros porque precisamente sus descubrimientos fundamentales, los elementos básicos de su superioridad, la «razón», la «persona» y la «cultura», llevaron en su esencia peligrosos factores de destrucción que causaron la incapacidad de esta civilización para rivalizar en durabilidad con las culturas mágico-religiosas que constituyeron el subsuelo inconcuso de aquélla: la «razón» trajo consigo el intelectualismo, el relativismo y el escepticismo que destruyeron el contacto del hombre con las realidades de lo natural y lo sobrenatural; la «persona» entrañó el individualismo que condujo a la socavación de los cimientos de la cohesión social; y la «cultura» implicó el egocentrismo, el esteticismo, la vida relajada, que separaron al hombre de los severos principios de la vida cúltica, ascéticamente ordenada. Efectivamente: poco después del despliegue de la gloria máxima del mundo antiguo-clásico –en el siglo IV en Grecia, en el siglo II a. C. en Roma– reconocemos la disolución individualista de la vida social, y, paralelamente, [15] un primer despertar cultural de las masas ilotas, sobre el silencio milenario de las cuales se había levantado el breve canto triunfal de la civilización clásica, reconocemos la infiltración del Orientalismo, con su acentuada religiosidad mágica y mística, en el ámbito de aquélla. Desde el siglo III a. C. los centros de la civilización antiguo-clásica han perdido la energía productora en el terreno de la especulación filosófica y toman en adelante sus ideas de pensadores oriundos de los países marginales, de estructura orientalizada; 400 años más tarde, no sólo Grecia, sino también Italia (que era más joven en su edad cultural) no encontraron ya defensores militares en su propio territorio, sino recibieron sus legiones como sus emperadores de las regiones no occidentalizadas, no empapadas de la civilización clásica, de las comarcas norte-balcánica, sirio-arábigas y norteafricanas. Y este estado de las cosas –el decaimiento físico y mental de la población de los centros de la cultura antigua, la progresiva esterilidad biológica y espiritual de los portadores de la civilización clásica, y la paralela ascensión cultural de las regiones marginales donde se formaban con creciente poder expresiones auténticas de las almas populares que fueron recogidas ampliamente en el receptáculo universal de la Iglesia católica– seguía acentuándose durante los últimos siglos de la existencia del Imperio Romano y de la cultura antigua: los intelectuales adheridos a la tradición antiguo-clásica y a los círculos pudientes de los centros metropolitanos son entregados a jugueterías infructuosas de estilo, a producciones retóricas vacías, sin ideas, sin fines superiores{2}; los grandes pensadores fecundos, en cambio, están profundamente arraigados en las regiones marginales, especialmente en el territorio norteafricano, y conducen el espíritu religioso auténtico de éste a nuevas expresiones de inaudita grandiosidad, preparando, con su actividad, el advenimiento de un mundo nuevo, el «Medio Evo» (que llegará en dos olas sucesivas, primero, desde el siglo VII, en las regiones al este y sur del Mar Mediterráneo, después, desde el siglo IX, en el oeste europeo). En dos partes se divide, pues, la población del Imperio Romano durante la época de su decaimiento; diferentes por completo en su estructura social y espiritual y hasta en su posición en la cronología absoluta de la historia: de un lado, los habitantes de los antiguos centros de la cultura clásica (irradiada también hacia las metrópolis de las regiones marginales), los cuales constituyen un símbolo expresivo de la «sociedad» en el sentido del sociólogo Töennis, es decir una agrupación individualizada, intelectualizada, despojada de finalidades e impulsos comunes; del otro, las regiones marginales, mundo de «comunidad» orgánica, arraigada en tierra, tradición y fe, donde se prepara la nueva cultura medieval, impelida por el poderoso despertar espiritual de los ilotas, que elevan su densa sociabilidad vital y su fanática devoción a la altura de concepciones universales en Dogma, organización y culto de la fe católica.{3} Allá en la «Antigüedad» clásica, un mundo moribundo. Aquí el naciente Medio Evo. Y la llamada Decadencia del Imperio Romano [16] (que tradicionalmente se deriva del impacto de la ola migratoria de los pueblos germánicos y mongólicos en los cimientos del Estado) constituye sólo la expresión y continuación del decaimiento interno de la civilización antigua y de la correspondiente ascensión cultural y política de les llamados «bárbaros» que trajeron consigo una sociabilidad más fuerte y más densa y un contacto más íntimo con las grandes realidades de lo natural y lo sobrenatural, que los que eran propios de la civilización antiguo-clásica en los últimos siglos de su vida.

Hemos de tener presentes estos hechos para comprender el profundo sentido histórico-simbólico de la vida de San Agustín. El santo nace y vive durante los primeros años de su existencia en la provincia Numidia, en la región fronteriza del Imperio con el desierto norteafricano; pasa después por los centros de la civilización antiguo-clásica, Cartago, Roma, Milano, haciéndose él mismo «hombre antiguo» de estilo individualista e intelectualista, quien comprende también el Cristianismo en el sentido del intelectual antiguo; y vuelve, finalmente, ya en los años de su madurez, a su tierra natal, transformándose aquí en el auténtico «hombre eclesiástico», arquetipo y precursor de los grandes jerarcas del Medio Evo y primer representante de aquel solidarismo católico, de aquella unidad indisoluble del obispo con su grey y su Iglesia, de aquella vida en y para la Iglesia, en y para la comunidad cristiana, que serán los fundamentos de la incomparable cultura venidera, de la cultura medieval, de la cultura solidarista por excelencia. Reconocemos en San Agustín un símbolo grandioso del camino que conduce desde una civilización de estilo antiguo-individualista e intelectualista hacia la nueva forma de vida de estilo cristiano-solidarista, propio del Medio Evo; pero reconocemos también en él un símbolo incomparable del camino de la Santa Iglesia misma que busca siempre las culturas jóvenes para el despliegue y la realización de la plenitud de su contenido espiritual y social, primero el naciente Medio Evo sirio-norteafricano, al cual San Agustín mismo perteneció, después el Medio Evo occidental-europeo, y, finalmente, saltando desde la Europa occidental ya envejecida hacia América, el naciente Medio Evo de este continente hispanoamericano que actualmente tiene 400 años de vida, la misma edad que tuvo la cultura occidental-europea al fin de la época carolingia, en el siglo IX, en el cual comenzó el despliegue de la cultura espiritual más grande que conoce la humanidad.

Entremos en la exposición de los detalles. San Agustín nació el 13 de Noviembre de 354 en Thagaste, una ciudad diminuta en la provincia romana de Numidia, cerca de la frontera oriental de la actual provincia francesa de Algeria con la de Túnez, es decir tierra adentro en plena África. Es muy probable que Agustín llevó en sus venas la sangre de aquellos heroicos Numidas quienes bajo su jefe Jugurta resistieron durante decenios a un Mario, a un Sila; pues el número de inmigrantes italianos era muy escaso en estos parajes del interior africano. Entendió seguramente el idioma púnico, legado de la antigua Cartago, destruida por Roma, a aquellas regiones, el cual perduraba en ellas –según el testimonio del historiador del siglo VI, Procopio– hasta este mismo siglo{4}; [17] palabras púnicas se encuentran, de vez en cuando, en las obras de San Agustín{5}. Hasta un fuerte sentimiento regionalista, una especie de patriotismo africano, habla manifiestamente en la obra del santo: en la obra principal de su vejez, «La ciudad de Dios», escrita en tierra africana, él adjudica a la vencida Cartago el mismo poder y la misma gloria que a la Roma vencedora{6}, de la misma manera como en su juventud Agustín había defendido, frente a un detractor de los nombres africanos presuntamente barbáricos, el derecho de un hombre africano a usar, en contacto con otros africanos, el idioma nativo, y el deber de no avergonzarse de su lengua y de su tierra{7}. El grandioso barroquismo de su latín, especialmente de sus últimas obras, escritas después de su vuelta a su patria norteafricana, tiene una de sus fuentes –fuera de la compenetración del santo con la dicción, igualmente oriental, de los Salmos bíblicos– sin duda en el ritmo vital del hombre norteafricano. Los primeros pasos de su formación intelectual condujeron al futuro Santo desde Thagaste a la vecina –más grande– ciudad de Madaura, y, después, a Cartago cuya Universidad frecuentaba desde su año décimo sexto hasta el decimonono, y cuya atmósfera intelectual y moral era sumamente importante para su evolución. Conocemos el carácter del ambiente social y moral de Cartago a base de una obra, escrita unos 65 años más tarde, la obra «De Gubernatione Dei» (Sobre el Gobierno Divino) del Presbítero Salviano de Massilia: es la típica atmósfera de una metrópolis «moderna», social como intelectualmente corrompida{8}. Es, pues, en Cartago donde Agustín entra en contacto con el mundo «moderno», es decir individualista, sin fundamento en tradiciones morales ni religiosas. Pero, en todo caso, es en la Universidad de Cartago donde el joven Agustín conoce, al final de sus estudios centrados en la Retórica, el diálogo «Hortensio» de Cicerón cuya lectura marca una época en su vida: este diálogo que defiende la Filosofía, la consagración de la vida a la búsqueda de la verdad y de Dios, contra las pretensiones de la mera Retórica, del arte de hacer bellas palabras, significa para San Agustín –como él mismo lo dirá en sus Confesiones (III, 4)– la llamada inolvidable a una nueva vida, a una vida espiritual, a una vida de estudio y meditación en seguimiento de las huellas de Dios en el mundo. Pero tenemos que reconocer que la actitud, sugerida por el «Hortensio», no sobrepasa en su estilo de pensar la actitud individualista-intelectualista de los filósofos de la época clásica de la Antigüedad, comparable a la de los representantes del Renacimiento occidental-europeo: el diálogo ciceroniano manifiesta una visión optimista, idealista-estética del mundo, comprendiendo a éste como «cosmos» (orden), animado por un Dios comparable a un «alma del mundo» y casi fundido con él; el camino de acercamiento del hombre a este Dios inmanente consiste en el mero acto teórico del conocer, [18] suponiéndose la capacidad ilimitada del espíritu humano de llegar a la verdad por medio de sus propias energías racionales, sin tener necesidad alguna de una revelación o gracia superior; de igual manera, la virtud, idéntica con el recto saber, es realizable por las fuerzas mentales propias del individuo, no necesitado de ningún sostén del lado de una comunidad espiritual superior; la «sabiduría», el fin supremo de los esfuerzos del hombre, empero, queda reservada, precisamente por ser un objeto de energías meramente humanas, a una pequeña minoría aristocrática, al círculo particular de los «filósofos»; pero en realidad no hace falta la posesión plena de la verdad, ya la búsqueda de la misma, la vida teórica en cuanto tal, basta para la felicidad interior. Es en el sentido de estas sugerencias del «Hortensia» que Agustín forma su vida durante los dos decenios que siguen, quedando «buscador de la verdad» en el sentido antiguo-clásico, es decir filosófico-individualista, de la palabra. solamente concentrando su estudio fanático, más que lo hicieron los filósofos antiguos, en el intento de descifrar los misterios de la esencia de Dios y del alma; todavía en las Confesiones –VI, II, 18– que ya pertenecen a la época siguiente de la evolución del santo, éste comprende el tiempo transcurrido desde la lectura del «Hortensio» como unidad.{9} Pero es característico y un indicio de la mayor profundidad de la introspección psíquica y de la cosmovisión del joven pensador Agustín, que éste no se contenta por mucho tiempo con la visión bastante superficial del hombre y del mundo. expuesta por el «Hortensio», con su fácil optimismo estético-intelectualista, sino que pronto se inclina hacia el polo opuesto del mismo, a saber el Maniqueísmo, que interpreta la existencia universal como lucha incesante entre dos principios, el uno bueno y divino, el otro malo y satánico, adscribiendo al primero el alma, al segundo el cuerpo y el mundo físico, pero comprendiendo también el alma como envenenada por el contacto con el cuerpo y necesitada, por eso, de una redención traída por mensajeros del mundo divino, como son, según el Maniqueísmo, Zoroastro, Budha, Jesús y, finalmente, Mani mismo, el fundador de la secta. Pero no menos característico es el hecho de que el joven Agustín también en su relación con el Maniqueísmo mantiene su actitud fundamentalmente teórico-intelectualista e individualista, su orientación hacia el saber filosófico, a pesar de que el Maniqueísmo constituía toda una comunidad eclesiástica, con jerarquía y culto, formados según el modelo de la Iglesia católica.{10}

La vida exterior del futuro santo corresponde a la orientación intelectualista-individualista de su alma, al estilo «antiguo-clásico» del filósofo. En 375 vuelve por breve tiempo a su ciudad natal Thagaste donde enseña Retórica; se traslada después a Cartago donde ejerce la misma profesión; y pasa finalmente a los centros del mundo romano, a Roma y a Milano (383/384), igualmente como profesor de Retórica. [19] A Milano siguieron a Agustín algunos de sus amigos y discípulos; Agustín piensa retirarse de su oficio profesional para fundar con ellos una especie de claustro filosófico, una nueva «Academia platónica», en imitación de los conventos pitagóricos que existieron en esta época; sólo la negativa de algunos del grupo de separarse de sus mujeres o concubinas impide por el momento la realización del plan. Entretanto conoce Agustín al gran obispo de Milán, San Ambrosio, en el cual encuentra una unión perfecta entre un profundo Cristianismo eclesiástico y un imponente dominio de la cultura intelectual antigua, una combinación que facilita al gran intelectual Agustín el acceso a la Iglesia. Al mismo tiempo, el estudio de Plotino (del creador del Neoplatonismo liberta a Agustín de la influencia del Maniqueísmo, presentándole una solución –aparentemente más lógica, en todo caso más correspondiente a la orientación de un pensador filosófico según el estilo antiguo, que era Agustín en aquel entonces– del problema central de aquel movimiento, a saber del misterio del mal, por medio de la doctrina de la «Emanación», según la cual el mundo material emana de sustancia divina, pasando sobre grados de perfección siempre decrecientes, constituyendo, por eso el mal una mera expresión de la ausencia de la perfección divina en los últimos grados del descenso emanativo, es decir, una mera «nada». Muchas veces se ha dicho que este estudio del Neoplatonismo constituyó la preparación del filósofo Agustín para su entrada en la Iglesia; pero si la superación del Satanismo de los Maniqueos –que interpretaron el mundo corporal como creación del demonio malo y Jesucristo como mero espíritu inmaterial– constituyó una necesidad para Agustín si éste debía ingresar a la Iglesia cristiana, el Neoplatonismo, con su ceguedad para la realidad del mal en el mundo y en los corazones, no formó la verdadera puerta de entrada del futuro santo en la Iglesia de Cristo, sino más bien un indicio de su ligazón no disuelta aún al mundo antiguo-clásico. La doctrina definitiva de San Agustín respecto al mal moral, rica en tensiones internas, fundada en las cuatro concepciones siguientes: la del pecado original el cual abarca toda la humanidad; la de la unidad transindividual de cada uno de los «ejércitos», el de Dios y el de Satanás, que tienen sus séquitos también entre los hombres; la de la realidad objetiva de los sacramentos de la Iglesia; y la de la decisión inescrutable de Dios sobre salvación o condenación de cada hombre, sin desmedro de su libertad moral; esta doctrina se eleva absolutamente mas allá del Maniqueísmo como del Neoplatonismo, a pesar de que siguen operando en detalles de la doctrina agustiniana elementos del uno como del otro.{10a}

Con el fin de prepararse para el Bautismo, Agustín se retira, en el verano de 386, con su madre Mónica y sus amigos, a la casa de campo de uno de éstos, a Cassiciacum, realizando, de tal manera, por lo menos temporalmente, el sueño de un «Convento filosófico». [20] Pues según el testimonio de las obras agustinianas que datan de esta época –»Contra los Académicos», «Sobre la vida beata», «Sobre el orden cósmico» y «Soliloquia»– lo que da la tónica a esta convivencia de catecúmenos no es de ninguna manera, la preparación espiritual para la entrada en una nueva comunidad sobrenatural, ni el intento de compenetrarse del misterio de los sacramentos, sino, como antes, la búsqueda común de la verdad en abstracto, en forma filosófica. Las tres primeras obras quieren presentar, a base de presuntos apuntes taquigráficos, las conversaciones didácticas, orientadas en el «Hortensio» ciceroniano, de Agustín con sus jóvenes amigos; la cuarta un soliloquio de Agustín con su alma. Si en aquellas –que muestran toda la maestría de los mejores diálogos platónicos en la descripción de momentos ambientales y su inclusión en la ilación de los pensamientos– sorprende la actividad puramente teórico-filosófica, la distancia total respecto al problema de la comunidad sacramental de la Iglesia, la cuarta de las obras mencionadas confiesa directamente: «Dios y el alma quiero conocer, ¿Nada más? Nada en absoluto». (Soliloquia 1, 2.n.7.) Muy significativa aparece la afirmación siguiente, hecha en la obra «Contra los Académicos» (III, 20): «Estoy decidido a servir sólo a la investigación de la sabiduría humana, menospreciando todo lo que los hombres consideran como bienes». El camino que conduce a la verdad no es, en este momento, para Agustín la entrega espiritual a la Iglesia y su tradición, sino el estudio de las «disciplinas»: gramática, dialéctica, retórica, música, geometría, astronomía, filosofía. Cicerón aparece, como autoridad indiscutible, al lado de la Biblia, presentándose, además, la concepción (¡en este momento de la preparación para la entrada en la Iglesia!), de que ya la búsqueda de la verdad baste para la felicidad. Seguramente constituye una exageración errónea si investigadores como A. Harnack, G. Boissier, F. Loofs, W. Thimme y P. Alfaric afirman que Agustín, en esta época de su trayectoria, no se convirtió al Cristianismo, sino al Neoplatonismo, y que su verdadera conversión no se había realizado sino mucho más tarde, según Alfaric hacia 400, en la época de la redacción de sus «Confesiones» y de su actuación como obispo de la ciudad africana de Hippona. Pero un átomo de verdad se halla, sin duda, en esta concepción: Agustín entró en la Iglesia como «intelectual cristiano», como «filósofo» de antiguo estilo individualista, quien había buscado la «verdad» y la había encontrado en la palabra de Jesucristo, pero sin darse cuenta todavía de que esta «verdad» no constituye, fundamentalmente, un mero saber teórico, análogo en su estructura a cualquier otro saber teórico-abstracto, sino una nueva vida, la nueva vida, dimanada de Dios y concebida por su Iglesia, vida que no solamente colma la persona humana y la levanta más allá de sí misma, sino que la hace desbordarse de vida espiritual hasta unirse con las otras personas humanas, formando una nueva comunidad de densidad incomparable, creando una nueva sociedad y una nueva cultura; sólo más tarde, ya en su tierra africana, en medio de una sociabilidad densa y juvenil y una fe ingenua, no intelectualizada, de masas, Agustín hallará la verdadera plenitud de la vida eclesiástica. Muy característico aparece también el hecho de cuán poca responsabilidad para el todo social terrenal a que pertenece, para el Imperio Romano, siente Agustín en aquellos meses de su vida de catecúmeno en Cassiciacum: [21] en sus obras de aquella época no se refleja nada de la crisis gravísima en que se estaba debatiendo el Imperio a causa de la avalancha de pueblos bárbaros trashumantes, desencadenada sobre el territorio del mismo y la casi imposibilidad de una defensa adecuada habiendo muerto en 378 un emperador, Valens, en la lucha contra los Visigodos, y en 383 otro emperador, Graciano, en la guerra contra un anticésar, llamado Máximo, levantado por las legiones británicas insurrectas, en medio de la disolución general. También esta indiferencia –muy típica del «filósofo» individualista de los últimos siglos de la civilización antigua– ante los graves destinos del mundo social y político a que pertenece, cambiará con la profundización de su comprensión del ser cristiano: su obra máxima, que escribirá ya en los años de su labor obispal en África, la «Ciudad de Dios», constituiría, precisamente, una dilucidación grandiosa, animada por un profundo sentido de responsabilidad político-histórica, de los destinos del Imperio, y el santo obispo morirá durante la defensa de su ciudad asediada por los Vándalos, unido con su grey hasta la muerte.{11}

Pero esta descripción esquemática del primer trecho del camino evolutivo del Santo quedaría del todo incompleta, si no recordásemos el hecho de que las pequeñas obras mencionadas, producciones de su permanencia en Cassiciacum, contienen un descubrimiento de suma importancia, en que culmina, en cierto sentido, la civilización individualista-antigua, y que constituye la última y más característica palabra de la misma, como también la expresión más acabada del egocentrismo del pensador Agustín de aquella época: es el descubrimiento del punto de vista filosófico –1250 años más tarde redescubierto, en medio de otra civilización envejecida, por otro pensador igualmente individualista, Descartes, expresado en la famosa fórmula «Pienso, luego existo»– según el cual el hombre puede dudar de la realidad de todo, incluso de su propia existencia física, pero no puede dudar del hecho de que existe en el momento de dudar, es decir, de que existe como ser pensante. En su obra «De vida beata» (II.n.7.) ,afirma Agustín que no se puede dudar de la vida propia; en la obra siguiente «Soliloquia» traduce este pensamiento en el giro ya casi «cartesiano» de que el pensar propio y, por eso, la existencia propia, constituyen lo más seguro.{12} Sólo un pensador esencialmente separado del mundo circundante y de la sociedad humana, y reconcentrado alrededor de su yo intelectual, un pensador de estructura egocentrista, posible solamente en una civilización envejecida y, por eso, individualistamente disgregada, pudo concebir esta teoría de la verdad exclusiva de la autoconciencia del ser pensante y del carácter dudoso de la realidad del mundo exterior, teoría de todas luces falsa.{13} [22] Pero en una de las últimas obras de esta época individualista –intelectualista– «antigua» de San Agustín, en «De vera religione» (escrita después de su vuelta de Milán a Thagaste, pero antes de su consagración sacerdotal en Hippo Regius, es decir, entre fines de 387 y comienzo de 391, y en un ambiente similar al de Cassiciacum, o sea en una situación de búsqueda teórica de la verdad, en medio de un círculo particular de amigos), Agustín encuentra el camino que conduce fuera de la reclusión solipsista de la presunta verdad exclusiva de la auto-conciencia, hacia una verdad objetiva y superior: «Si encuentras mutable a tu alma, trasciende a ti mismo, pasando hacia la fuente eterna de la luz de la razón. Ya reconociendo que dudas, reconoces algo verdadero: verdadero, empero, es nada sino por medio de la Verdad» (De vera religione, 39, n. 72 sgs.) Este grandioso trascender de sí mismo, en dirección hacia el Dios vivo, pero también en dirección hacia la Iglesia substancial, hacia la comunidad orgánica del pueblo y hacia la realidad de la historia, da su sello a la última y decisiva época de la vida de Agustín, la época de su labor primero de Presbítero, después de Obispo de Hippo Regius en Norteáfrica (desde 391, respectivamente 394, hasta su muerte en 430), época en la cual el «filósofo cristiano» de estilo individualista-antiguo se transformó en el gran hombre eclesiástico y hombre de comunidad popular de estilo medieval, en el verdadero padre de la Iglesia y de la cultura medievales.

La obra fundamental que en su estructura general como en su contenido filosófico-conceptual simboliza acabadamente este traspaso de San Agustín desde la espiritualidad antiguo-individualista y humanista hacia la medieval-solidarista y teocéntrica, son las «Confesiones» (escritas hacia el año 400). Esta obra une el interés autobiográfico-personalista, propio de la Antigüedad, con la acentuación de lo general-humano, propia de la Edad Media temprana: la intención principal de la obra no consiste en la confesión de intimidades individuales, sino en la descripción de un camino típico de un pecador hacia la salvación mediante la Gracia Divina; pero esta intención se realiza por medio de la exposición de intuiciones psicológicas de una profundidad tal que sólo se abren a la introspección de un pensador formado en la atmósfera intelectual del egocentrismo propio de una civilización sobremadura. (Ejemplos máximos de esta introspección constituyen: el análisis, comprendido en el libro octavo de la obra, de la «debilidad de la voluntad» y la reducción de esta presunta debilidad a una bifurcación o «escisión» de la voluntad; o la investigación, que se encuentra en el libro segundo, del por qué Agustín en su niñez hurtó peras en huertos ajenos a pesar de no querer comerlas, y que conduce al resultado de que la finalidad verdadera, pero inconsciente, del niño Agustín consistió en el intento –expresión del pecado original– de elevarse sobre El que había dado el mandamiento de no hurtar.{14} –Una síntesis similar entre la orientación «antigua» y la «medieval» nos presenta la investigación profundísima del problema del «tiempo» (Confesiones XI, 14-31): el misterio tremendo de la vivencia de tiempo consiste para Agustín en el hecho de que ni el futuro, ni el pasado, sino sólo el momento inextenso del presente, realmente «existen», y que continuamente el futuro inexistente se hace pasado inexistente, pasando por un presente inextenso y, por eso, igualmente inexistente... [23] El Santo resuelve el problema de este continuo movimiento espectral de un elemento inamisible, adjudicando el «movimiento» al alma que pasa progresivamente por la realidad inmutable del Espíritu Divino que abarca en un eterno presente inmóvil todos los contenidos que constituyen nuestro futuro y nuestro pasado: «Nosotros, nuestros días y tiempos, pasan por el eterno presente de Dios». Sólo una profundísima introspección, posible exclusivamente en una época de extrema madurez de una cultura, pudo revelar con tanta claridad la esencia vivida del tiempo; pero sólo una clarísima visión del fondo eterno de la temporalidad terrenal, sólo una orientación de toda la existencia hacia lo inmutable y transtemporal, correspondiente a una época de estilo «medieval», pudo resolver el problema de tiempo en un sentido como lo hizo San Agustín. Un testimonio de la transición entre Antigüedad y Medio Evo constituye también la forma estilística, el incomparable Latín y la estructura total de las Confesiones: la lengua de estas no es ya el Latín clásico-retórico nutrido de una convivencia espiritual con Cicerón, que notamos todavía en las obras anteriores de San Agustín, por ejemplo, en los Soliloquios –afines en el tema, al de las Confesiones– sino el Latín, a la vez popular y grandioso, de la antigua traducción de los Salmos; y la obra no tiene ya el carácter de un diálogo de estilo intelectual con su propia alma, como precisamente los Soliloquios, sino el de una oración, de una oración pública, proseguida por el espacio de trece libros, ofrecida a Dios en presencia de toda la comunidad de los fieles: solamente un hombre arraigado en la comunidad y la tradición de la Iglesia, un hombre que se sintió no ya como «individuo», sino como encarnación de la comunidad cristiana, pudo descubrir y realizar esta forma incomparable. Pero del otro lado constituye la consciente maestría con que San Agustín sabe calcular los efectos de sonoridad de sus palabras y frases de una herencia indudable de su época de retor, del intelectual que vivía en el goce de refinadas sensaciones.{15}

En esta última y decisiva época de su vida, Agustín se ha transformado por completo en un hombre de la comunidad, a la vez sobrenatural y terrenal, de la Iglesia, en un radical, y aún fanático, antiindividualista que no comprende ya, y no quiere comprender, la idea fundamental de la cultura antigua: la del «individuo». Agustín asevera que sin la autoridad de la Iglesia no creería ni siquiera al Evangelio (Contra ep. Man. 5, 6.); justifica la fuerza contra cismáticos y la inquisición contra los herejes; lucha con todas sus energías contra el pensador británico Pelagio que había renovado, en atavío cristiano, la doctrina antigua-individualista que afirmara la libertad completa del hombre para el bien o el mal y su capacidad perfecta de realizar, con sus propias fuerzas, la virtud y de conseguir, de tal manera, la plena justificación ante Dios. Según la nueva concepción de San Agustín, expuesta ante todo en su obra principal «De la Ciudad de Dios» (escrita 413-426, como interpretación filosófico-histórica del destino del mundo, [24] a base de la tremenda impresión producida en todo el ámbito del Imperio por el Saqueo de Roma, perpetrado por los Visigodos en 410), cada hombre pertenece esencialmente como miembro a uno de los reinos o ejércitos espirituales en litigio, él de Dios o él del Satanás; y la pertenencia, de un hombre a éste o aquél no depende, en último término, de una libre decisión del individuo, sino de una predestinación divina a la salvación o la condenación. Y si San Agustín con la dureza del antiindividualismo y antipersonalismo de estos conceptos sobrepasa la conciencia general de la Iglesia que resolvió el problema del papel del hombre individual en la obra de la redención en el sentido conciliador una libre colaboración del hombre con la Gracia Divina dentro de la Iglesia de Cristo –lo que indujo al Santo a tal radicalismo del pensamiento fue, sin duda, el fervor del primer descubrimiento de un nuevo mundo de comunidad transindividual y de destinación del hombre individual para totalidades orgánico-espirituales de orden superior. También el estilo general de pensar de San Agustín muestra un cambio sumamente característico, símbolo elocuente de su nuevo «Medievalismo»: los primeros diálogos del Santo –escritos en Cassiciacum– que son: «Contra los Académicos», «Sobre la vida beata», «Sobre el orden cósmico», muestran el espíritu realista y empirista, la percepción plástica y concreta del mundo, que son característicos de la literatura antiguo-clásica; con suma maestría y plasticidad son descritos los pequeños acontecimientos de la vida de campo, que rodea al pequeño círculo de jóvenes pensadores, una riña de gallos en el patio de la casa, una noche de lluvia en la cual el ruido del agua en la gotera no deja dormir, &c., &c.. con el mismo sentido empirista y realista con que Tucídides describe los hechos concretos de la vida política, Marcial y Juvenal los de la vida social; las obras de la época africana del Santo, en cambio, ante todo las «Confesiones» y «La Ciudad de Dios», muestran un estilo nuevo de ver e interpretar al mundo, el estilo simbolista-espiritualista, característico del Medio Evo: los hechos no son, simplemente, lo que son para la mera percepción empírica, sino «significan», simbolizan algo invisible y espiritual, disolviéndose los claros contornos de las cosas palpables en una aura de significación sobrenatural y apareciendo los acontecimientos del mundo humano e infrahumano como expresiones de fuerzas superiores: el hurto de peras, perpetrado por el niño Agustín, se revela ante esta nueva mirada como símbolo horrendo del pecado original arraigado inextinguiblemente en el alma; el fratricidio al comienzo de la historia romana como símbolo del origen satánico del Estado romano y del Estado en general, &c., &c. Es el mismo estilo simbolista-espiritualista que encontramos más tarde en el arte plástico y pictórico del Medio Evo temprano, en el cual se pierden las formas naturales, tan admirablemente representadas por el Arte antiguo, para dar cabida a la expresión de vivencias espirituales y sobrenaturales, se pierden la espacialidad y la perspectiva, para representar con mayor adecuación lo transespacial y lo invisible para los ojos físicos.

Hemos podido seguir el camino evolutivo de San Agustín que conduce, material y geográficamente, desde su ciudad natal africana sobre los centros itálicos del Imperio hasta su unión definitiva con su patria africana; social y espiritualmente, desde su despertar en un mundo característico por la densa sociabilidad y la pesada religiosidad de una comunidad joven, [25] sobre el círculo de la civilización antiguo-clásica, envejecida, y, por eso, individualizada, intelectualizada, incapaz de pensar en términos de solidaridad y responsabilidad mutua, hasta el descubrimiento en su ciudad obispal africana de la verdadera comunidad cristiana, de la verdadera vida en y con la Iglesia, y de la verdadera comprensión simbolista-espiritualista de la realidad, actitudes que son propios del Medio Evo y anticipan el advenimiento de esta época-cumbre de la humanidad. Este camino de San Agustín, empero, nos parece constituir un símbolo grandioso del camino de la inteligencia hispanoamericana. También Hispanoamérica –como el Imperio Romano de los últimos siglos de la cultura antigua– está dividida en dos partes, dos diferentes agrupaciones humanas, que representan dos épocas histórico-orgánicas distintas: de un lado el pueblo auténtico, en su raíz de sangre mestiza, hispano-india, profundamente americano y cristiano a la vez, y que tiene una existencia biológica de 400 años, aproximadamente, y la sociabilidad densa y el arraigo firme en las grandes realidades del mundo telúrico y del mundo sobrenatural que corresponden a esta edad biológica, no habiendo pronunciado aún este pueblo su palabra cultural que lleva en lo íntimo de su ser, y esperando en silencio el día de su despertar; del otro lado los niveles sociales que producen la «inteligencia» v el Individualismo y que se hallan orientados hacia la civilización desintegrada, intelectualizada, relativista, del envejecido mundo occidental-europeo, y que reproducen los resultados cerebrales de esta civilización, reduciéndolos a un mero juego de formas y palabras, sobrepuestas como ribetes al pesado materialismo en el cual se revela, tristemente anquilosado, el poderoso instinto telúrico del hombre americano. Pero quien sigue atentamente el camino de la juventud intelectual de Hispanoamérica (de la verdadera intelectualidad, no de la «Inteligentzia», según la letra rusa), nota cómo despierta en ella la conciencia de vivir en la inautenticidad, en la mera reproducción de conceptos y formas de vida de un mundo ajeno y viejo, de vivir desligada por completo de la grande realidad natural y social de este continente y separada de la eterna fuente de la vida sobrenatural. La juventud hispanoamericana se encuentra viviendo en un momento histórico muy bien comparable con el en que vivió San Agustín: el momento de la transición desde un mundo individualista hacia un mundo de densa sociabilidad y solidaridad, desde un mundo intelectualista y relativista hacia un mundo de intensa espiritualidad sobrenatural, desde un mundo envejecido hacia un «nuevo Medio Evo», el nuevo Medio Evo hispanoamericano.

El concepto de la «Nueva Edad Media» no fue creado por el autor de estas líneas, sino que constituye una propiedad ya conocida de la filosofía católica de la historia; grandes pensadores de orientación católica –ante todo el ruso Berdiaeff y el teólogo argentino Derisi– lo han usado, en el sentido de una predicción del advenimiento inminente de una nueva edad histórica de carácter teocéntrico-espiritualista, en reemplazo de la época antropocéntrica, intelectualista y materialista que dominaba el mundo desde el Renacimiento.{16} [26] Los pensadores mencionados, empero, extienden su afirmación a «la» cultura en general, es decir, a toda la civilización humana, sin tomar en cuenta la efectiva división de la humanidad en círculos culturales relativamente independientes y de muy diferente «edad» histórico-orgánica. Una «Edad Media» –es decir, una época caracterizada por una fuerte coherencia social, por la unidad intrínseca de la persona humana (o sea, la ausencia de la escisión interna del hombre, propia de Edades modernas, en una intelectualidad vacía y una corporalidad brutal, desconectada de las energías superiores{17}, por un intenso sentido telúrico y la idea de la superioridad absoluta de la vivencia y la organización religiosa sobre todas las otras esferas culturales– es posible solamente en sociedades biológicamente jóvenes, como demuestran por ejemplo la «Edad Media griega» y la «Edad Media románico-germánica».{18} Por eso parece imposible una renovación del Medio Evo en el envejecido mundo occidental que muestra, precisamente, con claridad arquetípica, los rasgos característicos de la decadencia biológico espiritual, el intelectualismo, el individualismo en sociabilidad y espiritualidad, el positivismo teórico y práctico. Por eso, parece lógico esperar y precisar el advenimiento de una «Nueva Edad Media» solamente con referencia a un mundo social joven, como lo es el mundo cultural hispano-americano cuyo fundamento biológico, la sociedad mestiza indo-española, tiene una edad de aproximadamente 400 años, la misma que tuvo el círculo de los pueblos románico-germánicos del Occidente al fin de la época carolingia, en el siglo IX, en el cual comenzó a hablar el alma medieval y a expresarse en formas artísticas y filosófico-espirituales de inaudita grandiosidad. Y si el proceso evolutivo de este «pueblo continente» hispanoamericano no es, ni puede ser, tan rectilíneo como el de los pueblos románico-germánicos, a causa de la continua interferencia, físico-biológica como intelectual, del viejo mundo europeo, la grande lógica orgánica de la evolución no puede ser aniquilada: cada observador atento nota en la juventud de todo el continente el despertar más y más poderoso del nuevo hombre solidarista, radical y conscientemente opuesto al viejo hombre individualista, el despertar del deseo vehemente de una nueva espiritualidad de la vida y de la cultura, que constituye el primer paso hacia la realización de lo que Derisi llama «la época del Cuerpo Místico». Vivimos en una hora histórica análoga a aquella en la cual San Agustín se alejó de los centros de la civilización envejecida del Imperio Romano para encontrar en su país natal la nueva vida de espiritualidad y solidaridad, la verdadera vida eclesiástico-católica. El camino del hombre intelectual de Hispanoamérica va paralelo al camino de San Agustín: va desde el Individualismo, propio solamente de un mundo decadente, hacia el Solidarismo orgánico del joven Medio Evo; desde el Intelectualismo y Relativismo, símbolo de una naturaleza humana mutilada y escindida, hacia una nueva totalidad de la persona humana; desde el Materialismo y Positivismo, carente de todo contacto con el Dios vivo y la tierra viva, hacia un nuevo Espiritualismo, hacia una nueva totalidad cultural cristiana. [27] Ojalá encuentre la inteligencia hispanoamericana en su propio seno una personalidad tan poderosa, tan llena de la inspiración del Espíritu Santo, como lo fue San Agustín, para reconocer en una imagen viva su camino necesario hacia la nueva solidaridad y la nueva espiritualidad: hacia el nuevo Medio Evo cristiano cuyo advenimiento en este continente puede ser pronosticado a base del carácter orgánico de las evoluciones históricas, y que hará de Hispanoamérica el centro cultural del mundo, el corazón vivo de la Humanidad.

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{1} Cf. M. Rostovtzeff, Historia social y económica del Imperio Romano (Madrid, 1937) tom. II, cap, 12. – Alfredo Weber, Historia de la Cultura (Fondo de Cultura Económica, México, 1942), passim.

{2} Cf. Martin Schanz, Geschichte der römischen Literatur, tom. IV. (Munich, 1914-20) (Handbuch der klassischen Altertumswissenschaft).

{3} Cf. Ferdinand Tönnies, Comunidad y Sociedad (Bs. Aires, 1947).

{4} Procopius, De Bell. Vandal. II, 10, 20.

{5} en: Serm. CXIII, 2; CLXVII, 4; de Mag. 44; Epist. XVII, 2; &c.

{6} De Civitate Dei III, 18, 19.

{7} Cf. Giovanni Papini, Der heilige Augustinus (Berlin-Wien-Leipzig 1930), pp. 13 sgs.

{8} Salvianus, De Gubernatione Dei, VII, 16 sgs.

{9} Cf. R. Reitzenstein. Agustin als antiker und als mittelaterlicher Mensch (Vorträge der Bibliothek Warburg, 1922-1923), p. 38.

{10} Cf. P. Alfaric, Les écritures manichéennes (Paris 1918). F. C. Burkitt, The Religion of the Manichees (Cambridge, 1925). H. H. Schaeder, Urform und Fortbildungen des manicheischen Systems (Leipzig, 1927).

{10a} Cf. H. Reuter, Augustinische Studien (1887). H. Scholz. Glaube und Unglaube in der Weltgeschichte (Ein kommentar zu De Civitate Dei) (1911). Ch. Boyer, Christianisme et Neoplatonisme dans la formation de S. Agustin. Paris (1920). W. Thimme, Augustins geistige Entwicklung in den ersten Jahren nach seiner Bekehrung (1908). R. Seeberg, Augustin und der Neuplatonismus (in: Moderne Irrtümer im Spiegel der Geschichte, ed. W. Laible (1912). K. Holl, Augustins innere. Entwicklung (l923).

{11} Cf. P. Alfaric, L’évolution intelectuelle de Saint Augustin (Paris 1918). E. Tröltsch, Augustin, die christliche Antiker und das Mittelalter (1915). Ch. Boyer, Christianisme et Neoplatonisme dans la formation de Saint Augustin (Paris 1920). Karl Holl, Augustins innere Entwicklung (1923). P. Batiffol, Le catholicisme de Saint Augustin (Paris 1920).

{12} Cf. Bernhard Geyer, Die patristische und scholastische Philosophie (en: Ueberwegs Grundriss der Geschichte der Philosophie, 11. Auflage, Berlin, 1928) pp. 105 sgs.

{13} Cf. Nicolai Hartmann, Grundzüge einer Metaphysik der Erkenntnis (1921). Max Scheler, Sociología del Saber (Rev. de Occidente, Bs. Aires, 1947), p. 132.

{14} Cf. Rudolf Allers, Das Werden der sittlichen Person (Freiburg i. B. 1930) pp. 41, 133.

{15} Cf. Reitzenstein, al lugar indicado, p. 52. G. Misch, Geschichte der Autobiographiem, tom. I, 1907, pp. 402-40. M. Zepf, Augustins Confessiones, 1926. A. Harmack, Augustins Konfessionen (en: «Reden und Aufsätze», tom. I, 1904).

{16} Cf. Nicolás Berdiaeff, Una nueva Edad Media (Bs. Aires 1946). N. Berdiaeff, El sentido de la Historia (Barcelona 1943). Octavio Nicolás Derisi, Ante una nueva Edad (Bs, Aires 1944)

{17} Cf. Max Scheler, Sociología del Saber (Bs. Aires 1947) p. 129.

{18} Sobre la aparición de «Medios Evos» en distintas culturas a base del carácter orgánico de las evoluciones históricas, por ejemplo en la cultura griega «antigua», cf. Eduard Spranger, Ensayos sobre la cultura (Bs. Aires 1947), pp. 100 sgs.

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