Revista Cubana de Filosofía
La Habana, mayo-diciembre de 1955
Vol. III, número 12
páginas 5-12

Humberto Piñera Llera

Algunas interpretaciones psicoanalíticas del arte{*}

I

No me propongo en estas breves consideraciones ni agotar el tema –cosa, por lo demás, imposible– ni mucho menos exponer «mi» criterio acerca de si es o no es el arte un producto psicoanalítico, pues, como no es necesario que me empeñe en demostrarlo, carezco por completo de una idea propia sobre la cuestión, lo cual significa que he de limitarme a exponer una pequeña parte de lo que otros han dicho acerca de la probable condición psiconalítica del arte.

Pero esto nos lleva inevitablemente a plantearnos cuál puede ser la efectiva y radical naturaleza de lo artístico en cuanto constituye un proceso determinado que tiene lugar por medio de la intervención del hombre. Porque éste –no hay dudas de ello– hace muchas otras cosas que no son precisamente arte. De aquí que a la pregunta: «¿cómo es que hace el hombre eso que llamamos el arte?» sea menester anteponer por lo menos estas otras dos, es a saber: «¿por qué hace arte el hombre?» y «¿para qué lo hace?»

¿Por qué hace arte el hombre? es una cuestión que no se resuelve simple y llanamente con responder que por lo mismo que hace todo lo que hace, es decir, en términos muy generales. Pues si bien es cierto que toda humana actividad está justificada, ante todo, por la razón ontológica de constituir un quehacer que es parte esencialmente constitutiva del ser del hombre, tampoco se puede descuidar el detalle de la llamativa peculiaridad de ciertas actividades humanas, entre las cuales parece el arte ocupar el nivel más alto en cuanto se refiere a su extraña condición. Pero, advirtamos, ¿extraña? y ¿a quién? Esto es lo primero que debemos poner en claro.

Sin entrar en análisis más complejos y rigurosos, digamos, por lo pronto, que el arte conlleva la tremenda paradoja de ser aquello que a la vez acerca al hombre más a sí mismo y lo aleja más de sí propio. Y tal vez si en esta tensión descomunal radique la enigmática condición de tal quehacer humano, [6] pues el arte se nos manifiesta siempre como lo que, a la vez, realiza e irrealiza lo humano. El arte, con efecto, es la actividad o el quehacer propio del hombre con el cual éste consigue dar la expresión más acabada y decisiva de su ser radical, que es, a no dudarlo, la de una figuración simbólica. El hombre es el ser que realiza su vida, cada vez con mayor proximidad a lo que se puede denominar la plenitud, por el concurso de ciertas simbolizaciones, que no en otra cosa consisten el arte, la ciencia, las modas, las convenciones sociales, los usos y costumbres, &c. Pues, según avanzamos en la escala de la perfección cultural, vemos cómo el simbolismo aumenta consecutivamente, a tal extremo, que ya en una sociedad como la nuestra se llega a casos como el arte rigurosamente abstraccionista de nuestros días y a fórmulas como la famosa de Schrödinger, de la cual se ha dicho que es «una típica fórmula mágica», ya que, «sabiéndola manejar, se obtienen resultados que armonizan con la experiencia, pero nadie la entiende». Y así en cualquier orden de cosas. Recuerdo que en alguna ocasión he podido asomarme a un recuento de lo que, según se me dijo, era una descripción en términos estadísticos de la vida concreta de un ser humano. Confieso que acerté a ver sólo cifras, letras, diagramas, &c. Y, sin embargo, se trataba de la biografía destilada de un congénere mío... presentada simbólicamente.

Parece, pues, que deba ser algo esencial al hombre esa necesidad de simbolizarlo todo, de sublimarlo por medio de una desrrealización que, sin embargo, posibilita su mayor realidad. Ahora bien: ¿cuál es el medio en el cual tiene lugar el proceso de simbolización? O dicho de otra manera: ¿en qué consiste la peripecia como tal?

El hombre es un compuesto de materia y espíritu. Me tiene ahora sin cuidado que se piense si el espíritu es una sublimación de la materia, o si ésta es una concreción de aquél, o &c. Pues lo que ahora digo es algo que nadie podría negar en serio, es a saber: que a diferencia del animal y de los seres inertes el hombre lleva consigo un caudal de posibilidades que, al realizarlas, es decir, al trocarlas en formas de lo real, aumentan su mundo y le transforman lo mismo que a ese mundo a cuya creación contribuye. Pues así como el ser inerte es pura y simplemente la realidad a la cual podemos llamar medio ambiente (para valernos, en este caso, de la expresión tan cara a Max Scheler), y el animal es sólo una prolongación de ese medio, el hombre, por el contrario, ha de afirmarse contra el medio, ha de contraponerse a él, y en esto consiste la objetivación del medio (recuérdese la etimología de esta palabra: ob-jectum, ob-jiciere, oponer algo a algo). Valga un ejemplo, entre muchos otros: el animal prolonga el agua, que es una manifestación del medio ambiente, al llevarla a su organismo, pero sin ir más allá, en punto a función biológica, que la de satisfacer una necesidad vital de índole vegetativa, es decir, la de aplacar la sed, o hidratar sus tejidos. En cambio, además de hacer esto mismo, el hombre objetiva e idealiza el agua, es decir, la hace objeto de ciencia (H20), de arte (como adorno, vbg. una fuente), de rito religioso (el agua lustral), &c. Es decir, que el hombre se enfrenta al agua y la convierte, por obra del símbolo, en lo que no es inmediatamente (agua) sino en algo a la vez real e irreal. [7] Pues ni el H20 del químico, ni el espectáculo estético del agua de una fuente que rumorea en el jardín, ni el contenido religioso del agua lustral, &c., son ni más ni menos agua que el agua pura y simple que aplaca la sed e hidrata los tejidos. Sin embargo, el hombre, al concebir el agua de estos modos ya referidos, la incorpora todavía más a su ser, puesto que la dota de una realidad mucho más amplia que la original del agua como tal, a la vez que amplía el ámbito de su ser como el ser humano que es. Creo que ahora se ve claro por qué decía yo al principio que el hombre es el ser cuyo ser se realiza cada vez con mayor plenitud mediante las simbolizaciones.

Y es esto lo que la historia de la humanidad nos ofrece desde el comienzo, es decir, el espectáculo de una simbología peculiar en cada agregado humano. Las formas religiosas, sociales, políticas, artísticas y otras muchas, indican muy claramente que no es posible el proceso histórico de lo humano –y, sin éste, ¿dónde se da lo histórico?–, sin el concurso efectivo de esas formas por las cuales el hombre no es siempre el mismo y, sin embargo, puede seguir siendo lo mismo.

II

Pero, con todo lo dicho, parece, sin embargo, que todavía no nos hemos situado en el tema que motiva estas notas. Mas, nótese que he dicho que parece, porque, en efecto, lo reseñado hasta aquí me ha servido a modo de cauto rodeo para acercarme a la cuestión propuesta.

Tal vez haya sido posible advertir que en mis palabras anteriores he implicado que el ser humano es ese peculiar modo de ser (la realidad) que consiste en padecer una dualidad (materia-espíritu) que le pertenece por modo exclusivo. Ahora bien: el espíritu (o lo no material, si Uds. prefieren un modo más neutro de llamarlo), es a la vez carga y ligereza en el hombre. Pues ¿se quiere algo que gravite de modo más efectivo y constante sobre el hombre, pero que, por otra parte, le dé la oportunidad de levantarse sobre sí mismo, hasta niveles insospechables? Esto no le acontece al animal. A este respecto bien valdría la pena citar aquellos versos de Walt Whitman, que dicen así:

Creo que podría transformarme y vivir con los animales.
¡Son tan tranquilos y mesurados!
Me complace observarlos largamente.
No se se afanan ni se quejan de su suerte.
No se despiertan en la noche con el remordimiento de sus culpas.
No me aburren discutiendo sus deberes para con Dios.
Ninguno está descontento, a ninguno le enloquece la manía de poseer cosas.
Ninguno venera a los otros, ni a su especie, que cuenta miles de años de existencia.
Ninguno es respetable ni desgraciado en toda la ancha tierra.

Eso que permite al animal –porque no lo tiene– ser lo que es, y en cambio hace del hombre un ser feliz o desdichado, bueno o malo, satisfecho o descontento, &c., es justamente la mayor carga y el menor peso para el hombre –el espíritu. Para el animal no hay –como diría Husserl– el agua «pensada» y [8] el agua «que moja», el fuego «imaginario» y el fuego «que quema», y así sucesivamente. El animal sólo se sirve del agua o huye de ella, como elude el fuego, &c. El espíritu, pues, aumenta la realidad inmediata, la transforma, y la convierte en otros tantos ingredientes de un ser que se completa y justifica su realidad mediante esos ingredientes que sólo por el espíritu pueden llegar a ser lo que son.

Pero el espíritu es una cosa terrible, y pido perdón por lo de «cosa», porque he preferido valerme de una expresión que en nuestro idioma es enfática. El espíritu nos impone esa trágica y doliente forma de manifestación que consiste en multiplicarse tanto como las posibles realidades a las cuales él mismo, como espíritu, puede dar lugar. Y si bien Buda dijo que «es magnífico contemplar todas las cosas, pero terrible ser una», no es menos cierto que la intranquilidad y desasosiego provienen del curioso fenómeno de la contemplación, por la cual el espíritu posibilita la grandeza de lo humano. Pues el ser inerte y el animal son siempre una y la misma cosa. Pero el hombre se disocia en múltiples formas de realidad, por lo que puede ser, en su conjunto esencial, simultáneamente, sensación, sentimiento, razón, imaginación, memoria, &c. Y, por si todavía no es suficiente, a su vez, cada una de esas manifestaciones se despliega en un multitud de manifestaciones subsidiarias, que pueden ajustarse o no, al menos con la debida normalidad (subrayo el término, por la peligrosidad de su uso) a lo que parece no ser patológico. Pues cuando es esto último lo que sucede, estamos ya situados en el sector de lo que, con todo derecho, el psicoanálisis reclama como objeto propio.

El drama del hombre es pues su espíritu, pero no pura y simplemente por lo que este constituye estrictamente como tal, ya que, en este caso, no sería posible explicar por qué el espíritu se produce en la forma en que lo hace. El espíritu es, más que una sustancia, y sin que nos atrevamos a negar que lo sea, una forma peculiarísima de actividad humana por la cual el hombre se revuelve, se rebela de continuo contra la materia, a la cual está encadenado, y con la que debe contar para todas sus realizaciones. De aquí que el hombre transfigure la materia, que él no puede ni crear ni destruir, simbolizándola, y haga de ella un templo, una estatua, una sinfonía o un lienzo. Como asimismo que reduzca las manifestaciones primarias y elementales de la materia –los fenómenos del mundo físico– a interpretaciones simbólicas, tal como se desprende de las leyes y las fórmulas físicas, químicas, biológicas, &c.

Pero si bien el espíritu intenta dar siempre a la materia un significado distinto del que ella tiene en un comienzo (convertir el mármol o el bronce en escultura, o la gama cromática en lienzo), tiene que ser a base de la materia, es decir, contando con ella y al mismo tiempo yendo contra ella. Pero de dos maneras tiene el artista que enfrentarse con la materia, diríamos, es a saber: con la materia que intenta transformar en producto artístico y con la materia de su propia condición humana. Y bien pudiera ser que en esta confluencia, [9] donde el espíritu tal vez experimente su mayor sujección a lo material, se esconda la posibilidad de lo psicopático y por lo mismo de lo psicoanalítico.

III

No voy a atreverme siquiera a lo que pudiera considerarse como una «definición» de lo psicoanalítico, no sólo porque no soy un conocedor de la cuestión, sino, además, porque, en mayor o menor grado, ya todos estamos informados lo suficiente de que lo psicoanalítico tiene que ver, siempre de algún modo, y en líneas generales, con esos procesos del espíritu que se llaman represiones o inhibiciones. Y en esto creo que pudiera fundarse con todo derecho el enorme mérito de Freud, aunque su modo sui-generis de caracterizar el fenómeno de la represión o inhibición acudiendo en exceso a lo erótico haya hecho declinar gran parte de su teoría, o sea lo que acertadamente se ha dado en llamar el complejo erotomaníaco del propio Freud. De todos modos, lo que sigue en pie es el hecho incontrovertible de que, en buena dosis, el espíritu humano, y por consiguiente, la personalidad, están dominados y obran por causa de esas represiones, sin las cuales, me atrevería a decir, no podría el espíritu ser lo que es. Pues ¿qué duda puede caber de que el espíritu es todo lo que puede ser y todo lo que no puede ser? Lo primero, porque gracias a ser todo lo que puede, el espíritu adquiere esa realidad que carece de límites estrictos y precisos, o de lo contrario, sería lo mismo hablar del espíritu del petimetre que se pavonea en una esquina concurrida que del espíritu de Goethe o de Martí. Y lo segundo, porque el espíritu siente muchas veces que no puede ser lo que anhela ser, y ¿acaso no es esta potencialidad de lo anhelado y no resuelto, un modo de ser... probable? Mas, justamente por causa de esto último es que la ansiedad constituye una nota fundamental y diferenciativa del espíritu. Y no creo que resultase demasiado difícil establecer alguna relación entre la ansiedad característica de lo espiritual y ciertas neurosis que, sobre todo en el artista, son muy frecuentes y por lo mismo típicas.

Debemos atribuir a Freud los primeros ensayos para interpretar el fenómeno de la producción artística en términos psicoanalíticos. En sus Lecciones preliminares sobre psicoanálisis, él mismo se encarga de decirnos: «Hay, en realidad, un camino de la fantasía de regreso hacia la realidad, y es el arte. El artista tiene también una disposición introvertida y no está muy lejos de ser un neurótico. Es uno de los que está urgido por apetitos clamorosos... Así, como cualquier otro con un anhelo insatisfecho, se aparta de la realidad y transfiere todos sus intereses y toda su libido a la creación de sus deseos en la vida de la fantasía... Un verdadero artista sabe cómo elaborar sus sueños diurnos de modo tal que pierdan esa nota personal que hiere los oídos ajenos y se hagan deleitables a los demás; sabe cómo modificarlos suficientemente para que no sea fácilmente perceptible su origen en las fuentes prohibidas... Cuando puede hacer todo esto, abre a los demás el camino de la conformidad y el consuelo de sus propias fuentes inconscientes de placer, y por ello obtiene su gratitud y admiración». [10]

Dos afirmaciones es posible destacar en las palabras citadas de Freud, es a saber: la primera, que el artista es un ser humano que se encuentra dominado por apetitos demasiado clamorosos, o sea que su ansiedad alcanza una distensión muy superior a la del promedio de los hombres. Pero, habría que preguntarse a seguidas, ¿qué es lo que motiva esa ansiedad en el artista, que le conduce a tan clamorosos apetitos? Sin duda, que el sentimiento de todo lo que no puede ser, y, sin embargo –como ya hemos apuntado– ya es posible, siquiera sea porque el artista entrevé que puede llegar a ser. Diríase que se trata más bien de un presentimiento, que es donde se esconde esa ansiedad de que ya se ha hablado. Pues toda obra de arte es una lucha continuada, primero del afán del creador con la posibilidad de encontrar su seguro designio; y luego, cuando ese designio ha adquirido forma precisa, con la materia que debe representarlo.

En cuanto a la segunda afirmación freudiana, es la que se refiere a la coparticipación o tal vez mejor simpatía que el artista sabe despertar en los demás. Desde luego que no es posible suscribir, sin más, que el arte deba consistir, efectivamente, en suscitar la simpatía por parte del espectador, que Freud quiere o parece querer atribuirle, pero no cabe duda de que, en alguna medida, toda obra de arte tiene, más o menos, su función catártica.

Pero Freud no hizo sino poner los fundamentos de lo que, desde él y hasta nuestros días, ha continuado adquiriendo una fisonomía propia, que le convierte por lo mismo en lo que, con todo derecho, se puede llamar la «psicoanalítica del arte».

Entre los que han proseguido en la dirección del genial judío vienés, se cuentan el francés Charles Baudouin y el alemán Otto Rank. Vamos a presentar en forma breve sus respectivas teorías.

Para Charles Baudouin los complejos de represión pueden ser o innatos (los complejos primitivos) o adquiridos los complejos personales. Ahora bien, en tanto que los innatos se alojan en el inconsciente primitivo y son heredados y comunes a toda la especie humana, los adquiridos se alojan en el subsconsciente y se encuentran determinados por el medio ambiente de cada persona, por lo que son variables.

Según Baudouin, el arte consiste en ser «esencialmente la satisfacción imaginativa y concreta de estos deseos sexuales reprimidos perversa y violentamente, en tanto que el goce estético de la obra de arte es «el fruto de la complacencia de los complejos sexuales del espectador, de los cuales el tipo adquirido y personal es suscitado por asociaciones indirectas y subjetivas; y el tipo primitivo por asociaciones directamente conectadas con el asunto representado; por tanto sólo hay comunicación efectiva entre el inconsciente del artista y el del espectador, siendo su región subconscientemente peculiar a cada uno de ellos».

Pero, debemos preguntarnos a qué conclusión definitiva llega Baudouin después de este pronunciamiento. Para el psicoanalista francés, [11] sucede que mientras el artista proyecta todos sus complejos en la obra que realiza, el contemplador, a través del goce estético que en él despierta la obra de arte, proyecta los suyos en el objeto que contempla. Y de este modo, según Baudouin, ocurre que mientras la obra de arte es «el resultado de la actividad inconsciente de su creador», la contemplación es «una actividad subconsciente del espectador».

Pasemos ahora a la teoría del alemán Otto Rank. Según él, en los grandes conglomerados históricos (como los griegos, romanos, hebreos y cristianos) el desarrollo cultural se proyecta desde lo pansexual a lo antisexual. Ahora bien: concebido psicológicamente, el artista se encuentra situado entre el soñador y el neurótico, pero, eso sí, el proceso psíquico es el mismo en los tres, de suerte que sólo varía de grado, pasando sucesivamente del soñador al artista y al neurótico, con lo cual la conclusión que se desprende es la de que el artista está mucho más cerca del neurótico de lo que se encuentra el soñador, por lo que viene a ser un neurótico potencial. Ahora bien: según Rank, el dramaturgo, el filósofo (que para él es también una modalidad del artista) y el fundador de religiones, están muy próximos al neurótico, mientras que las formas inferiores de la cultura lo están del soñador. Y ¿el artista? ¡Ah! el artista es el ser privilegiado que puede sublimar sus instintos y sus conflictos personales y dárnoslos en forma de obra de arte, o sea en una forma capaz de despertar el goce en los demás.

Rank, por otra parte, entiende que la obra de arte como expresión de una cultura que ha llegado a su ápice, se emparenta con la posibilidad del ensueño en la neurosis, todavía más, entonces la obra de arte es la posibilidad misma del ensueño en la neurosis, y debe ser considerada como un regreso de la libido o de los impulsos sexuales, a causa de los fracasos que en o en parte experimenta el sujeto para satisfacerlos. Y es claro que el sujeto no logra hacerse clara cuenta de ese fracaso, pero, en el caso del artista, lo sublima, es decir, puede (porque es apto para ello) hacer retroceder la libido hasta donde aparezca trocada en esta o aquella obra de arte.

Desde luego que no siempre ha sido interpretada la obra de arte, al examinarla psicoanalíticamente, como el resultado de un complejo de represiones inconscientes o subsconscientes de índole sexual en modo estricto. Ya el propio Freud, a pesar de su ostensible preferencia por lo sexual en el psicoanálisis, había hecho el examen de la famosa obra de Shakespeare, El Mercader de Venecia, según aparece de un artículo publicado por él en la revista Imago en 1913. Freud se detiene en la escena donde se produce la elección de una caja entre tres (una de oro, otra de plata y la tercera de plomo) y encuentra que resulta similar a otra escena de la tragedia El Rey Lear del mismo Shakespeare. Ahora bien, para Freud, se trata del símbolo de la elección del hombre entre tres mujeres, la cual se produce siempre a favor de la tercera, que es la única a la vez amante fiel y modesta. Pues bien, esta tercera mujer es, según Freud, la Muerte, que resulta, por muy paradójico que pueda aparecer, también el símbolo del Amor, tal vez si al modo como Federico García Lorca llama al éxtasis amoroso la Muerte chiquita. [12] De parecido modo, en El Rey Lear, vemos a la Muerte aparecer como la tercera hermana que induce al héroe en el campo de batalla a que se decida por ella, para lo cual debe renunciar al amor (o sea a las otras dos mujeres, que personifican respectivamente a la madre y a la esposa). Al escoger a la tercera se decide por la conjunción de la Vida y la Muerte, es decir, de la Eternidad.

Como vemos, aunque no desaparece del todo, sí lo hace del primer plano el complejo freudiano de la represión sexual, para dar paso a la idea de la Muerte. Se me dirá que aquí ella sigue implicando el Amor y, por consiguiente, el tema del complejo sexual, mutatis mutandis. Sí, en efecto, esto no puede faltar en la doctrina psicoanalítica de Freud. Pero tampoco se puede negar que su idea central del complejo sexual se convierte ahora en idea secundaria.

Y, ahora, para terminar, ¿será posible admitir que la obra de arte es un producto de una personalidad psicopática? Para contestar a esta pregunta, estoy obligado a reunir en mi persona diferentes requisitos de los cuales carezco por completo. Pues no soy psicólogo, ni mucho menos psiquiatra, ni tampoco crítico de arte. Soy solamente alguien que ha leído con mucho interés algo acerca de este problema y que se ha sentido intrigado, sobre todo, ¿saben ustedes por qué? Pues se los voy a comunicar: creo que el desequilibrio, más o menos acusado, es nota característica y fundamentante del espíritu, y que en los estratos superiores de la cultura, donde el arte y la filosofía parecen señorear, ese desequilibrio se acusa en su máxima manifestación. Por consiguiente, nada tiene de extraño, tampoco de imposible, que esa lucha del artista consigo mismo y a la vez con lo otro, es decir, con la materia exterior, a la cual pretende nada menos que convertir en expresión de su angustia y afán interior (valga la redundancia), esa lucha dual, digo yo, sea la irreprimible manifestación de un desequilibrio de donde saca el propio espíritu sus razones para ser y perseverar en lo que es. Recuérdese la profunda expresión aristotélica, inscrita en las páginas de su Psicología: «en cierto modo, el alma lo es todo».

Si es o no es el arte un producto de una personalidad psicoanalítica, es cosa que requiere todavía mucho esfuerzo, si acaso ha de llegarse a una consecuencia afirmativa. Me he limitado a ofrecer en estas notas una breve reseña de algunos pareceres al respecto, y, como no podía dejar de suceder, he aprovechado la ocasión para deslizar algunas reflexiones propias, sin otro ánimo que el de probarlas por mí mismo.

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{*} Conferencia ofrecida en la Sociedad Cubana de Filosofía el 8 de diciembre de este año [1955].

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